Juan J. Molina

Juan J. Molina
Juan J. Molina

domingo, 8 de agosto de 2010

LIBERALISMO Y MODERNIDAD (XIII)



Al liberalismo se le ha acusado, sobre todo por parte de la izquierda que lo tiene por su más peligroso enemigo, de ser una teoría política conservadora, reaccionaria y de derechas.
La primera acusación se puede entender si se acepta que el liberalismo tiende a conservar aquellas soluciones que funcionan y desconfía de aquellas otras, que aunque deseables, podrían inducir a la sociedad a tales cambios que la hicieran inestable o que comportaran un número incontrolable de consecuencias imprevistas y el liberalismo, amante de la libertad y el orden, siempre será contrario a los cambios cuyas consecuencias no pueda prever.
Mas discutible es la segunda acusación de ser un movimiento reaccionario, el liberalismo no es una doctrina política contraria a la llamada “modernidad”, sino parte importante, aunque crítica, de la misma, ya que surge como reacción al intento de Santo Tomás de fundamentar el derecho natural en la teología revelada. La teoría liberal trata así de separar el derecho natural de la religión. Lejos de ser una reacción a la modernidad, surge como un intento tanto de superar la crisis de la cristiandad como consecuencia de la Reforma, como la crisis de la cosmología Tolemaica. El liberalismo busca fundamentar el orden político sobre la investigación filosófica libre que consiste en no reconocer otras autoridades que la verdad y la libertad.
La acusación de ser un movimiento político reaccionario se ha dirigido al liberalismo sobre todo por parte de la corriente filosófica historicista, que interprete la historia como un proceso tendente a la consecución de un fin que creen haber descubierto en el socialismo. Al margen de los distintos tipos de historicismo, y de su relación con el fenómeno del totalitarismo, esta creencia, tanto en su variante nazi o fascista como en la comunista, ha fomentado una apología del estado, transformándolo de modalidad histórica de asociación política en resultado inevitable del devenir. La acusación de ser una filosofía política reaccionaria surge precisamente de la negación, por parte del liberalismo, de la irreversibilidad del proceso histórico, de su rechazo a la idea del estado como única expresión política de ese proceso: o sea de una aversión a la idea central del historicismo.
El liberalismo no es, pues, ni la ideología de quienes se proponen conservar privilegios, ni la ideología de quienes sueñan con imposibles retornos hacia un pasado que en realidad jamás existió. Son estos elementos de su patrimonio ideal los que permiten distinguirle netamente de la llamada “cultura de derechas”.
Encerrar al liberalismo en un esquema como el de “derecha-izquierda”, en el mejor de los casos es infantil. Incluso en el caso de que por “derecha” se entienda una actitud política prevaléntemente orientada al mantenimiento de la libertad y por la “izquierda” una actitud política tendencialmente dirigida a la realización de la igualdad. El fundamento del liberalismo no es una idea abstracta de libertad individual, sino la constatación de que la libertad es lo que permite a los seres humanos naturalmente diversos disfrutar de los mismos derechos, ser todos iguales ante la ley a condición de que todos tengan la posibilidad de elegir libremente lo que consideran conveniente para alcanzar sus fines individuales.
Por consiguiente, la verdadera distinción no es entre progresistas y conservadores, “derecha” e “izquierda”, sino entre estatalistas y no-estatalistas. En otras palabras, entre quienes piensan que un orden político puede y debe ser proyectado y dirigido hacia la consecución de determinados fines, y quienes piensan por el contrario que un orden político tiene como fin simplemente el de garantizar a todos la posibilidad de intercambiar, en condiciones de libertad, informaciones, bienes y tiempo; es decir lo que entienden que necesitan para mejorar la propia condición sin cargar a los demás con las consecuencias que ellos no han querido.

Bibliografía, Atlas del liberalismo, Raimondo Cubeddu, Unión editorial.
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jueves, 5 de agosto de 2010

LIBERALISMO, CONSERVADURISMO Y “CULTURA DE DERECHAS” (XII)




Aunque desde el punto de vista histórico la distinción no siempre resulta clara, el liberalismo se halla tan lejos del intervencionismo de marchamo progresista como del conservadurismo. El primero le reprocha al liberalismo clásico ser una filosofía política conservadora en cuanto se opone a una filosofía de la historia que considera al estado como realizador de la idea de progreso. El segundo reprocha al liberalismo, especialmente a sus posiciones individualistas y estatalistas, el haber fomentado el proceso de decadencia y disolución de la comunidad política llamada estado.
La ideología positivista e historicista que ve en el estado el instrumento y el fin del progreso, ha intentado así presentar como conservadores (por lo demás, ¿de qué? A quienes han manifestado críticas o reservas respecto a este modo de pensar.
Para darse cuenta de lo poco explicativo que es este modo de pensar, baste tener presente que, si se define el liberalismo como ideología conservadora, no se explica como es que no quiere “conservar” todas las manifestaciones históricas del estatalismo, sino que quiere precisamente superarlas en cuanto a crecientes peligros para la libertad individual, y que se basa en una visión evolucionista-cultural que tiende constantemente a remozar las instituciones sociales cuando las cosas cambian.
El conservadurismo, como el socialismo, sostiene que también los ideales morales y religiosos pueden ser sometidos a la coacción en vista a la consecución de fines considerados deseables. El liberalismo, por el contrario, sostiene que las convicciones morales ligadas a cuestiones de comportamiento que no interfieran directamente en la esfera privada de los demás no justifican la coacción. El conservador está convencido de que “en toda sociedad existen personas reconocidas como superiores, cuya herencia de valores Standard y de posiciones debe ser garantizada y que deben tener una influencia mayor que la de los demás sobre las cosas públicas”, y tiende por ello a “defender una jerarquía constituida especial”. Por el contrario, el liberalismo, aun no siendo igualitario, sostiene que “ningún respeto por los valores establecidos puede justificar el recurso al privilegio o al monopolio o a cualquier otro poder coercitivo del estado con el objeto de proteger a tales personas contra las fuerzas de la evolución económica”. Por consiguiente, las élites “deben afirmarse logrando mantener su posición con las mismas normas que se aplican a los demás miembros de la sociedad.
Aunque políticamente no hostiles al liberalismo clásico, los conservadores le atribuyen un individualismo, un relativismo ético y una neutralidad en el campo religioso que consideran inaceptables.

Bibliografía, Talas del liberalismo.Raimondo cubeddu. Unión editorial.
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domingo, 1 de agosto de 2010

LIBERALISMO Y DEMOCRACIA (XI)


A menudo estas dos palabras forman una pareja confusa, pero en realidad son dos teorías políticas distintas; en una definición sencilla podríamos decir que el liberalismo es la tradición que, frente a la cuestión de si deben gobernar las leyes o los hombres, responde afirmando que deben gobernar las leyes; y la democracia como una teoría relativa al mejor sistema para elegir a los gobernantes.
Ambas tradiciones se consideraron antitéticas hasta el momento de la aparición de la mentalidad totalitaria y la implantación de los regímenes a ella ligados (tanto comunistas como nazi-fascistas) les indujo a hacer frente al común enemigo. Pero cuando el horizonte histórico y teórico quedó despejado de adversarios, las diferencias volvieron a acentuarse. Mientras para los liberales ---tanto los gobernantes como los gobernados--- están sujetos a la soberanía del derecho (rule of law), para un demócrata la soberanía es patrimonio de quien tiene el poder de establecer el derecho; es decir del pueblo mediante sus representantes, los gobiernos.
Desde esta perspectiva se comprende que las diferencias entre ambas tradiciones no estriban tanto en el método con que se elige a los gobernantes, como en los límites de sus atribuciones y competencias. Mientras la tradición liberal sostiene que el orden es un producto posible, lento y a veces también gradual, de una evolución cultural. La tradición democrática considera en cambio que el mejor régimen político es aquel que se atribuye una función ético-política cuyos fines son alcanzables mediante disposiciones legislativas emanadas de las mayorías coyunturales.
Si el liberalismo atribuye al poder político la función de hacer convivir las diferencias naturales entre los hombres, la democracia le atribuye la función de realizar un fin que no es un fin natural.
El problema se convierte así en el de las garantías de los derechos de las minorías y de los límites del poder de la mayoría. El recelo de la tradición liberal al aumento del poder de decisión de los políticos está más que justificado y nos lleva a la duda de si ha sido prudente subestimar la circunstancia de que la lógica política, nos haya llevado a una maximización de los políticos como clase de los gobernantes. En otras palabras ¿ de qué instrumentos disponemos en un régimen democrático, para hacer que los políticos no elijan las opciones que le son más favorables para mejorar sus propios intereses y mantener y reforzar su poder?
Limitando la función del estado a garantizar que todos puedan participar en condiciones de libertad en ese proceso de producción del orden, la solución liberal se presenta como algo diametralmente opuesto al mecanismo democrático basado en la atribución a la mayoría de la potestad de crear certeza mediante la producción de normas y reglamentos que condicionan gravemente las relaciones de intercambio entre los individuos.

Bibliografía, Atlas del liberalismo, Raimondo cubeddu, Unión editorial.
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