Juan J. Molina

Juan J. Molina
Juan J. Molina

martes, 26 de julio de 2016

Necesitamos una epidemia global de confianza, por GUILLERMO DORRONSORO

El capitalismo global está enfermo. Acaban de salir los datos del último informe “JPMorgan Global Manufacturing PMI” que muestran una vez más la tendencia hacia el encefalograma plano que parece arrastrarnos inexorablemente a una economía que no crece (o como dice Larry Summers, al “estancamiento secular”).
Complejidad y confianza
No se puede echar ya la culpa a Lehman Brothers, o a las políticas de austeridad, por fortuna pasadas de moda. Y por eso cada mes aparecen sospechosos habituales a las rondas de reconocimiento de los informes de coyuntura: “los desequilibrios geoestratégicos” (como si hubiese habido equilibrio alguna vez en ese apartado), la bajada de precios del petróleo y otras materias primas (¿es causa, o consecuencia?), el “elevado endeudamiento” en países avanzados y ahora también en los emergentes (¿a quién diablos le debe el mundo ese dinero, si todos los estados están ya endeudados?)
Achacamos a cada crisis local la responsabilidad de los problemas globales. Cuando no es la deuda griega, es el Brexit… Después de abrir la espita, tendremos un nuevo estado en Europa haciendo referéndums cada seis meses, al que podremos culpar del lento crecimiento de la economía global. No te digo nada si Trump llega a ganar las elecciones de finales de este año en USA: la diversión está garantizada.
JPMorganPMI
Leo los informes del FMI, la OCDE y el World Economic Forum, sigo con interés las reuniones del G7, G8, G20 y demás foros multilaterales. Hace tiempo que no tienen ni idea de la enfermedad que aqueja a la economía global, y mucho menos de sus posibles remedios. Aplican políticas monetarias para bajar la fiebre al enfermo, sin acabar de entender qué dolencia es la raíz de sus males.
Sigo también a los grandes analistas de la economía global, a los Premios Nobel, y tampoco es que arrojen mucha más luz. Aunque en varios de sus artículos proponen una receta común para curar al enfermo: es preciso recuperar la inversión a largo plazo. Y es en esa coincidencia en el único lugar donde encuentro sentido común. No es preciso dominar la macroeconomía, ni la historia del pensamiento económico, para entender esa gran verdad. Sin inversión a largo plazo, no habrá crecimiento robusto.
UNDebt
Los Estados, entre Escila y Caribdis, entre el endeudamiento y los gastos de sostenimiento del estado del bienestar y del propio aparato funcionarial, no son capaces de rascar en los presupuestos inversiones a largo plazo, y se dedican a administrar políticas de redistribución (en la medida que les dejan los lobbies). Aparecen populismos que prometen librarse de esos lobbies, pero son incapaces de explicar cómo van a crear más riqueza.
Las grandes empresas, dominadas por inversores encerrados en una espiral de cortoplacismo, en el que lo único que se mide son los resultados del “next quarter”. Las pequeñas, incapaces de gestionar la creciente incertidumbre y la falta de crecimiento vigoroso de la demanda.
Jarabe para la crisis global
Y los ciudadanos, sometidos a esa misma incertidumbre, y cada vez más convencidos de que el colchón es el lugar más seguro para nuestros ahorros (lo de los tipos negativos para el ahorro, es muy Kafka…). Por no hablar del impacto en la demografía, sin duda la inversión a largo plazo por excelencia es crear una nueva vida. Malos tiempos para la lírica, que diría Golpes Bajos…
Así que viene ahora la pregunta del millón, el cascabel que tenemos que poner al gato que se está comiendo nuestro futuro ¿cómo recuperar la capacidad de invertir a largo plazo?
Invertir en políticas demográficas, invertir en educación, invertir en ciencia y tecnología. Recuperar una mirada de largo en la industria, en el sector financiero. Hacer apuestas audaces, que nos devuelvan la ilusión de que podemos crear otro mundo. Apostar con ambición por ideales como una Europa unida, una Europa social que vaya abriendo camino en la construcción de sociedades justas. Un mundo mejor para las personas, recuperar la mirada humanista que encuentra en la prosperidad de las generaciones futuras la razón de ser de nuestro paso por este planeta.
Solo hay una medicina que obraría el milagro de sanar este enfermo en que se ha convertido la economía global, que nos permitiría volver a invertir a largo plazo. Se llama confianza, y el único problema para conseguir la dosis precisa es que está encerrada en el corazón de cada uno de nosotros. Los líderes de la economía global no encuentran la salida del laberinto porque son incapaces de despertar en nosotros la confianza, han olvidado las verdades más sencillas que nos devuelven la ilusión a las personas.
Futuro Global
Una solución es desmontar todas esas instituciones y empezar de cero. En la Historia lo hemos hecho otras veces, y la experiencia nos dice que suele llevar tiempo y algunos disgustos. La otra solución es que seamos capaces de recuperar la confianza, la confianza en nuestro futuro, en nosotros mismos, y hagamos los cambios que son necesarios en esas instituciones para que pueda volver la inversión a largo plazo.
La confianza es un acto de voluntad. Y puedes elegir confiar aunque el contexto no invite a ello. Y lo mismo que la desconfianza es contagiosa, la confianza también lo es. Solo hay un camino para salvar al enfermo, para salvar la economía global: un epidemia de confianza.
Fuente: http://www.sintetia.com/necesitamos-una-epidemia-global-de-confianza/

jueves, 21 de julio de 2016

El Bosque – Paginas desde la tumba de Lenin

El golpe del bosque
El coronel Alexander Tretetsky, de la Oficina del Fiscal Militar de la Unión Soviética, llegó un caluroso día de verano a su último lugar de trabajo: una serie de fosas comunes situadas en un bosque de abedules a unos treinta kilómetros de la ciudad de Kalinin. El coronel y sus ayudantes iniciaron la jornada excavando y hurgando la tierra en busca de indicios del régimen totalitario (cráneos perforados por balas, botas carcomidas por los gusanos, restos de uniformes militares polacos).
Esa mañana, antes de partir al trabajo, habían escuchado por la radio y la televisión las alarmantes noticias provenientes de Moscú: Mijail Gorbachov había «renunciado» por «razones de salud». El Comité Estatal para Estados de Emergencia había asumido el poder, prometiendo orden y estabilidad. Pero ¿qué se podía hacer? Kalinin estaba varias horas al norte de Moscú en tren y muy lejos de rumores y noticias. De modo que Tretetsky, como casi todo el mundo en la Unión Soviética esa mañana del 19 de agosto de 1991, fue a trabajar como si fuera un día común y corriente.
La excavación en el bosque situado en las afueras de Kalinin era un proyecto inhumano. Medio siglo atrás, y bajo órdenes directas de Stalin, verdugos del NKVD asesinaron a quince mil militares polacos y arrojaron los cuerpos en hileras de fosas comunes. La operación en Kalinin, Katyn y Starobelsk, que duró un mes, fue parte del intento de Stalin por iniciar la dominación de Polonia. Esos jóvenes oficiales se contaban entre los hombres con el más alto nivel de educación de Polonia, y para Stalin representaban una amenaza potencial; eran futuros enemigos. Durante décadas, Moscú culpó a los nazis de la matanza, afirmando que los alemanes habían llevado a cabo la masacre en 1941, y no el NKVD en 1940. La maquinaria de propaganda del Kremlin sostuvo dicha historia en conferencias, negociaciones diplomáticas y en la literatura, entretejiéndola con la vasta red formada por la ideología y la historia oficiales que sostenían al régimen y su imperio. Para el Kremlin, la historia era un asunto tan serio que creó una gran burocracia para controlarla, para tergiversar su lenguaje y su contenido, de modo que las purgas arbitrarias y asesinas pasaran a ser «triunfos sobre enemigos y espías extranjeros» y el tirano reinante, un «Amigo de Todos los Niños, la Gran Águila de las Montañas». El régimen creó un imperio que semejaba una gran sala, con puertas y ventanas cerradas. Todo libro o periódico permitido en la sala contenía la versión oficial de los acontecimientos, mientras la radio y la televisión propagaban día y noche la línea única. Aquellos que servían lealmente la versión oficial eran proclamados y presentados como «académicos» y «periodistas». En las ciudadelas del Partido Comunista, del Instituto Marxista-Leninista, del Comité Central y de la Escuela Superior del Partido, los sacerdotes de la ideología se apartaban a su antojo de los dogmas. En todas partes había secretos. El KGB fue tan escrupuloso a la hora de mantener sus secretos que edificó sus residencias de vacaciones en la villa de Mednoye, cerca de Kalinin, donde habían sido ejecutados y enterrados en fosas comunes los oficiales polacos; era la mejor manera de vigilar los huesos.
Pero algo había cambiado ahora, y radicalmente. Tras cierta vacilación inicial al comienzo de su mandato, Gorbachov decretó que había llegado el momento de llenar los «espacios en blanco» de la historia. Dijo que ya no sería posible echar la vista atrás utilizando «gafas con cristales tintados de color rosa». Al principio su retórica fue cautelosa. No osó criticar a Lenin, el semidiós del Estado. Pero, a pesar de la vacilación, su decisión más importante sería la recuperación de la memoria histórica, decisión que precedía a cualquier otra, pues sin una completa y descarnada revisión del pasado —la admisión de los crímenes, la represión y la bancarrota—, el verdadero cambio y, mucho más aún, la revolución democrática, resultaban imposibles. El retorno de la historia a la vida personal, intelectual y política significó el comienzo de la gran reforma del siglo xx y, le gustara o no a Gorbachov, el colapso del último imperio sobre la Tierra.
Para los polacos, las matanzas de Kalinin, Starobelsk y Katyn habían representado durante décadas el símbolo de la crueldad y del puño imperial de Moscú. Para un polaco, la simple suposición de que la Unión Soviética fuera responsable de las masacres representaba un acto radical e incluso suicida, pues revelaba claramente su posición. La «amistad de los pueblos», la relación entre Moscú y Varsovia, estaba basada en la violencia, el dominio del invasor sobre su satélite. Incluso Gorbachov sabía que admitir la matanza era debilitar a los comunistas polacos. Pero en 1990, con Solidaridad en el poder, Gorbachov pensó que había poco que perder. Durante una visita del general Wojciech Jaruzelski a Moscú, Gorbachov aceptó finalmente la culpabilidad de Moscú y puso en manos del gobierno polaco un enorme legajo de archivos acerca de las masacres de Katyn, Starobelsk y Kalinin.
Poco tiempo después del mea culpa del Kremlin, comenzaron las excavaciones. Trabajando conjuntamente con soldados del ejército soviético y voluntarios polacos, el coronel Tretetsky inició su trabajo en Mednoye, el 15 de agosto de 1991. Tretetsky, un oficial de carrera cuarentón de bigotes delgados y mejillas rosadas, había pasado ya varios meses descubriendo fosas en Starobelsk. Con cada nueva fosa crecía el sentimiento de haber sido engañado. Él había creído profundamente en el comunismo y en la Unión Soviética. Sirvió primero en la marina, para luego, después de estudiar leyes en Ucrania, enrolarse definitivamente en el ejército. Estuvo destinado casi cuatro años en Alemania Oriental e incluso se ofreció como voluntario para ir a Checoslovaquia en 1968, año en que la Unión Soviética aplastó la «Primavera de Praga».
«Fui un necio —dijo Tretetsky—. Creí en todo eso. A la menor señal, habría dado mi vida por la madre patria.»
Elevó una petición al ejército para ser enviado a Afganistán, donde sirvió desde 1987 hasta 1989. Tretetsky regresó a Moscú tan solo para sentir el sabor amargo de la verdadera historia del país acerca del cual sabía tan poco. Fue asignado a la Oficina del Fiscal Militar, que llevaba a cabo investigaciones masivas para la rehabilitación de gente que hubiera sufrido represión durante los últimos setenta años. Lentamente se fue enterando de los hechos más negros de la historia soviética: las purgas, la matanza de oficiales polacos o el sangriento ataque del ejército contra manifestantes pacíficos en Novocherkassk en 1961.
Una vez a cargo de las excavaciones, primero en Starobelsk y luego en Mednoye, Tretetsky se entregó a su trabajo con pasión y acuciosidad. En Mednoye supo exactamente dónde cavar y qué buscar. Había interrogado ya a un lugareño, un oficial retirado de la policía secreta, que había cooperado en 1940 para hacer cumplir las órdenes de Moscú. Vladimir Tokaryev estaba ciego y tenía ochenta y nueve años de edad cuando la historia fue a su encuentro, pero su memoria estaba fresca. Sentado junto a Tretetsky, y frente a una cámara de vídeo, describió cómo su unidad de la policía secreta tiroteó a oficiales polacos en el bosque cerca de Kalinin; doscientos cincuenta por noche, durante un mes.
Los verdugos, dijo Tokaryev, «trajeron una maleta llena de revólveres alemanes del tipo Walther 2. Se consideró que nuestras armas soviéticas TT no eran suficientemente fiables. Tendían a recalentarse con el sobreuso … Estuve allí la primera noche de las ejecuciones. Blojin fue el verdugo principal junto con otros treinta, chóferes y guardias del NKVD en su mayoría. Mi chófer, Sujarev, por ejemplo, fue uno de ellos. Recuerdo a Blojin diciendo: “Adelante, vamos”. Se puso luego su uniforme especial para la tarea: sombrero, delantal de cuero y guantes de cuero marrón hasta más arriba de los codos. Eran su terrible creación. Me hallaba frente a un verdugo.
»Llevaron uno a uno a los polacos a lo largo del pasillo, doblaron a la izquierda y los introdujeron en el “rincón rojo”, la habitación de descanso del personal de la prisión. A cada hombre se le preguntó el apellido, el nombre y el lugar de nacimiento, lo justo para identificarlo. Se les llevó, individualmente, a la habitación contigua, que estaba aislada acústicamente, y se le disparó en la nuca. No se leyó absolutamente nada, ni sentencia judicial ni de comisión especial alguna.
»Hubo trescientas ejecuciones aquella primera noche. Recuerdo a mi chófer, Sujarev, jactándose de la ardua jornada de trabajo que había tenido. Pero había sido demasiado, pues era ya de día en el momento de finalizar la tarea y existía una disposición que establecía que todo debía llevarse a cabo en la oscuridad. De modo que el número de ejecuciones se redujo a doscientas cincuenta por noche. ¿Cuántas noches duró? Calcúlelo usted mismo: seis mil hombres a razón de doscientos cincuenta por noche. Incluidos los fines de semana, suma alrededor de un mes, todo abril de 1940.
»Yo no participé en los asesinatos. Jamás estuve en la sala de ejecuciones. Pero tuve que poner a mis hombres a disposición de esa gente. Recuerdo a algunos de esos polacos. Un hombre joven, por ejemplo. Sonreía como un niño. Le pregunté cuánto hacía que estaba en la policía fronteriza. Contó con los dedos. Seis meses. ¿Qué hacía allí? Era telefonista.
»Blojin se aseguraba de que a nadie le faltara su provisión de vodka todas las noches al finalizar el trabajo. Cada atardecer lo traía en cajas a la prisión. No bebían absolutamente nada antes o durante las ejecuciones, pero antes de retirarse a casa todos tomaban algunas copas.
»Les pregunté a Blojin y a los otros dos: “¿No se requerirá un equipo de gente para cavar seis mil sepulturas?”. Se rieron de mí. Blojin dijo que había traído un buldózer de Moscú y a dos hombres del NKVD para manejarlo. De modo que los polacos muertos eran sacados por la puerta trasera de la sala de ejecuciones, cargados en camiones cubiertos y trasladados al lugar de sepultura. El sitio fue seleccionado personalmente por Blojin. Era cerca del lugar donde los oficiales del NKVD tenían sus casas de campo, cerca de mi propia casa, cerca del pueblo de Mednoye, a unos treinta kilómetros de Kalinin. Las fosas que cavaban tenían entre ocho y diez metros de largo, lo suficiente para albergar doscientos cincuenta cuerpos cada una. Cuando todo terminó, los tres hombres de Moscú celebraron un gran banquete. Insistieron retiradamente en que asistiera. Rehusé».
Una y otra vez el ciego tendía a culpar a «los otros», negando la importancia de su propia participación; una bestia no menos cruel y gentil que Eichmann en Jerusalén. Pero esta vez la cuestión no era Tokaryev. Como tampoco lo eran los verdugos. Hacía ya mucho que Blojin y tres de los otros se habían suicidado después de enloquecer. La cuestión era que los historiadores, fiscales, archivistas y periodistas, a donde iban, descubrían que el legado del poder soviético era, en el mejor de los casos, tan trágico como todo lo que habían oído de las «voces prohibidas»: El archipiélago gulag de Solzhenitsyn y los Relatos de Kolimá de Shalamov. Ahora no había libros ni voces prohibidas. Recuperar el pasado, ver tal cual las pesadillas de setenta años, era un impacto casi insoportable. Mientras se aceleraba el retorno de la historia, la televisión mostraba constantemente documentales sobre el degollamiento de los Romanov, la colectivización forzosa del campo y los juicios. Las revistas literarias mensuales, los semanarios e incluso los periódicos estaban plagados de reportajes sobre las últimas desgracias históricas: la cantidad de asesinados y encarcelados; el número de iglesias, mezquitas y sinagogas destruidas; cuánto saqueo y despilfarro. Bajo esta avalancha de recuerdos, al cabo de un tiempo la gente se manifestó cansada y hasta aburrida. Era más bien el dolor de recordar, el impacto del reconocimiento, lo que les perseguía. «Imagínese ser adulto y tener que absorber toda la verdad acerca del mundo que le rodea, y aún más, una verdad venida de fuera de su propia tierra, en cosa de uno, dos o tres años —dijo el filósofo Grigori Pomerants—.
El país completo está en un estado de desorientación masiva.»
La gente del Partido Comunista, los dirigentes del KGB, los militares y los millones de funcionarios provinciales que crecieron bajo una historia falsa no podían soportar la verdad. No es que no la creyeran. Conocían los hechos del pasado mejor que cualquier otro. Pero la realidad ponía en tela de juicio su propia existencia, su bienestar, sus privilegios. Su derecho a un despacho decente, a un trozo de carne, el mes de vacaciones en Crimea, todo dependía de un descomunal engaño social, de la ignorancia forzosa de 280 millones de personas. Yegor Ligachov, figura conservadora del Politburó hasta su retiro obligado en 1990, me dijo en tono lastimero que cuando la historia había sido arrancada de las manos del Partido Comunista, cuando los profesores universitarios, los periodistas y los testigos comenzaron a publicar y difundir sus propias versiones del pasado, «en el país se creó una atmósfera sombría. Alteró las emociones de la gente, su genio, su eficiencia en el trabajo. De la noche a la mañana se les arroja encima todo lo negativo del pasado. Los temas patrióticos han sido dejados de lado, han sido agotados. La gente anhela algo positivo, algo destacable; incluso nuestras propias figuras culturales han publicado más mentiras y patrañas antisoviéticas que las que nuestros propios enemigos occidentales publicaron en total durante los últimos setenta años».
Cuando la historia dejó de ser instrumento del Partido, este quedó condenado al fracaso. La historia demostró precisamente que el Partido estaba podrido hasta el alma. Los ministros, los generales y losapparatchiks que organizaron el golpe militar de agosto de 1991 se reunieron muchas veces de forma secreta en casas de seguridad del KGB, en las afueras de Moscú, para analizar la ruina de su Estado. Se habló de la necesidad de orden, de la necesidad de revertir de algún modo el declive del Partido. Estaban tan engañados acerca de su propio país que creyeron incluso que podrían detener el retorno a la historia. Lo detendrían con un decreto y un par de divisiones de tanques. Las excavaciones en Mednoye y en los demás sitios donde tuvo lugar la matanza de polacos no eran una excepción. Los golpistas harían lo posible por detener el trabajo. Mucho antes del golpe militar, Valery Boldin, el jefe de gabinete de Gorbachov y uno de los principales confabuladores en el golpe de agosto, intentó atenuar el daño transfiriendo secretamente muchos documentos sobre el caso desde la Sexta División de los archivos del Comité Central al «archivo presidencial», que estaba bajo su control. Este pequeño paso no ayudó en nada. Boldin y el resto de los conspiradores estaban ahora preparados para eliminar todo aquello que los comprometiera. Detendrían el retorno de la historia. Harían retroceder el tiempo. Una vez más, el miedo constituiría la esencia del Estado.
El día del golpe, los hombres de Tretetsky, tanto soviéticos como polacos, intentaron concentrarse en el trabajo. Descubrieron viejas sepulturas y lavaron los fragmentos de huesos y cráneos. A medida que les llegaban las noticias del golpe militar, se les hacía más difícil concentrarse. Los soldados de Tretetsky oyeron incluso que las tropas desplegadas en las calles de Moscú pertenecían a su propia división, la División Kantemirovskaya. Encendieron un televisor en una de las carpas cercanas al lugar de trabajo y descubrieron caras familiares. Vieron a sus amigos sentados sobre unidades armadas para el transporte de tropas cerca del Kremlin, fuera del Parlamento ruso y en las principales calles de la capital.
«El clima era pésimo —recuerda Tretetsky—. Llovió casi sin parar, de modo que para secar los fragmentos de uniforme tuvimos que ponerlos en las carpas, encender una estufa y mantener la carpa abierta para que circulara el aire.» El equipo trabajó hasta avanzada la tarde, hasta que Tretetsky les indicó: «Es todo por hoy». Fue todo lo que les dijo.
Durante el día entero, Tretetsky había estado recibiendo llamadas telefónicas del cuartel central del mando del KGB en Kalinin. El general del KGB destacado allí, Viktor Lakontsev, advirtió a Tretetsky de que la excavación «ya no era necesaria», de que el trabajo debía detenerse y de que debía regresar inmediatamente al cuartel general. Tretetsky se negó, diciendo que el trabajo debía continuar según estaba planeado. Afirmó que iría al cuartel general del KGB solo una vez finalizada la jornada. A pesar de su proceder temerario, Tretetsky sentía miedo. «Sabía que había problemas», dijo.
Aquel atardecer, Tretetsky fue conducido bajo custodia del KGB a la oficina de Lakontsev en Kalinin.
El trabajo debía detenerse, insistió Lakontsev. «De no ser así —dijo— no podemos garantizar su seguridad, o la de los trabajadores polacos.»
A Tretetsky no le quedó más que reír. A lo largo de su trabajo en Starobelsk y Mednoye, siempre hubo hombres del KGB en el lugar («observadores», se denominaban a sí mismos). Los trabajadores les llamaban «nuestros observadores de las Naciones Unidas».
Tretetsky no cedería. «Sobre mi cadáver», pensó para sí. Le planteó a Lakontsev su negativa del modo más sutil. Le dijo que si había dudas sobre los polacos, él se responsabilizaría de su seguridad. Los polacos podrían pernoctar en las carpas junto con las tropas del ejército soviético en lugar de hacerlo en la ciudad.
«La investigación no puede detenerse —dijo Tretetsky—. ¿Qué les diría a los polacos? Debo hablar con mi jefe. Esto no es un asunto sencillo.» Para sus adentros, Tretetsky pensó: «Lakontsev es un jefe importante, en cambio, ¿yo quién soy?».
Al regresar al campamento, Tretetsky llamó a Moscú y se le respondió que no existía orden alguna de detener el trabajo. Se sintió aliviado. Exhausto, se fue a dormir a su carpa. No mucho después, sin embargo, fue despertado por el comandante de las tropas del ejército, quien dijo que había llegado una orden de Moscú: los soldados debían regresar a la base de Kantemirovskaya, en la ciudad de Naro-Fominsk, en las afueras de Moscú.
—Escúcheme, Viktor —dijo Tretetsky al comandante—, esta es una orden verbal, ¿cierto?
—Exacto.
—Y para traer a sus hombres aquí usted tenía una orden escrita.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué debe obedecer?
Las tropas permanecieron donde estaban. El KGB había intentado engañar a Tretetsky, pero había fracasado. Jamás existió orden alguna de la Oficina del Fiscal Militar en Moscú.
A las nueve de la mañana del día siguiente, Tretetsky se dirigió a sus hombres y les dijo: «El trabajo continúa. Comencemos. Todos deben trabajar intensamente, con entusiasmo. Y punto».
El KGB saboteó el tractor que los hombres habían estado utilizando en la excavación. Pero Tretetsky tenía ya contactos con la gente del lugar, de modo que una granja colectiva le prestó uno de sus tractores. Los trabajadores polacos estaban especialmente agradecidos y daban palmadas en la espalda a Tretetsky. Durante los dos días siguientes, soviéticos y polacos trabajaron en las fosas comunes mientras escuchaban en la radio las noticias que llegaban de Moscú. Lentamente, las noticias mejoraban. Cuando los hombres oyeron que el golpe militar estaba al borde del fracaso, parecieron trabajar más arduamente. Finalmente, la mañana del 21 de agosto, y tras el fracaso del complot y el posterior regreso desde Moscú a sus bases de las tropas, triunfantes y aliviadas, Tretetsky se dirigió a su gente. No soportaría la mentira un minuto más. Rehusó regresar al pasado, salvo para estudiar sus huesos.
«La investigación penal, ordenada por el presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Mijail Sergeyevich Gorbachov, continúa», gritó. A continuación, el coronel dio la orden y sus hombres comenzaron a cavar.



Fuente: https://laverdadofende.wordpress.com/2016/07/05/el-bosque-paginas-desde-la-tumba-de-lenin/

martes, 19 de julio de 2016

10 preguntas imprescindibles que toda universidad de futuro se tiene que hacer, por XAVIER MARCET

Las universidades son instituciones entrañables. A pesar de todo, gozan de reputación,la prueba es que a las ciudades les gusta coleccionar universidades y a la gente le gusta coleccionar títulos. Pero ni las universidades, que son instituciones longevas de verdad, este tiempo de disrupción las va a dejar indiferente. A nivel mundial la educación superior no para de crecer y su masificación es en una prueba de progreso que debemos celebrar. Países como China ya han cambiado el panorama global de universidades, y muy pronto lo hará la India.
Esta reputación de la universidad no es incompatible con expresar algunas preguntas sobre su futuro, ni con constatar que al lado de la excelencia y la voluntad de innovación, convive mucha mediocridad y mucho bloqueo corporativista. Estas son las preguntas que hemos compartido en una sesión en el Harvard Faculty Club con algunas universidades:
Futuro universidades
1.- En un mundo que dobla el acceso al conocimiento cada año ¿qué contenidos deben estudiarse? ¿Por qué los organismos de acreditación de cada país se empeñan en defender programas nacidos de un mundo enciclopédico que dejó de existir?¿por qué tanta inercia académica ante la que está cayendo?
2.- En un mundo dónde la capacidad de analizar datos crece exponencialmente, Big Data, ¿cómo podemos continuar haciendo docencia e investigación al margen de esas herramientas? No hablamos ya del imperativo de facilitar su aprendizaje a los alumnos, hablamos de cómo los grupos de investigación usan estas herramientas y mejoran sus capacidades investigadoras.
3.- La inteligencia artificial ha venido para hacer más inteligentes a los humanos, no para lo contrario ¿Cómo la vamos a utilizar en la universidad? ¿Cómo la vamos a poner al servicio del aprendizaje y a consolidar la relación hombre – Learning machinecomo una competencia imprescindible?
4.- Los nuevos egresados competirán con los robots. Buena noticia, habrá que formarlos para algo más que rutinas manuales e intelectuales ¿Cómo lo vamos a hacer? ¿cómo facilitamos que cada uno construya competencias que tiendan a ser únicas?
5.- La realidad virtual tiene un alto potencial de aplicación al aprendizaje como acaba de demostrar la última innovación de Nintendo, Pokemon Go. ¿Para cuando soluciones de este tipo para aprender?
6.- Nuestra etapa esta marcada por la complejidad. Venimos de una etapa definida por la complicación. Lo complicado produce problemas. Lo complejo produce paradojas. Formamos a gente para un mundo complicado cuando lo que van a encontrar es un mundo complejo. ¿Cómo vamos a resolver este abismo? Tenemos una academia muy preparada para aprender, pero no estamos seguros de su capacidad para desaprender.
Xavier Marcet. Universidad. Sintetia
7.- Nuestro entorno de información y conocimiento es exponencial. Para resolver estos contextos de volúmenes inalcanzables de conocimiento hay que reforzar competencias distintas. Por ello insisten tanto en el “coding” en algunas universidades de USA , o por ello insistimos tanto algunos en la necesidad de formar a gente que sea capaz deconstruir grandes síntesis con gran agilidad. Todavía hay demasiados alumnos que continúan confundiendo una síntesis con un resumen.
8.- Todos admitimos que los egresados de la universidad van a tener una vida profesional muy líquida. Van a trabajar para otros como empleados, van a ser free lance, emprendedores o híbridos entre estas situaciones. Van a vivir en el cambio, Pero, ¿no es una contradicción que los que les forman sean gente de una sola experiencia profesional? ¿Es bueno tener universidades con gente que no vivirá nunca esta tensión profesional que viven el resto de trabajadores y que vivirán sus alumnos?¿Es bueno tener instituciones con tan poca renovación de su talento?¿El estancamiento puede ser meritocrático?
9.- El mundo es global, pero la universidad es local. Empiezan a proliferar soluciones de universidad global como el conocido modelo de Minerva. Ante ello, ¿Qué van a hacer las ANECA de turno?¿Cortarse las venas? No. Resistirán como el último mohicano. ¿Pero esto es bueno?¿No deberíamos dejar ya esta concepción local en un mundo de MOOC que tan solo está al principio ?
Universidad, meritocracia, futuro, reticencias
10.- Desde hace años escuchamos la canción de la triple hélice, que fuera de dos o tres ecosistemas de innovación no ha dado resultados en ninguna parte. ¿No debería ser hora ya de plantear que esta relación hay que repensarla del todo? ¿No deberíamos poner gente a hacer transferencia en ambas direcciones que realmente vea en ello un valor diferencial?
La universidad se enfrentará, como todas las organizaciones, a entornos de alta disrupción. ¿Sus gobernanzas tan influidas por colectivos muy instalados y muy resistentes al cambio permitirán adaptar la universidad al mundo que nos viene, o empezarán a proliferar iniciativas tipo Singularity University que nada tienen que ver con las universidades tradicionales? Dicho de otro modo, esta universidad actual tan instalada, ¿tiene realmente capacidad de innovar?
Nuestras universidades sufren un exceso de autocomplacencia, a pesar de la crisis y de los recortes, están llenas de autocomplacencia. Hacen una contribución social muy necesaria, y tienen gente de mucho talento entre otra que es muy mediocre.  Hacen progresar la ciencia y con ella la humanidad. Crean generaciones de grandes profesionales. Todos los que apreciamos la universidad como un bastión de futuro debemos ser exigentes con ella, apostar por sus cambios, defender sus valores. De lo contrario pasará lo mismo que pasa con muchas empresas. Dado que las empresas instaladas les cuesta tanto innovar, cada vez crecen las apuestas por las startup como agentes de innovación. Preferiría una universidad con capacidad de cambio que una universidad sustituida por startup de educación. Muy pronto veremos organizaciones exponenciales que se dedican a la educación superior. Lo único evidente es que si la universidad no es capaz de adecuarse al cambio acelerado que nos toca vivir, otros lo harán por ella.
Fuente: http://www.sintetia.com/10-preguntas-imprescindibles-que-toda-universidad-de-futuro-se-tiene-que-hacer/

sábado, 16 de julio de 2016

Cuando no hay alternativas, la única alternativa es darlo todo, por Francisco Alcaide


Cuando no hay alternativas, la única alternativa es darlo todo

El ser humano pocas veces cambia por iniciativa propia, y a menudo sólo se pone en marcha cuando ya no tiene más remedio y todo tiembla alrededor. Aunque esté confundido e insatisfecho, prefiere la comodidad a la incertidumbre del cambio. Por eso, la adversidad o las crisis pueden ser buenas aliadas ya que no nos dan otra opción que la de tirar hacia delante.
A veces –muchas veces– lo mejor que nos puede pasar es aquello que nunca hubiésemos deseado que nos ocurriese, porque ese momento marca un ‘punto de inflexión’ en nuestras vidas. Casi siempre, la mejor alternativa es no tener alternativas. De otro modo es fácil dejarse llevar por la tiranía de la inercia y que pase el tiempo sin pena ni gloria. Es bueno tener sentido de urgencia o lo más normal es seguir con la rutina del día a día en piloto automático, viendo cómo transcurren los días y todo sigue igual.
los desiertos emocionales son necesarios
Tocando fondo, nací un buen día, tocando fondo…’ canta Silvio Rodríguez en una de susconocidas canciones. Y es que, cuando uno toca fondo ya sólo queda rebotar hacia arriba. EnTu futuro es HOY (Alienta, 2ª edición) se recogen las palabras de la escritora Karen McCreadie, quien lo explica con claridad: «Todo lo que hacemos se debe a alguna razón, que puede ser obtener algún placer o evitar el sufrimiento. El motivo por el que el ‘punto de inflexión’ es tan importante es que siempre hacemos más para evitar el sufrimiento que para lograr placer. Esto resulta obvio cuando consideramos nuestro instinto de supervivencia. A veces, en los momentos más oscuros es cuando reaccionamos; el deseo de sobrevivir es tan extremadamente fuerte que nos obligar a luchar o huir para salir del peligro y alejarnos del sufrimiento. Por desgracia, para muchas personas, las cosas no llegan nunca a este punto tan malo. Siempre recuerdo una amiga que me hablaba de su relación de pareja así: ‘No es suficientemente buena para continuar, pero tampoco lo bastante mala como para dejarla’. Con demasiada frecuencia no llegamos a la rebeldía, al ‘punto de inflexión’ por los mismos motivos. La situación no es suficientemente mala y nos hallamos en tierra de nadie de la inacción».
Karen McCreadie punto de inflexión
Lo peor, siempre, es esa sensación en la que parece que no pasa nada pero pasa mucho. Es introducirse en esa pendiente sigilosa de la rutina cómoda que nos va deslizando peligrosamente hasta el despeñadero sin darnos cuenta. Hace unos días atrás dejaba enInstagram la siguiente reflexión del psiquiatra M. Scott Peck: «Nuestros momentos de más lucidez suelen tener lugar cuando nos sentimos profundamente incómodos, infelices o insatisfechos. Pues es, en esos momentos, empujados por nuestra insatisfacción, cuando salimos del camino trillado y empezamos a explorar maneras diferentes de hacer algo, o respuestas más certeras».
Es paradójica, pero la realidad suele ser así. Si nos dejasen elegir entre una situación no muy mala y otra realmente mala, la mayoría optaría casi sin dudarlo por la primera. Sin embargo, esa suele ser la alternativa más nefasta a medio y largo plazo, ya que si bien a corto plazo escuece menos, con el paso del tiempo suele ocurrir que poco ha variado nuestra situación –no era excesivamente grave para cambiar–, lo que genera una mezcla de frustración y resignación por el tiempo perdido y el mal hábito de la dejadez.
Por el contrario, las crisis, a las que tanta alergia tenemos, a veces son el mejor despertador vital, porque cuando no hay alternativas, la única alternativa es darlo todo. Al principio duele mucho, pero con la mirada puesta en el retrovisor, uno concluye que aquello fue un punto de inflexión a lo que sucedió a continuación. Como apunta Louise Hay, una de las autoras incluidas en Aprendiendo de los mejores (Alienta, 9ª edición): «Una tragedia puede llegar a ser el mayor de nuestros bienes si nos la tomamos de una manera que nos permita crecer».
la mejor alternativa es no tener alternativas
Un personaje que nos sirve de ejemplo es el del conferenciante internacional Anthony Robbins. El ‘punto de inflexión’ en su vida se produjo cuando «estaba viviendo en un apartamento de soltero de 120 metros cuadrados y fregaba los platos en la bañera. Con sobrepeso y en la miseria, golpeó la pared y se prometió así mismo que cambiaría las circunstancias que le rodeaban».
En la vida, los desiertos emocionales son necesarios. Son momentos de dolor y sufrimiento, pero también de encuentro con uno mismo y de autoconocimiento, y el autoconocimiento es la base del desarrollo personal. El día a día puede anestesiarnos de manera terrible despojándonos de todo aquello a lo que podemos aspirar y convertirnos. Sólo un cortocircuito emocional, esa descarga que nos da una buena sacudida y nos remueve por dentro, puede empezar a poner –paradójicamente– orden en el caos.
Francisco Alcaide Hernández
Conferenciante, formador y escritor en liderazgo y motivación
Autor del bestseller Aprendiendo de los mejores (9ª edic.) y Tu futuro es HOY (2ª edic)

Fuente: http://www.sintetia.com/cuando-no-hay-alternativas-la-unica-alternativa-es-darlo-todo/