Juan J. Molina

Juan J. Molina
Juan J. Molina

lunes, 25 de julio de 2011

7. LA INTERVENCIÓN ECONÓMICA Y EL TOTALITARISMO (Resumen VIII)

FRIEDERICH HAYEK (Austria 1899-1992) Premio nobel de Economía en 1974

La tesis central del libro es que los avances de la planificación económica van necesariamente unidos a la pérdida de libertades y al progreso del totalitarismo.


“El control de la producción de riqueza es
El control de la vida humana misma.”

                                   Hilaire Belloc


La mayoría de los planificadores que han considerado en serio los aspectos prácticos de su tarea apenas dudan que una economía dirigida tenga que marchar por líneas más o menos dictatoriales. El consuelo que nos ofrecen nuestros planificadores es que esta dirección autoritaria se aplicará “solo” a las cuestiones económicas. A la vez que se nos ofrece esta seguridad, se nos sugiere corrientemente que cediendo la libertad en los aspectos que son, o deben ser, menos importantes de nuestras vidas, obtendremos mayor libertad para la prosecución de los valores supremos.
Estrictamente hablando, no hay “móvil económico”, sino tan solo factores económicos que condicionan nuestros afanes por otros fines. Si nos afanamos por el dinero, es porque nos ofrece las más amplias posibilidades de elección de goce de los frutos de nuestros esfuerzos. Si todas las remuneraciones, en lugar de ser ofrecidas en dinero, se ofrecieran bajo la forma de privilegios o distinciones públicas, situaciones de poder sobre los hombres, o mejor alojamiento o mejor alimentación, oportunidades para viajar o para educarse, ello no significaría sino que al perceptor no le estaba ya permitido elegir, y que quien fijase la remuneración determinaba no solo su cuantía, sino también la forma particular en que había de disfrutarse.
La cuestión que plantea la planificación económica no consiste, solamente en si podremos satisfacer en la forma preferida por nosotros lo que consideramos nuestras más o menos importantes necesidades. Está en si seremos nosotros quienes decidamos acerca de lo que es más y lo que es menos importante para nosotros mismos o si ello será decidido por el planificador. La planificación económica no solo afectará a aquellas de nuestras necesidades marginales que tenemos en la mente cuando hablamos con desprecio de lo simplemente económico. Significará de hecho que, como individuos, no nos estaría ya permitido decidir que es lo que consideramos como marginal. Quien controla toda la vida económica, controla los medios para nuestros fines y, por consiguiente, decide cuales de éstos han de ser satisfechos y cuales no. Ésta es realmente la cuestión crucial. La planificación central significa que el problema económico ha de ser resuelto por la comunidad y no por el individuo, pero esto implica que tiene que ser también la comunidad, o, mejor dicho, sus representantes, quienes decidan acerca de la importancia relativa de las diferentes necesidades.
Nuestra libertad de elección en una sociedad en régimen de competencia se funda en que, si una persona rehúsa la satisfacción de nuestros deseos, podemos volvernos a otra. Pero si nos enfrentamos con un monopolista, estamos a merced suya. Y una autoridad que dirigiese todo el sistema económico sería el más poderoso monopolista concebible.
En una economía dirigida, donde la autoridad vigila los fines pretendidos, es seguro que ésta usaría sus poderes para fomentar algunos fines y para evitar la realización de otros.
Ocurre lo mismo con nuestra situación como productores, si quieren planificar tienen que controlar el ingreso en las diferentes actividades y ocupaciones, o las condiciones de remuneración o ambas cosas. En casi todos los ejemplos de planificación conocidos, el establecimiento de estas intervenciones y restricciones se contó entre las primeras medidas tomadas.
Por consiguiente, la sustitución de la competencia por la planificación centralizada requeriría la dirección central de una parte de nuestras vidas mucho mayor de lo que jamás se intentó antes. No podría detenerse en lo que consideramos como nuestras actividades económicas, porque ahora casi toda nuestra vida depende de las actividades económicas de otras personas. No es casualidad que en los países totalitarios, tanto en Rusia como en Alemania o Italia, se haya convertido en un problema de planificación el modo de organizar el ocio de las gentes. Los alemanes han llegado incluso a inventar para este problema el nombre horrible y en sí contradictorio de Freizeitgestaltung (literalmente: la configuración del tiempo libre), como si pudiera llamarse “tiempo libre” al que ha de gastarse en una forma dispuesta autoritariamente.
La pasión por la “satisfacción colectiva de nuestras necesidades”, con la que nuestros socialistas tan bien han preparado el camino al totalitarismo, y que desea vernos satisfacer nuestros placeres, lo mismo que nuestras necesidades, en el tiempo preceptuado y en la forma prescrita, tiene, por supuesto, la intención de ser, en parte, un medio de educación política. Pero es también un resultado de las exigencias de planificación, que consiste esencialmente en privarnos de toda elección, para darnos lo que mejor se ajuste al plan y lo determinado en aquel momento por el plan.
La libertad económica que es el requisito previo de cualquier otra libertad no puede ser la libertad frente a toda preocupación económica, como nos prometen los socialistas, que solo podría obtenerse relevando al individuo de la necesidad y, a la vez, de la facultad de elegir, tiene que ser la libertad de nuestra actividad económica, que, con el derecho a elegir, acarrea inevitablemente el riesgo y la responsabilidad de este derecho.

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domingo, 24 de julio de 2011

La historia del país en el que todos sus ciudadanos se convirtieron en millonarios, por DASHIELL

6. LA PLANIFICACIÓN Y EL ESTADO DE DERECHO (Resumen VII)

FRIEDERICH HAYEK (Austria 1899-1992) Premio nobel de Economía en 1974

La tesis central del libro es que los avances de la planificación económica van necesariamente unidos a la pérdida de libertades y al progreso del totalitarismo.






Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquel, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el estado está sometido en todas sus acciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno preveer con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento.
Podemos así distinguir dos formas de actuar muy diferenciadas entre un Estado de Derecho y un gobierno arbitrario de tipo colectivista. Bajo el primero, el Estado se limita a fijar normas determinantes de las condiciones bajo las cuales pueden utilizarse los recursos disponibles, dejando a los individuos la decisión sobre los fines para los que serán usados. Bajo el segundo, el Estado dirige hacia fines determinados el empleo de los medios de producción. La diferencia entre los dos tipos de normas es la misma que existe entre promulgar un código de circulación u obligar a la gente a circular por un sitio determinado; o mejor todavía, entre suministrar señales indicadoras o determinar la carretera que ha de tomar la gente.
Las normas formales son así simples instrumentos, en el sentido de proyectarse para que sean útiles a personas anónimas, a los fines para los que estas personas decidan usarlos y en circunstancias que no pueden preverse con detalle. El Estado tiene que limitarse a establecer reglas aplicables a tipos generales de situaciones y tiene que conceder libertad a los individuos en todo lo que dependa de las circunstancias de tiempo y lugar, porque solo los individuos afectados en cada caso pueden conocer plenamente estas circunstancias y adaptar sus acciones a ellas. Si, de otra parte, el Estado pretendiese dirigir las acciones individuales para lograr fines particulares, su actuación tendría que decidirse sobre la base de todas las circunstancias del momento, y sería imprevisible. De aquí el hecho familiar de que, cuanto más “planifica” el Estado más difícil se le hace al individuo su planificación.
Hay otro argumento, moral o político, aún más importante para la cuestión que se discute. Si el Estado ha de prever la incidencia de sus actos esto significa que no puede dejar elección a los afectados. Tiene necesariamente que tomar partido, imponer a la gente sus valores y, en lugar de ayudar a ésta al logro de sus propios fines, elegir por ella los fines. El Estado deja de ser una pieza del mecanismo utilitario proyectado para ayudar a los individuos al pleno desarrollo de su personalidad individual y se convierte en una institución “moral”; donde “moral” no se usa en contraposición a inmoral, sino para caracterizar a una institución que impone a sus miembros sus propias opiniones sobre todas las cuestiones morales, sean morales o grandemente inmorales esta opiniones. En este sentido, el nazi u otro Estado colectivista cualquiera es “moral”, mientras que el Estado liberal no lo es.
No puede dudarse que la planificación envuelve necesariamente una discriminación deliberada entre las necesidades particulares de las diversas personas y permite a un hombre hacer lo que a otro se le prohíbe. Tiene que determinarse por una norma legal que bienestar puede alcanzar cada uno y que le será permitido a cada uno hacer y poseer. Toda política directamente dirigida a un ideal sustantivo de justicia distributiva tiene que conducir a la destrucción del Estado de Derecho. Provocar el mismo resultado para personas diferentes significa, por fuerza, tratarlas diferentemente. No puede negarse que el estado de derecho produce desigualdades económicas; todo lo que puede alegarse en su favor es que esta desigualdad no pretende afectar de una manera determinada a individuos en particular. Es muy significativo que los socialistas (y los nazis) han protestado siempre contra la justicia “meramente” formal, que se han opuesto siempre a una ley que no encierra criterio respecto al grado de bienestar que debe alcanzar cada persona en particular y que han demandado siempre una “socialización de la ley”, atacando la independencia de los jueces. Así podemos distinguir entre el Estado de derecho, la supremacía de la Ley y el ideal nacionalsocialista del gerechte staat (el Estado justo); solo que la clase de justicia opuesta a la formal implica necesariamente la discriminación entre personas.
Mucho más coherente es la actitud, que ya desde el comienzo del movimiento socialista, mostraron sus partidarios atacando la idea “metafísica” de los derechos individuales e insistieron en que, en un mundo ordenado racionalmente, no habría derechos individuales, sino tan solo deberes individuales. Ésta, en realidad, es la actitud hoy más corriente entre nuestros titulados progresistas, y pocas cosas exponen más a uno al reproche de ser un reaccionario que la protesta contra una medida por considerarla como una violación de los derechos del individuo.

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viernes, 22 de julio de 2011

5. PLANIFICACIÓN Y DEMOCRACIA (Resumen VI)

FRIEDERICH HAYEK (Austria 1899-1992) Premio nobel de Economía en 1974

La tesis central del libro es que los avances de la planificación económica van necesariamente unidos a la pérdida de libertades y al progreso del totalitarismo.



El gobernante que intentase dirigir a los
particulares en cuanto a la forma de emplear
sus capitales, no solo echaría sobre
sí el cuidado más innecesario, sino que
se arrogaría una autoridad que no fuera
prudente confiar ni siquiera a Consejo o
senado alguno; autoridad que en ningún
lugar sería tan peligrosa como en las manos
de un hombre con la locura y presunción
bastantes para imaginarse capaz de ejercerla.
                                    
                                          Adam Smith

Los rasgos comunes a todos los sistemas colectivistas pueden describirse, como la organización deliberada de los esfuerzos de la sociedad en Pro de un objetivo social determinado. Las diversas clases de colectivismo – comunismo, fascismo, socialismo, etc.- difieren entre sí por la naturaleza del objetivo hacia el cual desean dirigir los esfuerzos de la sociedad. Pero todas ellas difieren del liberalismo y el individualismo en que aspiran a organizar la sociedad entera y todos sus recursos para esta finalidad unitaria, y porque se niegan a reconocer las esferas autónomas dentro de las cuales son supremos los fines del individuo. Donde todos los medios que han de usarse son propiedad de la sociedad, y han de usarse en nombre de la sociedad, de acuerdo con un plan unitario, una visión “social” acerca de lo que debe hacerse tiene que guiar todas las decisiones. En un mundo semejante, pronto encontraríamos que nuestro código moral está lleno de huecos.
El intento de dirigir toda la actividad económica de acuerdo con un solo plan alzaría innumerables cuestiones, cuya respuesta solo podría provenir de una regla moral, pero la ética existente no tiene respuesta para ellas, y cuando la tiene, no hay acuerdo respecto a lo que se deba hacer. No solo es que carezcamos de una escala de valores que lo abarque todo; es que sería imposible para una mente abarcar la infinita variedad de las diversas necesidades de las diferentes personas que compiten por los recursos disponibles y asignar un peso definido a cada una. De esto, el individualista concluye que debe dejarse a cada individuo, dentro de límites definidos, seguir sus propios valores y preferencias antes que los de otro cualquiera, que el sistema de fines del individuo debe ser supremo dentro de estas esferas y no estar sujeto al dictado de los demás. Esta posición no excluye, por lo demás, el reconocimiento de unos fines sociales, o, mejor, de una coincidencia de fines individuales que aconseja a los hombres concertarse para su consecución. Con mucha frecuencia, estos fines comunes no serán fines últimos de los individuos, sino medios que las diferentes personas pueden usar con diversos propósitos. De hecho, las gentes están más dispuestas a convenir en una acción común cuando el fin común no es un fin último para ellas, sino un medio capaz de servir a gran variedad de propósitos.
Solo podemos contar con un acuerdo voluntario para guiar la acción del Estado cuando éste se limita a las esferas en que el acuerdo existe. Hay ciertas funciones del Estado en cuyo ejercicio se logrará prácticamente la unanimidad entre sus ciudadanos; habrá otras sobre las cuales recaerá el acuerdo de una mayoría importante, y así, sucesivamente, hasta llegar a campos donde cada individuo deseará que el Estado actuase de alguna manera, habría casi tantas opiniones como personas acerca de lo que el estado debiera hacer. Si el estado domina directamente el uso de una gran parte de los recursos disponibles, los efectos de sus decisiones sobre el resto del sistema económico se hacen tan grandes, que indirectamente lo domina casi todo.
Uno de los rasgos que más contribuyen a determinar el carácter de un sistema planificado es que la planificación crea un estado de cosas en el que no es necesario el acuerdo sobre un número de cuestiones mucho mayor de lo que es costumbre, y que en un sistema planificado no podemos limitar la acción colectiva a las tareas en que cabe llegar a un acuerdo, sino que nos vemos forzados a llegar a un acuerdo sobre todo, si es que ha de ser posible una acción cualquiera. Esta tarea titánica es una de las causas admitidas de ineficacia de los parlamentos. La falta no está en las personas de los representantes ni en las instituciones parlamentarias en cuanto tales, sino en las contradicciones inherentes a la tarea que se les encomienda. No se les pide que actúen en lo que puedan estar de acuerdo, sino que lleguen a un acuerdo en todo, a un acuerdo sobre la completa dirección de los recursos nacionales.
El acuerdo sobre la necesidad de la planificación, junto con la incapacidad de las asambleas democráticas para producir un plan, provocará demandas cada vez más fuertes a fin de que se otorguen al gobierno o a algún individuo en particular poderes para actuar bajo su propia responsabilidad. Cada vez se extiende más la creencia en que, para que las cosas marchen, las autoridades responsables han de verse libres de las trabas del procedimiento democrático. Hitler no tuvo que destruir la democracia; tuvo simplemente que aprovecharse de su decadencia, y en el crítico momento obtuvo el apoyo de muchos que, aunque detestaban a Hitler, le creyeron el único hombre lo bastante fuerte para hacer marchar las cosas. El sistema entero tendería hacia una dictadura plebiscitaria, donde el jefe del gobierno es confirmado de vez en cuando en su posición por el voto popular, pero dispone de todos los poderes para asegurarse que el voto irá en la dirección que desea.
El precio de la democracia es que las posibilidades de un control explícito se hallan restringidas a los campos en que existe verdadero acuerdo y en que en algunos campos las cosas tienen que abandonarse a su suerte. Pero en una sociedad cuyo funcionamiento está sujeto a la planificación central, este control no puede quedar a merced de la existencia de una mayoría dispuesta a dar su conformidad. Con frecuencia será necesario que la voluntad de una pequeña minoría se imponga a todos, porque esta minoría será el mayor grupo capaz de llegar a un acuerdo dentro de ella sobre la cuestión disputada. El gobierno democrático ha actuado con éxito donde y en tanto las funciones del gobierno se restringieron, por una opinión extensamente aceptada, a unos campos donde el acuerdo mayoritario podría lograrse por la libre discusión; y el gran mérito del credo liberal está en que redujo el ámbito de las cuestiones sobre las cuales era necesario el acuerdo a aquellas en que era probable que existiese dentro de una sociedad de hombres libres. Se dice ahora con frecuencia que la democracia no tolerará el “capitalismo”. Por ello se hace todavía más importante comprender que solo dentro de este sistema es posible la democracia, si por “capitalismo” se entiende un sistema de competencia basado sobre la libre disposición de la propiedad privada. Cuando llegue a ser dominada por un credo colectivista, la democracia se destruirá a sí misma inevitablemente. No tenemos, empero, intención de hacer de la democracia un fetiche. La democracia es esencialmente un medio, un expediente utilitario para salvaguardar la paz interna y la libertad individual. Como tal, no es modo infalible o cierta, bajo el gobierno de una mayoría muy homogénea y doctrinaria el sistema democrático puede ser tan opresivo como la peor dictadura.
La planificación conduce a la dictadura, porque la dictadura es el más eficaz instrumento de coerción y de inculcación de ideales, y, como tal, indispensable para hacer posible una planificación central en gran escala. El conflicto entre planificación y democracia surge sencillamente por el hecho de ser ésta un obstáculo para la supresión de la libertad, que la dirección de la actividad económica exige. Pero cuando la democracia deja de ser una garantía de la libertad individual, puede muy bien persistir en alguna forma bajo un régimen totalitario. Una verdadera “dictadura del proletariado”, aunque fuese democrática en su forma, si acometiese la dirección centralizada del sistema económico destruiría, probablemente, la libertad personal más a fondo que lo haya hecho jamás ninguna autocracia.
No hay justificación alguna para creer que en tanto el poder se confiera a un procedimiento democrático no puede ser arbitrario. La antítesis sugerida por esta afirmación es así mismo falsa, pues no es la fuente, sino la limitación del poder, lo que impide a éste ser arbitrario.

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domingo, 17 de julio de 2011

4. LA “INETABILIDAD” DE LA PLANIFICACIÓN (Resumen V)

FRIEDERICH HAYEK (Austria 1899-1992) Premio nobel de Economía en 1974

La tesis central del libro es que los avances de la planificación económica van necesariamente unidos a la pérdida de libertades y al progreso del totalitarismo.

Fuimos los primeros en afirmar que
Conforme la civilización asume formas
Más complejas, más tiene que restringirse
La libertad del individuo.
                                    B. Mussolini

Es un hecho revelador lo escasos que son los planificadores que se contentan con decir que la planificación centralizada es deseable. La mayor parte afirma que ya no podemos elegir y que las circunstancias nos llevan, fuera de nuestra voluntad, a sustituir la competencia por la planificación. Se cultiva deliberadamente el mito de que nos vemos embarcados en la nueva dirección, no por nuestra propia voluntad, sino porque los cambios tecnológicos, a los que no podemos dar vuelta ni querríamos evitar, han eliminado espontáneamente la competencia y que la única elección que nos queda es. O que los monopolios privados dominen la producción, o que la dirija el estado. Esta creencia deriva principalmente de la doctrina marxista sobre la “concentración de la industria” aunque, como muchas ideas marxistas, se usan sin conocer su procedencia.
El hecho histórico del progresivo crecimiento del monopolio durante los últimos cincuenta años es un hecho indiscutible pero lo importante es saber si este proceso es una consecuencia necesaria del progreso de la tecnología, o si se trata simplemente del resultado de la política seguida en casi todos los países.
La causa tecnológica alegada para el crecimiento del monopolio es la superioridad de la gran empresa sobre la pequeña debido a la mayor eficiencia de los métodos modernos de producción en masa.
Sin embargo si bien esta causa tecnológica tiene influencia en la creación de los monopolios, éstos son con frecuencia el producto de factores que no son el menor coste de una mayor dimensión. Se llega  a él mediante confabulaciones, y lo fomenta la política oficial. Confirman enérgicamente esta conclusión el orden histórico en que se ha manifestado en diferentes países el ocaso de la competencia y el crecimiento del monopolio. Si hubieran sido el resultado del desarrollo tecnológico o un necesario producto de la evolución del “capitalismo”, podríamos esperar que apareciesen, primero, en los países de sistema económico más avanzado. De hecho, aparecieron en primer lugar durante el último tercio del siglo XIX en los que eran entonces países industriales comparativamente jóvenes: Estados Unidos y Alemania. En esta última, especialmente, que llegó a considerarse como el país modelo de la evolución necesaria del capitalismo, el crecimiento de los cárteles y sindicatos ha sido sistemáticamente muy alimentado desde 1878 por una deliberada política. No solo el instrumento de la protección, sino incitaciones directas y, al final, la coacción, emplearon los gobiernos para favorecer la creación de monopolios, con miras a la regulación de los precios y las ventas. Fue allí donde, con la ayuda del estado, el primer gran experimento de “planificación científica” y “organización explícita de la industria” condujo a la creación de monopolios gigantescos que se tuvieron por desarrollos inevitables cincuenta años antes de hacerse lo mismo en Gran Bretaña. Se debe, en gran parte, a la influencia de los teóricos alemanes del socialismo, especialmente Sombart, generalizando la experiencia de su país, la extensión con que se aceptó el inevitable desembocar del sistema de competencia en el “capitalismo monopolista”. Que en los Estados unidos una política altamente proteccionista haya permitido un proceso en cierto modo semejante, pareció confirmar esta generalización.
Cuanto más complicado es el con junto, más dependientes nos hacemos de la división del conocimiento entre individuos, cuyos esfuerzos separados se coordinan por este mecanismo impersonal de transmisión de las informaciones importantes que conocemos por el nombre de sistema de precios. Comparado con esta solución del problema económico mediante la descentralización y la coordinación automática, el método más convincente de dirección centralizada es increíblemente tosco, primitivo y corto en su alcance. La extensión lograda por la división del trabajo, a la que se debe la civilización moderna, resultó del hecho de no haber sido necesario crearla de manera consciente, sino que el hombre vino a dar con un método por el cual la división del trabajo pudo extenderse mucho más allá de los límites a los que la hubiera reducido la planificación.
El movimiento a favor de la planificación debe, en gran parte, su fuerza presente al hecho de no ser aquella, todavía, en lo fundamental, más que una aspiración, por lo cual une a casi todos los idealistas de un solo objetivo, a todos los hombres y mujeres que han entregado su vida a una sola preocupación. Las esperanzas que en la planificación ponen, no son, sin embargo, el resultado de una visión amplia de la sociedad, sino más bien de una visión muy limitada, y a menudo el resultado de una gran exageración de la importancia de los fines que ellos colocan en primer lugar. Del virtuoso defensor de un solo ideal al fanático, con frecuencia no hay más que un paso.

jueves, 14 de julio de 2011

3. INDIVIDUALISMO Y COLECTIVISMO (Resumen IV)


FRIEDERICH HAYEK (Austria 1899-1992) Premio nobel de Economía en 1974

La tesis central del libro es que los avances de la planificación económica van necesariamente unidos a la pérdida de libertades y al progreso del totalitarismo.

“Los socialistas creen en dos cosas que son
Absolutamente diferentes y hasta quizá
Contradictorias: libertad y planificación”
                                           Elie Halévy
Aclaremos la confusión que se cierne sobre el término socialismo. Puede éste tan solo significar, y a menudo se usa para describir, los ideales de justicia social, mayor igualdad y seguridad, que son los fines últimos del socialismo. Pero significa también el método particular por el que la mayoría de los socialistas esperan alcanzar estos fines. En este sentido, socialismo significa abolición de la empresa privada y de la propiedad privada de los medios de producción y creación de un sistema de “economía planificada”, en el cual el empresario que actúa en busca de beneficio es reemplazado por un organismo central de planificación.
La discusión sobre el socialismo se ha convertido así principalmente en una discusión sobre los medios y no sobre los fines. Propugnan la “planificación”, por consiguiente, todos aquellos que demandan que la “producción para el uso” sustituya a la producción para el beneficio. Casi todas las cuestiones que se discuten entre socialistas y liberales atañen a los métodos comunes a todas las formas del colectivismo y no a los fines particulares a los que desean aplicarlos los socialistas.
El significado del término colectivismo gana cierta precisión si hacemos constar que para nosotros designa aquella clase de planificación que es necesaria para realizar cualquier ideal distributivo determinado. De acuerdo con los modernos planificadores, y para sus fines, no basta llamar así a la más permanente y racional estructura, dentro de la cual las diferentes personas conducirían las diversas actividades de acuerdo con sus planes individuales. Este plan liberal no es, según ellos, un plan; lo que nuestros planificadores demandan es la dirección centralizada de toda la actividad económica según un plan único que determine la “dirección explícita” de los recursos de la sociedad para servir a particulares fines por una vía determinada.
La cuestión está en si es mejor para este propósito que el portador del poder coercitivo se limite en general a crear las condiciones bajo las cuales el conocimiento y la iniciativa de los individuos encuentren el mejor campo para que ellos puedan componer de la manera más afortunada sus planes, o si una utilización racional de nuestros recursos requiere la dirección y organización centralizada de todas nuestras actividades, de acuerdo con algún “modelo” construido expresamente.
Es importante no confundir la oposición contra la planificación de esta clase con una dogmática actitud de laissez faire.
La argumentación liberal considera superior la competencia no solo porque en la mayor parte de las circunstancias es el método más eficiente conocido, sino, más aún, porque es el único método que permite a nuestras actividades ajustarse a las de cada uno de los demás sin intervención coercitiva o arbitraria de la autoridad. En realidad, uno de los principales argumentos a favor de la competencia estriba en que ésta evita la necesidad de un “control social explícito” y da a los individuos una oportunidad para decidir si las perspectivas de una ocupación son suficientes para compensar las desventajas y los riesgos que lleva consigo.
El funcionamiento de la competencia no solo exige una adecuada organización de ciertas instituciones como el dinero, los mercados y los canales de información –algunas de las cuales nunca pueden ser provistas adecuadamente por la empresa privada-, sino que depende, sobre todo, de la existencia de un sistema legal apropiado, de un sistema legal dirigido, a la vez, a preservar la competencia y a lograr que esta opere de la manera más beneficiosa posible. Tampoco son incompatibles el mantenimiento de la competencia y un extenso sistema de servicios sociales, en tanto que la organización de estos servicios no se dirija a hacer inefectiva en campos extensos la competencia.
Crear las condiciones en que la competencia actuará con toda la eficacia posible, complementarla allí donde no pueda ser eficaz, suministra los servicios que, según las palabras de Adam Smith, “aunque puedan ser ventajosas en el más alto grado para una gran sociedad, son, sin embargo, de tal naturaleza que el beneficio nunca podría compensar el gasto a un individuo o un pequeño número de ellos”, son tareas que ofrecen un amplio e indiscutible ámbito para la actividad del estado.
Lo que en realidad une a los socialistas de la izquierda y la derecha es la común hostilidad a la competencia y su común deseo de reemplazarla por una economía dirigida.
Competencia y dirección centralizada resultan instrumentos pobres e ineficientes si son incompletos; son principios alternativos para la resolución del mismo problema, y una mezcal de los dos significa que ninguno operará verdaderamente, y el resultado será peor que si se hubiese confiado solo en uno de ambos sistemas. O, para expresarlo de otro modo, la planificación y la competencia solo pueden combinarse para la planificación de la competencia, pero no para planificar contra la competencia.

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domingo, 10 de julio de 2011

2. LA GRAN UTOPÍA Friederich A. Hayek (Resumen) III

FRIEDERICH HAYEK (Austria 1899-1992) Premio nobel de Economía en 1974

La tesis central del libro es que los avances de la planificación económica van necesariamente unidos a la pérdida de libertades y al progreso del totalitarismo.
2. LA GRAN UTOPÍA

“Lo que ha hecho siempre del estado un
infierno sobre la tierra es precisamente
que el hombre ha intentado hacer de él su
paraíso en la tierra”.
                                    F. Hölderlin

Lo extraordinario es que el mismo socialismo que no solo se consideró primeramente como el ataque más grave contra la libertad, sino que comenzó por ser abiertamente una reacción contra el liberalismo de la Revolución Francesa, ganó la aceptación general bajo la bandera de la libertad. Rara vez se recuerda ahora que el socialismo fue, en sus comienzos, francamente autoritario. Los escritores franceses que construyeron los fundamentos del socialismo moderno sabían, sin lugar a dudas, que sus ideas solo podían llevarse a la práctica mediante un fuerte gobierno dictatorial. Para ellos el socialismo significaba un intento de “terminar la revolución” con una reorganización deliberada de la sociedad sobre líneas jerárquicas y la imposición de un “poder espiritual” coercitivo. En lo que a la libertad se refería, los fundadores del socialismo no ocultaban sus intenciones. Consideraban la libertad de pensamiento como el mal radical de la sociedad del siglo XIX, y el primero de los planificadores modernos, Saint-Simon, incluso anunció que quienes no obedeciesen a sus proyectadas juntas de planificación serían “tratados como un rebaño”.
Nadie vio más claro que De Tocqueville que la democracia, como institución esencialmente individualista que es, estaba en conflicto irreconciliable con el socialismo:
La democracia extiende la esfera de la libertad individual (decía en 1848); el socialismo la restringe. La democracia atribuye todo valor posible al individuo; el socialismo hace de cada hombre un simple agente, un simple número. La democracia y el socialismo solo tienen en común una palabra: igualdad. Pero adviértase la diferencia: mientras la democracia aspira a la igualdad en libertad, el socialismo aspira a la igualdad en la coerción y la servidumbre.
El socialismo comenzó ha hacer un uso creciente de la promesa de una “nueva libertad”. Para los grandes apóstoles de la libertad política la palabra había significado libertad frente a la coerción, libertad frente al poder arbitrario de otros hombres, supresión de los lazos que impiden al individuo toda elección y le obligan a obedecer órdenes de un superior a quien está sujeto. La “nueva libertad” prometida era, en cambio, libertad frente a la indigencia, supresión del apremio de las circunstancias, que, inevitablemente, nos limita a todos el campo de elección, aunque a algunos mucho más que a otros. Antes que el hombre pudiera ser verdaderamente libre había que destruir “el despotismo de la indigencia física”, había que abolir las trabas del sistema económico”.
La aspiración a la nueva libertad era, pues, tan solo otro nombre para la vieja aspiración a una distribución igualitaria de la riqueza.
En los últimos años, sin embargo, los viejos temores acerca de las imprevistas consecuencias del socialismo se han declarado enérgicamente, una vez más, desde los lugares más insospechados.
Mr. Eastman, viejo amigo de Lenin, se vio obligado a admitir que, “en vez de ser mejor, es estalinismo es peor que el fascismo, mas cruel, bárbaro, injusto, inmoral y antidemocrático, incapaz de redención por una esperanza o escrúpulo”, y que es “mejor describirlo como súper fascista”.
Unos años antes Mr. W. H. Chamberlin, que durante doce años como corresponsal norteamericano en Rusia ha visto frustrado todos sus ideales, resume las conclusiones de sus estudios sobre aquel país y sobre Alemania e Italia afirmando que “el socialismo ha demostrado ser ciertamente, por lo menos en sus comienzos, el camino NO de la libertad, sino de la dictadura y las contra dictaduras, de la guerra civil de la más feroz especie. El socialismo logrado y mantenido por medios democráticos parece definitivamente pertenecer al mundo de la utopías”.
De modo análogo, el escritor inglés, Mr. F. A. Voight, tras muchos años de íntima observación de los acontecimientos en Europa como corresponsal extranjero, concluye que “el marxismo ha llevado al fascismo y al nacional-socialismo, porque, en todo lo esencial, es fascismo y nacional-socialismo.”
El Dr. Walter Lippman ha llegado al convencimiento de que:
La generación a la que pertenecemos está aprendiendo por experiencia lo que sucede cuando los hombres retroceden de la libertad a una organización coercitiva de sus asuntos. Aunque se prometan a sí mismos una vida más abundante, en la práctica tienen que renunciar a ello; a medida que aumenta la dirección organizada, la variedad de los fines tiene que dar paso a la uniformidad. Es la Némesis de la sociedad planificada y del principio autoritario en los negocios humanos.
No menos significativa es la historia intelectual de muchos de los dirigentes nazis y fascistas. Todo el que ha observado el desarrollo de estos movimientos en Italia o Alemania se ha extrañado ante el número de dirigentes, de Mussolini para abajo (y sin excluir a Laval y a Quisling), que empezaron como socialistas y acabaron como fascistas o nazis. Y lo que es cierto de los dirigentes es todavía más verdad de las filas del movimiento. La relativa facilidad con que un joven comunista puede convertirse en un nazi, o viceversa, se conocía muy bien en Alemania. Para ambos, el enemigo real, el hombre con quien no tenían nada en común y a quien no había esperanza de convencer, era el liberal del viejo tipo. Mientras para el nazi el comunista, y para el comunista el nazi, y para ambos el socialista, eran reclutas en potencia, hechos de la buena madera aunque obedeciesen a falsos profetas, ambos sabían que no cabría compromiso entre ellos y quienes realmente creen en la libertad individual.
Debe añadirse que si este odio tuvo pocas ocasiones de manifestarse en la práctica, la causa fue que cuando Hitler llegó al  poder, el liberalismo había muerto virtualmente en Alemania. Y fue el socialismo quien lo mató.
Hitler consideró conveniente declarar en unos de sus discursos públicos, en Febrero de 1941 sin ir más lejos, que “fundamentalmente nacionalsocialismo y marxismo son la misma cosa”.

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sábado, 9 de julio de 2011

1. EL CAMINO ABANDONADO Friederich A. Hayek (Resumen) II

FRIEDERICH HAYEK (Austria 1899-1992) Premio nobel de Economía en 1974

La tesis central del libro es que los avances de la planificación económica van necesariamente unidos a la pérdida de libertades y al progreso del totalitarismo.









  1. EL CAMINO ABANDONADO

Es algo difícil imaginarse ahora a Alemania e Italia, o a Rusia, no como mundos diferentes, sino como productos de una evolución intelectual en la que hemos participado. Al menos  durante los 25 años anteriores a la transformación del espectro del totalitarismo en una amenaza real, hemos estado alejándonos progresivamente de las ideas esenciales sobre las que se fundó la civilización europea. Que este movimiento, en el que entramos con tan grandes esperanzas y ambiciones, nos haya abocado al horror totalitario ha sido un choque tan profundo para nuestra generación, que todavía rehúsa relacionar los dos hechos. Sin embargo, esta evolución no hace sino confirmar los avisos de los padres de la filosofía liberal que todavía profesamos. Hemos abandonado progresivamente aquella libertad en materia económica sin la cual jamás existió en el pasado libertad personal ni política. Aunque algunos de los mayores pensadores políticos del XIX, como De Tocqueville y Lord Acton, nos advirtieron que socialismo significa esclavitud, hemos marchado constantemente en la dirección del socialismo.

El dirigente nazi que describió la revolución nacional-socialista como un contrarrenacimiento estaba más en lo cierto de lo que probablemente suponía. Los rasgos esenciales del individualismo renacentista, con aportaciones del cristianismo y la filosofía clásica griega, son el respeto por el hombre individual qua hombre, es decir, el reconocimiento de sus propias opiniones y gustos como supremos en su propia esfera, por mucho que se estreche ésta, y la creencia en que es deseable que los hombres puedan desarrollar sus propias dotes e inclinaciones individuales.

La transformación gradual de un sistema organizado rígidamente en jerarquías en otro donde los hombres pudieron al menos, intentar forjar su propia vida, donde el hombre ganó la oportunidad de conocer y elegir entre diferentes formas de vida, está asociada estrechamente con el desarrollo del comercio. Durante este moderno periodo de la historia europea, el desarrollo general de la sociedad se dirige a libertar al individuo de los lazos que le forzaban a seguir las vías de la costumbre o del precepto en la prosecución de sus actividades ordinarias.
Como ocurre tantas veces, sus enemigos han percibido más claramente que la mayor parte de sus amigos la naturaleza de nuestra civilización. “La perenne enfermedad occidental, la rebelión del individuo contra la especie”. (Auguste Comte)
Probablemente, nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire. La actitud del liberal hacia la sociedad es como la del jardinero que cultiva una planta, el cual, para crear las condiciones más favorables a su desarrollo, tiene que conocer cuanto le sea posible acerca de su estructura y funciones.
Ninguna persona sensata debiera haber dudado que las toscas reglas en las que se expresaron los principios de la economía política del siglo XIX eran sólo un comienzo, que teníamos mucho que aprender aún y que todavía quedaban inmensas posibilidades de avance sobre las líneas en que nos movíamos.
Pero como el progreso hacia lo que comúnmente se llama acción “positiva” era por fuerza lento, la doctrina liberal llegó a ser considerada como un credo “negativo”, porque apenas podía ofrecer a cada individuo mas que una participación en el progreso común; un progreso que cada vez se tuvo más por otorgado y que dejó de reconocerse como el resultado de la política de libertad. Pudiera decirse que el éxito real del liberalismo fue la cusa de su decadencia. Por razón del éxito ya logrado, el hombre se hizo cada vez más reacio a tolerar los males subsistentes, que ahora se le aparecían, a la vez, como insoportables e innecesarios. Lo logrado vino a considerarse como una posición segura e imperecedera, adquirida de una vez para siempre. La atención de la gente se fijó sobre las nuevas demandas, la rápida satisfacción de las cuales parecía dificultada por la adhesión a los viejos principios. Se aceptó que cada vez más que no podía esperase un nuevo avance sobre las viejas líneas dentro de la estructura general que hizo posible el anterior progreso, sino mediante una nueva y completa modelación de la sociedad. No era ya cuestión de ampliar o mejorar el mecanismo existente, sino de cambiarlo por completo.
De acuerdo con las opiniones ahora dominantes, la cuestión no consiste ya en averiguar cuál puede ser el mejor uso de las fuerzas espontáneas que se encuentran en una sociedad libre. Hemos acometido, efectivamente, la eliminación de las fuerzas que producen resultados imprevistos y la sustitución del mecanismo impersonal y anónimo del mercado por una dirección colectiva y “consciente” de todas las fuerzas sociales hacia metas deliberadamente elegidas.
Aunque las más de las nuevas ideas y particularmente el socialismo, no nacieron en Alemania, fue en Alemania donde se perfeccionaron y donde alcanzaron durante el último cuarto del siglo XIX y el primero de XX su pleno desarrollo.


jueves, 7 de julio de 2011

INTRODUCCIÓN Friederich A. Hayek (Resumen) I


 FRIEDERICH HAYEK (Austria 1899-1992) Premio nobel de Economía en 1974

La tesis central del libro es que los avances de la planificación económica van necesariamente unidos a la pérdida de libertades y al progreso del totalitarismo.


“Pocos descubrimientos son tan exasperantes
como los que revelan la genealogía
de las ideas”
                                  Lord Acton

                                                     Friederich Hayek


 INTRODUCCIÓN

No es la Alemania de Hitler, la Alemania de la guerra presente (el libro está escrito en 1944), aquella con la que Inglaterra ofrece ahora semejanza. Pero los que estudian la evolución de las ideas difícilmente pueden dejar de ver que hay más que una semejanza superficial entre la marcha del pensamiento en Alemania durante la guerra anterior y tras ella y el curso actual de las ideas en Inglaterra. Existe ahora aquí, evidentemente, el mismo empeño en que la organización del país realizada para los fines de la defensa se mantenga para fines de creación. Es el mismo desprecio hacia el liberalismo del siglo XIX, el mismo “realismo” espurio y hasta cinismo. Y, por lo menos, nueve de cada diez lecciones que nuestros más vociferantes reformadores tanto ansían que saquemos de esta guerra, son precisamente las lecciones que los alemanes extrajeron de la guerra anterior y tanto han contribuido a producir el sistema nazi.
Pocos son los dispuestos a reconocer que el nacimiento del fascismo y el nazismo no fue una reacción contra las tendencias socialistas del periodo precedente, sino el producto inevitable de aquellas corrientes.

 CONTINUACIÓN

Dejar de endeudarnos

Dejar de endeudarnos

Jorge Baeza Beltrán 



Después de la más repetida estos días: “los mercados mandan sobre la política”. Ahora tenemos otra: “los estados no tienen soberanía para decidir sobre sus cuentas o presupuestos”. Y la lógica conclusión está servida: “Ya no hay democracia”. Y con esto, suponen algunos que han hecho una proclama de radicalidad democrática. Yo lo llamaría exaltación infantil, apología de la niñez o propaganda naif. Se podría resumir con un “Papá quiero caramelos”. Así estamos, esto resume el comportamiento político de mayorías sociales como la griega o la nuestra. No he oído a casi nadie decir durante años, y menos a los quejosos de las frases de inicio, que debíamos dejar de endeudarnos. Sólo eso nos ha hecho perder la soberanía. La ejercimos y lo hicimos mal. Endeudarse hasta más del 100% del PIB y tener déficits superiores a una vez y media el presupuesto ha sido un ejercicio de soberanía en Grecia, concretamente una transferencia de la misma. Cuando uno la ejerce mal y se endeuda, la pierde, la cede a manos de su acreedor. Pierde voluntad en forma de capacidad autónoma de gestión. Y es que para conservar la libertad siempre se tuvo que ser responsable. Palabra ésta, vaciada últimamente, que quiere decir que hay que asumir las consecuencias. Algunos hemos militado siempre en la limitación del poder público y de sus tentáculos en forma de gasto, hemos sido una minoría minúscula, apartados como aguafiestas. Y es que claro, gritar en plena orgía que se retiren los placeres, no es nada simpático y menos en una democracia para niños. Eso si hubiese sido un buen ejercicio de soberanía.

Imaginemos que yo me endeudo con el banco o con un amigo y cuando éste me reclama un vencimiento de la deuda yo le contesto: “Soy soberano”. O más divertido aún, le hago moralina y le digo: “es que sólo te importa el dinero”. Pero el que se lo ha gastado, efectivamente, soy yo. ¿Algún voluntario a prestarme dinero? ¿De verdad puedo decir que soy soberano? Todo esto lo estamos oyendo estos días en boca de los que han gastado a manos llenas que a través de sus voceros intentan difundir este absurdo mensaje. Hemos perdido soberanía, porque la hemos transferido casi toda, porque lo hemos hecho muy mal, horriblemente mal, y seguimos sin hacerlo mucho mejor. A duras penas hemos corregido con pequeños retoques cuestiones de matiz. Es hora de decir verdades antipáticas en estos tiempos de chota. Verdad tan antigua como la tos es que las deudas se pagan.

¿Hemos aprendido algo de todo esto? Me temo que la mayoría nada de nada. En lugar de exigir a los políticos que dejen de endeudar-se, es decir de endeudar-nos, que dejen de gastar en vacuidades… qué va! Todo lo contrario, son miles, centenares de miles los que salen a la calle a pedir más gasto, más subvención, menos recortes, sin tener en cuenta que eso hace necesario más políticos y más funcionarios. A los que se supone que tienen como objetivo principal de sus críticas. Y es que no tiene la misma ética y nada qué ver, cargar contra la clase política por lo que nos quita, que cargar por lo que ya no da. Los “indignados” están en lo segundo.
http://www.lavanguardia.com/participacion/cartas/20110627/54177604116/dejar-de-endeudarnos.html