Como ustedes saben, ayer se celebró el bicentenario de la Constitución de 1812, apodada 'la Pepa' por haber sido proclamada por las Cortes de Cádiz precisamente en el día de la festividad de San José -hay quien sostiene que la fecha fue elegida con sorna gaditana por llamarse así el rey Bonaparte impuesto por su hermano Napoleón-.
Pues bien, llama la atención que la palabra “liberal” que, por cierto, España cedió generosamente al acervo político occidental, no aparezca ni una sola vez en los discursos oficiales pronunciados durante el día de ayer. No vaya a ser que nos demos cuenta de que el liberalismo no es el demonio que los amantes de la injerencia estatal en la vida privada quieren hacernos ver, sino que representa un conjunto de valores que merecen la pena.
Porque si hay una palabra que define aquel texto constitucional, ésa es precisamente la de “liberal”. Tanto es así que la utilización de este término como sustantivo para referirse al conjunto de valores que encarnaba la Constitución de 1812 tuvo su origen precisamente en las discusiones de aquellas Cortes reunidas inicialmente en lo que hoy es San Fernando -antigua Isla de León- y que fueron trasladas después a la ciudad de Cádiz, en pleno asedio de las tropas napoleónicas.
Pues “liberales” era como se hacían llamar los partidarios de la libertad individual y de la limitación de los poderes del Rey, frente a los que defendían el statu quo del Antiguo Régimen y que recibían el gráfico apelativo de “serviles”. Curiosamente, hasta entonces la palabra liberal era un adjetivo asociado a la generosidad y el desprendimiento. Significado que aún permanece en el diccionario de la Real Academia Española. No en vano, Ortega y Gasset llegó a decir que «el liberalismo es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a las minorías y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta».
Y es que a 'la Pepa', pese a su corta vigencia -fue derogada a los dos años por Fernando VII nada más volver a España tras la derrota de los franceses-, se le atribuye el mérito de haber marcado varios hitos, todos ellos ligados a la doctrina del liberalismo político -reconocimiento de la soberanía de la nación, respeto a la libertad individual, instauración de la separación de poderes, eliminación de privilegios e institución de la igualdad ante la ley, proclamación de la libertad de prensa, etc.- y económico -defensa de la propiedad privada, establecimiento de la libertad de industria y de movimiento interior de bienes y servicios, etc-.
Por desgracia, aquello duró poco y el mismo pueblo que acogió con entusiasmo el espíritu liberal de 1812, recibió, con no menos entusiasmo, a Fernando VII El Deseado en 1814 al grito de “¡vivan las caenas!”. Fue el triunfo de los serviles.
Repasando aquel episodio y la evolución posterior hasta el día de hoy, en el que el liberalismo es rechazado -o ignorado, como acabamos de ver- por los socialistas de todos los partidos, cabe preguntarse qué es lo que nos hace temer la libertad. Tanto como para que no sólo no nos importe cederle cada vez más espacio de nuestra esfera personal de acción a eso que llamamos Estado, encarnado en una combinación de políticos y burócratas adictos al poder, sino que nos parezca bien hacerlo. Quizás sea porque el Estado es, como lo denominó Bastiat, esa gran ficción por la que todo el mundo pretende vivir a costa de todo el mundo.
Porque el que sean los políticos quienes muestren poco aprecio por la libertad no debe sorprendernos, en tanto en cuanto menos libertad para nosotros, significa inmediatamente más poder para ellos. No olvidemos que el objetivo vital de todo gobernante es mandar, cuanto más y durante más tiempo, mejor. Luego, podrá utilizar ese poder para lograr un programa político bienintencionado, o para lucrarse personalmente a costa de los contribuyentes pero sobre todo, lo primero es mandar más. Lo de mejor ya se verá.
¿Pero qué ocurre con el ciudadano de a pie? La persona normal y corriente que, lejos de la moqueta del despacho y el coche oficial, se afana cada día por mejorar su propia condición y la de los suyos, se emplea duro cada día en ganarse el sustento y el de su familia e intenta que le quede un poco para disfrutarlo en su ocio y, si es posible, otro poco para ahorrarlo. ¿Qué es lo que le hace tenerle esa aprensión a la libertad?
¿Qué es lo que nos hace albergar el convencimiento de que nuestro dinero está mejor administrado por extraños, que el Gobierno va a velar más por nuestra salud y bienestar, o que el Estado se va a preocupar más y mejor por la educación de nuestros hijos que nosotros mismos? En definitiva, ¿por qué pensamos que los políticos nos van a sacar las castañas del fuego, un fuego por cierto, que nos han vendido que hemos provocado nosotros mismos cuando nos han dejado sueltos?
Porque efectivamente, aunque algunos tengamos claro que es preferible la peligrosa libertad a una pacífica servidumbre, y que no la vendamos ni por todo el oro del mundo, otros, sin embargo, parecen sentirse más a gusto viviendo en lo que Ortega y Gasset describió como la termitera humana.
Decía el filósofo que quien cede de esta manera a la seducción del Estado debe ser porque «lo ve, lo admira, sabe que está ahí, asegurando su vida; pero no tiene conciencia de que es una creación humana inventada por ciertos hombres y que puede evaporarse mañana (...) ve en el Estado un poder anónimo, y como él se siente a sí mismo anónimo -vulgo-, cree que el Estado es cosa suya. Imagínese que sobreviene en la vida pública de un país cualquier dificultad, conflicto o problema (...) tenderá a exigir que inmediatamente lo asuma el Estado, que se encargue directamente de resolverlo con sus gigantescos e incontables medios».
¿No resulta dolorosamente cierta la última frase en estos días en los que la crisis económica nos aflige? ¿No es significativo cuánta gente torna estos días su mirada al Estado para que le resuelva la papeleta?
http://www.elconfidencial.com/opinion/monetae-mutatione/2012/03/20/1812-cuando-espana-invento-el-liberalismo-8903/#
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