Juan J. Molina

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sábado, 6 de agosto de 2011

8. ¿QUIÉN, A QUIÉN? (Resumen IX)

FRIEDERICH HAYEK (Austria 1899-1992) Premio nobel de Economía en 1974

La tesis central del libro es que los avances de la planificación económica van necesariamente unidos a la pérdida de libertades y al progreso del totalitarismo.



8. ¿QUIÉN, A QUIÉN?


La más sublime oportunidad que alguna
Vez tuvo el mundo se malogró porque la
Pasión por la igualdad hizo vana la esperanza
De libertad.

                                                  Lord Acton


Es significativo que una de las objeciones más comunes contra el sistema de la competencia consiste en decir que es “ciega”. El hecho de ser imposible pronosticar quién alcanzará la fortuna o a quién azotará la desgracia, el que los premios y castigos no se repartan conforme a las opiniones de alguien acerca de los méritos o deméritos de las diferentes personas, sino que dependan de la capacidad y la suerte de éstas, tiene tanta importancia como que, al establecer las leyes, no seamos capaces de predecir qué personas en particular ganarán y quiénes perderán con su aplicación.
Los términos de la elección que nos está abierta no son un sistema en el que todos tendrán lo que merezcan, de acuerdo con algún patrón absoluto y universal de justicia,  y otro en el que las participaciones individuales están determinadas parcialmente por accidente o buena o mala suerte, sino un sistema en el que es la voluntad de unas cuantas personas la que decide lo que cada uno recibirá, y otro en el que ello depende, por lo menos en parte, de la capacidad y actividad de los interesados y, en parte, de circunstancias imprevisibles. Aunque, bajo la competencia, la probabilidad de que un hombre que empieza pobre alcance una gran riqueza es mucho menor que la que tiene el hombre que ha heredado propiedad, no solo aquel tiene alguna probabilidad, sino que el sistema de competencia es el único donde aquel solo depende de si mismo y no de los favores del `poderoso, y donde nadie puede impedir que un hombre intente alcanzar dicho resultado. La desigualdad de las rentas no se debe tan solo a los ingresos derivados de la propiedad, en la Rusia soviética se estimaba, según informes oficiales no más allá de 1939, que el 11 o 12 por ciento de la población soviética (pertenecientes a las clases superiores políticas, obreros industriales cualificados y mandos sindicales) recibía el 50 % de la renta nacional, mientras el resto, casi el 90 %, tenían que repartirse la otra mitad.
Ya hemos visto que la estrecha interdependencia de todos los fenómenos económicos hace difícil detener la planificación justamente en el punto deseado, y que, una vez obstruido el libre juego del mercado, el planificador se verá obligado a extender sus intervenciones hasta que lo abarquen todo.
Siempre existirán desigualdades que parecerán injustas a quienes las padecen, contrariedades que se tendrán por inmerecidas y golpes de la desgracia que quienes los sufren no han merecido. Pero cuando estas cosas ocurren en una sociedad deliberadamente dirigida, la reacción de las gentes será muy distinta que cuando no hay elección consciente por parte de nadie. La desigualdad se soporta, sin duda, mejor y afecta mucho menos a la dignidad de la persona si está determinada por fuerzas impersonales que cuando se debe al designio de alguien. Si bien la gente está dispuesta a sufrir lo que a cualquiera le pueda suceder, no estará tan fácilmente dispuesta a sufrir lo que sea el resultado de la decisión de una autoridad.
En una sociedad planificada todos sabríamos que estábamos mejor o peor que otros, no por circunstancias que nadie domina y que es imposible prever con exactitud, sino porque alguna autoridad lo quiso. Y todos nuestros esfuerzos dirigidos a mejorar nuestra posición tendrían como fin el de inclinar a nuestro favor a la autoridad que goza de todo el poder.
Parece ser que fue el propio Lenin quien introdujo en Rusia la famosa frase ¿Quién, a quién?, durante los primeros años del dominio soviético, frase en la que el pueblo resumió el problema universal de una sociedad socialista. ¿Quién planifica a quién? ¿Quién dirige y domina a quién? ¿Quién asigna a los demás su puesto en la vida y quién tendrá lo que es suyo porque otros se lo han adjudicado? Éstas son, necesariamente, las cuestiones esenciales, que solo podrá decidir el poder supremo.
Ilustra de manera característica el contraste entre un sistema liberal y uno totalmente planificado la común lamentación de nazis y socialistas por las “artificiales separaciones de la economía y la política” y su demanda igualmente común, del predominio de la política sobre la economía.
Solo hay un principio general, una norma simple, que podría, ciertamente, proporcionar una respuesta definida para todas estas cuestiones: la igualdad, la completa y absoluta igualdad de todos los individuos en todos los puntos que dependan de la intervención humana. Aparte  de la cuestión de si sería practicable, es decir, si proporcionaría incentivos adecuados, está completamente fuera de la realidad suponer que la gente, en general, considera deseable una igualdad mecánica de esta clase. Lo que el socialismo prometió no fue una distribución absolutamente igualitaria, sino una más justa y equitativa. No la igualdad en sentido absoluto, sino una “mayor igualdad”, es el único objetivo que se ha propuesto seriamente. Mientras que el acuerdo sobre la igualdad completa respondería a todos los problemas de mérito que el planificador tiene que resolver, la fórmula de la aproximación a una mayor igualdad no contestaría prácticamente a ninguno.
La restricción de nuestra libertad respecto a las cosas materiales afecta tan directamente a nuestra libertad espiritual, porque el éxito de la planificación exige crear una opinión común sobre todos los valores esenciales. Y, como era lógico, los mismos socialistas fueron los primeros en reconocer por doquier que la tarea que se echaron sobre si mismos exigía la general aceptación de una Weltanschauung común, de un conjunto definido de valores. En sus esfuerzos para producir un movimiento de masas, apoyado en una concepción uniforma del mundo, los socialistas fueron los primeros en crear una serie de instrumentos de adoctrinación que con tanta eficacia han empleado nazis y fascistas.
En Alemania e Italia los nazis y fascistas apenas tuvieron que inventar algo. Los usos de los nuevos movimientos políticos que impregnaron todos los aspectos de la vida habían sido ya introducidos en ambos países por los socialistas. La idea de un partido político que abrazase todas las actividades del individuo, desde la cuna a la tumba, que pretendía guiar sus opiniones sobre todas las cosas y que se recreaba en hacer de todos los problemas cuestiones de la Weltanschauung del partido, fue aplicada primero por los socialistas. No fueron los fascistas, sino los socialistas, quienes comenzaron a reunir a los niños desde su más tierna edad en organizaciones políticas, para asegurarse de que crecían como buenos proletarios. No fueron los fascistas, sino los socialistas, quienes primero pensaron en organizar deportes y juegos, futbol y excursionismo, en clubs de partido donde los miembros no pudieran infectarse de otras opiniones. Fueron los socialistas quienes primero insistieron en que el miembro del partido debe distinguirse del resto por los modos de saludar y los tratamientos. Fueron ellos quienes con su organización de “células” y las medidas para la supervisión permanente de la vida privada, crearon el prototipo del partido totalitario. Balilla y Hitlerjugend, Dopolavoro y Kraft durch freude, uniformes políticos y formaciones militares de partido, son poco más que remedos de las viejas instituciones socialistas.
En tanto el movimiento socialista de un país está estrechamente ligado a los intereses de un grupo particular, generalmente el de los trabajadores industriales más cualificados, el problema de crear una opinión común acerca de la condición deseable para los diferentes miembros de la sociedad es relativamente simple. El movimiento se preocupa inmediatamente de la condición de un grupo particular, y su propósito consiste en elevar su estatus por encima del de otros grupos. El carácter del problema cambia, por consiguiente, cuando en el curso del progresivo avance hacia el socialismo se hace a todos cada vez más evidente que sus ingresos y su posición general son determinados por el aparato coercitivo del Estado y que pueden mantener o mejorar su posición sólo en cuanto miembro de un grupo organizado capaz de influir o dominar en su propio interés la máquina del Estado. Su éxito real, y su insistencia en la aceptación del credo completo, lleva por fuerza a crear un poderoso contramovimiento, no de los capitalistas, sino de las clases muy numerosas e igualmente no propietarias que ven amenazada su posición relativa por el avance de la élite de los trabajadores industriales.
La teoría y la táctica socialista, incluso cuando no estaban dominadas por el dogma marxista, se han basado en todas partes sobre la idea de una división de la sociedad en dos clases, con intereses comunes, pero en conflicto mutuo: capitalistas y trabajadores industriales. El socialismo contaba con una rápida desaparición de la vieja clase media y despreció completamente el nacimiento de una nueva: el ejército innúmero de los oficinistas y las mecanógrafas, de los trabajadores administrativos y los maestros de escuela, los artesanos y los funcionarios modestos y las filas inferiores de las profesiones liberales. Durante algún tiempo estas clases proporcionaron con frecuencia muchos de los dirigentes del movimiento obrero, pero, a medida que se hizo más claro que la posición de aquellas clases empeoraba relativamente respecto a la de los trabajadores industriales, los ideales que guiaron a estos últimos perdieron mucho de su atractivo para los primeros. Si bien todos eran socialistas, en el sentido de aborrecer el sistema capitalista y desear una distribución deliberada de la riqueza de acuerdo con sus ideas de justicia, estas ideas resultaron ser muy diferentes de las incorporadas a la práctica de los primitivos partidos socialistas.
Los medios que emplearon, con buen éxito, los viejos partidos socialistas para asegurarse el apoyo de un grupo de ocupaciones –la elevación de su posición económica relativa- no se podían utilizar para asegurarse el apoyo de todos. Es forzosa entonces la aparición de movimientos socialistas rivales que soliciten el apoyo de quienes ven empeorada su situación relativa. Hay una gran parte de verdad en la afirmación, a menudo oída, de ser el fascismo y el nacionalsocialismo una especie de socialismo de la clase media; solo que en Italia y en Alemania los que apoyaron estos nuevos movimientos apenas eran ya, económicamente, una clase media. Fueron, en gran medida, la revuelta de una nueva clase preterida, contra la aristocracia del trabajo creada por el movimiento obrero industrial. Puede casi asegurarse que ningún factor económico aislado ha favorecido más a estos movimientos que la envidia de los profesionales fracasados, el ingeniero o abogado u otros universitarios, y, en general, el “proletariado de cuello y corbata”, hacia el maquinista y el tipógrafo y otros miembros de los más fuertes sindicatos obreros, cuyos ingresos montaban varias veces a los suyos.
El conflicto entre el fascista o el nacionalsocialista y los primitivos partidos socialistas tiene que considerarse, en gran parte, como uno de aquellos que es forzoso surjan entre facciones socialistas rivales. No había diferencia entre ellos en cuanto a que la voluntad del Estado debía ser quien asignase a cada persona su propio lugar en la sociedad. Pero había, como las habrá siempre, las más profundas diferencias acerca de cual fuere el lugar apropiado de las diferentes clases y grupos.
Los viejos dirigentes socialistas, que habían considerado siempre a sus partidos como la natural vanguardia del futuro movimiento general hacia el socialismo, no podían fácilmente comprender que con cada extensión del uso de los métodos socialistas se volvieran contra ellos el resentimiento de extensas clases pobres. Pero, mientras los viejos partidos socialistas, o las organizaciones laborales de ciertas industrias, no encontraban, generalmente, mayores dificultades para llegar a un acuerdo de acción conjunta con los patronos en sus respectivas industrias, clases muy amplias quedaban marginadas. Para ellas, y no sin alguna justificación, las secciones más prosperas del movimiento obrero parecían pertenecer a la clase explotadora más que a la explotada.
El resentimiento de la baja clase media, en la que el fascismo y el nacionalsocialismo reclutaron tan gran proporción de sus seguidores, se intensificó por el hecho de aspirar en muchos casos, por su educación y preparación, a posiciones directivas y considerarse ellos con títulos para ser miembros de la clase dirigente. La generación más joven, con el desprecio por las actividades lucrativas fomentado por la enseñanza socialista, rechazaba las posiciones independientes que envolvían riesgo y se congregaba, en cantidades crecientes, en torno a las posiciones asalariadas que prometían seguridad. Pero, a la vez, demandaba puestos que procurasen los ingresos y el poder a que, en opinión suya, les daba derecho su preparación. Creían en una sociedad organizada, y esperaban en ésta un lugar muy diferente del que la sociedad regida por el trabajo parecía ofrecerles. Estaban prontos a apoderarse de los métodos del viejo socialismo, pero dispuestos a emplearlos en servicio de una clase diferente. El movimiento tenía atractivos para todos los que, conformes con la conveniencia de que el Estado dirigiese la actividad económica entera, discrepaban en cuanto a los fines cuya consecución dirigía su fuerza política la aristocracia de los trabajadores industriales.
El nuevo movimiento socialista partía con algunas ventajas tácticas. El socialismo obrero se había desarrollado en un mundo democrático y liberal, adaptando a él sus tácticas y apoderándose de muchos ideales del liberalismo; sus protagonistas todavía creían que la implantación del socialismo resolvería por sí todos los problemas. El fascismo y el nacionalsocialismo, por otra parte, surgieron de la experiencia de una sociedad cada vez más regulada, consciente de que el socialismo democrático e internacional propugnaban ideales incompatibles. Sus tácticas se desarrollaron en un mundo ya dominado por la política socialista y los problemas que ésta crea. No se hacían ilusiones sobre la posibilidad de la solución democrática de unos problemas que exigen más acuerdo entre las gentes que lo que puede razonablemente esperarse. No se hacían ilusiones sobre la capacidad de la razón para decidir acerca de todas las cuestiones de relativa importancia que sobre las necesidades de los diferentes hombres o grupos inevitablemente surgen de la planificación, o sobre la respuesta que podría dar la fórmula de la igualdad. Sabían que el grupo más fuerte que reuniese bastantes seguidores a favor de un nuevo orden jerárquico de la sociedad y que prometiese francamente privilegios a las clases a las que apelaba, obtendría probablemente el apoyo de todos los defraudados porque, después de prometerles la igualdad, descubrieron que no habían hecho sino favorecer los intereses de una clase particular. Sobre todo, lograron éxito porque ofrecían una teoría, o weltanschauung, que parecía justificar los privilegios prometidos a sus seguidores.