Juan J. Molina

Juan J. Molina
Juan J. Molina

lunes, 21 de febrero de 2011

LOS PELIGROS DE LOS GOBIERNOS SALVADORES

LOS PELIGROS DE LOS GOBIERNOS SALVADORES



Transformar la sociedad desde los gobiernos, ésta parece ser la nueva cruzada que desde los partidos políticos de izquierda y derecha vamos a tener que soportar. Esta forma de entender la política viene de antiguo, ya Platón dejó muy claro en sus escritos sobre política que el pueblo ni sabe lo que le conviene y en el caso de que lo supiera, no sabría cómo conseguirlo; de esta afirmación se traducía la necesidad de la creación de una casta política adiestrada desde pequeña para dirigir los destinos de los pueblos, con éstos mimbres Carl Marx hizo un cesto estupendo cuyos resultados ya todos conocemos. Por desgracia los mimbres de esta teoría aún siguen cimbreando en manos de unos cuantos que siguen creyendo, aunque no se atrevan a decirlo públicamente, que al pueblo hay que guiarlo por el buen camino.
Cada vez que algún o algunos iluminados han aparecido con la solución a todos nuestros problemas debajo del brazo, hemos terminado dando volteletas por algún precipicio, y si te he visto no me acuerdo, ya la mayoría de estos iluminados hacen mutis por el foro y a vivir de lo trincado. Sinceramente, yo les agradezco que quieran salvarnos de todos nuestros vicios, se les reconoce su buena intención, pero no, gracias. No queremos que nos salven, los vicios están mal y todos lo sabemos, pero son nuestros y tenemos derecho a padecerlos libremente. No se puede transformar las sociedades a golpe de decretos, prohibiciones e imposiciones, las sociedades están vivas y caminan libremente, al menos en el mundo que se autoproclama libre, hacia donde sus ciudadanos con sus aciertos y equivocaciones las llevan. Puestos a equivocarnos y tener que sufrir las consecuencias, prefiero equivocarme yo a tener que sufrir las consecuencias de las equivocaciones de otros que se creen llamados a salvarnos.
La misión de un estado no es cambiar la sociedad hacia un mundo mejor, según la mayoría coyuntural, sino la de crear las condiciones para que los ciudadanos y nuestras infinitas formas de entender el mundo, podamos convivir en paz y armonía con unas reglas justas, donde la libertad de cada cual acabe allí donde comienza la de los otros.
Necesitamos estados y gobiernos a la medida de los ciudadanos, instrumentos que deben estar bajo nuestro control y nunca permitir que seamos nosotros los controlados por ellos. Defendamos la libertad bien entendida, el compromiso moral e individual de los ciudadanos para con sus congéneres puesto que vivimos en comunidad, pero siempre desde la decisión individual y allá donde la solidaridad espontánea de la sociedad para con los excluidos no llegue, propiciemos una solidaridad común a través de un estado respetuoso con la libertad ante todo.

viernes, 11 de febrero de 2011

CONSIDERACIONES SOBRE LAS FORMAS DE ESTADO, J. J. Molina




CONSIDERACIONES SOBRE LAS FORMAS DE ESTADO



El estado es tan solo una forma de organización consustancial al ser humano, la forma más simple de estado sería la individual, todos nos organizamos a nosotros mismos de alguna manera y esas normas que repetimos porque las consideramos buenas para nuestra vida, serían un principio de estado donde pueblo y gobierno convergen en una unidad. A partir de este estado básico se han formado todos los demás ya sean de dos individuos, cien o cien millones. Cuando en un estado convergen más de un individuo las tareas de gobernantes y gobernados pueden tomar diferentes caminos, pueden compartirse o pueden recaer solo en una de las partes. Las posibilidades de repartición del poder, forma de ejercerlo y de elección de la parte llamada a gobernar han dado las diferentes formas de estado que conocemos, democracias, teocracias, totalitarismos, tiranías, oligarquías, y dictaduras principalmente.
El estado en sí, considerado por algunos como “un mal necesario” no es de per sé perverso, si no existiera tendríamos que crearlo. Su origen fue la organización para la protección y la subsistencia, ya desde los albores de nuestra existencia como grupos tribales fue necesaria una repartición de tareas y roles entre los individuos para optimizar los escasos recursos disponibles. Ni que decir tiene, que con el paso del tiempo y el aumento de los individuos en los grupos de humanos la complejidad de las relaciones sociales fue a su vez cambiando los cometidos de dicha institución, lo que en un principio nació como herramienta de protección y optimización, pasó a ser una forma de obtener poder y con el poder, privilegios. A partir de ese momento el estado ya no se originaba o se legaba de una forma natural sino a través de una despiadada lucha entre individuos, tribus, clanes, familias, naciones, etc. Los que obtenían la preciada institución la manejaban sin piedad imponiendo sus leyes y condiciones, fue la época de las tiranías que aún persisten. Uno o unos pocos ejercían todo el poder en su nombre, en éste tipo de estados los individuos o mejor dicho súbditos no eran tenidos en cuenta excepto para explotarlos sin disimulo, no existían derechos y la obligación principal era obedecer y tributar para el disfrute de unos pocos. Herederos de esta casta dominante es lo que se viene en llamar conservadores, pues pretende conservar en cierta medida privilegios heredados. Cuando comenzaron las revoluciones, francesa y marxistas después, el pueblo guiado por intelectuales se levantó contra estas castas despóticas y privilegiadas e instauraron lo que ellos mismos denominaron la “dictadura del proletariado”. El pueblo tantos siglos oprimido y explotado, tomaba revancha e imponía su autoridad, es decir, conquistaban el estado y con ello el poder. Ahora los nuevos propietarios de la institución le dan un giro absoluto a su uso. Si durante siglos el estado no se había preocupado para nada de los individuos a no ser para sacarles provecho, ahora será todo lo contrario, el estado planificará la vida de los ciudadanos, la propiedad privada será abolida y todo, ciudadanos, vidas, haciendas y medios de producción son propiedad del estado. El ciudadano ya no tiene que preocuparse de nada porque el estado piensa y dispone por él. Todos los ámbitos quedan intervenidos, esta forma de estado es la propia de lo que se denomina progresistas, se autodenominan así porque conciben esta forma de organización como un progreso para la humanidad.
Históricamente, la connotación política de los términos “derecha “ e “izquierda” tuvo su origen en la Revolución Francesa, donde los moderados y liberales Girondinos se sentaban en la Asamblea Nacional del lado derecho, y los extremistas Jacobinos a la izquierda. Los derechistas Girondinos fueron quienes llevaron adelante la revolución liberal, aboliendo los privilegios de la nobleza, y estableciendo la igualdad ante la ley. Mientras que fue el ascenso al poder de los izquierdistas Jacobinos lo que terminó con el “período liberal” de la Revolución Francesa (1791-1793) dando comienzo al “Reino del Terror”.
Sin embargo en la actualidad dichos términos, izquierda y derecha, se identifican con progresistas y conservadores respectivamente.
Dependiendo de la finalidad del estado, administrar o planificar, podemos distinguir dos tipos bastante definidos.
Un estado administrativo cuyas funciones son las de administrar los recursos comunales, procurar la paz y  la seguridad, hacer cumplir las leyes y procurar la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos. Características de estados dirigidos por ideologías liberales.
Y el estado planificador, caracterizado por su intervencionismo en todos los ámbitos de la vida de los individuos, privado, económico, social o incluso moral. Bajo la premisa de la redistribución de los recursos y del bien común, el estado pasa a ser el actor principal y el individuo un actor secundario. Son los estados de tipo marxista, socialista y socialdemócratas en orden descendiente en cuanto al grado de intervencionismo.
La cualidad democrática  de un estado no tiene que ver tanto con la ideología como con la forma de elección de sus gobernantes, la democracia es un sistema de elección y de toma de decisiones, pero no una ideología filosófica en cuanto al propósito de gobierno. Un estado democrático puede ser perfectamente intervencionista aunque cuanto más intervencionista sea, también será menos democrático. Por el contrario un estado liberal difícilmente puede no ser democrático, ya que el respeto liberal por las libertades individuales impide que se puedan imponer gobiernos sin la libre elección de los ciudadanos, si eso fuera así sería cualquier cosa pero desde luego nunca un estado liberal.
De manera que podemos distinguir dos conceptos básicos en la forma de los estados, el estado finalista, o lo que es lo mismo: intervencionista. Que se propone la utilización de los medios estatales en pos de un fin más o menos loable. Y el estado liberal, que concibe a esta institución como la garante de las libertades y los derechos de los ciudadanos, pero que no se propone utilizar los medios estatales para la consecución de un fin determinado para todos los ciudadanos, sino que se limita a crear las condiciones de paz e igualdad de oportunidades para que los individuos puedan conseguir sus anhelos. Otra forma de distinción sería la del gobierno de los hombres, estados finalistas que se encaminan hacia un fin determinado por la mayoría en el poder. O gobierno de las leyes propio de los estados liberales, donde impera el estado de derecho y el orden necesario para la convivencia común de las distintas formas de entender la vida.

lunes, 7 de febrero de 2011

BANCA ÉTICA

Interesante conferencia sobre ética y economía, un poco larga pero merece la pena escucharla entera, así que poneros cómodos.
En ella se defiende cómo podemos cambiar las cosas, incluso la economía, empezando por nosotros mismos.



domingo, 6 de febrero de 2011

La reforma laboral que necesita España. Por Juan Ramón Rallo

"Muy pocos se atreven a decirlo, pero el derecho laboral es un bastardo moribundo de la peor retórica marxista del s. XIX, cristalizada en cruenta aberración legislativa en el XX. Las relaciones entre empresario y trabajador no tienen nada de especial, o al menos nada más especial que cualesquiera otras relaciones mercantiles o civiles."

Se trata de una legislación extraordinaria que sólo ha servido para aislar el mercado de trabajo del resto de la economía y conceder privilegios y poderes especiales sobre la vida interna de las empresas a sindicalistas, jueces y políticos.

No se trata de un fuero destinado a proteger a los trabajadores; el artículo 3.5 del Estatuto de los Trabajadores lo deja muy claro: "Los trabajadores no podrán disponer válidamente, antes o después de su adquisición, de los derechos que tengan reconocidos por disposiciones legales de derecho necesario. Tampoco podrán disponer válidamente de los derechos reconocidos como indisponibles por convenio colectivo".

El objeto mismo de la economía, la posibilidad de poder realizar intercambios sobre bienes, servicios o derechos, queda castrado de entrada. Para qué sirve un mercado en el que no puedo vender mis vacaciones a cambio de cobrar un 10% más al mes, o renunciar a mi indemnización por despido a cambio de una hora menos de trabajo al día, o aceptar una rebaja salarial para contener la necesidad de un despido colectivo que me afectará de lleno... es una incógnita que todavía no nos han resuelto sus defensores.

Al privarle de cualquier margen negociador, el trabajador, aquel al que se dice defender, se convierte en rehén de lo que pacten en su nombre políticos y sindicatos; como si todos los obreros se encontraran sometidos a las mismas contingencias y circunstancias particulares, y como si Zapatero, el vicepresidente Méndez y el apuntador Toxo tuvieran el más mínimo interés en su bienestar. Al cabo, lo que sucede es que hay muchas bocas que alimentar a costa de trabajadores y empresarios pero con la excusa de proteger los intereses de ambos, de modo que hay que conservar toda la arquitectura jurídica que reprime su autonomía.
Porque sí, el artículo 1.255 del Código Civil consagra el muy liberal principio de la autonomía de la voluntad –"los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral ni al orden público"–, pero parece que para nuestros leguleyos los trabajadores, o no deben ser autónomos, o deben carecer de voluntad propia. Sólo así se explica que el derecho laboral se pase por el forro el derecho civil y, con él, la libertad para pactar entre dos personas, sea reputada a efectos contractuales una trabajador y la otra empresario, o no.

El argumento que habitualmente se aduce para justificar semejante anomalía es que los obreros se hallan en situación de inferioridad frente a los malvados capitalistas. Habrá que entender, entonces, que cuando un trabajador amenaza al empresario con largarse a otra compañía si no ve mejoradas sus condiciones laborales, deberá ser reprimido con saña por aprovecharse de su posición de preeminencia sobre la de un pobre patrón en situación de inferioridad; o, extrapolando el disparate a otros mercados, habrá que prohibir las rebajas, donde los consumidores están en situación de superioridad frente a los minoristas, o incluso las ejecuciones hipotecarias, donde el deudor está en peores condiciones para negociar que el acreedor.

Si nos abstraemos un momento de los tremendismos dickensianos, deberíamos darnos cuenta de que el laboral no es un intercambio distinto a cualquier otro. El trabajador ofrece prestar el servicio concreto que el empresario le pide y éste le adelanta un salario antes incluso de recuperar por entero la inversión que ha realizado para que aquél pueda prestar dicho servicio. El uno cobra de inmediato y sin incertidumbres, calentándose poco la cabeza, y el otro gana dinero más tarde, luego de afrontar graves riesgos y sólo si es capaz de satisfacer en cada momento a sus clientes mejor que la competencia.

Que el primero necesita que le adelanten el salario es evidente; tanto como que el segundo pierde dinero si, tras acometer parte de sus inversiones, no consigue ponerlas en funcionamiento contratando mano de obra suficientemente cualificada.

Luego está aquello de que el trabajador se muere de hambre si no encuentra empleo, mientras el empresario puede esperar tranquilamente sentado hasta que aquél acepte unas condiciones laborales de miseria. No es ya que se trate de una preocupación hipócrita por parte de quienes han privado a los proletarios, impuestos y Seguridad Social mediante, de cualquier posibilidad de amasarse un patrimonio con el que poder quedarse desempleado sin caer automáticamente en la inanición, sino que además nada impide al obrero buscar un empleo con buenas condiciones, no ya desde el paro y la miseria, sino desde otro puesto de trabajo que le proporcione sustento. Teniendo una renta salarial con la que satisfacer sus necesidades básicas, ¿qué impide al trabajador negociar mejores condiciones con otro empresario? En realidad nada, pero a nuestros agentes sociales todavía les sale a cuenta azuzar el miedo a una inexistente ley de hierro de los salarios. El precio de semejante chiringuito, desde luego, no es desdeñable. En España, cinco millones de parados y creciendo.
Tal ha sido la ruina del derecho laboral, que los keynesianos tuvieron que inventarse una explicación para justificar la miseria a que condenaban las regulaciones a la clase obrera: en realidad, se nos dijo, no eran las rigideces en el mercado de trabajo lo que explican el paro, sino la insuficiente demanda agregada. Corbacho volvió a insistir en este sofisma la semana pasada: la reforma laboral no crea empleo, pues para ello tendremos que volver a crecer.

Pero nadie explica por qué no se ha producido nada parecido al desempleo en el mercado de materias primas, conceptualmente igual al laboral. ¿Saben la razón de por qué todo aquel productor de petróleo, gas, cobre, hierro o estaño que quiere vender puede hacerlo, y en cambio no todo trabajador que quiera trabajar puede encontrar un empleo? Porque los mercados de materias primas son lo suficientemente flexibles como para adaptarse de inmediato a cambios drásticos en su demanda. Ya ven, el petróleo subió hasta los 150 dólares en julio de 2008, y apenas un año después, con el estallido de la crisis, cayó por debajo de los 40, para remontar en la actualidad hasta los 80.

¿Se imaginan una flexibilidad laboral tal? Ya les digo: no tendríamos problemas de desempleo, ni de déficits, ni de desplomes agudos de la producción. Puede que muchos no soportaran ver reducido su salario un 60% durante unos meses; es comprensible, y no les culpo. El problema es que, como durante esos meses los empresarios que les abonan sus salarios pueden haber visto caer sus beneficios no en un 60%, sino en un 100%, su cerrazón a la hora de aceptar un cambio transitorio en sus condiciones laborales les conducirá al desempleo, les guste o no.

Claro que, junto a quienes se comportarían en un marco laboral flexible igual que como lo hacen en uno extremadamente rígido, habría otros que muy probablemente tratarían de adaptarse lo antes posible a las nuevas circunstancias. El problema no consiste, pues, en que quien quiera cobrar más de lo que se le puede pagar termine desempleado en ambos escenarios, sino en que no se permite al resto algo tan simple como elegir si aceptan una rebaja salarial a cambio de seguir empleados. Tal es el absurdo de nuestra legislación laboral, que prefiere el desempleo a una minoración de lo que ella, de manera poco rigurosa, denomina derechos de los trabajadores. ¿Pero cómo van a ser ciertas prebendas derechos de los trabajadores, cuando impiden a los trabajadores aquello que les califica como trabajadores, es decir, trabajar?

Más allá de los parches que se quieran añadir al lacerante derecho laboral para frenar un poco la hemorragia –rebajar un poquito una indemnización del despido que debería costar no 45, 33, 12 ó 0 días, sino lo que pactaran ambas partes en el contrato, o posibilitar el descuelgue de unos convenios colectivos impuestos a las partes–, la reforma laboral que realmente necesita España pasa por cargarse in toto el derecho laboral; o más sencillo: en lugar de elevarlo a la categoría de derecho imperativo, hay que tratarlo como se trata a la mayoría de preceptos del Código Civil: como derecho dispositivo, esto es, aplicable salvo pacto en contrario por las partes.

Con un proyecto de ley de un solo artículo bastaría. Pero para qué simplificar el derecho y la economía, cuando podemos embarullar ambas hasta el punto de destruir el mercado laboral y las expectativas sociales de millones de personas. Antes muertos que sencillos. 

martes, 1 de febrero de 2011

BASES PARA UNA REFORMA CONSTITUCIONAL, ALBERTO RECARTE


Alberto Recarte propone una reforma constitucional que acabe con la partitocracia




En un abarrotado Ateneo de Madrid, el presidente de Libertad Digital, Alberto Recarte, pronunció una conferencia en la que explicó su propuesta de bases para la reforma constitucional.

Como punto de partida, Recarte formuló un diagnóstico de la crisis que ha llevado a España a una situación de emergencia. El presidente de LD distinguió dos planos: por un lado el origen de la crisis, que sitúa en la política monetaria expansiva de los bancos centrales, y, en segundo lugar, los problemas de carácter estructural e institucional que en España han acrecentado la crisis y, a su vez, impiden que se lleven a cabo las reformas de calado que necesita el país. Ambos casos, en opinión de Recarte, vienen determinados por las carencias de la Constitución, ya sea de origen, como es el caso de la política monetaria, al no existir reglas específicas en el texto constitucional; o bien por la irresponsabilidad de las instituciones, principalmente los partidos políticos por su "populismo", encargadas del desarrollo de la norma constitucional.

Recarte señaló los principales problemas económicos a los que se enfrenta España:

1. El funcionamiento del euro y la política monetaria y crediticia del Banco Central Europeo.
2. La solvencia y la liquidez del Sistema Financiero español; en particular de las Cajas de Ahorro.
3. El déficit y el endeudamiento de las Comunidades Autónomas. Además, en menor grado, al menos cuantitativamente, la situación de insolvencia de muchos de los 8.108 ayuntamientos españoles. Igualmente preocupante es el déficit y la deuda de la Administración Central y de sus organismos autónomos, como la Seguridad Social y el Servicio Público de Empleo Estatal.
4. El funcionamiento del mercado de trabajo, que es una de las causas de que en España el empleo sea escaso y de que no existan empresas de tamaño medio y grande, lo que dificulta el aumento de la productividad y competitividad de la economía. El papel destructivo de los sindicatos en relación con todas esas carencias es mayor del que se imagina, pues su financiación les permite no tener que responder ante nadie de lo acertado o erróneo de sus actuaciones. Y no está de más recordar que los sindicatos son las únicas sociedades que nunca han publicado sus cuentas, a pesar de nutrirse, básicamente, de subvenciones públicas.
5. La corrupción en las Administraciones Públicas. Un problema de mayor envergadura en las entidades locales, pero que también aparece en las autonomías y en la Administración central.
6. La irresponsabilidad fiscal. Se manifiesta sobre todo en las autonomías pero también en los entes locales. En el caso de las autonomías, la irresponsabilidad está alentada por la forma en que se financian, pues entre un 80% y un 90% de sus ingresos son impuestos estatales cedidos, total o parcialmente. El origen de la irresponsabilidad es la política de los partidos nacionales mayoritarios de transferir cada vez mayores competencias exclusivas del estado a las autonomías, acompañadas de una mayor transferencia de recursos financieros, así como de dotarlas de capacidad normativa, junto a la renuncia a controlar el ejercicio de esas competencias.

A juicio de Alberto Recarte, la irresponsabilidad de los partidos políticos no puede explicar por sí sola el deterioro institucional, sino que existen vicios de origen en el propio texto constitucional que lo han permitido. En buena parte, considera Recarte, se debe a la coyuntura en la que se elaboró la Constitución de 1978: "Permitió pasar de la dictadura a la democracia sin solución de continuidad. Pero la mayoría de los partidos políticos que la discutieron y articularon estaban muy lejos de defender un sistema de poderes y contrapoderes que impidiera la concentración de todo el poder en el ejecutivo".

Otro factor determinante es que "el espacio europeo era intelectualmente propicio, en esos años –con la excepción del Reino Unido, donde ya había comenzado la revolución liberal-conservadora-, a los que defendían políticas económicas de intervención pública. Parecía que el socialismo real funcionaba y que el keynesianismo hidráulico sería capaz de superar la crisis del petróleo".

Pero en España esta pulsión estatalista –señala Recarte– no derivó en "un intervencionismo del estado central" al uso, por "el renacimiento de los nacionalismos en el País Vasco y Cataluña. El terrorismo de ETA se condenaba, pero se comprendía. El nacionalismo catalán, con o sin terrorismo, se respetaba. La mayoría de los partidos, y de los dirigentes políticos, creían que la oposición de los nacionalistas al franquismo durante su última década, entre 1966 y 1976, debería tener un "reconocimiento constitucional".

A esto hay que sumar como "factor diferenciador", en opinión de Recarte, "el papel protagonista del Rey, tras la muerte de Franco y el de una UCD, liderada por Adolfo Suárez, decidida a democratizar España, dirigiendo una transición que pasara "de la ley a la ley" y que tenía como objetivo elaborar un texto constitucional en el que cupieran todas las sensibilidades y disparidades; con el que fuera posible planificar la economía, si eso era lo que querían la mayoría de los españoles y que los nacionalistas pudieran apoyar, porque reconocía competencias exclusivas de las autonomías y la posibilidad de lograr la transferencia de competencias exclusivas del estado".

Recarte hace especial énfasis en "la desconfianza en el poder judicial. Por razones de orden histórico, porque los jueces eran los del franquismo, y por razones ideológicas, porque ni los nacionalistas ni los progresistas del PCE ni del PSOE estaban dispuestos a que las disposiciones legales aprobadas por la Cámara, por la mayoría suficiente, fueran interpretadas por otro poder". Lo que explica que se limitasen "los poderes del Tribunal Supremo superponiendo a éste, por una interpretación del propio Tribunal Constitucional, incluso en cuestiones puramente jurídicas, un Tribunal Constitucional de carácter político y se permitió, en el propio texto constitucional, que en el futuro se intensificara el control político sobre los nombramientos de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, lo que ocurrió con la primera mayoría absoluta del PSOE".

Y el factor que para Recarte resulta más "determinante". Lo que habitualmente definimos como partitocracia, determinada para Recarte por "una ley electoral de 1976, preconstitucional, que condiciona la representación parlamentaria de los partidos nacionales y nacionalistas, primando las mayorías en todos los casos sobre la representación de las opciones minoritarias" y dejar en manos de los partidos "la elección de los miembros del Tribunal Constitucional, del Consejo General del Poder Judicial y el contenido de los Estatutos de Autonomía, regulados en el Título VIII de la Constitución; entre otras muchas funciones. Y por esta vía se ha reinterpretado la Constitución y desmembrado el Estado". Lo que ha provocado que, aunque "los partidos políticos estén obligados a mantener, constitucionalmente, un sistema de la democracia interna, ésta no se respeta. En la práctica, no existe ningún otro órgano independiente que pueda exigírsela".

Recarte explicó que estos vicios de origen en la redacción del texto constitucional han tenido como consecuencia que:

- La monarquía parlamentaria se ha transformado en un régimen en el que el ejecutivo y el legislativo son un solo poder y en el que el poder judicial no es independiente. La Jefatura del Estado es sólo un símbolo. El Tribunal Constitucional decide que quiere decir la Constitución en función de las vinculaciones de los vocales de dicho Tribunal.
Los partidos políticos, nacionales y nacionalistas, junto con los sindicatos, han heredado el poder de la clase dirigente del franquismo. Un poder que se revalida en las elecciones democráticas, pero que tiene resortes legales y presupuestarios para hacerse inamovible. Lo más característico de este poder heredado es que ningún representante popular –ni siquiera los senadores- es elegido directamente por la población. El poder no se ejerce como en el franquismo, sin respeto a la democracia ni a las libertades, sino a través de un intervencionismo legal que dificulta la actuación independiente, política, social o empresarial, de los que tienen opiniones diferentes a los partidos que ocupan el poder en cada momento.
Las autonomías han recibido la transferencia de muchas de las competencias exclusivas del estado, junto con los recursos financieros suficientes para ejercerlas, tal y como preveía la Constitución. La que no se ha cumplido es la obligación, también constitucional, de controlar la forma en que se ejercen esas competencias.

Para abordar la reforma constitucional, Recarte señaló que sólo hay una vía: "modificar el Título X de la Constitución, el que regula las reformas constitucionales", blindando cualquier cambio a la mayoría de Congreso y Senado, o, en otras palabras, la voluntad de los partidos políticos.

Los objetivos que marca Recarte para la reforma son:

- Simplificar la posibilidad de hacer reformas de todo tipo, políticas y económicas, acudiendo, mucho más directamente, a la convocatoria de referéndums y evitando la necesidad de mayorías cualificadas, incluso de votaciones, en las dos Cámaras, para lo cual sería necesario modificar el artículo 166 de la propia Constitución, así como los siguientes, el 167 y el 168. Esta reforma constitucional permitiría que nuestra norma constitucional se adaptara a las necesidades políticas y económicas de España en cada momento. La dificultad para hacerlo es que sólo los partidos políticos tienen, según la propia Constitución, capacidad para proponerlo y que sólo si se aprueba por la mayoría cualificada de 2/3 partes del Congreso y la mayoría absoluta del Senado se podría someter a referéndum un cambio de esa naturaleza. Sería igualmente necesario pero es, sin duda, aún más complicado, que se reconociera la independencia del poder judicial y que el Tribunal Supremo sustituyera al Tribunal Constitucional, –que tendría que desaparecer–, como único intérprete de la Constitución.
- Aunque no es conveniente llevar muchos otros temas económicos al texto constitucional hay algunos que deberían aparecer: la prohibición de financiación presupuestaria de los partidos políticos y la de los sindicatos y organizaciones empresariales así como las competencias exclusivas del estado, revisadas y que no son transferibles en ningún caso, así como recuperar algunas necesarias para poder desarrollar una política económica nacional.
- Finalmente, será en su momento imprescindible, modificar el texto constitucional y someterlo a referéndum, para que la Unión Monetaria pueda, legalmente, condicionar la política presupuestaria, la supervisión bancaria y la participación y utilización del actual Fondo de Rescate, máxime si se transforma en un Fondo permanente. Si este referéndum se celebrara, habría que aprovechar para reformar, al menos, los artículos de la Constitución que tienen contenido económico y que han sido modificadas por los Tratados con la Unión Europea y la Unión Monetaria Europea.

En definitiva, una amplia propuesta reformista que Recarte considera imprescindible para "plantear la auténtica reforma pendiente, la que consagra la independencia del poder judicial". Sin embargo, se mostró pesimista por la dificultad de llevar a cabo la misma, ya que tienen que ser los propios partidos quienes renuncien a su poder modificando el Título X, en un círculo vicioso de difícil salida.

Al término de la conferencia tuvo lugar un animado e interesante coloquio con algunos de los muchos asistentes, que coincidieron en la necesidad de abordar una reforma constitucional.