Juan J. Molina

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sábado, 13 de octubre de 2012

Guerra de élites: por qué financieros y políticos desconfían unos de otros, por Esteban Hernández



Guerra de élites: por qué financieros y políticos desconfían unos de otros

Guerra de élites: por qué financieros y políticos desconfían unos de otros
El descrédito de los políticos ha alcanzado cotas antes nunca vistas. (EFE)
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Raúl se ríe, casi para sus adentros. Acaba de hacer una broma sobre los políticos y las formas en que se hacen ricos, que celebra exhibiendo una mueca irónica. Raúl es de esas personas que siguen la actualidad, que leen la prensa todos los días (sobre todo la digital) y que disfrutan escuchando las tertulias radiofónicas. Posee titulación universitaria, y a pesar de que no es un gran lector (“no tengo mucho tiempo”) tiene un conocimiento apreciable de las ideas que se manejan en nuestra época. Raúl es un pequeño empresario a punto de cumplir los cuarenta para el que la política se ha convertido en algo muy molesto. Ninguno de quienes le acompañan en ese momento, dos amigos con los que se encuentra con cierta frecuencia, está en desacuerdo. En realidad, pocas cosas dan tan por descontadas como el perjuicio que la clase política está causando a España. La explicación que encuentran acerca de nuestros males gira inevitablemente alrededor de la nefasta actuación de los dirigentes públicos y todos están de acuerdo en que bastaría con que actuaran con honestidad y sensatez e hicieran “lo que tienen que hacer” para que España regresara a la onda que nunca debió dejar atrás.

Los políticos se han forjado un mundo aparte, en el que viven muy cómodos con el dinero público que se meten en el bolsilloEs paradójico, porque gente alejada del espectro ideológico en el que se mueven Raúl y sus amigos posee una comprensión muy similar de la situación. Muchas de las personas que poblaron la manifestación del 25S entendían que el problema real estaba unos pocos metros más allá de las vallas que protegía la policía, en el hemiciclo de ese Congreso parapetado tras la fuerzas públicas. Alberto estuvo allí, y regresó en algunas de las convocatorias posteriores. Me cuenta que la violencia se está magnificando, y que la realidad no está en las carreras tras los manifestantes, sino en los rostros de esos políticos que tenían que protegerse tras las porras de la policía. Se han forjado un mundo aparte, en el que viven muy cómodos con el dinero público que se meten en el bolsillo. Para Alberto, vivimos en un mundo lleno de posibilidades en el que las nuevas tecnologías pueden ayudarnos a desarrollar una democracia mucho más participativa, donde la gente de verdad decida sobre su destino. Pero, para eso, ha de desmontarse un sistema cuyos protagonistas se resisten a perder el chollo, a bajarse de un carro en el que están muy cómodos.

Lo llamativo, sin embargo, no es tanto hasta qué punto en un contexto de crisis una mayoría de la población comienza a distanciarse de quienes mandan, sino cómo las mismas élites económicas se están separando de los políticos. Lo que uno y otro, un pequeño empresario y un funcionario, señalan, contiene sustancialmente la misma tesis que defendía el ex Merryl Lynch César Molinas en su reciente y provocador artículo sobre las élites  extractivas. Ellos fueron quienes crearon la crisis, ya que sólo pensaron en hacerse ricos (o en “detraer rentas en su beneficio”, lo prototípico de las clases extractivas), y tampoco podemos confiar en ellos para que nos saquen de esta, porque únicamente están pendientes de su autoconservación y son alérgicos a todo lo que suena a innovación, a progreso y a cambio, ya sea en lo político o en lo económico.


Los políticos se han quedado solos, todos desconfían de ellos. (EFE)

Sin embargo, esta postura tiene algo de inesperado. En época de crisis, el deterioro de la imagen pública de quienes gobiernan se da por descontado: un grado significativo de descontento popular, articulado a través de protestas en las calles y de un rechazo cotidiano, se entiende parte del panorama. Pero que ese mismo desprecio aparezca entre las élites económicas, cuyos mecanismos de comunicación con el poder político suelen ser fluidos, sí introduce un elemento peculiar. En estos momentos complicados parece que los sectores financieros podrían ser, si no aliados fieles, al menos amigos de conveniencia. Y el movimiento ha sido el inverso, ya que el recelo respecto de los profesionales de la política ha arraigado especialmente de ese entorno. La rapidez con que corrió por esos círculos el artículo de César Molinas subraya hasta qué punto estamos ante un mensaje que ha calado profundamente.

Ese rechazo revela algo más que una mera situación coyuntural. Que Molinas empleara como concepto central el de la “élite extractiva”, a la que tilda de gran “calamar vampiro” que se alimenta de las burbujas económicas que genera, no deja de resultar llamativo, en tanto se trata de un tipo de argumento que había sido aplicado con frecuencia al sector financiero, y que el economista vuelve hacia los políticos. No es extraño, por tanto, que la contestación que José María Lasalle, Secretario de estado de Cultura, dio en el mismo diario, pusiera los argumentos de Molinas a la misma altura que los del 15M. Si uno tildaba de parásitos a los otros, Lasalle se defendía actuando como si discutiera con perroflautas. En realidad, el episodio no es más que otro eslabón en la cadena de las tensiones que el mundo económico y el político está viviendo en los últimos tiempos. Puede que compartan los mismos foros, pero cada uno desconfía del otro más de lo que indican las sonrisas que lucen en las fotografías en las que aparecen juntos.


La población castiga el despilfarro de los políticos. (Reuters)

"Nosotros no nos equivocamos con las hipotecas basura"

Llamo a un parlamentario popular para que me dé una explicación acerca de este deterioro de la imagen de los políticos. Me atiende amablemente, me emplaza para media hora después. Llamo entonces y no coge el teléfono. Lo intento más tarde, pero ya no habrá manera de ponernos en contacto. Trato de hablar con otro parlamentario, esta vez del partido socialista, y dice que me contestará sin ningún problema, siempre y cuando no aparezca citado. Es una constante: todo el mundo habla sobre el asunto, y no hay demasiado problema en recabar opiniones, pero casi nadie quiere aparecer entrecomillado en el reportaje.

Me ha ocurrido antes con L. un técnico de primer nivel que lleva mucho tiempo en política, y que ha ocupado distintos cargos, tanto dentro de su partido como en diversas instituciones. L. es alguien que cree en su trabajo, cuyos comentarios no destilan distancia ni cinismo, y con el que he conversado en otras ocasiones acerca de tendencias sociales y de los diversos males que aquejan a España. L. percibe que la antipolítica está cada vez más instalada en nuestra sociedad, y responsabiliza de ello, en una medida notable, a las acciones del partido competidor. Pero entiende que, además, se ha instalado una retórica dañina en la que los datos objetivos no cuentan demasiado. “La gente no sabe que un ministro cobra 3000 euros y, cuando se lo dices, te contestan diciendo que se lo estarán llevando por otro lado”. El peligro, insiste, es que esa retórica también la ha asimilado el ámbito financiero. “Ellos se equivocaron, y se meten con nosotros. Es increíble, porque hoy están ocupando cargos políticos exempleados de Goldman Sachs. Es muy fácil hacer demagogia con los políticos y hablar de que somos las élites extractivas, pero nosotros no nos equivocamos con las hipotecas basura”.


'La responsabilidad de la crisis es de los financieros y nos echan la culpa a nosotros'

Llegamos al nuevo mundo 

Hablo con Paul du Gay, un experto británico que goza de notable predicamento en el norte de Europa gracias a su En elogio de la burocracia (Ed. Siglo XXI), un texto en el que defiende algunas de las virtudes de las estructuras rígidas pasado, como la atribución bien delimitada de responsabilidades o los procedimientos impersonales que tendían a garantizar la igualdad de oportunidades. Du Gay conoce muy bien el ámbito de la gestión empresarial, ya que ha desarrollado buena parte de su carrera impartiendo docencia en escuelas de negocio, y ha estudiado la nueva gestión de las organizaciones públicas británicas, donde el roce entre los criterios financieros y los políticos fue muy habitual. La desconfianza entre ambos sectores está muy arraigada, habiéndose multiplicado durante las últimas décadas.

Era necesaria una nueva mentalidad que nos llevase a tener contento no al jefe sino al cliente y a comprender que el individualismo está en decadenciaCita como ejemplo las discusiones suscitadas alrededor del programa llamado Próximos pasos, que se puso en marcha en la década de los ochenta en Gran Bretaña, y que recogía diez principios esenciales para reinventar la gestión pública.Hablaba de promover la competencia, de desplazar el control hacia los ciudadanos, de defenderlos mecanismos de mercado, de redefinir a lo usuarios como clientes y de descentralizar la autoridad. Sus diez principios se convirtieron en la guía para cualquier país de la OCDE que quisiera modernizar sus instituciones, ya que inculcaban entre administraciones y funcionarios, prácticas y hábitos típicos de la empresa privada. Los managers pensaban, me asegura du Gay, que había llegado la hora de introducir en las administraciones una mentalidad completamente distinta.

Esta reacción contra los mecanismos burocráticos había sido liderada por grandes nombres de la consultoría empresarial, como Tom Peters, cuyo En busca de la excelencia se convirtió rápidamente no sólo en un éxito de ventas sino en el texto inspirador de las grandes transformaciones que las firmas desarrollaron en esa época. Dado que el mundo había cambiado y que operábamos en contextos muy distintos a los de los años 50 y 60, las tareas debían acometerse con una nueva mirada. Esa gente que iba al trabajo a cumplir rutinariamente, esos jefes que sólo querían controlar y esas estructuras que primaban el cumplimiento ciego de las normas carecían de sentido en el nuevo mundo. Era necesaria, afirmaba Peters, una nueva mentalidad que nos llevase a tener contento no al jefe sino al cliente, a entender la importancia del trabajo en equipo, a comprender que el individualismo está en decadencia, que el aprendizaje debe ser constante y que nunca nos debíamos lavar las manos ante un problema, aunque no fuese competencia nuestra. Era necesario un cambio de cultura, una tarea que requería nuevos líderes con funciones y habilidades radicalmente opuestas al modelo clásico. La gestión ya no tenía que ver con calcular o planificar, sino con inspirar y motivar, con hacer crecer a tu equipo, con saber navegar en la complejidad y con vencer las resistencias al cambio.

 
Tom Peters fue el gran inspirador de los nuevos modos de gestión empresarial.
Bajo estos criterios, la ciencia de la gestión se convirtió en el referente definitivo, también para la empresa pública, pero su implantación no fue pacífica. Hubo que disolver antes muchos problemas, generalmente planteados desde el lado político. Los dirigentes de los partidos hablaban otro lenguaje, lleno de trabas, impedimentos y regulaciones, de consideraciones electoralistas y de visiones ingenuas. Si hacían falta líderes para impulsar una nueva cultura, los políticos no parecían los más adecuados para situarse al frente. El mundo económico quería líderes, pero se encontró, argumentaban los expertos, con personas ancladas en el pasado que no estaban dispuestas a salir de su zona de comodidad y que sólo trataban de vivir lo mejor posible. Es cierto que emprendían reformas, pero solían hacerlo a regañadientes y sin compromiso alguno. El político, afirmaban los expertos de la gestión, tenía sus intereses y sus servidumbres, y eso le llevaba a actuar en muchas ocasiones en sentido contrario al que sería más útil para la sociedad.

Eso les impedía darse cuenta de cómo tenía que cambiar por completo su perspectiva para conseguir los mismos fines que pretendían. Había que transformar las entidades públicas orientadas a prestar sus servicios de forma burocrática con nuevos criterios que priorizasen la consecución de buenos resultados económicos.Los objetivos y criterios de valoración de las administraciones debían ser financieros y el énfasis debía situarse en la eficiencia, por lo que el director ejecutivo se convertía en una figura de gran importancia, en tanto responsable primero de la contabilidad. Había que eliminar el déficit y ello sin provocar una merma en los servicios, lo cual era del todo posible, según los expertos, porque al mejorar la eficiencia, consiguiendo hacer más con menos, se podía atender las obligaciones políticas e institucionales y, al mismo tiempo, dar cuenta de las financieras.

Los políticos actuales, por más que utilicen el lenguaje del mercado y que asuman sus principios, no han dejado de ser burócratasEsa misma perspectiva es la que está en juego en las soluciones que se barajan sobre la crisis, pero elevando un par de peldaños las dimensiones de su acción. La crisis de la deuda no exige sólo que las entidades que conforman las administraciones sean gestionadas de otro modo, sino que lo sea el mismo país. Los criterios de responsabilidad financiera, de ausencia de déficit y de cumplimiento puntual de las obligaciones poseen el mismo espíritu que imbuía el Next Steps, ahora aplicados a gran escala. Y también, según los analistas privados, con resultados beneficiosos en todos los ámbitos: en la medida que las cuentas del estado arrojen un balance positivo, se generará confianza en el país, el crédito fluirá a unos tipos adecuados y regresarán las inversiones. De lo que se trata, una vez más, de hacer más con menos, de crear riqueza a partir de un menor y mejor gasto público.

Pero, para conseguir estos objetivos, ha de operarse una transformación de entidad superior a la que pensamos. Hablamos de un cambio de modelo, no de una pequeña variación en el existente, y eso plantea enormes resistencias. Los políticos deberían convertirse en gestores, orientándose hacia la eficiencia y la rentabilidad más que a la búsqueda de la rentabilidad, y no están acostumbrados a ello. Es algo que les desagrada más de lo que reconocen.

Esa visión precisa sobre cuál debe ser el comportamiento de los políticos, que se ha consolidado plenamente entre las élites económicas, no deja de ser peculiar, ya que entiende que los dirigentes actuales, por más que utilicen el lenguaje del mercado y que asuman sus principios, no han dejado de ser burócratas que aspiran secretamente a regresar a modos pasados de gestión.


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