Juan J. Molina

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lunes, 26 de diciembre de 2011

Vaclav Havel, el hombre que amaba la libertad, por Carlos Alberto Montaner


Carlos Alberto Montaner es periodista cubano residenciado en Madrid.
Fue como un cuento. En diciembre de 1989, súbitamente, Vaclav Havel se convirtió en presidente de Checoslovaquia. En pocas semanas, el escritor checo pasó desde de la más absoluta indefensión a la cúspide del poder. Todavía a mediados de noviembre la policía política continuaba aporreando a los disidentes y el Partido Comunista mantenía las riendas del control social.
En la tercera semana de noviembre comenzó la asombrosa Revolución de Terciopelo. Las calles y las plazas se llenaron de miles de personas que, finalmente, se atrevieron a manifestar lo que creían del sistema comunista, pero no se aventuraban a decir: era un tormento horrible que debía terminar cuanto antes. Comenzaron las huelgas. El régimen se desplomó. El comunismo teórico era un disparate. El comunismo real, consecuentemente, se había tornado en una creciente pesadilla. Havel le llamaba “Absurdistán”. Hubo algo sorprendente en el vertiginoso fin del comunismo checoslovaco. En febrero, los eslovenos —entonces una república adscrita a la federación yugoslava— crean un partido de oposición. Polonia, de la mano de Lech Walesa y con el impulso masivo del sindicato Solidaridad, había comenzado a derrotar la dictadura en las elecciones de junio. Los tres países bálticos, en agosto, pidieron la independencia de la URSS. En octubre, los comunistas húngaros habían cambiado de nombre y aceptaban el pluripartidismo. A principios de noviembre los alemanes derribaban el Muro de Berlín. El 25 de diciembre los rumanos fusilaron al dictador Nicolás Ceaucescu y a su pérfida mujer, la inefable Elena, para poder dar inicio a los cambios. Un mes antes lo habían elegido por unanimidad como líder del Partido Comunista. Los checos, en cambio, parecían rezagados. De pronto, la libertad llegó como un relámpago. El 29 de diciembre Havel era elegido presidente por un Parlamento que no veía otra salida a la crisis. Su figura se había agigantado al frente del Foro Cívico, una organización que agrupaba, esencialmente, a escritores y artistas disidentes. Era el primer país que rompía sin ambages la cadena moscovita e iniciaba el entierro de las supersticiones marxistas. Seis meses más tarde la inmensa mayoría de la sociedad le concedía sus votos a Havel.Y aquí vino lo bueno. Los agoreros pensaban que un escritor poco conocido, sin experiencia política, y mucho menos burocrática, amante del jazz y del rock, bohemio y tímido, que había pasado casi toda su vida adulta preso o perseguido, sería incapaz de gobernar a un país que mudaba de sistema y se enfrentaba a la inmensa tarea de corregir las arbitrariedades, errores, abusos y estupideces cometidos durante algo más de cuarenta años de dictadura comunista.Es verdad que no fue fácil y en el trayecto, al poco tiempo, checos y eslovacos se divorciaron por mutuo consentimiento (algo que hoy parece mucho menos traumático que entonces), pero, en general, el escritor inexperto resultó ser un gran estadista. ¿Cómo sucedió ese fenómeno? Ocurrió algo primordial: Havel no conocía de leyes, pero había conocido la injusticia. No sabía economía, pero sí experimentó la escasez y la falta de oportunidades. No tenía experiencia gerencial, pero estaba dotado de sentido común, sabía delegar y escogía bien a sus colaboradores. Era, además, una persona inteligente.
Havel tenía un objetivo: devolverles a sus compatriotas el control de sus vidas. La libertad era eso: la posibilidad de tomar decisiones sin coerción ni miedo. Los checos, que una vez formaron parte del imperio austrohúngaro, habían visto cómo los austriacos libres se habían convertido en ciudadanos prósperos de una nación pacífica. Y habían comprobado que la Alemania libre era mil veces más feliz y rica que la Alemania comunista. La regla de oro era obvia: había que tomar decisiones y crear instituciones que fortalecieran la libertad individual. Havel gobernaría desde los valores y los principios. El pragmatismo casi siempre es el disfraz de los oportunistas y los inescrupulosos. El título de una de sus últimas obras resumía su concepción de la política: El arte de lo imposible.Por eso Havel me honró con su trato solidario. Cuando era presidente me recibió en Praga, en el Castillo, públicamente, con toda la alharaca posible, para subrayar su respaldo a los demócratas cubanos y su repudio a la dictadura de Castro. Creía que los ex satélites europeos tenían una obligación moral con las víctimas de la última tiranía marxista-leninista de Occidente. Los pueblos habían sido hermanos en el infortunio y debían salvarse juntos. Cuando dejó de ser presidente organizó un Comité Internacional por la libertad de Cuba y una tarde me convocó a Praga para que presentáramos juntos un libro del gran poeta cubano Raúl Rivero, entonces preso en la Isla. Lo hicimos en un café, como cuando él luchaba contra la dictadura checa. Ya estaba enfermo, pero los ojos le brillaban con fiereza. Era el fuego de la libertad.
 http://www.elcato.org/vaclav-havel-el-hombre-que-amaba-la-libertad

Mama Noel se ha metido a puta


                                                                     

Yo sabía que las cosas estaban mal pero me parece que están peor de lo que imaginaba. El otro día, sin ir más lejos, fui al balneario de Fortuna y comprobé como en cada recodo de carretera e incluso en una isleta de la carretera que une Cobatillas con Fortuna, proliferan los puticlubs singles o a la intemperie, una silla, un sofá roído, un colchón y si hay suerte unas toallas son suficientes para poner en marcha un próspero negocio a la vista de todos, por supuesto también a la vista de los políticos de izquierda y derecha que van a darse sus reconfortantes baños a las generosas aguas del balneario. 
Las putas en este país son como los protagonistas de la película de Amenábar  titulada “Los otros” están pero nadie las ve. Los meapilas de izquierda se oponen a la legalización porque según ellos, fomentaría precisamente que hubiera más putas y la cofradía de la derecha se opone porque,  por supuesto, ir de putas es pecado.  Seguramente es mucho mejor que sigan en la calle, desamparadas, al arbitrio de proxenetas y chulos y ejerciendo sin ningún control fiscal ni sanitario y por supuesto, invisibles.
Cuando volvía del balneario a media mañana, no solo había más sino que, y de ahí mi comentario inicial de que las cosas están peor de lo que imaginaba, hasta Mama Noel se había metido a puta ¡y en vísperas de Navidad! La crisis ha llegado al Polo Norte y ya no se salva ni Santa. Pero a los políticos que nos gobiernan eso no les incumbe, mientras ellos se bañen calientes, jódan…Ríanse las putas, aunque sea la risilla nerviosa del frío.

Del Estado del Bienestar a la Sociedad del Bienestar. Por Rafael Termes


Curso de Verano organizado por la Fundación Independiente y la Fundación General de la Universidad Complutense de Madrid
El Escorial (Madrid), 11/15 agosto de 1997
Separata del número extraordinario de "Cuadernos de Sociedad". 8ª Conferencia


Para lo que tiene que ser mi intervención en este curso sobre «la necesaria vertebración de la sociedad», los organizadores han elegido un título en cuyos extremos figuran dos palabras -Estado y Sociedad- con una intencionalidad adversativa que se observa a primera vista. Sin embargo, en ambos extremos del título se repite la palabra bienestar dando fe de que el objetivo a lograr es precisamente el bienestar, aunque, en cuanto a la manera o los medios de lograrlo, las opiniones pueden ser no sólo distintas sino incluso contrapuestas. Hay más, la cadencia del enunciado completo -«Del Estado del Bienestar a la Sociedad del Bienestar»- acredita que los organizadores -y yo con ellos- piensan que desde la situación presente -el Estado del Bienestar- hay que evolucionar hacia una meta mejor que quedaría definida por el sintagma «la Sociedad del Bienestar». No podía ser de otra manera en un curso dirigido por la Fundación Independiente, cuya aspiración principal es la revitalización de las estructuras sociales espontáneas como la mejor manera de alcanzar los objetivos a los que el hombre como hombre, antes que como ciudadano, aspira ineludiblemente, y entre los cuales ocupa un lugar fundamental el anhelo innato al bienestar.

Empezaré, pues, por hacer algunas reflexiones sobre el bienestar; pasaré después a exponer, cómo, en mi opinión, el intento de proporcionar este bienestar a todos mediante la actuación premeditada y directa del Estado ha fracasado moral y económicamente; y finalmente intentaré decir cómo puede efectivamente alcanzarse el deseable bienestar mediante la espontánea actuación de la persona humana, individualmente o en asociación con quien libremente desee, siempre que el Estado no interfiera en este propósito y se limite, que no es poco, a crear el marco legal para que la acción humana espontánea se produzca, acudiendo, simplemente, en virtud de la función subsidiaria que le es propia, a resolver aquellos pocos casos en los que los individuos no son capaces de lograr, por sí solos, el nivel indispensable de bienestar.

El bienestar

Sabemos, por propia experiencia, por observación de lo que ocurre a nuestro alrededor y por la enseñanza de la más sana filosofía, que el hombre tiende naturalmente a la felicidad. No se necesitan muchas demostraciones para probar que el hombre, en su polifacético obrar, busca inexorablemente la felicidad, aunque en la apreciación de lo que apetece como bueno pueda errar, y de hecho yerra frecuentemente. Lo cual no obsta para decir que siendo el hombre libre, aunque con libertad humana imperfecta -solamente Dios es verdaderamente libre- la voluntad humana apetece libremente la felicidad, aunque la apetezca de modo necesario. Es cierto que la felicidad es un concepto subjetivo y cada uno, según sus disposiciones anímicas, la cifrará a su manera, de forma que bien puede decirse que hay tantas formas de buscar la felicidad como hombres y mujeres existen, aunque, tal vez, quepa añadir que algunos puedan pensar que la mejor manera de ser feliz es no preocuparse demasiado por llegar a serlo. Sin embargo, cabe ciertamente afirmar que entre los objetivos o fines que el hombre se puede proponer en busca de la felicidad, en términos generales, ocupa un lugar destacado el encaminado a satisfacer no sólo las necesidades básicas o de subsistencia -en las que el hombre no se diferencia de los animales irracionales-, sino también y sobre todo las necesidades superiores, que únicamente el hombre siente, y que comprenden con los bienes del espíritu, la inclinación hacia lo que se llama el bienestar, como una realidad condicionada por el uso de las cosas materiales no absolutamente imprescindibles para poder mantenerse en la existencia.

Ahora bien, la aspiración a cubrir las necesidades básicas y, por encima de ellas, las originadas por la inclinación al bienestar, requiere el empleo de recursos que, por lo general, son escasos. Y aquí empieza la historia del hombre que, desde que Dios lo puso en la tierra, para que la trabajara, no ha cesado de luchar para extraer de su seno lo necesario para el logro de este bienestar que innatamente desea. De tal forma que Alfred Marshall pudo definir la economía como «el estudio de aquella parte de la acción individual y social que está más íntimamente relacionada con la consecución y uso de los requisitos materiales del bienestar». Pero la simple observación de lo que, a lo largo de la historia, ha sucedido, pone de manifiesto que no todos ni siempre logran este bienestar que apetecen y al que, por su propia condición de personas humanas, tienen derecho. Y aquí es donde se asientan los argumentos para pretendidamente justificar la intervención del Estado para adoptar el papel de benefactor de los necesitados, dando lugar a lo que, con el paso del tiempo, ha venido a ser lo que hoy conocemos con el nombre de Estado del Bienestar.

El Estado del Bienestar

En este punto, con el que doy comienzo a la segunda parte de mi exposición, no me parece ocioso llamar la atención sobre la componente política -en la acepción menos noble de la palabra- de los orígenes de tal actuación estatal. Fue en efecto el Canciller Bismarck quien, en los años ochenta del siglo pasado, en su lucha contra el naciente socialismo, adoptó determinadas disposiciones sociales de carácter paternalista, pensando que, si los obreros percibían que el Kaiser se ocupaba de ellos, dejarían de oír los cantos de sirena del partido socialista. Sin embargo, pese al sesgo interesado y al carácter espúreo de su origen, nada habría que objetar, hasta aquí, a una política tendente a resolver las necesidades básicas de los estratos menos favorecidos de la sociedad, ya que sin duda existe acuerdo en que alguien debe tomar la decisión de subvenir a la indigencia.

Lo que sucede es que, a partir del final de la primera Guerra Mundial, lo que debía haber quedado como un sistema de resolver las necesidades actuales y futuras de aquellas pocas personas que, por distintas razones, no son capaces de hacerlo por sí mismas o en voluntaria y libre colaboración con otros ciudadanos, se fue convirtiendo en un instrumento para universalizar la protección social, con carácter de servicio público, burocratizado, para pobres, clases medias y ricos. Este modelo impuesto por los políticos, con la complicidad de las élites dirigentes que, al amparo del pensamiento keynesiano, habían perdido la fe en el Estado liberal, con el paso del tiempo ha ido extendiendo su ámbito de acción y engrosando la magnitud de sus prestaciones, sin que se sepa bien hasta dónde hay que llegar.

Puede decirse que este Estado del Bienestar es el que desean los votantes, pero la verdad es que éstos no tienen mucho donde elegir porque, a pesar de que los resultados insatisfactorios del modelo fueron pronto patentes, los políticos -sean socialistas sean conservadores- tienden todos a ofrecer programas de gasto en favor de sus clientelas, a fin de ganar las elecciones que es lo que realmente importa a los políticos. Si los ciudadanos han aceptado, implícitamente, el planteamiento del Estado del Bienestar, ha sido bajo el engaño de hacerles creer que la protección que les otorgaba era gratuita; siendo así que la pagamos todos -unos más y otros menos- hasta que resulte imposible pagarla, cosa que ya está sucediendo.

Desgraciadamente, a pesar de la amarga experiencia del desempleo que se ha abatido sobre Europa -y en especial sobre nuestro país- a consecuencia, sin duda, del modelo socio-económico que late tras el Estado del Bienestar, la realidad es que los políticos, presos ellos mismos del engaño en que han hecho incurrir a sus electores, no se atreven a mentar nada que pueda suponer un intento de cambio del sistema de protección social, a pesar de que estén convencidos de que hay aspectos del mismo con imperiosa necesidad de ser modificados. Y es que aun haciéndoles gracia de no caer, en interés partidista, en el fomento del fraude y en la corrupción del sistema, la tentación de utilizar los alegados beneficios de la Seguridad Social con fines electorales es muy grande.

Pero los hechos son tenaces y, si no se toman las necesarias medidas correctoras, como están ya haciendo algunos países europeos, la quiebra económica del Estado del Bienestar, sobre todo en lo que se refiere a las pensiones, la sanidad y la protección del desempleo, es inexorable, en un plazo más bien corto, ya que es imposible y, dentro del proyecto de la Unión Europea todavía más, intentar cubrir el déficit que estas prestaciones provocan, con más y más deuda; deuda, que a su vez, a causa del peso de los intereses, es generadora de mayor déficit.

El Estado del Bienestar, tal como se ha concebido y aplicado, ha sido y sigue siendo perjudicial, pero no solamente por la quiebra económica a que conduce. Con ser esto malo, a mi juicio no es lo peor. Lo peor del Estado de Bienestar es el daño que ha hecho a la mentalidad de los hombres de nuestro siglo. El Estado ciertamente debe proteger las situaciones de indigencia y, en ejercicio de su función subsidiaria, extenderla a los contados casos que la sociedad no puede atender. El error del Estado del Bienestar es haber querido que esta protección se universalizara, alcanzando al inmenso número de aquellos que, sin necesidades perentorias, debían haber sido puestos a prueba para que dieran los frutos de que la iniciativa individual es capaz; en lugar de ello, generaciones enteras han sido adormecidas por el exceso de seguridad, con cargo al Presupuesto y, lo que es peor, en detrimento de las unidades productivas de riqueza que, de esta forma, se sienten desincentivadas. En este sentido el nivel a que se ha llevado el Estado del Bienestar ha traicionado incluso el pensamiento de Lord Beveridge, tenido por el padre del Estado del Bienestar moderno, quien había escrito: «el Estado, al establecer la protección social, no debe sofocar los estímulos, ni la iniciativa, ni la responsabilidad. El nivel mínimo garantizado debe dejar margen a la acción voluntaria de cada individuo para que pueda conseguir más para sí mismo y su familia».

Lo que, contrariamente, ha sucedido, es que nuestros contemporáneos, acostumbrados a tener cubiertas, sin esfuerzo, todas sus necesidades básicas, desde la cuna hasta la tumba, han perdido el amor al riesgo y a la aventura, creadora de riqueza. Preso de una paralizante excesiva seguridad, el hombre de hoy se desinteresa progresivamente de su contribución al desarrollo de la sociedad, lo que conduce a instituciones cada vez más ineficaces y anquilosadas. En esta situación, lo único que subsiste es la ambición por el enriquecimiento rápido y sin esfuerzo, fomentando la corrupción y el empleo de toda clase de artes torcidas para lograrlo.

El Estado del Bienestar, en manos de políticos que buscan sus propios objetivos de perpetuación en el poder, produce efectos contrarios a los que dice perseguir. El seguro de desempleo amplio y duradero, produce más paro; la ayuda a los marginados produce más marginación; los programas contra la pobreza producen más pobres; la protección a las madres solteras y a las mujeres abandonadas, multiplica el número de madres solteras y el número de hogares monoparentales... Los estatistas dicen que, a pesar de todo, el Estado del Bienestar produce sociedades socialmente más justas. Y pretenden probarlo, porque, haciendo un empleo abusivo del concepto de «justicia», han convertido en «derechos» a satisfacer en nombre de la «justicia social», lo que no eran más que reivindicaciones propugnadas por determinados grupos políticos y sindicales. Por eso, aunque, en España, desde 1970 el peso del gasto social sobre el PIB se ha más que doblado, la gente no se siente satisfecha y pide más y más amplias prestaciones, continuando la escalada de presiones para convertir en derechos las pretensiones más absurdas y abusivas, como es, por ejemplo, la demanda de hacerse reembolsar los gastos de abortar, con lo cual, además de haber legalizado el crimen, se pretende que el crimen en que el aborto consiste sea pagado con el dinero de los contribuyentes, con total vulneración de lo que debe entenderse por Estado de Derecho.

Los defensores del Estado del Bienestar dicen, también, corrompiendo de nuevo los conceptos, que, gracias a él, nuestras sociedades son más solidarias, cuando, en realidad, la solidaridad organizada con cargo al Presupuesto lo que hace es expulsar la virtud personal de la solidaridad, con sacrificio personal, de la que la sociedad dio abundantes pruebas antes de que el intervencionismo estatal justificara la inhibición del individuo. Este es el daño moral hecho por el Estado del Bienestar: la vinculación del individuo al Estado. Sus efectos serán muy difíciles de desarraigar en unas generaciones crecidas al amparo del Presupuesto. No sin razón se ha podido decir que el ciudadano de nuestros días contempla la seguridad que el Estado del Bienestar le proporciona como algo consustancial a su propia forma de vida y a lo que difícilmente va a renunciar. Esto es lo malo.

La sociedad del Bienestar

La crítica económico-financiera y sobre todo moral que acabo de hacer al Estado del Bienestar no significa, ni mucho menos, que tengamos que renunciar a la búsqueda del bienestar social. Lo que significa, y con ello entro en la tercera parte de mi intervención, es que hay que buscarlo por otro camino y este camino no puede ser más que el de devolver el protagonismo al individuo y a la sociedad, replegándose el Estado al papel que le es propio. Yo no soy anarquista y, por lo tanto, no pretendo elaborar un modelo de bienestar en el que el Estado esté ausente. Creado por el hombre, para servirle a él y a la sociedad, que es un producto espontáneo de la propia naturaleza humana, el Estado es necesario. El Estado debe existir, acotado a los límites determinados por los fines para los que primigeniamente fue concebido, es decir, para servir, y no como ahora sucede, para ser idolatrado, sacrificando en su honor a las personas y a sus bienes materiales y espirituales, entre los cuales están la libertad y la dignidad humana, tantas veces conculcadas por las concepciones estatistas.

El Estado debe existir para servir a la sociedad, no al revés, definiendo el marco legal dentro del cual los individuos, aisladamente o en asociación con quien deseen, puedan perseguir libre y responsablemente sus propios fines; y administrando justicia entre los ciudadanos, todos iguales ante la ley, para dirimir los conflictos que en la persecución de estos fines puedan presentarse. Descendiendo al campo concreto del bienestar, que es el que esta mañana nos ocupa, el Estado, si se me permite el juego de palabras, no debe, en principio, dar al hombre lo que necesita para asegurarse el bienestar, sino darle la seguridad de que por sí mismo puede ganarse el bienestar que necesita, espoleando en él, con los adecuados incentivos, el ímpetu para abrirse camino en la vida, es decir, fomentando la responsabilidad de forjar la propia existencia, generando en el individuo la garra suficiente para afrontar la lucha con vistas a la realidad presente y a las eventualidades del futuro. O sea, propiciando todo lo que el Estado del Bienestar ha destruido, pretendiendo dar a todos una excesiva y, por ello, paralizante seguridad.

Todo individuo, en orden a la satisfacción de sus necesidades económicas, intenta maximizar la utilidad de su consumo a lo largo del tiempo, mediante una adecuada combinación de gasto y ahorro. El hombre sabe que, contando con sus solos medios, si desea disponer de recursos en el futuro para atender a toda clase de necesidades, previsibles o no, ha de sacrificar el consumo presente en aras de un ahorro que le asegure el futuro. Esta convicción hace al hombre emprendedor y prudente, al mismo tiempo. Emprendedor, para asumir aquellos riesgos razonables que prometen mayores ingresos, y prudente, para apartar del consumo aquella razonable parte de los ingresos destinados a la previsión del futuro. Por esto el ahorro es una virtud.

Esta situación, que es, a mi entender, la deseable, es la que se produce cuando el Estado no lo impide. En ausencia del intervencionismo estatal, la sociedad se vertebra y produce, por iniciativa individual, todas aquellas instituciones de carácter privado necesarias para el logro de los objetivos del bienestar. El primer resultado de este cambio de enfoque es que los objetivos se lograrían mejor, es decir, más eficientemente y a menor coste. Todo el mundo está convencido de que los sistemas privados de prestaciones sociales son más eficaces y baratos que los públicos. Incluso los que defienden la Seguridad Social pública, lo hacen, no por razones económicas, sino por la necesidad -dicen, erróneamente, desde luego- de primar la equidad sobre la eficiencia, reconociendo, implícitamente, lo que hoy ya no se discute, es decir, que la eficiencia está del lado privado. Es más, en el supuesto de que el Estado quiera reservarse -en algunos casos razonablemente, como veremos- el papel de financiador total o parcial de las prestaciones sociales, su provisión puede y debe confiarse al sector privado porque lo hará mejor y más barato.

Para anticiparme a las críticas -que, sin haberse expresado, estoy ya oyendo- a las críticas, digo, basadas en el presunto menosprecio del sistema expuesto hacia aquellas personas que ni son capaces por sí mismas de hacer frente a sus necesidades de bienestar presente y futuro, ni disponen tampoco de los medios para acceder a las instituciones que la sociedad civil promueve, me gustaría explicar con cierto detalle, por vía de ejemplo, cómo funcionaría, cómo debería funcionar, sin olvidar a los menos capaces, un sistema de bienestar social, proporcionado por la libre iniciativa de la sociedad, en tres campos tan sensibles y significativos como son la enseñanza, la asistencia sanitaria y el sistema de pensiones, a fin de probar que el sistema liberal que propugno ni es insensible ni inhumano.

Empezando por la enseñanza, habría que privatizar todos los centros de educación, primaria, secundaria, profesional y universitaria y, en los casos en que no resulte, por el momento, posible, hay que desenchufar los centros estatales de los presupuestos del Estado, dotándoles de autonomía de gestión, así como suprimir todas las subvenciones a los llamados centros concertados, de forma que unos y otros, con las tasas o matrículas necesarias para cubrir sus respectivos costes, compitieran en eficacia, calidad y precio, a fin de que los padres o los propios alumnos pudieran elegir el Centro que más les convenza. De esta forma se acabaría con la injusticia, la inmoralidad, de que el Estado imparta educación gratuita o a un precio irrisorio, tanto al hijo del mayor potentado como al hijo del obrero menos remunerado. Esta situación es inmoral porque la diferencia entre, por ejemplo, las 70.000 pesetas de la matrícula y las 500.000 pesetas, por lo menos, que es el coste real de una plaza en una Facultad Universitaria, la pagan en sus impuestos principalmente las clases medias, incluidas aquellas personas que no utilizan los servicios educativos.

Naturalmente que, para tranquilizar a los críticos, añadiré que, dejando aparte que en el Estado liberal la gente dispondría de mayores rentas netas a consecuencia de los menores impuestos que esta clase de Estado reclama, el sistema que propugno no se opone a que el Estado, para que no se pierda ninguna inteligencia por falta de medios económicos, facilite bonos escolares a quienes lo necesiten, de acuerdo con su nivel de renta, a fin de que cada uno aplique el bono, en pago total o parcial, a la escuela, instituto o universidad libremente elegida y que, al no ser subvencionada, ofrecería precios de matriculación de acuerdo con sus propios costes reales y según la calidad de la enseñanza impartida. Pienso que este esquema es más razonable que el actual y deja a salvo la atención a los menos pudientes.

Aunque el sistema descrito es sustancialmente aplicable a todas las otras áreas del bienestar, pasemos a la asistencia sanitaria, donde para mejorar una eficiencia que hoy está por los suelos, es indispensable, también, aumentar la competencia entre todos los prestadores de servicios para la salud, sean centros hospitalarios, sean oficinas de farmacia, sean, en su caso, compañías aseguradoras del coste de estos servicios, llegado el momento de su utilización por parte de los usuarios finales. Veamos, brevemente y a título de ejemplo, lo que cabe hacer con los actuales hospitales públicos. Estas instituciones pueden ser vendidas o, en su caso, cedidas por el Estado a grupos privados, quienes previo pago de un canon al Estado por dicha cesión, facturarían a las Compañías Aseguradoras, o Mutuas, los gastos incurridos por sus afiliados. Estas Compañías captarían sus clientes entre los que quisieran «desengancharse» de la Seguridad Social dejando de cotizar la parte correspondiente a sanidad. Naturalmente que para admitir la deducción de cuotas habría que demostrar la existencia de póliza de cobertura privada, ya que el Estado no puede permitir que, por falta de la misma, recayera sobre él la subsidiaria función asistencial.

En la línea de la protección a los que no dispongan de medios para afiliarse a una Mutua, o hacerse su propio seguro de asistencia sanitaria, el Estado, en su papel subsidiario,en el que según se ve no ceso de insistir, proporcionaría, como en el caso de la enseñanza, bonos sanitarios para ser gastados en el centro médico que cada uno eligiera.

Pero es en el campo de las pensiones de jubilación donde quizá mejor se ve lo que estoy propugnando. El actual sistema español de pensiones, público y de reparto, exige su reconversión para hacerlo privado y de capitalización. Las razones de esta afirmación son obvias. El sistema vigente es, en primer lugar, injusto porque la pensión del jubilado de ayer la pagan los trabajadores de hoy, trasladándose así la carga hacia las generaciones futuras que no saben si, cuando llegue la hora de su jubilación, habrá alguien que pague sus pensiones. Porque el sistema, además de injusto, es ineficiente; tiende a la quiebra. Cuando había cuatro trabajadores por jubilado, el sistema sin dejar de ser injusto, funcionaba; pero, a medida que la población envejece y el paro aumenta, va disminuyendo la base en que se apoya el invento. Cuando se llegue, ya estamos cerca, a que no haya ni un trabajador por jubilado, ¿cómo vamos a pagar las pensiones? Por esto el sistema, más pronto o más tarde, inexorablemente quebrará. Todos los estudios lo confirman y el propio Pacto de Toledo, artimaña política para mantener el sistema público y de reparto, lo reconoce cuando, para asegurar el pago de las pensiones en el futuro, no encuentra otra solución, en forma más o menos disimulada, que reducirlas.

Por esto, aun aquellos que, en nombre de una mal entendida solidaridad, no quieren reconocer la inmoralidad del sistema de reparto y la ineficiencia de la gestión pública del mismo, no tienen más remedio que aceptar que, finalmente habrá que cambiarlo, para pasar -gradualmente, desde luego- a un sistema en el que cada uno se construya la pensión que desee para el futuro con su propio ahorro de hoy, de acuerdo con su propia función de utilidad. Yo ahorro ahora para tener más el día de mañana. Si gasto más hoy, tendré menos mañana. Optar por una u otra alternativa debe ser una libre decisión de cada cual. Cada cual debe fabricarse la pensión, o el seguro de enfermedad, de que quiera disponer. ¿Significa esto que el Estado no tiene nada que decir en este asunto? Desde luego que no. El Estado tiene dos funciones a realizar: la función reguladora y la función subsidiaria. En méritos a la primera, el Estado debe obligar a todo el mundo a asegurarse una pensión mínima que, en la mayoría de los casos, debe ser equivalente o próxima al salario que se percibe. ¿Qué se necesita para esto? ¿Detraer, por ejemplo, un 10% del salario? Pues se detrae, con exención fiscal desde luego. ¿Alguien quiere obtener una pensión más amplia y quiere ahorrar, por ejemplo, un 20%? Ahorre un 20%, que también debería estar exento de impuestos para estimular el ahorro, ya que el ahorro, que se convertirá en inversión, es bueno para el país. Que cada uno ahorre para su pensión lo que quiera, pero el Estado debe exigir el mínimo, porque si alguien no se asegura, puede caer en la indigencia y el Estado, en méritos de la otra función, que es la subsidiaria, tendría que acudir en socorro de ese indigente, que ha llegado a serlo porque ha querido, no porque no haya podido.

El caso del que no ha cumplido con la obligación de asegurarse la pensión mínima porque no ha podido, porque no ha tenido ingresos de donde detraer el ahorro, es completamente distinto. En este caso, la aplicación del principio de subsidiariedad entra de lleno. En este caso, el Estado debe pasarle una pensión, que llamamos «asistencial» y que se financia con cargo a los Presupuestos Generales; es decir con cargo a los impuestos que pagan todos los contribuyentes y que, como ya he señalado, serán impuestos muy reducidos, porque, en el modelo de Estado mínimo que estoy defendiendo, el Estado necesita poco dinero. Pero las pensiones que llamamos «contributivas» deben hacerse capitalizando cada uno su propio ahorro, con un mínimo obligatorio y voluntariamente por encima de dicho mínimo.

Ahora bien; que el Estado obligue a todos los ciudadanos a constituirse una pensión mínima no quiere decir que los fondos destinados a ello, así como los destinados a capitalizar pensiones voluntarias de mayor importe, tengan que ser administrados por el Estado. El Estado obliga hasta un mínimo y estimula fiscalmente por encima del mínimo, pero este ahorro forzoso o voluntario que cada uno realiza debe poder invertirlo en la capitalizadora privada que prefiera de acuerdo con las condiciones que le ofrezca, en régimen de competencia, que quiere decir de eficiencia, con la ventaja añadida de que el ahorro administrado por las capitalizadoras sirve para financiar, a través del mercado de capitales, la economía privada creadora de riqueza y empleo.

De esta forma, gracias a la mayor eficiencia del régimen de mercado, con el mismo ahorro se obtendrían pensiones mayores de las que ahora promete la Seguridad Social y, andando el tiempo, no podrá pagar, porque, como los cálculos imparciales demuestran, el sistema quebrará. Los políticos, del partido que sea, no quieren hablar de ello, porque piensan que les quita votos, pero de hecho es imposible mantener nuestro sistema público de pensiones.

Conclusión

Preferir al Estado del Bienestar la Sociedad del Bienestar que, desde luego requiere la presencia del Estado, pero de un Estado mínimo, que cree el marco regulador y ejerza simplemente la función subsidiaria, no impide reconocer que, en las actuales circunstancias, es difícil que la sociedad civil asuma el papel que le corresponde. No porque intrínsecamente carezca de capacidades para ello, sino porque, tras décadas de intervencionismo estatal, estas capacidades han sido adormecidas. Pero precisamente porque, adormecidas, siguen latentes, no es imposible despertarlas, regenerarlas y vertebrarlas para que produzcan con toda pujanza los frutos deseables.

Es cierto que, al día de hoy, la virtud moral de la solidaridad, que supone sacrificio y esfuerzo personal, aparece dañada por los efectos deletéreos de la solidaridad organizada por el Estado, con cargo al presupuesto, porque las conciencias se sienten tranquilizadas, ya que -piensan los ciudadanos- para ocuparse de los otros ya está el Estado, que para esto nos quita el dinero con los impuestos. Pero, a pesar de ello, todos podemos observar la presencia y hasta el auge de tantas organizaciones no gubernamentales, que es un nombre moderno para designar el antiguo y permanente fenómeno del voluntariado social. No es que yo pretenda que el bienestar de los incapaces de procurárselo por ellos mismos haya que esperarlo exclusivamente de la benevolencia o la beneficencia de los que tienen más recursos; ya he dicho insistentemente que esta función ha de ser asumida por el Estado, en el ejercicio de su papel subsidiario. Si he querido referirme al fenómeno del altruismo que, sin duda, existe en nuestra sociedad a pesar de que, en su conjunto, aparezca como tan egoístamente hedonista, ha sido para hacer caer en la cuenta del potencial de la sociedad para, acertadamente estimulada, desarrollar todo el poder creador inserto en la propia libertad del hombre. Y es este potencial el que debe crear las instituciones civiles que, reemplazando al Estado en el papel que errónea e ineficazmente tiene asumido, sirvan para lograr, en interés propio que no es sinónimo de egoísmo, el deseable bienestar de los promotores, sabiendo que, aun sin proponérselo, lograrán también el bienestar de los demás.

Para este despertar de la sociedad frente al Estado, para este rearme de las instituciones civiles es necesario insistir, en toda ocasión, como incansablemente hace la Fundación Independiente, entre otras entidades, en la inexcusable recuperación de los valores morales individuales y de la convivencia, así como en la responsabilidad que alcanza a todos aquellos que con sus palabras y su ejemplo pueden ayudar a la revitalización de las estructuras espontáneas capaces de evolucionar, prescindiendo de la no deseable actuación gubernamental, los grandes y pequeños problemas del cotidiano vivir, a fin de alcanzar aquel nivel de bienestar que, como decía al empezar, es necesario para que el hombre pueda atender, sin agobios materiales, al cultivo de los valores superiores del espíritu que, como ser racional y libre, de naturaleza trascendente, le son exclusivamente propios.

http://www.liberalismo.org/articulo/9/13/estado/bienestar/sociedad/bienestar/

sábado, 17 de diciembre de 2011

La economía asamblearia no puede funcionar, por Juan Ramón Rallo

Aunque cada vez son menos, todavía los hay que defienden planificar asambleariamente la economía: democracia económica, lo llaman. Al cabo, ¿no sería más lógico que todos los ciudadanos votaran en común cuáles son los bienes y servicios que debe producir la comunidad? ¿Por qué eso ha de determinarlo un grupo de empresarios sin escrúpulos que sólo buscan su lucro personal? Se trata, sin duda, de un pensamiento instintivo –tal vez correcto en grupos humanos de tamaño muy reducido– pero extremadamente erróneo cuando se trata de hacerlo un orden social tan amplio y complejo como son las economías actuales (en realidad, la economía actual, pues gracias al libre comercio la organización económica es internacional).
Los problemas de la democracia económica son dos: los primeros surgen a la hora de seleccionar qué bienes deben ser producidos y los segundos a la hora de escoger cómo deben ser producidos.
¿Qué bienes deben producirse? La cuestión podría parecer sencilla: basta con que la Asamblea someta esta cuestión a votación popular y asunto resuelto; los bienes más votados serán los que pasarán a ser producidos. De acuerdo, pero deténgase un momento y mire a su alrededor: ¿se da cuenta de la enormidad de bienes distintos que le rodean? No se fije sólo en el ordenador, la mesa o el televisor. Piense en los pomos de las puertas, en las baldas de las estanterías, en los cojines del sofá, en el papel blanco (o reciclado) de los libros, en los tornillos que mantienen unidas las piezas que conforman la silla, en las diversas lámparas, bombillas o velas que lo iluminan, en las muy variadas prendas de ropa que lleva puestas o que tiene en su armario, etc. Y todo eso sin salir de casa… ¿Son muchos, verdad? Muy bien, pues ahora piense en todos los bienes que no le rodean porque ni siquiera se han llegado a producir o a imaginar. El número es inabarcable.
Una Asamblea que pretendiera sustituir al mercado tendría que someter a votación qué cantidad debe producirse de todos los bienes que ahora mismo podemos observar (para aprobarlos) pero, también, de todos aquellos que no observamos (para rechazarlos). Y tendría que hacerlo para todas las variantes de esos bienes. Cojamos las camisetas: las hay (o puede haber) rojas, verdes, azules, blancas, negras, estampadas (¿qué tipo de estampado?), de algodón, de lana, de poliéster (o una combinación de ellas), con el cuello redondo, con el cuello en pico, grande, pequeña, mediana, de buena calidad, de mala calidad…
El número de variantes para todos los productos es casi infinito: aquí tiene una lista, no especialmente exhaustiva ni detallada con respecto a la realidad, de todos los productos que deberían como mínimo someterse a sufragio. En otras palabras, la Asamblea –compuesta por toda la sociedad– debería pasarse debatiendo, deliberando y votando la mayor parte de su tiempo. Pues, si de igualar al mercado se trata, no debería tratarse de una votación mensual, anual o decenal, sino diaria, al minuto, continuada.
Parece claro que la sociedad asamblearia debería estar tan focalizada en votar (y en informarse sobre qué votar) que a duras penas podría dedicarse a producir. Por mera división del trabajo, la Asamblea tendería a encargarle la ardua tarea de escoger qué producir a algún planificador central, como sucedía en los países comunistas. Pero, ¿dónde quedaría ahí la democracia asamblearia? ¿Deberíamos contentarnos con consumir lo que ese señor, o grupo de señores, imagina que deseamos?
Sin embargo, el problema de elegir qué producir es meramente trivial al lado del de seleccionar cómo producir los bienes. De nuevo, en principio ésta parece una dificultad meramente técnica: una vez votado que hay que erigir una casa, el arquitecto y el constructor se encargarán de todos los detalles.
Mas el problema sólo es en parte técnico; en su mayoría es económico. Dado que los recursos son escasos, habrá que redistribuirlos entre los bienes que se ha votado fabricar. ¿Y cómo hacerlo? Por ejemplo, puede que la Asamblea haya decidido a la vez producir 10.000 litros de leche de vaca y 5.000 pares de botas de cuero, pero para manufacturar las botas habrá que sacrificar las vacas, con lo que nos quedaremos sin leche… a menos que criemos más vacas retirando trabajadores de la producción de, verbigracia, colchones. ¿Es preferible la leche, las botas o los colchones (o distintas proporciones de los mismos)? Pero los conflictos entre recursos no terminan ahí: recordemos que más producción de bienes de consumo hoy implica menos producción de bienes de consumo mañana (pues mientras fabricamos bienes de consumo no fabricamos bienes de capital); es decir, también hay que distribuir intertemporalmente los bienes de consumo a fabricar.
¿Debería la Asamblea someter a votación todos los millones de conflictos que surjan entre los usos competitivos de los recursos? Fijémonos en que esto no es un asunto técnico: los técnicos señalan qué recursos necesitan ellos para su línea productiva, pero no pueden valorar si esos recursos son más valiosos en otros procesos fabriles donde también son requeridos. En otras palabras, la Asamblea debería conocer al detalle todos los procesos técnicos y votar dónde cada recurso resulta más valioso. Y, de nuevo, esta tarea no es en absoluto delegable pues, ¿de qué modo podría saber un planificador central cuáles de los millones usos alternativos de los recursos prefiere la sociedad sin siquiera preguntarle?
Queda claro, pues, que la inmensidad de la información necesaria para someter la economía a una democracia asamblearia la haría del todo inviable. El mercado, por suerte para todos nosotros, funciona de un modo radicalmente distinto: no es la colectividad la que tiene que decidirlo todo, sino que cada individuo, de manera descentralizada, es el que tiene la opción de hacer sus propuestas de producción a la sociedad y someterlas en cada momento al sufragio continuado y permanente de los intercambios mutuamente beneficiosos. Cada individuo no tiene que conocerlo todo, sino que basta con que se especialice en una línea productiva muy concreta que atiende a un perfil muy determinado de consumidores.
Estos son los dos obstáculos económicos fundamentales que abocarían al fracaso a cualquier economía asamblearia. Luego hay otro problemilla menor, que no interesa en absoluto a la izquierda pero que sí debería concernirnos a los liberales: la hipótesis implícita a todas las votaciones asamblearias anteriores era que todos los individuos se sometían sin rechistar a los designios de la Asamblea. Si ésta establece que hay que extraer hierro de una mina profundísima para fabricar los motores de los automóviles que se ha votado fabricar, alguien tendrá que extraerlo aunque nadie quiera. Es decir, el tiempo de los distintos miembros de una comunidad pasa a ser un recurso que la Asamblea distribuye como ella escoge: no hay espacio para la libertad, pues la libertad –la autonomía de negarse a realizar la función encomendada por la Asamblea– resulta equivalente a sabotear el plan de producción que ésta ha trazado.
Mucho me temo que la tan democratizadora economía asamblearia es igualita a una tiranía política: miseria generalizada y nula autonomía personal. Todo lo contrario, por fortuna, de lo que ofrece un mercado libre.
http://juanramonrallo.com/20/05/2011/la-economia-asamblearia-no-puede-funcionar/

El gasto público no estimula la economía, Juan Ramón Rallo.

Frecuentemente oímos que el gasto público es esencial para impulsar el crecimiento económico, sobre todo en época de recesión. Si el sector privado no tira del carro, es decir, si el sector privado no gasta al mismo ritmo al que lo hacía antes, será menester que el Estado ocupe su lugar. Y si no lo hace, si es tan imprudente como para constreñir sus desembolsos, entonces probablemente nuestra renta se contraiga de manera extraordinaria: consumismo estatal bueno, austeridad pública mala.
De hecho, una de las frecuentes justificaciones para la monetización de deuda es ésta: si nadie extiende crédito a los países al borde de la insolvencia, no cabe pensar que la solución pase, como en cualquier empresa o familia, por recuperar la solvencia reduciendo el déficit y el endeudamiento total, pues semejante política de austeridad extraordinaria hundiría el sistema económico; al contrario, la monetización de deuda se impone como una necesidad para permitir retrasar tanto como sea posible el ajuste del sector público. Pero, ¿es así? ¿Realmente es tan salvífico el gasto público descontrolado? Y si no lo es, ¿qué efectos tiene sobre el sistema económico?
De entrada es menester recordar qué cabe entender por creación de riqueza. Un individuo, una empresa o un gobierno generan riqueza cuando producen los bienes y servicios que en cada momento del tiempo son más urgentemente demandados por los consumidores. Ya explicamos en otras ocasiones que los precios de mercado son el principal indicio que sugiere la existencia de beneficios potenciales a explotar y que la consecución de esos beneficios es la primera línea de flotación a superar. ¿La segunda? Que esos beneficios sean lo suficientemente cuantiosos como para compensar el tiempo que ha costado obtenerlos: es decir, los beneficios han de bastar para remunerar a los rentistas (que no, que no son vampiros) por diferir su consumo y asumir riesgos.
En jerga financiera suele decirse que una inversión genera valor añadido para los consumidores si su rentabilidad (la relación entre los beneficios y el capital invertido) es mayor que el coste del capital utilizado (generalmente medido a través del tipo de interés). Si esa regla básica de las finanzas se cumple, podemos concluir que el sistema económico está creando en cada instante bienes y servicios más valiosos que cualesquiera otros conocidos que hubiesen podido fabricarse con esos mismos recursos; todas las partes en liza salen ganando –consumidores, capitalistas, trabajadores, proveedores, terratenientes...– y viven felices y comen perdices.
Si, en cambio, esa regla básica se incumple en algunas partes de la economía, es que algunas empresas, familias o gobiernos se están equivocando: los costes de oportunidad de los factores que emplean (incluyendo el tipo de interés, es decir, el coste del tiempo) superan la utilidad de los productos que fabrican; o dicho de otro modo, esos factores poseen un valor mayor en otras partes de la economía.
¿Cumple el gasto público con esta regla fundamental de las finanzas? En muchos casos no. Primero porque muchas inversiones públicas no poseen una rentabilidad monetaria explícita (¿cuáles son los beneficios monetarios de un hospital, una escuela o una carretera?) y, segundo, porque la deuda pública es un fraude que falsea el auténtico coste de capital de las inversiones estatales. Si no conocemos ni la rentabilidad ni el coste del capital de las inversiones estatales, debería ser evidente que no podemos conocer si generan o no riqueza: el Estado está ciego a la hora de distribuir el capital. Ahora bien, que esté ciego no significa, cuidado, que nunca contribuya a generar riqueza. Creo que es bastante evidente que si el Estado monopoliza ciertos servicios esenciales para la comunidad, empezar a invertir en ellos engendrará más valor del que habría generado en otras partes de la economía. No se trata de un análisis detallado, sino de brocha gorda, de brocha muy gorda, y que por consiguiente no puede extenderse para el conjunto de las relaciones económicas (por eso el socialismo fracasa siempre). Es el sector privado el único que puede determinar qué proyectos crean valor y cuáles lo destruyen al efectuar cálculos de rentabilidad y disponer de un coste del capital fidedigno.
Mas, ¿qué sucede en una depresión? Pues que el sector privado, el encargado de llevar la batuta de la inversión, deja de invertir en masa. ¿Y por qué? Podríamos resumirlo en dos motivos: o porque no sabe dónde o porque no puede invertir. El "no saber" se refiere a problemas de información: los empresarios no han descubierto hasta el momento nuevos planes de negocio que generen valor y, mientras, se quedan quietos y expectantes; el "no poder" suele estar ligado a una insuficiencia de capital para implementar las buenas ideas: los agentes están tan endeudados y disponen de tan poco ahorro propio, que no son capaces de implementar todos los planes de negocio que les gustaría. ¿Puede el Estado aportar una solución a estos dos problemas?
Al primero es evidente que no. Si en circunstancias normales el Estado tiene enormes deficiencias de información frente al sector privado, en circunstancias excepcionales esas deficiencias sólo se agravan. Si nadie sabe dónde invertir porque la incertidumbre con respecto al futuro es altísima, mucho menos lo sabrán unos políticos que ni siquiera disponen de una rentabilidad estimada de las inversiones ni tampoco conocen cuál es el coste de oportunidad real del capital que están empleando.
En cuanto al segundo problema, en apariencia el gasto público sí puede aportar una solución... pero sólo en apariencia. El razonamiento es simple: como el sector privado no es capaz de endeudarse para invertir en proyectos rentables, que lo haga el sector público en su lugar; al cabo, el Estado tiene un mayor músculo financiero para captar capital incluso en momentos de penuria. Sin embargo, recordemos que si el sector privado no puede endeudarse es porque ya acumula un exceso de deuda con respecto a la riqueza que es capaz de crear para amortizarla (situación de insolvencia o cercana a la insolvencia). ¿Y con qué amortiza el Estado su deuda? Pues con los impuestos futuros del sector privado: más deuda pública equivale a una mayor deuda privada de carácter fiscal. O dicho de otro modo, el endeudamiento público agrava las dificultades para captar capital del sector privado: y lo hace no ya por el famoso efecto crowding-out, sino por aumentar el apalancamiento real (y deteriorar aun más la solvencia) del sector privado: menor margen para endeudarse y, sobre todo, para ahorrar y amortizar deuda.
El efecto neto de esta política es claramente calamitoso: el sector público dilapida el escaso capital que consigue captar y ahoga todavía más la financiación del sector privado, el único eventualmente capaz de tejer planes de negocio generadores de riqueza. Todo lo cual acontece aun cuando el Estado utilice las resultas de sus emisiones de deuda para prestarlas o distribuirlas entre el sector privado: primero porque lo que necesita gran parte del sector privado es reducir su endeudamiento, no incrementarlo todavía más; y segundo, porque si el Estado no sabe escoger qué proyectos empresariales son los óptimos, tampoco sabrá seleccionar a aquellas personas con las mejores propuestas de proyectos empresariales.
Así las cosas, si la depresión se prolonga durante mucho tiempo y el Estado continúa endeudándose sin ser capaz de generar la suficiente riqueza como para amortizar la deuda pública emitida, su propia solvencia terminará deteriorándose, lo cual se traducirá o bien en una brutal contracción del crédito (si repudia su deuda) o en una brutal depreciación de la moneda (si continúa monetizando su deuda).
En cualquier caso, debería quedar claro que gastar por gastar no genera riqueza. Si el asunto fuera tan sencillo, nunca sufriríamos una crisis económica, porque el extraordinario gasto privado de la época del boom se realimentaría sin fin. Lo que sucede, en cambio, es que sí existen buenas y malas formas de gastar y de invertir los recursos, y el Estado, sobre todo cuando pretende gastar a gran escala (cerca del 50% del PIB de un país), no es capaz de distinguir entre ellas.
Los economistas keynesianos reconocen implícitamente este punto, motivo por el cual todos ellos terminan defendiendo gastos disparatados como guerras, invasiones extraterrestres ficticias, construcción de pirámides o terremotos y otros desastres naturales. En palabras de Keynes: "El endeudamiento para efectuar gastos ruinosos puede enriquecer a la comunidad". Conscientes de que los proyectos generadores de riqueza que puede emprender el sector público son muy escasos –pues o son extremadamente evidentes o es incapaz de localizarlos–, optan por defender lo indefendible: gastar por gastar; proposición idéntica a producir por producir, sea esta producción útil o no lo sea.
El Estado moderno, con su enorme tamaño y competencias, no puede generar riqueza adicional en prácticamente ningún área. Es del todo ilusorio pensar que brutales incrementos del gasto público pueden sacarnos de la crisis, pues lo que se consigue con ello sólo es dilapidar todavía más capital y agravar la situación del sector privado. Al contrario, lo que el Estado hipertrofiado moderno debería hacer durante las crisis es reducir la magnitud de su despilfarro de recursos: adelgazar y cuadrar las cuentas, minimizando los recortes en aquellos sectores que sí contribuyan a crear riqueza; el único problema es que, como decíamos, este último es un cálculo absolutamente de brocha gorda, pues el Estado no cuenta con ninguna referencia de rentabilidad salvo la muy falible intuición personal de sus gestores (la solución óptima, pues, sería abrir al mercado las actividades que monopoliza el Estado, para que empresarios en competencia puedan hacer cálculos acerca de qué negocios o partes de negocios son rentables y cuáles no).
Es cierto que el efecto inmediato de una reducción del gasto público –incluso de aquel que dilapida riqueza– puede ser una contracción de la actividad de algunas partes del sector privado que se relacionaban estrechamente con ese gasto público; por ejemplo, las compañías volcadas en la obra pública o aquellas empresas que subsisten merced a las subvenciones. Pero lo mismo sucedía con las industrias proveedoras de la construcción cuando a partir de 2007 se redujo el gasto privado en la adquisición de viviendas: si una actividad pública o privada debe terminar porque dilapida más riqueza de la que contribuye a generar, obviamente también deben hacerlo todas las industrias adyacentes que giran en torno suyo y que no pueden reorientarse hacia otros sectores productivos. Más que una contracción de lo sano eso significa una deshinchazón de lo insano.
En definitiva, incrementar el gasto público o retrasar su reducción no son en absoluto argumentos para defender la monetización masiva de deuda pública, sino más bien todo lo contrario: razones muy poderosas para rechazarla. Cuanto más sostenemos artificialmente el dañino y pauperizador endeudamiento público, más cebamos nuestra deuda y más capital dilapidamos.
Puede dirigir sus preguntas a contacto@juanramonrallo.com
Juan Ramón Rallo es doctor en Economía y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos y en el centro de estudios Isead. Puede seguirlo en Twitter o en su página web personal. Su último libro, coescrito con Carlos Rodríguez Braun, lleva por título El liberalismo no es pecado.

lunes, 12 de diciembre de 2011

QUÉ MENOS QUE PONERLE JUAN DE LA CIERVA AL NUEVO AEROPUERTO



Es triste ver como en nuestra tierra olvidamos a los hijos insignes de la región que han dado tanto con su talento y su esfuerzo para mejorar nuestras vidas, hace unos días se han cumplido los setenta y cinco años de la muerte del inventor Juan de la cierva, a quien el mundo le debe la invención del autogiro cuya base técnica sirvió para perfeccionar y hacer volar al helicóptero tal y como ahora lo conocemos.
Su única hija viva, Ana Mª de la Cierva recuerda como cuando ha ido de visita a Estados Unidos o Inglaterra la han recibido con honores por ser la hija del gran inventor murciano, banderas, honores, música y autoridades para conmemorar la obra de un genio de la aviación que yace en el olvido de su patria grande, España, y de su patria chica Murcia.
Todos los valiosos y ya históricos documentos de su trabajo duermen en un archivo de la biblioteca Nacional, lejos de Murcia, la tierra que le vio nacer y a la que según su hija él tanto quería. Mientras otras regiones pelean con ahínco por llevarse a su tierra los legajos de su historia y ensalzan a sus hijos insignes, los murcianos para variar estamos en otras cosas y nuestras autoridades, pródigas en gastar los dineros en museos y fundaciones de toda ralea,  hasta le racanean a la hija de Juan de la cierva la promesa que le hizo el Presidente de la Comunidad, según ella, de ponerle al nuevo aeropuerto el nombre del gran inventor murciano.
A saber, ¿qué nombre estarán pensando en ponerle? Una tierra que olvida a sus grandes hijos es como una madre desagradecida que niega el recuerdo y la fidelidad a los suyos. Desde estas líneas levantamos con orgullo una bandera de murcianía con tu nombre escrito sobre ella, Don Juan de la cierva, inventor del autogiro, español y murciano de bien.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Cayo no va a la fiesta





Cayo Lara coordinador de Izquierda Unida en España no quiso celebrar ayer el día de la constitución española porque dice que es papel mojado y que los partidos mayoritarios la vulneran a diario, yo añadiría que lo hacen los mayoritarios y los minoritarios, sobre todo los nacionalistas.
Ese gesto podría incluso valorarse positivamente si no fuera  porque Cayo si celebra otras fiestas, por ejemplo los 50 años de revolución cubana, o lo que es lo mismo, de dictadura comunista. A este respecto es interesante conocer sus  respuestas en una entrevista publicada en el país en el año 2009 que reproduzco:

Cuba "Cuba da lecciones al mundo"

Pregunta. ¿Por qué defiende Izquierda Unida la dictadura en Cuba?
Respuesta. Bueno, hay un concepto de dictadura... Es un modelo que los cubanos se han dado después de una revolución de 50 años. Los cubanos son los que tienen que decidir qué modelo quieren.
P. ¿Con elecciones democráticas o cómo?
R. Ellos tienen elecciones, sólo que con partido único. Yo de Cuba me quedo con esto: es un país que, empobrecido por el bloqueo, ha sido capaz de transmitir más solidaridad que muchos países desarrollados de Europa: profesores, médicos enviados a otros países para curar a gente... A Cuba hay que valorarla comparándola con los países de su entorno, no con Suecia. Y, comparada con su entorno, Cuba ha dado lecciones al mundo. Ellos tendrán que hacer su transición: con Fidel, sin Fidel, con Raúl, sin Raúl, pero ellos son los que lo van a decidir.
P. ¿Y no se puede aplaudir esos avances del régimen cubano pero pidiendo a la vez respeto a las libertades individuales?
R. Pero, ¿con quién los comparamos? Nosotros, por ejemplo, tenemos una ley electoral que hace que a IU  le cueste siete veces más que al resto de partidos tener un diputado en el Congreso. Es que nos cuesta mucho trabajo ir a dar lecciones de democracia a nadie...
P. Hombre, pero hay diferencias, ¿no?
R. Sí, sin duda. Pero aquí PSOE y PP han decidido extinguir a una fuerza política con esa ley tramposa. ¿De qué democracia hablamos? ¿España va a dar lecciones a Cuba y decirles cómo tienen que hacer su democracia? ¿Damos ejemplo con esta democracia nuestra?
El concepto de un comunista como Cayo sobre la democracia es meridianamente claro, disimulan para que no se les vea mucho el  plumero pero finalmente ya se sabe, el que tiene un vicio, si no se mea en la puerta, se mea en el quicio. Sienten debilidad por las dictaduras (para ellos democracias del pueblo) comunistas, incluso las comparan con las democracias liberales occidentales a las que pueden dar lecciones no solo en su entorno, la democracia española no tiene nada que enseñar a la cubana según él.
Es interesante también ver el agradecimiento que la Embajada cubana hace a los amigos de la revolución cubana que se manifestaron por las calles de Madrid en julio del 2009, para conmemorar el aniversario del asalto al Cuartel de Moncada que dio pie a la revolución Castrista, entre ellos resalta el agradecimiento (como no) a Cayo que iba presidiendo la manifestación.  http://emba.cubaminrex.cu/Default.aspx?tabid=33451
No es difícil encontrar todo tipo de noticias donde se puede ver el apoyo explícito de Izquierda Unida y su jefe a la dictadura cubana por la que parece siente extrema debilidad, pero no me resisto a mencionar una pintoresca de las muchas que hay. Parece ser que IU de Sevilla contrató con dinero público un programa de alfabetización cubano llamado “yo, si puedo”, aparte de la muy discutible necesidad de que los cubanos tengan que venir a alfabetizarnos, de lo que haya costado el programa  y de la utilidad del mismo, lo más interesante es la forma en la que la dictadura publicita la cosa: ESPAÑOLES DEJAN LAS TINIEBLAS CON MÉTODO DE ALFABETIZACIÓN CUBANO http://emba.cubaminrex.cu/Default.aspx?tabid=33198  y no se pierdan el video http://www.youtube.com/watch?v=th0naH7L1Yw amenizado con los comentarios del mamporrero español pro castrista de turno.
Efectivamente,  las democracias liberales tienen mucho que avanzar y mejorar pero con todos sus fallos permiten que gente como usted Sñr. Cayo Lara y su partido que no creen ni en nuestro sistema democrático ni en nuestra Constitución puedan presentarse a las elecciones y sentarse en un escaño del parlamento español. En su amada Cuba usted también estaría sentado el  parlamento porque doy por sentado que se presentaría por el único partido que puede hacerlo, el partido comunista.