Juan J. Molina

Juan J. Molina
Juan J. Molina

viernes, 30 de marzo de 2012

Juan Martín 'El Empecinado': el guerrillero convertido en adjetivo, por Federico Jiménez Losantos

Muere en la horca «por atentar contra los derechos del Trono». ¡El trono que defendió con su sangre cuando Fernando VII lo ofrecía de rodillas a Napoleón!

 

En Castrillo de Duero, provincia de Valladolid, hay un río tan conscientemente humilde que se llama el Botija. Sus humedales, en las afueras del pueblo, han creado unas balsas de cieno negro que reciben el nombre de pecinas. Y a los que venían al mundo en las orillas de ese barro les llamaban en los pueblos cercanos «empecinados», hijos, pues, del arroyo humilde y de la tierra oscura. Pero por una de esas curiosidades de la historia, uno de los hijos de Castrillo, Juan Martín, nacido el 5 de septiembre de 1775, convirtió ese apodo en timbre de gloria, al punto que hoy es adjetivo enaltecedor de la constancia hasta más allá de lo razonable. Un mérito discutible en los civiles pero no en los que abrazan la carrera militar precisamente por imperativo civil, como hizo el más popular de los guerrilleros en la Guerra de la Independencia. Nació Juan Martín en una familia de labradores, sin mucha hacienda pero sin hambre, y fue hombre más bien bajo de estatura, fuerte y rebolludo, carirredondo, con nariz de alcotán y mirada congruentemente rapaz, despierta y fiera. Tenía el mentón partido, la boca prieta y la piel atezada, como salida del sol de las eras castellanas y de las pecinas de su origen. Poco sabemos de sus primeros años, salvo que, como los chicos de su edad y condición, dejó pronto de estudiar y empezó pronto a trabajar. A los 16 años quiso sentar plaza como militar, pero su padre pudo impedírselo. Al poco estalló la Guerra del Roselllón, con la que España se unió a los vecinos de la Francia revolucionaria para liquidar su régimen, y el Rey pidió voluntarios. Uno de ellos fue Juan Martín, que en tierras francesas aprendió los rudimentos de la guerra y la guerrilla, así como ciertas normas de hidalguía y humanidad para con los prisioneros.
A la vuelta de la guerra, en 1796, casó con Catalina de la Fuente y se instaló en el pueblo de ésta, Fuentecén, entre Castrillo y Aranda de Duero. Allí vivió como un labriego más hasta que en 1808 los franceses ocuparon España entre la inopia del pueblo y la imbecilidad de sus mandamases. Había concebido Juan Martín en la Guerra del Rosellón tanta animosidad contra los franceses que, según la leyenda, antes del 2 de mayo ya se había echado al monte con dos vecinos para hostigar a los invasores. Al empezar las hostilidades fue ampliando su partida y comenzó a atacar la vía entre Madrid y Burgos que atraviesa su comarca natal y por la que discurría abundante circulación de hombres y pertrechos.
Como tantos otros guerrilleros cuando se encuadraron en el ejército regular, los de El Empecinado fueron derrotados junto a los soldados de carrera, que nada podían contra los de Napoleón. Sin embargo, de esa catástrofe nació un movimiento guerrillero tan extenso como audaz, dirigido por caudillos improvisados del estilo de Juan martín, llamado ya El Empecinado. Los aspectos de su vida personal no son desconocidos o resultan carne de leyenda. Su propia trayectoria militar no había sido estudiada en profundidad hasta que en 1995 apareció la admirable biografía de Andrés Cassinello, en la editorial San Martín. Destino pavoroso, éste del olvido, tan español. Otra constante muy nacional en la trayectoria de Juan Martín fue el enfrentamiento con los superiores del ejército regular, torpes pero déspotas, y con las improvisadas autoridades de las juntas. El general Cuesta ya lo metió en la cárcel a poco de empezar la guerra, en el verano de 1808, y sólo el aplastamiento de la herrumbrosa estructura militar por Napoleón permitió que los guerrilleros actuasen a su modo.
El resultado fue notable en lo militar y sobresaliente en lo político. Aquella guerra irregular, corso terrestre, fue la expresión popular de lo que suele llamarse Defensa Nacional, llenando el vacío que la incapacidad o la traición de las clases dirigentes habían dejado en España. La fama de Juan Martín salió de su comarca y fue reclamado por la Junta de Guadalajara, radicada en Sigüenza, para crear entre Castilla y Aragón, no lejos de Madrid, una situación militar más favorable. Había ya ascendido varias veces El Empecinado por méritos de guerra y era muy apreciado en la Junta Central, así que se le permitió y aún se le invitó a pasar a esa zona más difícil y para él desconocida. Sin embargo, ahí es donde mostró que su habilidad en la lucha no era fruto del conocimiento del terreno sino de un auténtico genio militar. Forcejeando siempre con los obtusos junteros alcarreños, sus éxitos militares fueron continuos por la Serranía de Cuenca, los Montes Universales, los altos llanos de Molina de Aragón y las parameras y quebradas de Sigüenza.
Aumentó tanto su partida que pronto padeció las rivalidades de sus segundos, que llegaron al motín y la dispersión de la tropa. Pero El Empecinado era especialista en comenzar desde cero y rehacerse. Sus merodeos por la Casa de Campo sembraron el pánico en la Corte del Rey intruso, que trató de comprarlo. La respuesta de Juan Martín fue contundente. Citando al Duque de Mahón, pasado a los franceses, dice a José Bonaparte: «llegará a ser tan fiel servidor vuestro como lo ha sido de su patria. Este cobarde, que poseído del terror cuando ataqué Cuenca, sólo cuidó de sepultar su persona en donde ni aún el estruendo del cañón se oyese, y que por falta de disposición perdió oficinas, secretarías y tesorería, todos los equipajes de la columna incluso los suyos propios y su misma espada que conservo, y que no tuvo el valor de empuñar para defenderse...».
Sería interminable el relato de sus andanzas y aventuras. Cargando a caballo y con arma blanca al frente de sus jinetes, son incontables los ataques de Juan Martín. Su movilidad, asombrosa. Su audacia, ilimitada. Con 150 hombres toma Salamanca. Es capaz de defender Béjar y llega a entrar hasta tres veces en Madrid. Tanta era su popularidad que los guerrilleros y los patriotas en general dieron en llamarse «empecinados», con la significación adjetiva que llega hasta hoy.
Convertido ya en jefe militar, persigue a los franceses hasta el fin de la guerra y, vuelto Fernando VII, es ascendido a mariscal de campo, aunque no le pagan. Su estrella palidece cuando se enciende de nuevo la tea absolutista. Pero Juan Martín no se resigna: conspira, se mueve, trabaja por la vuelta del orden constitucional. Es un patriota, un liberal, un negro, como corresponde al apodo que le han permitido conservar como título: Empecinado. En 1820, Riego obliga al Rey Felón a acatar de nuevo la Constitución de Cádiz y El Empecinado es uno de los pocos militares importantes que se mantiene a su lado, durante el Trienio Constitucional. Cuando, con el respaldo oculto del Rey, empiezan a alzarse jefes guerrilleros como Merino para reimplantar el absolutismo, es Juan Martín el que debe perseguir a sus antiguos compañeros.
Pero algo ha cambiado de 1808 a 1820: ya no es la defensa nacional lo que anima a los alzados, sino la política, en unos para mantener la libertad y en otros para volver a las caenas. Esa Guerra de la Lealtad, como bien se la llamó, no tiene, sin embargo el respaldo popular, ni el del Rey, ni el de muchos militares, guerrilleros o no. Por eso, finalmente, los patriotas la perderán.
Juan Martín, como Riego y Torrijos, pertenecía al círculo de los comuneros, escisión masónica que agrupaba a los llamados exaltados, defensores de la constitución. Y quizás su compañero mejor en la época última de su vida fue Aviraneta, el pariente y personaje de las novelas de Baroja, modelo de conspiradores. Conforme iba perdiendo la guerra, cada vez más reducido a las montañas de su comarca natal, donde le acechaba la envidia de los vecinos y la inquina de sus antiguos compañeros de guerrilla, tuvo ocasión El Empecinado de pasarse a las filas de Fernando VII por expresa invitación de éste a lo que contestó: Diga usted al Rey que si no quiere la Constitución que no la hubiera jurado; que el Empecinado la juró y jamás cometerá la infamia de faltar a sus juramentos.
El Felón no lo olvidó. Cuando, tras la rendición de los generales liberales a los franceses de Angulema, Juan Marín se queda solo, se entrega pacíficamente en Olmos para salvar a sus hombres. Pero lo encadenan y lo llevan a rastras, entre los vejámenes del populacho, a Roa. Su propia mujer lo traiciona. Desde finales de 1823 a 1825 ninguna humillación le es ahorrada. Viendo que su vida peligra, se movilizan sus compañeros y hasta el rey de Inglaterra pide clemencia, pero el de España, sin dar la cara, confirma la sentencia. En la plaza de Roa, el 19 de agosto, tras romper las esposas al pie del cadalso y tratar de huir a una iglesia, Juan Martín muere en la horca –se le niega ser fusilado–- «por atentar contra los derechos del Trono». ¡El trono que defendió con su sangre cuando Fernando VII lo ofrecía de rodillas a Napoleón! Sin embargo, el ahorcado de Roa ha pasado a la historia como héroe entre los héroes y su regio asesino como el mayor villano de entre los nuestros. Justicia tardía.

"Lo importante es que las prestaciones sean buenas y universales, no que sean públicas". Por Fernando Fernández, del IE



El profesor del Instituto de Empresa aludió a la reforma laboral en la conferencia organizada por el think tank Civismo: "No se puede hacer una tortilla sin romper huevos ni modificar el mercado de trabajo sin quitar privilegios".
Fernando Fernández, director de la Cátedra Sistema Financiero Internacional del Instituto de Empresa afirmó en Pamplona que "cuando Suecia introdujo la prestación privada de los servicios públicos para superar la crisis de los 90, su gasto público se redujo unos 8 puntos del PIB". "Lo importante es que las prestaciones sean buenas y universales, no que sean públicas", explicó el economista.
Fernández, que dedicó gran parte de su ponencia Los ajustes que España necesita: consolidación y reformas a hablar de la próxima aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, aclaró que "si éstos se realizan de una forma acertada, podemos tener un año de caída necesaria, pero si no, nos encontraremos con un estancamiento que puede durar décadas", como es el caso de Japón e Italia.
En este sentido, fijó la cuestión principal: "¿Es posible sanear las cuentas públicas y hacerlas sostenibles?". Esto, explicó, se podría hacer introduciendo competencia en la prestación de servicios públicos, aunque cree que España lo tendrá más difícil que el país nórdico: "Suecia es tan igualitario que nadie tiene privilegios; en cambio, en España se forman guetos laborales que buscan la protección del Estado".
Para el analista, este ajuste debería realizarse por el lado del gasto, ya que durante la crisis se incurrió en decisiones presupuestarias equivalentes al 5% del PIB, aparte del efecto de los estabilizadores automáticos. Fernández también recordó que durante la época expansiva el Estado había crecido a más velocidad que el PIB, incurriendo en gastos recurrentes, cuando debería haber obtenido superávits de 3 ó 4 puntos para no tener déficit estructural. Además, sentenció que "un aumento de impuestos podría agravar la depresión".
Para el profesor del Instituto de Empresa, la clave para que los inversores se fíen de España no radica tanto en el déficit como en el las perspectivas de crecimiento. En este apartado, se refirió a las cuestiones de productividad y mercado interno.
Fernández apuntó, por una parte, que hay que dejar que las empresas se desarrollen: "Mientras que nuestras pymes son menos productivas que las europeas, los estudios demuestran que las grandes empresas pueden competir con sus correspondientes en el resto del mundo". De que no puedan crecer tiene una gran culpa la fragmentación autonómica: "Muchas empresas viven en la ilegalidad, porque cumplir en un territorio significa incumplir en otro". Por esto, incidió en que hay que tender hacia una licencia única.
El ponente señaló que la reforma laboral va en le buena dirección, ya que introduce flexibilidad en "uno de los mercados más injustos e ineficientes de Europa, donde en los mejores tiempos había cuatro puntos más de paro que en el resto del continente". Uno de los mayores síntomas del fracaso, en su opinión, es que los ajustes se realizan por vía de las cantidades y no de los precios, y puso como ejemplo los convenios colectivos: "En 2009, seguían subiendo los sueldos y los convenios de la construcción fijaban aumentos cercanos al 6%". Esto da como resultado que haya "unos trabajadores beneficiados y otros perjudicados de acuerdo a su momento de entrada en el mercado laboral y no a su valía". En relación a esto, consideró lógico que los sindicatos protestaran, ya que "no se puede hacer una tortilla sin romper huevos, ni reformar el mercado laboral sin quitar privilegios".
En relación a la reforma financiera, el conferenciante aclaró que el Gobierno ha diagnosticado correctamente algunos problemas, como es la falta de veracidad de los balances, pero tiene el problema de que no puede inyectar dinero como el resto de Europa hizo en 2008. Un dinero que, precisó, en ningún caso debería utilizarse para prejubilar, sino para sanear". "Como resultado, el sector se fortalecerá: quedarán unas quince entidades, más grandes y solventes que las actuales".
En alusión a la reciente fusión de Banca Cívica, explicó que "Caja Navarra había firmado su sentencia de muerte cuando se juntó con Caja Sol", pero el error viene de antes: cuando las comunidades autónomas monopolizaron los puestos en las entidades de crédito, lo que rebajó los niveles de prudencia.

http://www.libremercado.com/2012-03-29/suecia-ahorro-8-puntos-del-pib-privatizando-servicios-publicos-1276454419/

miércoles, 28 de marzo de 2012

CONDICIONES MATERIALES Y FINES IDEALES, (Resumen XV Hayek)



¿Es justo o razonable que la mayoría de las voces, oponiéndose a la principal razón de ser del Estado, deban esclavizar a la minoría que quiera ser libre? Más justo es, sin duda, que, si resultase forzoso, los menos obliguen a los más a permanecer libres, lo cual no puede traerles daño, y no que los más, para satisfacción de su vileza, fuercen perniciosamente a los menos a ser sus compañeros de esclavitud. Los que no pretenden sino su propia y justa libertad tienen siempre el derecho a ganarla, cuando quiera que tengan poder, por numerosas que sean las voces que se les opongan.
John Milton

Lo que distingue a nuestra generación no es en modo alguno el desprecio del bienestar material o ni siquiera un menor deseo de él, sino, por el contrario, la negativa a reconocer cualquier obstáculo, cualquier conflicto con otros fines que pudiera impedir el logro de sus propios deseos. “Economofobia” sería una expresión correcta para describir esta actitud. El hombre ha llegado a odiar las fuerzas impersonales a las que en el pasado se sometió y a rebelarse contra ellas porque a menudo han frustrado sus esfuerzos individuales.
La negativa a someternos a fuerzas que ni entendemos ni podemos reconocer como decisiones conscientes de un ser inteligente es el producto de un incompleto y, por tanto, erróneo racionalismo. Es incompleto porque no acierta a comprender que la coordinación de los variados esfuerzos individuales en una sociedad compleja tiene que tener en cuenta hechos que ningún individuo puede dominar totalmente. Y no acierta a ver que, si no ha de ser destruida esta compleja sociedad, la única alternativa al sometimiento a las fuerzas impersonales y aparentemente irracionales del mercado es la sumisión a un poder igualmente irrefrenable y, por consiguiente, arbitraria, de otros hombres.
Tenemos que volver nuevamente al punto crucial: que la libertad individual no se puede conciliar con la supremacía de un solo objetivo al cual debe subordinarse completa y permanentemente la sociedad entera.
La política encaminada constantemente a lograr el máximo de ocupación alcanzable por medios monetarios lleva a la postre a la destrucción segura de sus mismos propósitos. Tiende a bajar la productividad del trabajo y, por consiguiente, incrementa constantemente la proporción de la población trabajadora que sólo por fines artificiales puede mantenerse ocupada a los salarios corrientes. Si bien es cierto, que lo único que una democracia moderna no soportará sin deshacerse es una reducción sustancial de los niveles de vida en la paz o, ni siquiera, un estancamiento prolongado de la economía.
Lo que nuestra generación corre el peligro de olvidar no es solo que la moral es necesariamente un fenómeno de la conducta individual, sino, además, que solo puede existir en la esfera en que el individuo es libre para decidir por sí y para sacrificar sus ventajas personales ante la observancia de la regla moral. Solo cuando somos responsables de nuestros propios intereses y libres para sacrificarlos tiene valor moral nuestra decisión. La responsabilidad, no frente a un superior, sino frente a la conciencia propia, el reconocimiento de un deber no exigido por coacción, la necesidad de decidir cuales, entre las cosas que uno valora, han de sacrificarse a otras y el aceptar las consecuencias de la decisión propia son la verdadera esencia de toda moral que merezca ese nombre.
¿Hay algún intelectual o político de izquierdas que se atreva a sugerir a las masas un sacrificio en sus aspiraciones materiales para favorecer una finalidad espiritual? ¿No se sigue enteramente el camino opuesto? ¿No son valores morales todas las cosas que cada vez con más frecuencia enseñamos a considerar como “ilusiones del siglo XIX”: libertad e independencia, sinceridad y honestidad intelectual, paz y democracia y respeto por el individuo qua hombre en lugar de verlo solamente como miembro de un grupo organizado? ¿Cuáles son los polos fijos que ahora se miran como sacrosantos, que ningún reformador osaría tocar, pues son considerados como las fronteras inmutables que han de respetarse en todo plan para el futuro? No son ya la libertad del individuo. Son los niveles de vida protegidos de este o aquel grupo, su “derecho” a excluir a otros de proveer al prójimo con lo que éste necesita. Todo esto indica con seguridad que nuestro sentido moral se ha embotado más que agudizado.

El liberalismo entre dos milenios, por Mario Vargas Llosa (1999)



No hace mucho tiempo, el Ayuntamiento de un pueblecito malagueño de un millar de habitantes llamado El Borge, convocó a una consulta popular. Los vecinos debían pronunciarse por una de estas alternativas: Humanidad o Neo-Liberalismo. Muchos ciudadanos acudieron a las urnas y el resultado fue fue el siguiente: 515 votos por la Humanidad y cuatro votos por el Liberalismo. Desde entonces, no puedo apartar de mi pensamiento a esos cuatro mosqueteros, que ante la disyuntiva tan dramática no vacilaron en arremeter contra la Humanidad en nombre de ese macabro espantajo, el neoliberalismo. ¿Se trataba de cuatro payasos o de cuatro lúcidos? ¿De una broma "borgeana" o de la única manifestación de sensatez en aquella mojiganga plebiscitaria?
No mucho después, en Chiapas, el último héroe mediático de la frivolidad política occidental, el Comandante Marcos, convocó a un Congreso Internacional contra el Neoliberalismo, al que acudieron numerosas luminarias de Hollywood, algún gaullista tardío como mi amigo Regis Debray, y Danielle Miterrand, la incesante viuda del Presidente Françoise Miterrand, quien dio su bendición al evento.
Estos son episodios pintorescos, pero sería un grave error subestimarlos, como aleteos insignificantes de la idiotez humana. En verdad, ellos son apenas la crispación paroxística y extrema de un vasto moviemiento político e ideológico, sólidamente implantado en sectores de izquierda, de centro y de derecha, unidos en su desconfianza tenaz hacia la libertad como instrumento de solución para los problemas humanos, que han encontrado en este novísimo fantasma edificado por sus miedos y fobias —el "neoliberalismo", llamado también el "pensamiento único" en la jerigonza de sociólogos y politólogos— un chivo expiatorio a quien endosar todas las calamidades presentes y pasadas en la historia universal.
Si sesudos profesores de las Universidades de París, de Harvard o de México se desmelenan demostrando que la libertad de mercado sirve apenas para que los ricos sean más ricos y los pobres sean más pobres, y que la internacionalización y la globalización sólo benefician a las grandes transnacionales permitiéndoles exprimir hasta la asfixia a los países subdesarrollados y devastar a sus anchas la ecología planetaria ¿por qué no se creerían los desinformados ciudadanos de El Borge o de Chiapas que el verdadero enemigo del ser humano, el culpable de toda la maldad el sufrimiento , la pobreza, la explotación, la discriminación, los abusos y crímenes contra los derechos humanos que se abaten en los cinco continentes contra millones de seres humanos, es esa tremebunda entelequia destructora: el neo-liberalismo? No es la primera vez que aquello que Carlos Marx llamaba un "fetiche" —una construcción artificial, pero al servicio de intereses muy concretos— adquiera consciencia y comience a provocar tan grandes perturbaciones en la vida, como el genio imprudentemente catapultado a la existencia por aladino, al frotar la lámpara maravillosa.
Me considero liberal y conozco a muchas personas que lo son y a otras muchísimas más que no lo son. Pero, a lo largo de una trayectoria que comienza a ser larga, no he conocido todavía a un solo neo-liberal. ¿Qué es, como es, qué defiende y qué combate un neo-liberal? A diferencia del marxismo, o de los fascismos, el liberalismo, en verdad no constituye una dogmática, una ideología cerrada y autosuficiente con respuestas prefabricadas para todos los problemas sociales, sino una doctrina que , a partir de una suma relativamente reducida de principios básicos estructurados en torno a la defensa de la libertad política y de la libertad económica —es decir, de la democracia y del mercado libre— admite en su seno gran variedad de tendencias y de matices. Lo que no ha admitido nunca hasta ahora, ni admitirá en el futuro es a esa caricatura fabricada por sus enemigos con el sobrenombre de "neo-liberal". Un "neo" es alguien que es algo sin serlo, alguien que está a la vez dentro y fuera de algo, un híbrido escurridizo, un comodín que se acomoda sin llegar a identificarse nunca con un valor, una idea, un régimen o una doctrina. Decir "neo-liberal" equivale a decir "semi" o "seudo" liberal, es decir, un puro contrasentido. O se está a favor o seudo a favor de la libertad, como no se puede estar "semi embarazada", " semi muerto", o "semi vivo". La fórmula no ha sido inventada para expresar una realidad conceptual, sino para devaluar semánticamente, con el arma corrosiva de la irrisión, la doctrina que simboliza, mejor que ninguna otra, los extraordinarios avances que al aproximarse este fin de milenio, ha hecho la libertad en el largo transcurso de la civilización humana.
Esto es algo que los liberales debemos celebrar con serenidad y alegría, sin truinfalismo y con la conciencia clara de que, aunque lo logrado es notable, lo que aún queda por hacer es todavía más importante. Y, también, de que, como nada es definitivo ni fatídico en la historia humana, los progresos obtenidos en estas últimas décadas por la cultura de la libertad no son irreversibles, y, a menos que sepamos defenderlos, podrían estancarse, y el mundo libre perder terreno, por el empuje de una de las dos nuevas máscaras del colectivsmo autoritario, y el espíritu tribal que han revelado al comunismo como los más aguerridos adversarios de la democracia: el nacionalismo y los integrismos religiosos.
Para un liberal, lo más grande que ha ocurrido en este siglo de las grandes ofensivas totalitarias contra la cultura de la libertad es que tanto el fascismo como el comunismo, que llegaron, cada uno en su momento, a amenazar la supervivencia de la democracia, pertenecen hoy al pasado, a una historia sombría de violencia y crímenes indecibles contra los derechos humanos y la racionalidad. Y nada indica que en un futuro inmediato puedan resucitar de sus cenizas. Desde luego que quedan reminiscencias del fascismo en el mundo, y que, a veces, encarnados en partidos ultranacionalistas y xenófobos, como Le Front National de Le Pen ,en Francia, o el Partido Liberal de Jorg Haider en Austria, atraen peligrosamente un elevado apoyo electoral. Pero, ni estos retoños del fascismo, ni los anacrónicos vestigios del vasto archipiélago marxista, representados hoy por los desfallecientes espectros de Cuba y Corea del Norte, constituyen una alternativa seria, ni siquiera una amenaza considerable, a la opción democrática. Abundan todavía las dictaduras, desde luego, pero, a diferencia de los grandes imperios totalitarios, carecen de aura mesiánica y de pretensiones ecuménicas; buena parte de ellas, como China, tratan ahora de conciliar el monolitismo político del partido único, con economías de mercado y empresa privada. En vastas regiones del África y del Asia, sobre todo en sociedades islámicas, han surgido dictaduras fundamentalistas que, en lo que concierne a la mujer, a la educación, a la información, a los más elementales derechos cívicos y morales, han retrocedido a sus países a un estado de primitivismo bárbaro. Pero, con todo el horror que representan países como Libia, Afganistán y Sudán o Irán, no son desafíos que deba tomar en serio la cultura de la libertad: el anacronismo de la ideología que profesan, condena esos regímenes a quedar cada vez más rezagados en la carrera veloz, en la que los países libres han tomado ya una ventaja decisiva, de la modernidad.
Ahora bien, junto a esa geografía sombría de la persistencia de las dictaduras, en los últimos decenios hay que celebrar, también, un arrollador avance de la cultura de la libertad en vastas zonas de Europa Central y Oriental, en países del Sudeste Asiático y en America Latina, donde, con las excepciones de Cuba, una dictadura explícita, y Perú, una dictadura solapada, en todos los otros países —es la primera vez en la historia que esto ocurre— se hallan en el poder gobiernos civiles , nacidos de elecciones más o menos libres, y, algo todavía más novedoso, todos ellos aplican, —a veces más a regañadientes que con entusiasmo, a menudo más con torpezas que aciertos— políticas de mercado, o, por lo menos, políticas que están más cerca de una economía libre que del populismo intervencionista y estatizante que caracterizó tradicionalmente a los gobiernos del continente. Pero, acaso, lo mas significativo de este cambio en América Latina, no sea de cantidad sino de cualidad. Porque, pese a que todavía es frecuente oir aullando contra el "neo-liberalismo" (como los lobos a la luna) a algunos intelectuales a los que el desplome de la ideología colectivista ha enviado al paro, lo cierto es que, al menos por ahora, de un confín a otro de América Latina, predomina un sólido consenso a favor del sistema democrático, en contra de regímenes dictatoriales y de las utopías colectivistas. Aunque ese consenso sea mas restringido en política económica, todos los gobiernos, aunque les averguence confesarlo y, algunos, como verdaderos tartufos, se permitan lanzar también (para cubrirse las espaldas) andanadas retóricas contra el "neo-liberalismo", no tienen otro remedio que privatizar empresas, liberalizar los precios, abrir mercados, intentar controlar la inflación y procurar insertar sus economías en los mercados internacionales. Porque a costa de reveses, han acabado de entender que, en nuestros días, un país que no sigue esas pautas, se suicida. O, en palabras menos tremebundas: se condena a la pobreza, el atraso y aún la desintegración. Hasta buena parte de la izquierda latinoamericana, de encarnizada enemiga de la libertad económica, ha evolucionado en muchos países hasta hacer suya ahora la sabia confesión de Vaclav Havel: "Aunque mi corazón está a la izquierda, siempre, siempre he sabido que el único sistema que funciona es el mercado. Esta es la única economía natural; la única que realmente tiene sentido, la única que puede llevar a la prosperidad; porque es la única que refleja la naturaleza misma de la vida".
Estos progresos son importantes y dan a las tesis liberales una validación histórica. Pero, de ninguna manera justifican la complacencia, pues una de las más acendradas y (escasas) certezas liberales es que no existe el determinismo histórico, que la historia no está escrita de manera inapelable, que ella es obra de los hombres y que, así como éstos pueden acertar con medidas que la impulsen en el sentido del progreso y la civilización, pueden también equivocarse, y por convicción, abulia o cobardia, consentir que ella se encamine hacia la anarquía, el empobrecimiento, el oscurantismo y la barbarie. De nosotros, es decir, de nuestros votos y de las decisiones de quienes llevemos al poder, dependerá fundamentalmente que los avances logrados para la cultura democrática se consoliden y ella pueda ganar nuevos espacios, o que su dominios se encojan como la piel de zapa de Balzac.
Para los liberales, el combate por el desarrollo de la libertad en la historia, es ante todo, un combate intelectual, una batalla de ideas. Los aliados ganaron la guerra al Eje, sí, pero esa victoria militar no hizo más que confirmar la superioridad de una visión del hombre y de la sociedad ancha, horizontal, pluralista, tolerante y democrática, sobre otra, de mente estrecha, recortada, racista, discriminatoria y vertical. Y la desintegración del imperio soviético ante un Occidente democrático (cruzado de brazos y hasta incluso, recordemos, lleno de complejos de inferioridad por el escaso sex appeal de la pedrestre democracia frente al fuego de artificio de la supuesta sociedad sin clases), demostró la validez de la tesis de un Adam Smith, de un Tocqueville, un Popper o de un Isaiah Berlin, sobre la sociedad abierta y una economía libre contra la fatal arrogancia de ideólogos como Marx, Lenin o Mao Tse Tung, convencidos de haber desentrañado las leyes inflexibles de la historia y de haber interpretado correctamente con sus políticas de dictadura del proletariado y centralismo económico.
La batalla actual es acaso menos ardua, para los liberales, que la que libraron nuestros maestros, cuando la planificación, los estados policiales, el régimen de partido único las economías estatizadas, tenían a un imperio armado hasta los dientes y una campaña publicitaria formidable, en el seno de la democracia, de una quinta columna intelectual seducida por las tesis socialistas. Hoy , la batalla que debemos librar, no es contra grandes pensadores totalitarios como Marx, o inteligentísimos socialdemócratas, tipo John Maynard Keynes, sino contra los estereotipos y caricaturas que, como la múltiple ofensiva lanzada desde distintas trincheras contra el engendro apodado neo-liberalismo, pretenden introducir la duda y la confusión en el campo democrático, o contra los apocalípticos, una nueva especie de pensadores escépticos, que, en vez de oponer a la cultura democrática, como hacían un Lukacs, un Gramsci o un Sartre, una resuelta contradicción, se contentan con negarla, asegurándonos, que, en verdad, no existe, que se trata de un ficción, detrás de la cual anida la sombra ominosa del despotismo.
De la especie, quisiera singularizar un caso emblemático: el de Robert D. Kaplan. En un ensayo provocador*, sostiene que, contrariamente a las optimistas expectativas sobre el futuro de la democracia que la muerte del marxismo en la Europa del Este hizo concebir, la humanidad se encamina, más bien, hacia un mundo dominado por el autoritarismo, desembozado en algumos casos, y, en otros, encubierto por instituciones de apariencia civil y liberal que, de hecho, son meros decorados, pues el poder veredadero está, o estará pronto, en manos de grandes corporaciones internacionales, dueñas de la tecnología y el capital, que , gracias a su ubicuidad y extraterritorialidad, gozan de casi total impunidad para sus acciones.
"Sostengo que la democracia que estamos alentando en muchas sociedades pobres del mundo es una parte integral de la transformación hacia nuevas formas de autoritarismo; que la democracia en Estados Unidos se halla en más peligro que nunca, debido a oscuras fuentes; y que muchos regímenes futuros y el nuestro en especial, pueden parecerse a las oligarquías de las antiguas Atenas y Esparta más que estas al actual gobierno de Washington".
Su análisis es particularmente negativo en lo que concierne a las posibilidades de que la democracia consiga echar raíces en el tercer mundo.
Todos los intentos occidentales de imponer la democracia en países que carecen de tradición democrática, según el, se han saldado en fracasos terribles, a veces muy costosos, como en Camboya, donde los dos mil millones de dólares invertidos por la comunidad internacional no han conseguido hacer avanzar un milímetro la legalidad y la libertad en el antiguo reino de Angkor. El resultado de esos esfuerzos, en casos como Sudán , Argelia, Afganistán, Bosnia, Sierra Leona, Congo-Brazaville, Malí, Rusia, Albania o Haití, ha degenerado caos, guerras civiles, terrorismo, y la reimplantación de feroces tiranías que aplican la limpieza étnica o cometen genocidios con las minorías religiosas.
El señor Kaplan ve con parecido desdén el proceso latinoamericano de democratización, con las excepciones de Chile y de Perú, países donde piensa, el hecho de que el primero pasara por la dictadura explícita de Pinochet, y , el segundo, esté pasando por la dictadura sesgada de Fujimori y las Fuerzas Armadas garantizan a esas naciones una estabilidad que, en cambio, el supuesto Estado de Derecho es incapaz de preservar en Colombia,Venezuela, Argentina o Brasil, donde, a su juicio , a la debilidad de las instituciones civiles, los desmedidos de la corrupción y las astronómicas desigualdades pueden sublevar contra la democracia a "millones de poco instruidos y recién urbanizados habitantes de los barrios marginales, que ven muy poco palpables beneficios en los sistemas occidentales de democracia parlamentaria".
El señor Kaplan no pierde el tiempo en circunloquios. Dice lo que piensa con claridad y lo que piensa sobre la democracia es que ella y el tercer mundo son incompatibles: "la estabilidad social resulta del etablecimiento de una clase media. Y no son las democracias sino los sistemas autoritarios, incluyendo los monárquicos, los que crean las clases medias". Éstas, cuando han alcanzado cierto nivel y cierta confianza, se rebelan contra los dictadores que generaron su prosperidad. Cita los ejemplos de la cuenca del Pacífico en Asia (su mejor exponente es el Singapur de Lee Kuan Yew) el Chile de Pinochet y, aunque no lo menciona, podría haber citado también a la España de Franco. En la actualidad, los regímenes autoritarios que, como aquellos, están creando esas clases medias que un día harán posible la democracia, son, en Asia, la China Polpular del "socialismo de mercado" y, en América Latina, el régimen de Fujimori —una dictadura militar con un fantoche civil como mascarón de proa—, a los que percibe como modelos para el tercermundismo que quiera "forjar prosperidad a partir de la abyecta pobreza". Para el señor Kaplan la elección en el tercer mundo no esta "entre dictadores y demócratas" sino entre "malos dictadores y algunos que son ligeramente mejores". En su opinión, "Rusia está fracasando en parte porque es una democracia y China está teniendo éxito en parte porque no lo es".
Me he detenido en reseñar estas tesis porqur el señor Kaplan tiene el mérito de decir en voz alta lo que otros —muchos otros— piensan pero no se atreven a decir, o lo dicen en sordina. El pesimismo del señor Kaplan respecto al tercer mundo es grande; pero no lo es menos el que le inspira el primer mundo. En efecto, cuando esos países pobres, a los que, según su esquema, las dictaduras eficientes habrán desarrollado y dotado de clases medias, quieran acceder a la democracia tipo occidental, esta será sólo un fantasma. La habrá suplantado un sistema (parecido a los de Atenas y Esparta) en que unas oligarquías —las corporaciones trasnacionales, operando en los cinco continentes— habrán arrebatado a los gobierno el poder de tomar todas las decisiones trascendentes para la sociedad y el individuo, y lo ejercitarán sin dar cuenta a nadie de sus actos, ya que el poder, a las grandes corporaciones, no les viene de un mandato electoral sino de su fuerza económico-tecnológica. Por si alguien no se ha enterado, el señor Kaplan recuerda que de las primeras cien economías del mundo, 51 no son países sino empresas. Y que las 500 compañías más poderosas representan ellas solas el 70 por ciento del comercio mundial.
Estas tesis son un buen punto de partida para contrastarlas con la visión liberal del estado de cosas en el mundo, ya que, de ser ciertas, con el fin del milenio estaría también dando sus últimas boqueadas esa creación humana, la libertad, que, aunque ha causado abundantes trastornos, ha sido la fuente de los avances más extraordinarios en los campos de la ciencia, los derechos humanos, el progreso técnico y la lucha contra el despotismo y la explotación.
La más peregrina de las tesis del señor Kaplan es, desde luego, la de que sólo las dictaduras crean a las clases medias y dan estabilidad a los países. Si así fuera, con la colección zoologica de tiranuelos, caudillos, jefes máximos, de la historia latinoamericana, el paraíso de las clases medias no serían los Estados Unidos, Europa Occidental, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, sino México, Bolivia o Paraguay. Por el contrario, un dictador como Perón —para poner un solo ejemplo— se las arregló para casi desaparecer a la clase media argentina, que, hasta su subida al poder, era vasta, próspera y había desarrollado a su país a un ritmo más veloz que el de la mayor parte de los países europeos. Cuarenta años de dictadura no han traído a Cuba la menor prosperidad, la han retrotraído a la mendicidad internacional y condenado a los cubanos a comer pasto y flores —y a las cubanas a prostituirse a los turistas del capitalismo— para no morirse de hambre.
Es verdad, el señor Kaplan puede decir que él no habla de cualquier dictadura, sólo de las eficientes, como las del Asia del Pacífico, y las de Pinochet y Fujimori. Yo leí su ensayo —vaya coincidencia— precisamente cuando la supuestamente eficiente autocracia de Indonesia se desmoronaba, el general Suharto se veía obligado a renunciar y la economía del país se hacía trizas. Poco antes, las ex autocracias de Corea y Tailandia ya se habían desplomado y el famoso milagro asiático comenzaba a hacerse humo, como en una super producción hollywoodense de terror-ficción. Aquellas dictaduras de mercado no fueron por lo visto tan exitosas como él piensa, pues han acudido de rodillas al FMI, al Banco Mundial, a Estados Unidos, Japón y Europa Occidental a que les echen una mano para no arruinarse del todo.
Lo fue, desde el punto de vista económico, la del general Pinochet, y hasta cierto punto —es decir si la eficiencia se mide sólo en términos de nivel de inflación, de déficit fiscal, de reservas y de crecimiento del Producto Bruto— lo es la de Fujimori. Ahora bien, se trata de una eficiencia muy relativa, para no decir nula o contraproducente, cuando aquellas dictaduras eficientes son examinadas, no como lo hace el considerado señor Kaplan , desde la cómoda seguridad de una sociedad abierta —Estados Unidos en este caso— sino desde la condición de quien padece en carne propia los desafueros y crímenes que cometen esas dictaduras capaces de torcerle el pescuezo a la inflación. A diferencia del señor Kaplan, los liberales no creemos que acabar con el populismo económico constituye el menor progreso para una sociedad, si, al mismo tiempo que libera los precios, recorta el gasto y privatiza el sector público, un gobierno hace vivir al ciudadano en la inseguridad del inminente atropello, lo priva de la libertad de prensa y de un Poder Judicial independiente al que pueda recurrir cuando es vejado o estafado, atropella sus derechos, y permite que pueda ser torturado, expropiado, desaparecido o asesinado, según el capricho de la pandilla gobernante. El progreso, desde la doctrina liberal, es simultáneamente económico, político y cultural, o, simplemente, no es. Por una razón moral y también práctica: las sociedades abiertas, donde la información circula sin trabas y en las que impera la ley, estan mejor defendidas contra las crisis que las satrapías, como lo comprobó el régimen mexicano del PRI hace algunos años y lo ha comprobado hace poco, en Indonesia, el general Suharto. El papel que ha desempeñado la falta de un genuina legalidad en la crisis de los países autoritarios de la cuenca del Pacifico no ha sido suficientemente subrayado.
¿Cuántas dictaduras eficientes ha habido?¿Y cuántas ineficientes, que han hundido a sus países a veces en un salvajismo pre-racional como en nuestros días les ocurre a Argelia o Afganistán? La inmensa mayoría son estas últimas, las primeras una excepción. ¿No es una temeridad optar por la receta de la dictadura en la esperanza de que esta sea eficiente, honrada y transitoria, y no lo contrario, a fin de alcanzar el desarrollo? No hay metodos menos riesgosos y crueles para alcanzarlo? Sí los hay, pero gentes como el señor Kaplan no quieren verlos.
No es cierto que la cultura de la libertad sea una tradición de largo aliento en los países donde florece la democracia. No lo fue en ninguna de las democracias actuales hasta que, a tropiezos y con reveses, estas sociedades optaron por esa cultura y fueron perfeccionándola en el camino, hasta hacerla suya y alcanzar gracias a ello los niveles que tienen actualmente. La presión y la ayuda internacional pueden ser un factor de primer orden para que una sociedad adopte la cultura democrática, como lo demuestran los ejemplos de Alemania y Japón, dos países con una tradición tan poco o nulamente democrática como cualquier país de América Latina, y que, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, han pasado a formar parte de las democracias avanzadas del mundo. ¿Por qué no serían capaces los países del tercer mundo (o Rusia) de emanciparse, como los japoneses y los alemanes, de la tradición autoritaria y hacer suya la cultura de la libertad?
La globalización, a diferencia de las pesimistas conclusiones que de ella extrae el señor Kaplan, abre una oportunidad de primer orden para que los países democráticos del mundo —y, en especial, las democracias avanzadas de América y Europa— contribuyan a expander esa cultura que es sinónimo de tolerancia, pluralismo, legalidad y libertad, a los países que todavía — y ya sé que son muchos— siguen esclavos de la tradición autoritaria, una tradición que ha gravitado, recordémoslo, sobre toda la humanidad. Ello es posible , a condición de:
a) creer claramete en la superioridad de esta cultura sobre aquellas que legitiman el fanatismo, la intolerancia, el racismo y la discrminación religiosa, étnica , política o sexual y,
b) actuar con coherencia en las políticas económica y exterior orientándolas de modo que ellas, a la vez que alienten las tendencias democráticas en el tercer mundo, penalicen y discriminen sin contemplaciones a los regímenes que, como el de China Popular en el Asia o el de la camarilla civil-militar en el Perú, impulsan políticas liberales en el campo económico pero son dictatoriales en el político. Desgraciadamente, a diferencia de lo que sostiene el señor Kaplan en su ensayo, esa discriminación positiva a favor de la democracia, que tantos beneficios trajo a países como Alemania, Italia y Japón hace medio siglo, no las aplican los países democráticos hoy con el resto del mundo, o las practican de una manera parcial e hipócrita (es el caso de Cuba, por ejemplo).
Pero, ahora tal vez tengan un incentivo mayor para actuar de manera más firme y principista en favor de la democracia en el mundo de la tiniebla autoritaria, y la razón es precisamente aquella que el señor Robert D. Kaplan menciona al profetizar, en términos apocalípticos, un futuro gobierno mundial no-democrático, de poderosas empresas transnacionales operando, sin frenos, en todos los rincones del globo. Esta visión catastrofista apunta a un peligro real, del que es imprescindible ser conscientes. La desaparición de las fronteras económicas y la multiplicación de mercados mundiales estimula las fusiones y alianzas de empresas, para competir más eficazmente en todos los campos de la producción. La formación de gigantescas corporaciones no constituye, de por sí, un peligro para la democracia, mientras esta sea una realidad, es decir, mientras haya leyes justas y gobiernos fuertes (lo que para un liberal no significa grandes sino más bien pequeños y eficaces) que las hagan cumplir. En una economía de mercado abierta a la competencia, una gran corporación beneficia al consumidor porque su escala le permite reducir precios y multiplicar los servicios. No es en el tamaño de una empresa donde acecha el peligro; este se halla en el monopolio, que es siempre fuente de ineficacia y corrupción. Mientras haya gobiernos democráticos que hagan respetar la ley , sienten en el banquillo de los acusados a un Bill Gates si piensan que la trasgrede, mantengan mercados abiertos a la competencia y firmes políticas antimonopólicas, bienvenidas sean las grandes corporaciones, que han demostrado en muchos casos ser la punta de lanza del progreso científico y tecnológico.
Ahora bien, es verdad que, con esa naturaleza camaleónica que la caracteriza, y que tan bien describió Adam Smith, la empresa capitalista, institución bienhechora de desarrollo y de progreso en un país democrático, puede ser una fuente de vesanias y catástrofes en países donde no impera la ley, no hay libertad de mercados y donde todo se resuelve a través de la omnímoda voluntad de una camarilla o un líder. La corporación es amoral y se adapta con facilidad a las reglas del juego del medio en el que opera. Si en muchos países tercermundistas el desempeño de las transnacionales es reprobable, la responsabilidad última recae en quien fija las reglas de juego de la vida económica, social, política, no en quien no hace más que aplicar estas reglas en procura de beneficios.
De esta realidad, el señor Kaplan extrae esta conclusión pesimista: el futuro de la democracia es sombrío, porque en el siguiente milenio las grandes corporaciones actuarán en Estados Unidos y Europa Occidental con la impunidad con que actuaban digamos, en la Nigeria del difunto coronel Abacha.
En verdad , no hay ninguna razón histórica ni conceptual para semejante extrapolación. La conclusión que se impone, más bien, es la siguiente: la imperativa necesidad de que Nigeria y los países hoy sometidos a dictaduras evolucionen cuanto antes hacia la democracia y pasen también a tener una legalidad y una libertad que obligue a las corporaciones que en ellos operan a actuar dentro de las reglas de juego de equidad y limpieza con que están obligadas a hacerlo en las democracias avanzadas. La globalización económica podría convertirse, en efecto, en un serio peligro para el porvenir de la civilización —y sobre todo, para la ecología planetaria— si no tuviera como su correlato la globalización de la legalidad y la libertad. Las grandes potencias tienen la obligacion de promover los procesos democráticos en el tercer mundo por razones de principio y moral; pero, también, porque , debido a la evaporación de las fronteras, la mejor garantía de que la vida económica discurra dentro de los límites de libertad y competencia que benefician a los ciudadanos, es que ella tenga, en todo el ancho mundo, los mismos incentivos, derechos y frenos que la sociedad democrática le impone.
Nada de esto es fácil ni será logrado en poco tiempo. Pero, para los liberales, es un gran aliciente saber que se trata de una meta posible y que la idea de un mundo unido en torno a la cultura de la libertad no es una utopía, sino una hermosa realidad alcanzable que justifica nuestro empeño. Lo dijo Karl Popper, uno de nuestros mejores maestros:
"El optimismo es un deber. El futuro está abierto. No está predeterminado. Nadie puede predecirlo, salvo por casualidad. Todos nosotros contribuimos a determinarlo por medio de lo que hacemos. Todos somos igualmente responsables de aquello que sucederá".
* "Was Democracy Just a Moment?" The Atlantic Monthly. Diciembre de 1997, págs. 55-80.
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España: Rajoy, otro socialista, por Juan Ramón Rallo

 

Mariano Rajoy nunca debería haber despertado demasiado entusiasmo entre los liberales. No ya porque hace ahora cuatro años animó a todos los liberales a que salieran del Partido Popular (PP), sino por algo todavía más importante: en sus casi diez años como líder de los populares, jamás se le conoció una sola arenga digna de tal nombre a favor de la libertad económica. Pese a que tuvo ingentes oportunidades, sobre todo en los últimos años, para reivindicar un mayor papel de los mercados libres y un adelgazamiento radical del Estado, el hoy presidente del Gobierno español optó por ponerse de perfil.
Mientras Zapatero y su corte de sectarios ideólogos se aprovechaban de la crisis para tejer un discurso fanático en contra del capitalismo y de las sociedades libres, Rajoy guardaba un inquietante silencio. Algunos lo interpretaron como una simple estrategia electoral: dado que una parte muy importante del electorado español tenía un perfil marcadamente izquierdista, había que evitar incomodarles hasta los próximos comicios. Otros, en cambio, nos temíamos que la vacuidad en las formas fuera de la mano con la vacuidad en las convicciones: a la postre, a uno le costaba entender que mientras arreciaba el discurso estatista y liberticida, un liberal no oportunista pudiera morderse la lengua.
Rajoy, empero, devino especialista en semejante arte, así que algunos evitamos prejuzgarlo en la medida de lo posible y esperamos, cortésmente, hasta después de las elecciones para emitir un primer veredicto sobre el verdadero programa de gobierno que nos aguardaba con el Partido Popular. Por suerte o por desgracia, pronto supimos a qué atenernos. Apenas dos semanas después de alcanzar el poder, Rajoy y sus cuates anunciaron, en contra de todas sus promesas y discursos anteriores, que acometerían una de las mayores subidas de impuestos de toda la historia de España.
Un auténtico atraco que ha llevado los tipos impositivos sobre la renta de España a uno de los niveles más elevados de toda Europa,  comparables a los de las socialdemocracias nórdicas. Para que nos hagamos una idea, el gravamen para rentas mayores de 33.000 euros se sitúa en el 40%, superior al 35% que se paga en EEUU para rentas superiores a 379.150 dólares.
A los españoles, y sobre todo a los liberales que engañados votaron al PP, el nuevo Gobierno trató de tranquilizarlos con diversos mensajes: el primero, que en el ideario del PP sigue grabado con fuego su apuesta por los impuestos bajos; segundo, que esta salvaje subida de impuestos será temporal (apenas dos años); y tercero, que el recargo tributario era imprescindible para reducir el déficit que el anterior Ejecutivo socialista había dejado en el altísimo 8,5% del PIB (frente a su compromiso con Bruselas de rebajarlo al 6%).
Dos meses después, uno a uno esos en parte tranquilizadores mensajes se han ido derrumbando. Primero, Rajoy no dudó en apoyar sin fisuras el establecimiento de una Tasa Tobin para toda Europa: ¿fiscalidad baja y moderada? No lo parece. Segundo, el presidente del Ejecutivo se desmarcó hace unos días con unas declaraciones parlamentarias en las que dejaba entrever sus auténticos propósitos: “Me gustaría aumentar los gastos un 20% para hacer muchas cosas. No hay Gobierno que no tenga ese objetivo”. Vamos, que lo que realmente está escrito con letras de fuego en el ideario del PP de Rajoy no son los impuestos bajos, sino el Estado enorme: ya podemos ir olvidándonos de que el recargo tributario sea temporal, pues este Gobierno confía más en gastar nuestro dinero que en que lo retengamos los ciudadanos. Y tercero: hasta el momento los recortes del gasto han sido tan mojigatos e insuficientes que a Rajoy no le ha quedado más remedio que reconocer que, en contra de lo aducido para justificar el sangrado fiscal, no cumplirá con el objetivo de déficit de Bruselas para este año (el 4,4% del PIB) sino que se quedará, en el mejor de los casos, en el 5,3%.
No hay otra: desde el momento en que se toma la determinación de no reformar a fondo un modelo de Estado gestado y edificado sobre la recaudación fiscal extraordinaria de los años de la burbuja inmobiliaria, resulta del todo imposible dejar de endeudarse a ritmos muy elevados. No es que sea imposible atajar el déficit: lo es sólo en la medida en que se escoge apuntalar un Estado hipertrofiado a todas luces insostenible.
Si algunos pensaban que, tras las recientes elecciones, España había dejado atrás el socialismo, ya pueden ir olvidándose. Es cierto que en casi todas las materias económicas tenemos a gestores más sensatos y experimentados que los anteriores y que en algunos ámbitos, como el laboral, se han obtenido avances importantes, pero la desconfianza hacia los mercados libres y la idolatría hacia el Estado niñera omnipresente siguen siendo el verdadero marco ideológico dentro del que se mueve toda nuestra clase política. También, por supuesto, el Partido Popular de Rajoy.
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