Juan J. Molina

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domingo, 6 de febrero de 2011

La reforma laboral que necesita España. Por Juan Ramón Rallo

"Muy pocos se atreven a decirlo, pero el derecho laboral es un bastardo moribundo de la peor retórica marxista del s. XIX, cristalizada en cruenta aberración legislativa en el XX. Las relaciones entre empresario y trabajador no tienen nada de especial, o al menos nada más especial que cualesquiera otras relaciones mercantiles o civiles."

Se trata de una legislación extraordinaria que sólo ha servido para aislar el mercado de trabajo del resto de la economía y conceder privilegios y poderes especiales sobre la vida interna de las empresas a sindicalistas, jueces y políticos.

No se trata de un fuero destinado a proteger a los trabajadores; el artículo 3.5 del Estatuto de los Trabajadores lo deja muy claro: "Los trabajadores no podrán disponer válidamente, antes o después de su adquisición, de los derechos que tengan reconocidos por disposiciones legales de derecho necesario. Tampoco podrán disponer válidamente de los derechos reconocidos como indisponibles por convenio colectivo".

El objeto mismo de la economía, la posibilidad de poder realizar intercambios sobre bienes, servicios o derechos, queda castrado de entrada. Para qué sirve un mercado en el que no puedo vender mis vacaciones a cambio de cobrar un 10% más al mes, o renunciar a mi indemnización por despido a cambio de una hora menos de trabajo al día, o aceptar una rebaja salarial para contener la necesidad de un despido colectivo que me afectará de lleno... es una incógnita que todavía no nos han resuelto sus defensores.

Al privarle de cualquier margen negociador, el trabajador, aquel al que se dice defender, se convierte en rehén de lo que pacten en su nombre políticos y sindicatos; como si todos los obreros se encontraran sometidos a las mismas contingencias y circunstancias particulares, y como si Zapatero, el vicepresidente Méndez y el apuntador Toxo tuvieran el más mínimo interés en su bienestar. Al cabo, lo que sucede es que hay muchas bocas que alimentar a costa de trabajadores y empresarios pero con la excusa de proteger los intereses de ambos, de modo que hay que conservar toda la arquitectura jurídica que reprime su autonomía.
Porque sí, el artículo 1.255 del Código Civil consagra el muy liberal principio de la autonomía de la voluntad –"los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral ni al orden público"–, pero parece que para nuestros leguleyos los trabajadores, o no deben ser autónomos, o deben carecer de voluntad propia. Sólo así se explica que el derecho laboral se pase por el forro el derecho civil y, con él, la libertad para pactar entre dos personas, sea reputada a efectos contractuales una trabajador y la otra empresario, o no.

El argumento que habitualmente se aduce para justificar semejante anomalía es que los obreros se hallan en situación de inferioridad frente a los malvados capitalistas. Habrá que entender, entonces, que cuando un trabajador amenaza al empresario con largarse a otra compañía si no ve mejoradas sus condiciones laborales, deberá ser reprimido con saña por aprovecharse de su posición de preeminencia sobre la de un pobre patrón en situación de inferioridad; o, extrapolando el disparate a otros mercados, habrá que prohibir las rebajas, donde los consumidores están en situación de superioridad frente a los minoristas, o incluso las ejecuciones hipotecarias, donde el deudor está en peores condiciones para negociar que el acreedor.

Si nos abstraemos un momento de los tremendismos dickensianos, deberíamos darnos cuenta de que el laboral no es un intercambio distinto a cualquier otro. El trabajador ofrece prestar el servicio concreto que el empresario le pide y éste le adelanta un salario antes incluso de recuperar por entero la inversión que ha realizado para que aquél pueda prestar dicho servicio. El uno cobra de inmediato y sin incertidumbres, calentándose poco la cabeza, y el otro gana dinero más tarde, luego de afrontar graves riesgos y sólo si es capaz de satisfacer en cada momento a sus clientes mejor que la competencia.

Que el primero necesita que le adelanten el salario es evidente; tanto como que el segundo pierde dinero si, tras acometer parte de sus inversiones, no consigue ponerlas en funcionamiento contratando mano de obra suficientemente cualificada.

Luego está aquello de que el trabajador se muere de hambre si no encuentra empleo, mientras el empresario puede esperar tranquilamente sentado hasta que aquél acepte unas condiciones laborales de miseria. No es ya que se trate de una preocupación hipócrita por parte de quienes han privado a los proletarios, impuestos y Seguridad Social mediante, de cualquier posibilidad de amasarse un patrimonio con el que poder quedarse desempleado sin caer automáticamente en la inanición, sino que además nada impide al obrero buscar un empleo con buenas condiciones, no ya desde el paro y la miseria, sino desde otro puesto de trabajo que le proporcione sustento. Teniendo una renta salarial con la que satisfacer sus necesidades básicas, ¿qué impide al trabajador negociar mejores condiciones con otro empresario? En realidad nada, pero a nuestros agentes sociales todavía les sale a cuenta azuzar el miedo a una inexistente ley de hierro de los salarios. El precio de semejante chiringuito, desde luego, no es desdeñable. En España, cinco millones de parados y creciendo.
Tal ha sido la ruina del derecho laboral, que los keynesianos tuvieron que inventarse una explicación para justificar la miseria a que condenaban las regulaciones a la clase obrera: en realidad, se nos dijo, no eran las rigideces en el mercado de trabajo lo que explican el paro, sino la insuficiente demanda agregada. Corbacho volvió a insistir en este sofisma la semana pasada: la reforma laboral no crea empleo, pues para ello tendremos que volver a crecer.

Pero nadie explica por qué no se ha producido nada parecido al desempleo en el mercado de materias primas, conceptualmente igual al laboral. ¿Saben la razón de por qué todo aquel productor de petróleo, gas, cobre, hierro o estaño que quiere vender puede hacerlo, y en cambio no todo trabajador que quiera trabajar puede encontrar un empleo? Porque los mercados de materias primas son lo suficientemente flexibles como para adaptarse de inmediato a cambios drásticos en su demanda. Ya ven, el petróleo subió hasta los 150 dólares en julio de 2008, y apenas un año después, con el estallido de la crisis, cayó por debajo de los 40, para remontar en la actualidad hasta los 80.

¿Se imaginan una flexibilidad laboral tal? Ya les digo: no tendríamos problemas de desempleo, ni de déficits, ni de desplomes agudos de la producción. Puede que muchos no soportaran ver reducido su salario un 60% durante unos meses; es comprensible, y no les culpo. El problema es que, como durante esos meses los empresarios que les abonan sus salarios pueden haber visto caer sus beneficios no en un 60%, sino en un 100%, su cerrazón a la hora de aceptar un cambio transitorio en sus condiciones laborales les conducirá al desempleo, les guste o no.

Claro que, junto a quienes se comportarían en un marco laboral flexible igual que como lo hacen en uno extremadamente rígido, habría otros que muy probablemente tratarían de adaptarse lo antes posible a las nuevas circunstancias. El problema no consiste, pues, en que quien quiera cobrar más de lo que se le puede pagar termine desempleado en ambos escenarios, sino en que no se permite al resto algo tan simple como elegir si aceptan una rebaja salarial a cambio de seguir empleados. Tal es el absurdo de nuestra legislación laboral, que prefiere el desempleo a una minoración de lo que ella, de manera poco rigurosa, denomina derechos de los trabajadores. ¿Pero cómo van a ser ciertas prebendas derechos de los trabajadores, cuando impiden a los trabajadores aquello que les califica como trabajadores, es decir, trabajar?

Más allá de los parches que se quieran añadir al lacerante derecho laboral para frenar un poco la hemorragia –rebajar un poquito una indemnización del despido que debería costar no 45, 33, 12 ó 0 días, sino lo que pactaran ambas partes en el contrato, o posibilitar el descuelgue de unos convenios colectivos impuestos a las partes–, la reforma laboral que realmente necesita España pasa por cargarse in toto el derecho laboral; o más sencillo: en lugar de elevarlo a la categoría de derecho imperativo, hay que tratarlo como se trata a la mayoría de preceptos del Código Civil: como derecho dispositivo, esto es, aplicable salvo pacto en contrario por las partes.

Con un proyecto de ley de un solo artículo bastaría. Pero para qué simplificar el derecho y la economía, cuando podemos embarullar ambas hasta el punto de destruir el mercado laboral y las expectativas sociales de millones de personas. Antes muertos que sencillos. 

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