Juan J. Molina

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Juan J. Molina

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Sobre el concepto de pensamiento español Fragmento de España frente a Europa, Gustavo Bueno




Supuesto que el término «pensamiento» pueda entenderse ya sea en un plano psicológico-subjetivo (aquel en el que tienen lugar las «cavilaciones», los «cálculos» o las «reflexiones» privadas de los individuos), ya sea en un plano social-objetivo (el del pensamiento público, hablado o escrito, mediante el cual unos grupos se dirigen a otros grupos sociales, a través de los individuos); y supuesto que dejamos de lado los «pensamientos subjetivos» de los españoles, para atenernos a los pensamientos públicos y publicados (sobre todo por escrito), dado que sólo de este «pensamiento público» tenemos constancia histórica, la cuestión que nos plantea la expresión «pensamiento español» puede comenzar a ser tratada discriminando las acepciones del predicado «español» que, ya sean por sí mismas, ya sea conjuntamente con otras, puedan considerarse como más pertinentes o significativas en la determinación del «pensamiento público».
Ahora bien: el adjetivo «español» tiene tres acepciones principales bien diferenciadas, en principio al menos, dado el carácter borroso de sus límites, y la naturaleza polémica de sus determinaciones concretas. Denominaremos a estas acepciones:
1. la acepción geográfico-histórica
2. la acepción histórico-social, y
3. la acepción lingüístico-oficial.
La complejidad de las relaciones entre estas acepciones y el carácter «escabroso», por decirlo así, y polémico, de su análisis están a la vista de todos. El hecho de que las denominaciones que proponemos utilicen construcciones binarias («geográfico-histórico», «histórico-social», «lingüístico-oficial») ha de verse como un reconocimiento del carácter polémico, en sus planos respectivos, de los conceptos correspondientes.
Así, la construcción «geográfico-histórico» podría en efecto considerarse como redundante, si se sostiene la tesis de que los conceptos geográficos, en cuanto conceptos morfológicos que no pertenecen al campo de la Geología, son siempre históricos, antropológicos. Pero lo cierto es que los conceptos morfológicos geográficos se utilizan muchas veces en contextos geológicos, como cuando se habla de «península ibérica» en la teoría geológica de placas; ello justifica la redundancia de referencia.
Otro tanto hay que decir de la construcción «histórico-social»: ¿cómo podría hablarse de Historia al margen de la consideración de las sociedades humanas? Pero lo cierto es que Historia también se utiliza en otros contextos en los cuales, al menos por abstracción, las referencias sociológicas quedan en «perspectiva oblicua», como cuando se habla de la «Historia interna de las matemáticas», o incluso de la «Historia de la cultura», en cuanto contradistinta de la «Historia social».
En cuanto a la construcción «lingüístico-oficial» se justifica porque las determinaciones lingüísticas del adjetivo «español» se encuentran en el centro de las polémicas más vivas en la actualidad: para una de las partes contendientes, el adjetivo «español», como determinación lingüística, ha de ser predicado de todos los idiomas peninsulares, y así el gallego es un idioma español, como lo es el catalán, el valenciano, el vasco o el castellano; para gallegos, catalanes, vascos, hablar de español en lugar de hablar de castellano es un insulto, si es que se consideran tan españoles como los castellanos, cuando hablan gallego o valenciano o vasco. Otro partido, en cambio, ya no se considerará español cuando habla euskera, considerando indiferente que se utilice el adjetivo español o castellano. Pero otros, y son la mayoría, defenderán la tesis de que el adjetivo español habrá de entenderse como una determinación lingüística que se refiere al idioma oficial (por ejemplo, en virtud del artículo 3 de la Constitución de 1978) de todos los españoles, si se quiere, de los ciudadanos del Estado español. Por ello, y para distinguir, por un criterio tomado de instancias externas a las partes en polémica, a esta acepción, nos acogemos al criterio de la oficialidad jurídico política; oficialidad reforzada también por el hecho fundamental de que esta acepción del adjetivo «español» está recogida, aunque no exclusivamente, por la Academia de la Lengua Española, y es la acepción más extendida entre los países americanos y en la terminología del derecho internacional.
«Español», según su acepción geográfica, tiene que ver con todo aquello que se desarrolla en la Península Ibérica, incluyendo a veces a Portugal e islas adyacentes, pero dentro de unos intervalos históricos determinados, aunque borrosos. No basta que algo haya tenido lugar en esta circunscripción geográfica para que pueda ser denominado español, salvo por denominación extrínseca. Los hombres de Atapuerca no son «españoles», en la acepción segunda y tercera, como tampoco, menos aún, cabría decir son burgaleses. Tampoco son «españoles» los pintores de Altamira, ni las gentes que construyeron las casas circulares de Santa Tecla (fueran o no celtas). Por ello, es conveniente utilizar aquí el término «Península Ibérica», como suele hacerse, cuando se quiere subrayar el aspecto geográfico estricto y restringir el adjetivo «español», incluso en su acepción geográfica, a los intervalos históricos en los cuales la «geografía» haya servido de asiento a una «sociedad española» ya constituida, es decir, a lo «español» en la acepción segunda, la sociológica; dicho de otro modo, cuando la «geología» haya experimentado las modificaciones pertinentes para convertirse en «paisaje» característico de esa sociedad. Sólo entonces, cuando pueda decirse que la sociedad peninsular moldeó un «paisaje» que, a su vez, contribuyó a conformar la sociedad peninsular, tendrá pleno sentido hablar de «geografía española».
«Español», en su acepción histórico-sociológica es predicado que debe ir referido a una sociedad o a diferentes sociedades entrelazadas de algún modo en una «sociedad española». Ahora bien, la variedad de opiniones acerca de los límites históricos en los cuales puede ser circunscrita esta sociedad, susceptible de recibir internamente el predicado «español», es tan grande que sólo me queda en esta ocasión declarar la mía propia. El criterio principal en el que se fundamenta la opinión que vamos a exponer es este: que el concepto de una sociedad española, en su sentido más general (es decir, prescindiendo de sus determinaciones políticas e incluso lingüísticas, en alguna medida) es un «concepto de escala» paralelo a conceptos tales como «sociedad francesa» o como «sociedad italiana». Admitir este paralelismo implica reconocernos situados en unas coordenadas históricas en función de las cuales pueda conservar algún sentido preciso la delimitación de esa «sociedad española» respecto de sus congéneres de escala.
Ahora bien, tales coordenadas, que se dibujan ya muy claras a partir de los siglos XIII en adelante (el adjetivo «español», como designativo de hombres pertenecientes a una sociedad diferenciada, aparece hacia el siglo XII) y llegan a nuestros días, se desdibujan a medida que regresamos en la línea del curso histórico. Se mantienen en tanto podemos identificar formalmente a las sociedades precursoras inmediatas, pero desaparecen cuando los criterios de identificación se hacen excesivamente heterogéneos. Así, no cabe hablar de una sociedad española en épocas prerromanas. Ni siquiera en la época romana, cuando Hispania se dibujó como una circunscripción administrativa de la República o del Imperio (una diócesis, en la época de Diocleciano), cabría hablar de «sociedad española», porque los hispani se relacionaban entre sí, ante todo, a través de Roma, como colonias o ulteriormente como ciudades romanas. Según esto, desde el punto de vista sociológico, ni Séneca ni Trajano podrían llamarse españoles, sino romanos.
¿Cabría tomar como línea divisoria a la monarquía visigoda? ¿Son ya españoles los hispanorromanos o los godos unificados bajo la corona de Leovigildo? Son, indudablemente, protoespañoles, a la manera como los hombres de Neanderthal son protohombres y los españoles se han modelado en gran medida a partir de ellos. Pero todavía no son españoles a la escala histórica presupuesta, porque aún no se han dibujado las coordenadas en las cuales habrá de definirse la sociedad española, a saber, las coordenadas cuyos ejes pasan principalmente por las sociedades europeas y las sociedades islámicas. Desde este punto de vista tampoco el pensamiento de San Isidoro, por ejemplo, podrá considerarse como un momento del pensamiento español, y esto dicho sin perjuicio del reconocimiento de la enorme influencia que a San Isidoro le corresponde en la composición del pensamiento español propiamente dicho.
Una nueva situación histórica y social se configura cuando, a raíz de la invasión musulmana, la monarquía visigoda queda fracturada y cuando los reinos sucesores se organizan en un mapa histórico diferente que los define tanto frente al imperio europeo (el de Carlomagno, o el de Otón) como frente al imperio islámico, y ello sin perjuicio de sus alianzas coyunturales. Hablaremos de una sociedad española «embrionaria», sin duda, a partir del siglo VIII. Una sociedad cuya evolución constante, no permite sin embargo subestimar la identidad de su situación.
«Español», en su acepción lingüística oficial, se refiere al idioma común que, tras un largo proceso histórico, hablan los miembros de esa sociedad que hemos llamado española. Pero puesto que en esta sociedad también se hablan idiomas «regionales», como el gallego, el vasco, el catalán o el valenciano, y teniendo en cuenta que Galicia, País Vasco, Cataluña o Valencia son regiones o nacionalidades de la misma escala que Castilla-León, ¿por qué no suprimir esta acepción del adjetivo «español» y llamar castellano al español? La respuesta me parece evidente: porque ello distorsionaría el sistema de relaciones realmente existentes entre las diferentes sociedades que hablan hoy este idioma, incluyendo las sociedades americanas o africanas.
En efecto: «castellano», referido al idioma, y esto se olvida con frecuencia, es ante todo un concepto histórico y no un concepto geográfico o político-administrativo. «Castellano» no es el idioma que «hoy» se habla en Castilla, como podría hablarse en la época de Gonzalo de Berceo; precisamente porque ese castellano, fuera o no una coiné, desbordó los límites de la Castilla histórica, y comenzó a constituirse en idioma nativo, y aun con características locales propias respecto de otras muchas circunscripciones de la sociedad española y, más tarde, de otras sociedades americanas, africanas o asiáticas. Por ello fue preciso desvincularlo de su origen, y al «español» no lo debiéramos llamar «castellano» de la misma manera a como al idioma italiano tampoco hoy se le denomina «toscano». Un idioma que, como el castellano, ha desbordado los límites de su territorio originario (si es que lo tuvo definidamente alguna vez), puede llegar a ser tan propio de quienes lo han asimilado como pudiera haberlo sido de sus primeros hablantes, y la circunstancia de haber nacido en Castilla o en La Rioja no confiere ningún privilegio, ni «título de propiedad», en lo que al idioma se refiere, a los castellanos o a los riojanos. El español que se habla en Extremadura, o en Andalucía, o en Galicia, y luego en Cuba o en Méjico, podrá ser tan genuino, dentro de sus modulaciones propias, como el español que llegue a hablarse en Castilla, una vez que haya experimentado las modulaciones correspondientes. En efecto, en Castilla seguirá hablándose el «castellano», pero como en Andalucía se habla el «andaluz» o en Cuba el «cubano». Todas estas modalidades son modulaciones del «español», y si se mantuviese para todas ellas la denominación de «castellano» quedaría sin nombre propio el español de la Castilla actual, salvo que ésta pretendiese mantener una hegemonía canónica, absurda en un idioma inter-nacional. Porque tan genuino es el español de Castilla, como el de Andalucía o el de Cuba, tan genuino como hombre es el hombre blanco, como el negro o el amarillo, aunque todos procedan de una raza precursora que acaso se aproximase más a alguna de las razas actuales que a otras. Quienes insisten en llamar castellano al español parecen empeñados en no querer reconocer la evolución de lo que fue un idioma local, una «especie generadora», en un idioma inter-nacional, en un «género», olvidando, al encastillarse en el pretérito, que en la evolución de los idiomas, como en la de las especies biológicas, las nuevas especies pueden seguir siendo tan genuinas como las especies generadoras, y que las nuevas modulaciones no constituyen necesariamente una de-generación de la especie originaria, sino acaso una regeneración del género que se está formando precisamente en ese proceso de «especiación».
Según esto, cuando aplicamos, y con toda propiedad, el predicado español a los idiomas regionales tales como el gallego, el catalán, el valenciano o el vasco, lo estaremos haciendo tomando «español» en su acepción segunda, la que tiene como referencia a la sociedad española. El idioma gallego es, desde luego, un idioma español, ante todo en su acepción primera, en el mismo sentido en que son también españolas las «rías gallegas».
Se trata ahora de confrontar los sentidos y las consecuencias que se derivan de la aplicación al «pensamiento» funcional o público de las diversas acepciones del adjetivo «español», aunque solamente la segunda y la tercera son pertinentes al caso.
Pero la aplicación abstracta o rígida de las diversas acepciones, utilizadas por separado, conduce a consecuencias incompatibles entre sí, y no siempre ajustables al concepto estricto de un pensamiento funcional, tal como lo venimos entendiendo. En efecto, si mantenemos como criterio ineludible de un pensamiento público su vinculación a la sociedad (a los marcos sociales) en los cuales funciona el pensamiento, es evidente que, en todo caso, el pensamiento español tendrá siempre que contar con la referencia a la sociedad española. Pero esta no es inmutable históricamente. Y así, en nuestros días, la expresión «pensamiento español» tendrá que dejar fuera de su extensión al pensamiento de los países americanos, aunque se exprese en español (en su sentido lingüístico) y tendrá que incluir desde luego al pensamiento gallego, catalán, valenciano o vasco aunque vengan expresados en idiomas distintos del español. Por consiguiente, también será pensamiento español el que figura en las obras de los escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII aunque estén escritas en latín.
En cambio, si se toma la acepción tercera del término «español», la lingüística, habrá que excluir de la extensión del pensamiento español no sólo al pensamiento gallego, catalán o valenciano, expresado en sus idiomas respectivos, sino que también habrá que excluir a los escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII, entre otros, que escribieron en latín.
Estas dos opciones son incompatibles, y no cabe decidirse por ninguna de ellas por razones «de principio». Lo que, por otra parte, hay que reconocer, tiene que ser así, cuando se advierte que estamos ante situaciones históricas y no ante taxonomías abstractas y ahistóricas. Las sociedades americanas podrán considerarse españolas, en su sentido histórico social y lingüístico, durante los siglos XVI, XVII y XVIII; todavía en la constitución de 1812, tanto quienes viven en la península como en ultramar son considerados como ciudadanos de la nación española. Sin embargo, a medida en que fue teniendo lugar la emancipación de las provincias americanas, con la diferenciación consiguiente de sus sociedades, la «sociedad española» fue circunscribiéndose al territorio peninsular y al de las islas adyacentes. Ya no será posible hablar de pensamiento español, aunque esté escrito en español, refiriéndose al México de Juárez o a la Venezuela de Simón Bolivar.
¿Cabría concluir de ahí que, por tanto, es necesario prescindir de la acepción tercera y utilizar únicamente la segunda en el momento de determinar el «pensamiento» social como «pensamiento español»? No, porque esta conclusión volvería a ser abstracta, ahistórica, meramente convencional, y, por tanto, pasaría por alto la vinculación interna que hemos establecido entre el pensamiento público y el lenguaje en el que se despliega, en tanto este lenguaje está dado en función del marco y del campo del pensamiento correspondiente.
Es en función de estos principios constitutivos de la idea de «pensamiento», en el sentido definido, como se hace preciso reclasificar, del modo más enérgico, los lenguajes según criterios que no se reduzcan a los que suelen ser usados en los atlas de geografía lingüística.
Dos criterios, relativamente independientes, disociables, aunque inseparables, habrá que tener presentes en función de las mismas sociedades concretas, localizadas por tanto en unas areas geográficas o territorios determinados:
Según un primer criterio, eminentemente sinalógico, los idiomas se clasificarán en:
I. Universales o comunes a las partes integrantes de la sociedad de referencia, y en
II. Particulares o propios de las partes integrantes de esa sociedad.
Según un segundo criterio, eminentemente isológico, los idiomas se clasificarán en:
A. Genéricos (a un conjunto de sociedades dadas), y
B. Específicos (respecto de una sociedad de referencia).
Ambos criterios pueden cruzarse, como se representa en la siguiente tabla:
Segundo criterio
Primer criterio
A
Genérico
B
Específico
I
Común (Universal)
Español
Latín
Æ
II
Particular
Æ
Gallego, Catalán, Vasco, Valenciano, &c.
En el caso del pensamiento español, entendido como un proceso histórico, podemos afirmar que la condición de común (I según el primer criterio) estuvo determinada por la condición de genérico (A según el segundo criterio) y, en parte también, recíprocamente.
Y que, consecuentemente, la condición de particular (II) está en estrecha conexión con la condición de específico (B) o, si se prefiere, recíprocamente.
Según esto, para el caso del pensamiento español, habrá que considerar, desde el primer criterio, como idiomas comunes de los españoles a lo largo de su historia, tanto al español como al latín. En efecto, el español y el latín han sido en el curso de los tiempos, los idiomas comunes (universales) a todos los españoles, es decir, idiomas cuyo marco es la propia sociedad española: el primero como idioma popular (román paladino) y efectivo, el segundo (el latín) como idioma de élite, selectivo. Pero, aunque selectivo, común a todos los españoles, a todas sus partes integrantes, en tanto que desde cualquier parte de la sociedad española, gallegos o catalanes, plebeyos o aristócratas, clérigos o civiles, podían hablar también o escribir en latín. Y, desde luego, el campo de estos idiomas comunes era genérico y no específico de la sociedad española. Nos parece evidente que la condición de «genérico» contribuyó, si no determinó, la condición «común» de estos idiomas.
En cambio los idiomas particulares (el gallego, el vasco, el catalán o el valenciano) han sido también idiomas específicos de esas sociedades o «nacionalidades»; jamás fueron idiomas genéricos a otras sociedades, jamás fueron, como el español o el latín, idiomas internacionales.
Dicho de otro modo, los cuadros IIA y IB son cuadros prácticamente vacíos, al menos para el pensamiento español histórico. No decimos que no puedan llenarse algún día. Decimos que hoy por hoy sólo son futuribles, y es desde este punto de vista desde donde podemos denominar al pensamiento español que transcurre a través del marco IA, como el pensamiento español efectivo o real; mientras que el pensamiento español que transcurre por el marco IIB será, hoy por hoy, sólo un «pensamiento virtual».
Si, por último, y desde la única perspectiva posible que cabe aquí utilizar, que es la histórica, examinamos combinadamente, desde los criterios lingüísticos y sociales, la realidad efectiva, es decir, el pensamiento español realmente existente desde un punto de vista histórico, obtenemos como resultado el siguiente: que el pensamiento español, en su sentido sociológico y funcional, expresado en idiomas particulares y específicos, ha sido mucho más débil, por no decir inexistente, a lo largo del curso histórico que el pensamiento español expresado en idiomas genéricos y comunes. No es, por tanto, que no haya existido pensamiento gallego o pensamiento vasco o pensamiento catalán; lo que ocurre es que este pensamiento ha utilizado como marco el idioma español o el latín, es decir, por tanto, los idiomas comunes de la sociedad española.
Así, las figuras más representativas del pensamiento gallego (a través de pensadores como Gómez Pereira, suponemos, Francisco Sánchez, Benito Feijoo, Ramón de la Sagra o Amor Ruibal) han escrito en latín o en español. La hermosa lengua gallega fue utilizada históricamente para la música o para la poesía (incluso por castellanos) pero no para el «pensamiento». E incluso lo mejor de esta poesía en gallego que hoy conservamos, como son las Cantigas de Santa María, no representarían tanto el espíritu gallego (si creemos a Xose María Dombarro Paz) cuanto el espíritu de la aristocracia feudal dominante en el Reino de Castilla.
Y si nos atenemos a los pensadores más reconocidos del país vasco, Unamuno o Zubiri, también hay que subrayar que ellos escribieron en español y no en euskera. En cuanto a la corona de Aragón-Cataluña, la situación es algo diferente. Raimundo Lulio o Eiximenis escriben en mallorquín o en valenciano; sin embargo Raimundo de Sabunde, o Luis Vives escriben en latín; y Jaime Balmes o Eugenio d'Ors escriben en español.
Gustavo Bueno, España frente a Europa,
Alba Editorial, Barcelona 1999, páginas 66-76.

martes, 29 de noviembre de 2011

Cultural Pluralism and Dilemmas of Justice Ithaca 2000 , Monique Deveaux




Basado en sus propias experiencias como ciudadana de Canadá – un país en el cual las minorías culturales juegan un importante papel en asuntos sociales y políticos – el libro de Monique Deveaux aparece como un trabajo sobresaliente en el área de ciencia política. »El presente trabajo es así un intento por evaluar y extender esfuerzos en teoría política para tratar el problema de la justicia para las minorías culturales.« (2) La principal observación que hace Deveaux se concentra en el tema de "apropiado respeto y reconocimiento para el pluralismo cultural", el cual puede ser realizado por medio de la aplicación de un "liberalismo deliberativo", una versión mejorada de la democracia liberal.
  De acuerdo a Deveaux, la propuesta presentada en su texto se fundamenta en una concepción más consistente (thicker) de democracia que la que los teóricos liberales normalmente emplean, una forma más participativa y dinámica de democracia. »Una concepción substantiva, deliberativa de democracia enfatiza la importancia de la participación de los ciudadanos en la vida pública y la necesidad de fomentar relaciones y prácticas políticas basadas en la reciprocidad, igualdad política, y respeto mutuo – todas cruciales para satisfacer exigencias básicas de justicia por parte de minorías nacionales y asimismo inmigrantes.« (5)
  El término "cultural" es problemático, reconoce Deveaux. La autora lo toma en su definición más amplia, tanto como para incluir a cualquier comunidad que comparta una identidad basada no en el activismo voluntario (como usualmente ocurre con movimientos gays y nuevos grupos religiosos), sino principalmente en la nacionalidad, etnicidad, lengua, y religión, entre otras características. En este sentido, Deveaux regularmente se refiere a minorías como los vascos, quebequenses, escoceses y galeses.
  Un término clave en la defensa de Deveaux de la democracia deliberativa es su crítica a las concepciones tradicionales de la democracia liberal – aquellas representadas por Rawls y Larsmore – que argumentan a favor de una "justicia liberal neutral". La clase de justicia defendida por Rawls y Larsmore requiere que los ciudadanos abandonen sus particulares visiones del mundo basadas en sus creencias religiosas y morales. Identificándose con el perfeccionismo liberal de Joseph Raz y Will Kymlicka, Deveaux argumenta en contra de la suspensión de las perspectivas religiosas y morales de los grupos, al discutir asuntos políticos. De acuerdo a esto, las diversas concepciones de lo bueno que tiene la gente no pueden ser simplemente apartadas de las discusiones políticas. Así, pues, la ética no puede permanecer aparte de la política.
  La noción de liberalismo deliberativo – una forma modificada del liberalismo democrático – permite a las minorías culturales a moldear sus propias instituciones públicas y políticas. Esto puede ser logrado – propone la autora – trasladando el centro de gravedad de la legitimidad democrática al debate real. En esta propuesta, Deveaux se basa parcialmente en la Etica del Discurso de Habermas, por la cual la aprobación de facto de todos los participantes, o al menos de la mayoría, legitima las normas y actuaciones públicas y políticas.
  Deveaux considera que la argumentación misma puede ofrecer una adecuada respuesta a los problemas de justicia cuando esta argumentación renuncia a los ideales de un completo consenso o a un diálogo sin restricciones de ningún tipo, al mismo tiempo que mantiene una actitud más abierta a las diversas formas en que se puede dar el discurso deliberativo. »Los méritos reales de la democracia deliberativa descansan no en el fin ilusorio del consenso social, ni en el ideal de un diálogo sin restricciones... sino más bien en la capacidad de este modelo para profundizar las prácticas democráticas en los Estados liberales.« (175-176) »En la concepción delimitada de democracia deliberativa por la cual argumento, el razonamiento y la deliberación son concebidos en términos de comunicación real entre las posiciones y creencias de los interlocutores, centrándose así la atención a procesos reales de argumentación moral.« (177)
  La apertura a la comunicación de orden moral en el debate público y nuestro reconocimiento de su importancia para moldear las normas e instituciones políticas de las minorías, parece resumir el punto de vista de Deveaux en torno al asunto. Las ideas de Deveaux se muestran apropiadas y bien argumentadas, colocando al liberalismo deliberativo como una opción viable a las teorías liberales tradicionales.




Ruling Barragán Yañez, Panamá
 




 http://lit.polylog.org/3/sdmbr-es.htm

viernes, 25 de noviembre de 2011

La cuadratura del círculo en economía, autor: PP de Murcia




Según el gobierno de la Comunidad autónoma de Murcia se van a bajar los presupuestos en sanidad 200 millones de € y 40 millones en educación. Sin embargo se van a mantener los mismos servicios y la misma calidad, se deduce por lo tanto, que esos 240 millones no eran necesarios o se malgastaban antes. Al mismo tiempo leemos en la prensa como se recorta el número de camas en los hospitales y en los institutos no hay ni para fotocopias, no hay quien se crea a esta gente, ni ellos mismos se creen lo que dicen y pronto veremos en nuestras propias carnes cómo se “mantienen igual” la calidad y los servicios con menos dinero.
Solo que ahora ya no está zapatero para echarle la culpa de todo, menos mal. El PP de Murcia sigue agazapado entre decir lo que piensa en boca de su presidente: ya que a su juicio ambos servicios, Sanidad y Educación, "no pueden ser soportados sólo por el presupuesto de una región o de una nación". Y el “Por qué no te callas” que le espetan desde Madrid cada vez que desde Murcia sale alguna declaración poco conveniente, no vaya a ser que alguien les monte una antiestética manifestación que estropee la fotografía de Rajoy coronándose en las Cortes.
Nada nuevo bajo el sol para los murcianos, si los últimos ocho años nos las dieron por la izquierda ahora nos van a venir todas por la derecha.

sábado, 19 de noviembre de 2011

¿Quién es el culpable del exceso de deuda privada? Juan Ramón Rallo


Cuando los liberales afirmamos que la actual crisis es consecuencia del intervencionismo estatal se nos suele replicar que en algunos países como España el problema no viene tanto por el volumen de deuda pública –relativamente bajo para los estándares internacionales– sino por el de deuda privada, es decir, por la deuda que libremente han contraído familias, empresas y bancos en un mercado desregulado. Por consiguiente, se concluye, no ha sido el sector público quien ha ocasionado los desbarajustes actuales, sino el privado: el neoliberalismo salvaje desbocado que no hizo sino multiplicar las deudas por el afán especulador y la visión extremadamente cortoplacista de los seres humanos.

No es momento de analizar aquí si la austeridad que presuntamente practicaron muchos Estados como el español durante la época del boom fue real o más bien un mero espejismo contable derivado de que sus ingresos crecieron muchísimo al socaire de la burbuja crediticia. Mi objetivo es más limitado: explicar por qué el sector privado no habría sido capaz de endeudarse de una manera tan desorbitada sin el concurso imprescindible del Estado.

El volumen de deuda de toda sociedad depende de dos factores: la oferta y la demanda de crédito. A su vez, la oferta depende fundamentalmente del volumen de ahorros disponible en una parte de esa sociedad (de cuánto tiempo está dispuesta a esperar cada persona para consumir) y la demanda de cuánto desea gastar por encima de su renta la sociedad. Es decir, los ahorradores difieren la satisfacción de sus necesidades para que otros puedan adelantarla: unos gastan de menos para que otros gasten de más.

¿Y cómo se coordina la demanda y la oferta de crédito? Fundamentalmente a través de los tipos de interés: a saber, el precio que deben pagar los demandantes de crédito por adelantar su gasto y el que reciben los oferentes para compensarles por el retraso. Por un lado, si el ahorro aumenta, esto es, si hay más gente dispuesta a diferir sus necesidades durante más tiempo, la oferta de crédito crecerá y los tipos de interés bajarán (y lo contrario si el ahorro se reduce). Por otro, si la demanda de crédito aumenta, como habrá más gente compitiendo por un volumen dado de ahorros, los tipos de interés se incrementarán, y aquellos que valoren en menor medida anticipar su gasto futuro, se quedarán sin crédito.
Los tipos de interés son un elemento fundamental en nuestras economías, en tanto en cuanto permiten la coordinación de las personas a lo largo del tiempo: si uno gasta más de lo que ha producido o va a producir durante un período de tiempo es porque otro gasta menos de lo que ha producido o va a producir. Pero los tipos de interés libremente establecidos no sólo facilitan la coordinación entre los agentes, sino que imponen un límite muy severo al endeudamiento: sólo se puede conceder como crédito aquello que se haya previamente ahorrado. Ya vimos que los aumentos de la demanda de crédito son en gran parte esterilizados por subidas del tipo de interés, por lo que resulta harto complicado que las burbujas financieras basadas en el aumento continuado del crédito puedan mantenerse por mucho tiempo: si la demanda de deuda se incrementa exponencialmente, los tipos de interés también lo harán, lo que secará la demanda.
Pero, ¿qué sucede en nuestros sistemas financieros modernos? Pues que los bancos gozan de una serie de privilegios concedidos por el sector público por los que son capaces de incrementar la oferta de crédito muy por encima del nivel de ahorro disponible. Básicamente: los bancos pueden asumir nuevas deudas y refinanciarlas continuamente en el banco central a los tipos de interés artificialmente bajos que éste establezca; y, a su vez, este banco central no tiene límite alguno a la hora de refinanciar las deudas de la banca porque no ha de convertir sus propias deudas en oro (o en otro dinero líquido que no genere él mismo). Es decir, el sistema financiero se construye sobre una pirámide de apalancamiento: con tal de aumentar la oferta de crédito a los particulares, los bancos privados asumen nuevas deudas que no pueden pagar y el banco central refinancia esas deudas asumiendo, a su vez, nuevas deudas que no tiene la obligación de pagar de ninguna manera (de hecho, las deudas del banco central es lo que se utiliza en nuestras sociedades como "dinero de curso legal").
Parece claro que, dentro de este marco financiero, si la demanda de crédito se incrementa, los bancos privados lo tienen muy sencillo para atenderla mediante la concesión de una barra libre de financiación que evite los aumentos en los tipos de interés y el consiguiente aborto de la demanda crediticia. Los bancos no necesitan ni mucho menos captar más ahorro para conceder más crédito y tampoco tienen por qué cargar tipos de interés más altos ante una mayor propensión al endeudamiento de la sociedad: pueden prestar hoy un ahorro que se supone que la sociedad generará mañana.
En España, por ejemplo, el crédito hipotecario creció entre 2003 y 2007 a una tasa media del 18% anual y en EEUU al 10% anual, pero los tipos de interés no sólo no subieron sino que bajaron entre tanto. ¿Acaso fue que el ahorro español y estadounidense creció a tasas similares o superiores al de la demanda de crédito? Obviamente no: fue que los bancos concedieron créditos con cargo al ahorro futuro. Algunos economistas afirman que durante esos años nos estuvimos financiando con cargo al ahorro alemán y chino, pero, de nuevo, la financiación extranjera que entraba en nuestro país no era ahorro, sino crédito alemán y chino que superaba en mucho el ahorro interno de esos países. Sólo es necesario acercarse al balance de cualquier banco alemán para comprobar que el plazo de los créditos que concedieron esos bancos era muy superior al de las deudas que creaban para sufragarlos; es decir, los alemanes no estuvieron dispuestos a ahorrar durante todo el tiempo como el que se nos permitió a los españoles gastar en exceso a cuenta de esos alemanes.
Por consiguiente, ¿quién provocó el actual problema de exceso de endeudamiento privado? ¿El sector privado por demandar crédito o el sector público por forzar a que se diera ese crédito? Desde luego, sin una fuerte demanda de crédito, el volumen de deudas no puede aumentar; pero tampoco es capaz de hacerlo sin una elástica oferta de crédito. La cuestión, por tanto, debe replantearse: ¿quién es el responsable de haberse las instituciones que en el pasado permitieron frenar a tiempo estas borracheras de endeudamiento?
Y aquí la respuesta es clara: el intervencionismo estatal en materia monetaria y financiera. Fueron los Estados quienes, primero, abandonaron el patrón oro para que los bancos centrales pudieran refinanciar indefinidamente a la banca privada cuando concediera crédito y quienes, después, instrumentaron a esos bancos centrales para que en 2002 rebajaran los tipos de interés a niveles artificialmente bajos, reanimando así una demanda de crédito que en aquel momento estaba decayendo en medio de la recesión internacional. Se quiso salir de la crisis de 2002 con nuevas dosis de endeudamiento y, desde luego, el objetivo se logró, pero sólo a costa de acrecentar los desajustes económicos y de alcanzar unos niveles de deuda privada totalmente insostenibles.
¿Quién es, en suma, el culpable del perverso sistema en qué vivimos? Desde luego, el intervencionismo monetario y financiero del Estado. En su ausencia –es decir, con patrón oro y una banca sin acceso casi ilimitado al banco central– podría haber habido una intensísima demanda de crédito, pero ésta hubiese sido aplastada por una oferta inelástica y por unos tipos de interés al alza. Pero no, quisimos fiesta... y la tuvimos.