Juan J. Molina

Juan J. Molina
Juan J. Molina

jueves, 12 de diciembre de 2013

CATALUÑA, VIAJE A NINGUNA PARTE, por Juan J. Molina

¿Quiere usted que Cataluña sea un Estado?' Y si es así, ¿independiente?


Y, si no es independiente, ¿de quién va a depender?

Tendrán que preguntar al resto de españoles si queremos estar asociados al nuevo Estado catalán. No tiene sentido la forma en que han planteado las preguntas. Si contestas que sí a la primera pregunta, ya estás contestando con un sí a la segunda. Si Cataluña se convierte en Estado, a la fuerza se convierte inmediatamente en independiente, puesto que no pueden coexistir a la misma vez dos Estados dentro de una unidad: España,  sin un acuerdo previo. En el momento en  que Cataluña se convierte en Estado soberano, puede pedir la asociación con otro Estado, libremente, pero no puede pasar automáticamente de Comunidad Autónoma a Estado asociado porque requiere la aceptación de la otra parte, cosa que no se decide en este referéndum, puesto que la otra parte: el resto de españoles, no participa, ni es preguntado de nada.
Podrán decir que son solo preguntas, y que las preguntas no son hechos consumados, por lo cual, no suponen la conversión de Cataluña en nada, si no la constatación de la voluntad del pueblo catalán. Cierto, pero constatar la voluntad a favor o en contra, de un plan imposible, porque no cuenta con la consulta de la otra parte, es un disparate y un fraude.
Era mucho más simple y real, una pregunta más directa y clara: ¿quiere usted que Cataluña se independice de España? Aquí ya no existen equívocos,  ni  contradicciones imposibles. Este planteamiento no responde nada más que al mareo de la perdiz, probablemente, porque tienen claro que todo esto no va a ninguna parte:
Artículo 2
La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.

Mientras no cambie la Constitución, realizar un referéndum de independencia es, a todas luces, ilegal.

martes, 10 de diciembre de 2013

LO PEOR DE LO PEOR, por Gabriel Albiac

Un estólido masoquismo ciudadano va a hacer medrar a
UPyD e IU. Lo peor de todo.


Que haya quienes aún cifren la esperanza de regeneración en el ascenso de cosas como UPyD o Izquierda Unida es el síntoma más exacto de que estamos muertos. Moralmente muertos.
UPyD fue la ficción creada para que una de las más perseverantes apparatchiki del PSOE no se quedara sin sueldo al cabo de tantos años de vivir del erario público. Ni mejor ni peor que Zapatero o Rubalcaba. Idéntica. Dirigente en los tiempos más tenebrosos del socialismo, los del GAL y Felipe González, ministra del Gobierno PNV que quiso poner querella a un Antonio Mingote cuyo sentido del humor le pareciera «una agresión clarísima» contra el honor de la patria vasca. Intentó el asalto a la secretaría general. Fracasó. La depuraron. Lo normal en política. Justo antes de que la dejaran sin escaño europeo y sin sueldo, se montó un partido para seguir llegando holgadamente a fin de mes. Es respetable. Y exactamente lo que hacen todos los profesionales de la política. Aquel que quiera seguir manteniendo con sus impuestos a un miembro muy notorio de esa casta no tiene más que votar por Rosa Díez. Acertará, sin duda.
La historia de Izquierda Unida es otra. La de un anacronismo que perdura, cuando todas las determinaciones materiales y morales para su existencia han caducado. Decía el viejo Karl Marx que es propio de la triste condición humana «sufrir aún más a causa de los muertos que a causa de los vivos». Izquierda Unida es, desde hace ya tres decenios, un amasijo de cadavéricos lugares comunes sin pies ni cabeza. Al frente del cual se hallan algunos de los sujetos más incompetentes entre la incompetente muchedumbre de los políticos españoles. No se ha beneficiado demasiado, es cierto, de la suntuosa corrupción que volvió ricos a sus vecinos socialistas. Pero es que, a diferencia de ellos, IU jamás ha tenido acceso al poder. Jamás, hasta las últimas elecciones andaluzas, de las cuales es pronto aún para contabilizar qué es lo que habrá salido. Pero ha tenido muy cerca la lección de los camaradas sindicalistas, cuya capacidad para parasitar fondos de Estado es uno de los acontecimientos más desoladores de la España en la cual vivimos. Aquellos que sueñen con una dictadura tan épicamente asesina como la soviética, o tan homicidamente estúpida como la cubana, no se equivocarán apostando por los hombres de Cayo Lara.
¿Qué nos queda? Una constancia que no es lo que se dice muy alegre –pero a la realidad no la modifica un ápice que sea alegre o no–: los partidos políticos son, en la España de hoy, una peste para el ciudadano. Una peste ineluctable. No hay manera de evitar que nos obliguen a pagar sus finanzas, estemos con ellos de acuerdo o no. No hay manera de controlar la desastrosa gestión que ejercen del Estado. Y el único consuelo que nos queda es ignorarlos. A sabiendas de que eso, a ellos, les trae perfectamente al fresco.
Un estólido masoquismo ciudadano va a hacer medrar a UPyD e IU. Lo peor de todo. En un país en el cual todo, en política, ha sido siempre quintaesencia de lo malo.

lunes, 2 de diciembre de 2013

¿MATA LA LIBERTAD DE MERCADO?, por Pedro Moya

La llegada al Vaticano de Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, ha sido como un soplo de aire fresco para la Iglesia católica. Son dignos de alabanza sus gestos de humildad, su cercanía, su compromiso con los más desfavorecidos y sus pasos encaminados a renovar y modernizar las más altas jerarquías eclesiásticas. Pero en la parte económica de su Exhortación Apostólica 'Evangelii Gaudium', no solo va más allá del camino señalado tanto por la Encíclica de León XIII, 'Rerum Novarum', como la 'Mater et magistra' de Juan XXIII, algunas de cuyas tesis, empero, deberían haber quedado superadas hace décadas ante el peso de los acontecimientos históricos acaecidos desde entonces (entre ellos, el colapso del socialismo 'real' escenificado en la caída del Muro de Berlín); incluso deja absolutamente corta aquella afirmación del tradicionalista Sardá y Sardany en forma de panfleto decimonónico, 'El liberalismo es pecado', al aseverar que el sistema económico derivado de las ideas liberales, la libertad de mercado, ni más ni menos que 'mata'. En este aspecto, no se le puede reprochar al Papa el empleo excesivo del matiz.

Independientemente de que, al tratarse de una Exhortación y no de una Encíclica, en este caso no sería aplicable el dogma católico de la infabilidad del Papa, Francisco se equivoca de medio a medio al criticar al libre mercado y al liberalismo en general de manera tan furibunda e injusta, para más inri sin privarse de utilizar los gastados tópicos propios del populismo latinoamericano que arruina y asola tantos rincones del Viejo Continente. No deja de ser un inmenso error poner en solfa, no solo principios basados en la moral y dignidad humanas y los derechos fundamentales del hombre, como son, además de la vida, la libertad y la propiedad (reafirmada esta última como 'derecho natural' en la citada Encíclica 'Mater et Magistra', por ejemplo); sino además el sistema económico que es precisamente fiel reflejo de esos valores basados en la libertad del hombre, el del libre mercado. Que, pese a lo que pregona de manera tan insistente, y cabe reconocer que eficaz, la propaganda antiliberal, ahí donde rige siempre produce más riqueza, más prosperidad, más progreso y, por tanto, menos pobreza, entre otras razones porque es capaz de producir más medios para luchar contra ella. Y solo cabe remitirse a las pruebas.

El que suscribe, como católico que se sigue considerando, nunca se ha identificado con los discursos que, al modo por ejemplo de un Donoso Cortés, presentan al liberalismo como adversario o incluso enconado enemigo del catolicismo; cuando precisamente el liberalismo tanto le debe en sus orígenes al sustrato occidental y cristiano, que basa sus principios en el respeto a la dignidad humana, y cuando el catolicismo no debería entenderse sin la defensa de, junto a la vida, el derecho fundamental del que Dios ha dotado al hombre al concederle el libre albedrío: la libertad.  

Por supuesto que la libertad no es un valor absoluto, como en realidad ningún derecho lo es: la ausencia de coacción, en feliz definición de Hayek, termina, como resaltó Stuart Mill recogiendo un lema popular, donde empieza la libertad de otro. El libre mercado es simplemente la realización y plasmación en las relaciones económicas y sociales de ese valor no absoluto, lo que conlleva la libertad de cada uno para disponer de lo que es suyo o ha ganado gracias a su mérito y esfuerzo y, por tanto, comerciar o intercambiar sus posesiones como buenamente quiera; aunque, por supuesto, con unos límites marcados por unas reglas de juego claras (ausencia de trampas y delitos, cumplimiento de los contratos y compromisos pactados, etc.), terreno en el que debe entrar el Estado. Porque, en puridad, el libre mercado, al contrario de como lo pintan los antiliberales de todos los colores ('anarquía', 'capitalismo salvaje'...), es absolutamente inconcebible sin la presencia de un Estado de Derecho; lo contrario es la ley de la selva, como la de las mafias que siguen dominando en países del Este de Europa como Rusia, o las de tribus que se imponen por la violencia en África. Que, pese a que también se les ponga la etiqueta, no son ejemplos ni de capitalismo ni de liberalismo económico.

Sobre el grado de intervencionismo de ese Estado regulador ya hay para todos los gustos: hay quienes piensan que ha de inmiscuirse en prácticamente todos los órdenes de la vida económica para desempeñar una labor 'redistribuidora' (lo que acaba siendo contraproducente, puesto que desincentiva precisamente la creación de esa riqueza que se pretende repartir); otros creemos que su labor fundamental ha de ser cumplir y hacer cumplir las leyes, garantizar la seguridad jurídica y propiciar un marco favorable para la generación de prosperidad y la reducción de la pobreza. Lo que 'mata' es precisamente el intervencionismo y dirigismo atroz y asfixiante (y liberticida) y la ausencia de esa garantía del derecho a la propiedad, la transparencia y el cumplimiento de los acuerdos y contratos que caracteriza al sistema de libre mercado. Porque sus 'alternativas', esas sí verdaderamente 'salvajes' (y contra las que con tanto denuedo combatió uno de los antecesores de Francisco, Juan Pablo II), son sobradamente conocidas; y sus consecuencias trágicas e inhumanas también.

Pero no solo cabe aprender de la pasada y cruda experiencia de los regímenes comunistas de la Europa del Este: ahora basta asomarse por Cuba, que antes de convertirse en paraíso anticapitalista era uno de los países con mayor renta per cápita del mundo; Corea del Norte, cuya tremenda pobreza y retraso contrasta abrumadoramente con la riqueza y el crecimiento económico de sus 'capitalistas' vecinos del Sur; o ese faro antiliberal del 'socialismo del siglo XXI' llamado chavismo, cuyos últimos decretazos son la puntilla a la libertad de comercio y el paso necesario hacia la muy socialista escasez de bienes básicos que ya está sufriendo Venezuela. Incluso a un nivel más suave, pero no menos ruinoso, el Papa Francisco no tendría ni que salir de su país de origen, Argentina, para comprobar en qué han convertido décadas de populismo 'descamisao' peronista a una de las naciones más desarrolladas, ricas y prósperas y otrora tierra de promisión.

Porque, en efecto, hay demasiados pobres en el mundo (aunque cada vez menos pese a que se afirme lo contrario), lo que resulta indicativo de que algo se está haciendo mal: precisamente no extender el sistema económico que, amén de plasmar el bien más preciado del hombre como es la libertad, se ha mostrado más eficaz en la generación de riqueza y prosperidad, en la asignación de recursos y, por tanto, en la reducción de la pobreza (como queda demostrado allí donde tiene lugar); y que, cabe insistir, es inconcebible sin un Estado de Derecho que garantice dentro del mercado el cumplimiento de unas normas. La libertad de mercado, lejos de matar, favorece que el hombre disponga de más y mejores instrumentos para progresar, mejorar su calidad de vida y, en consecuencia, alejarse de una miseria que, antes del triunfo (más o menos relativo) del liberalismo económico, le acompañaba indefectiblemente a lo largo de su vida. Sin duda, un logro más de la civilización occidental que los católicos, y los cristianos en general, deberíamos resaltar y defender.
Fuente:http://www.apuntesenlibertad.com/2013/11/mata-la-libertad-de-mercado.html

viernes, 29 de noviembre de 2013

EXTRACTOS INTERESANTES DEL LIBRO “ALGO VA MAL” DE TONY JUDT (I)

En estos artículos extracto párrafos que considero interesantes del libro "Algo va mal" de Tony Judt. No siempre estoy de acuerdo con todas sus aseveraciones, pero si con el fondo de la mayoría de ellas.


…Los mercados no generan automáticamente confianza, cooperación o acción colectiva para el bien común. Todo lo contrario: la naturaleza de la competencia económica implica que el participante que rompe las leyes triunfa – al menos a corto plazo – sobre sus competidores con más sensibilidad ética. Pero el capitalismo no podría sobrevivir durante mucho tiempo a un comportamiento tan cínico. Así que, ¿cómo ha podido permanecer este sistema de acuerdos económicos potencialmente auto destructivos? Probablemente por los hábitos de contención, honestidad y moderación que acompañan a su aparición… (pag. 49).
…La socialdemocracia siempre fue una política híbrida. En primer lugar, mezcló los sueños socialistas de una utopía pos capitalista con el reconocimiento práctico de la necesidad de vivir y trabajar en un mundo capitalista que a todas luces no estaba en sus últimas fases, como Marx había previsto con entusiasmo en 1948. En segundo lugar, la socialdemocracia se tomaba en serio lo referente a la “democracia”: en contraste con los socialistas revolucionarios de comienzos del siglo XX y sus sucesores comunistas, en los países libres los socialdemócratas aceptaban las reglas del juego democrático desde el principio, el precio de competir por el poder fue llegar a compromisos con sus críticos y oponentes… (pag. 78).
…Los Estados del bienestar no eran necesariamente socialistas en su origen ni en sus objetivos. Fueron producto de otro cambio trascendental en los asuntos públicos que se produjo en Occidente entre los años treinta y los sesenta: un cambio que llevó a la administración a expertos y estudiosos, a intelectuales y tecnócratas. El resultado fue, en sus mejores ejemplos, el sistema de Seguridad Social de Estados Unidos o el Servicio Nacional de Salud británico. Ambos fueron innovaciones extraordinariamente caras que rompieron con las reformas graduales del pasado.
La importancia de estos programas del bienestar no radica en el proyecto mismo – no se puede decir que fuera original la idea de garantizar a todos los estadounidenses una vejez segura o de poner a disposición de cada ciudadano británico atención médica de primera clase sin tique moderador -. Pero la idea de que el gobierno era quien mejor podía ocuparse de esas cosas y, por lo tanto, debía ocuparse de ellas no tenía precedente.
Precisamente, siempre fue un asunto controvertido cómo debían proporcionarse esos servicios y recursos. Los universalista, influidos por Gran Bretaña, defendían una tributación universal alta para financiarlos y que todas las personas tuvieran el mismo acceso. Los selectivistas preferían calibrar los costes y beneficios de acuerdo con las necesidades y capacidades de cada ciudadano… El modelo escandinavo siguió un programa más selectivo… Suecos, finlandeses, daneses y noruegos  se dotaron no de la propiedad colectiva, sino de la garantía de protección colectiva… (pag. 80).
Los Estados del bienestar de la Europa continental- lo que los franceses denominan Etat providence o "Estado providencia"_ siguieron un tercer modelo. en este caso el énfasis se puso en proteger al ciudadano empleado de los estragos de la economía de mercado. En Italia, Francia y AQlemania Occidental era el mantenimiento de los empleos y las rentas ante los reveses económicos lo que preocupaba al Estado del bienestar.
¿Por qué proteger a un hombre o una mujer de la pérdida de un empleo que ya no produce nada que la sociedad quiera? ¿No será mejor reconocer la "destrucción creativa" del capitalismo y esperar a que surjan trabajos mejores? Pero, desde la perspectiva continental, las implicaciones políticas de echar a gran número de personas a la calle en épocas de depresión económica eran mucho más importantes que una hipotética perdida de eficiencia por mantener empleos "innecesarios". Como los gremios del siglo XVIII, los sindicatos franceses o alemanes aprendieron a proteger a los de "dentro"- hombres y mujeres que ya tenían un trabajo fijo- de los de "fuera": jóvenes, no cualificados y otros en busca de empleo.
El efecto de este tipo de Estado de protección social era y es poner coto a la inseguridad, al precio de distorsionar el funcionamiento supuéstamente neutral del mercado de trabajo. (Pag. 81)
la idea de que quienes están en el poder saben lo que más conviene - que están empeñados en programas de ingeniería social en representación de personas que ignoran lo que es bueno para ellas - no nació en 1945, pero floreció en aquellas décadas. (Pag. 86)
Nadie prestaba mucha atención a los partidarios del mercado libre o del "Estado mínimo", y aunque la mayoría de los antiguos liberales seguían desconfiando instintivamente de la ingeniería social, dieron su apoyo, aunque solo fuera por prudencia, a un nivel muy alto de activismo gubernamental. De hecho, en los años que siguieron a 1945 el centro de gravedad de la discusión política no se hallaba entre la izquierda y la derecha, sino más bien dentro de la izquierda: entre los comunistas y sus simpatizantes y el consenso liberal-socialdemócrata mayoritario. (Pag. 95)
...Mucho tiempo después de que los pronósticos de Marx hubieran perdido toda pertinencia a la realidad, numewrosos socialdemócratas, además de los comunistas, seguían insistiendo - aunque solo fuera pro forma - en su fidelidad al maestro.(Pag. 138)
El capitalismo no es un sistema político; es una forma de vida económica, compatible en la práctica con dictaduras de derecha (Chile bajo Pinochet), dictaduras de izquierda (la China contemporánea), monarquías socialdemócratas (Suecia) y repúblicas plutocráticas Estados Unidos). (Pag. 141)
...Las repúblicas y las democracias sólo existen en virtud del compromiso de sus ciudadanos en la gestión de los asuntos públicos. Si los ciudadanos activos o preocupados renuncian a la política, están abandonando su sociedad a sus funcionarios más mediocres y venales. (Pag. 158)
Durante el largo siglo del liberalismo constitucional, de Gladstone a lyndon B. Johnson, las democracias occidentales estuvieron dirigidas por hombres de talla superior...Políticamente, la nuestra es una época de pigmeos. (Pag. 142)
...¿cómo debía responder una sociedad liberal a la pobreza, el hacinamiento, la suciedad, la malnutrición y la insalubridad de las nuevas ciudades industriales?...La historia de Occidente en el siglo XX es en buena medida la historia de los esfuerzos por resolver estos interrogantes. las respuestas tuvieron un éxito expectacular: no solo se evitó la revolución, sino que el proletariado industrial consiguió un alto grado de integración. Solo en los países en los que toda reforma liberal fue impedida por gobernantes autoritarios, la cuestión social tomó la forma de un desafío político que con frecuencia acabó en una confrontación violenta. (Pag. 167)
El verdadero problema, para Beveridge tanto como para nosotros, es "algo más general, simplemente la cuestión de en qué circunstancias pueden los hombres en conjunto vivir de forma que les merezca la pena". Con ello se refería a que hemos de decidir qué debe hacer el estado para que las personas puedan vivir decentemente. (Pag. 168)
La globalización del mercado de trabajo favorece a las economías más represivas y de salarios más bajos (China sobre todo) en detrimento de las sociedades avanzadas y más igualitarias de Occidente. La única forma en que el mundo desarrollado puede responder de forma competitiva es mediante la explotación de su ventaja comparativa en las industrias avanzadas intensivas en capital, donde el conocimiento resulta decisivo. (Pag. 169)
Si seguimos siendo grotescamente desiguales, perderemos todo sentido de fraternidad: y la fraternidad, pese a su fatuidad como objetivo político, es una condición necesaria de la propia política. (Pag. 176)
Hay numerosos indicios que demuestran que incluso quienes están bien situados en las sociedades desiguales serían más felices si la brecha que los separa de la mayoría de sus conciudadanos se redujera de forma significativa. Desde luego, se sentirían más seguros. Pero no sólo es una cuestión de egoísmo: vivir cerca de personas cuya condición representa un reproche ético permente es una fuente de incomodidad incluso para los ricos. (Pag. 177)
China (como muchos otros países en desarrollo) no solo es un país de salarios bajos: también, y sobre todo, es un país de derechos bajos. Y es la falta de derechos lo que mantiene los salarios bajos y seguirá haciéndolo durante algún tiempo, al tiempo que rebaja los derechos de los trabajadores de los países con los que China compite. El capitalismo chino, lejos de liberalizar las condiciones de las masas, contribuye aún más a su represión...Los flujos de capital internacional siguen eludiendo las regulaciones políticas internas. Sin embargo, los salarios, jornadas laborales, pensiones y todo lo que importa a la población trabajadora sigue disputándose y negociándose locálmente. (Pag. 184/5)
No se debería recurrir a la eficiencia para justificar la crasa desigualdad, ni se la debería invocar para reprimir la disconformidad en nombre de la justicia social. Es mejor ser libre que vivir en un Estado eficiente de cualquier color político, si  la eficiencia tiene ese precio.
La segunda objeción a los Estados activistas es que pueden equivocarse. Y cuando eso ocurre, la magnitud de su error suele ser tremenda...(Pag. 189)
Nos hemos liberado de la premisa de mediados del siglo XX - que nunca fue universal, pero desde luego si estuvo generalizada - de que el Estado probablemente es la mejor solución para cualquier problema dado. Ahora tenemos que librarnos de la noción opuesta: que el estado es - por definición y siempre - la peor de todas las opciones. (Pag. 190)
Un mercado libre es paradójico. Si el Estado no interfiere, quizá lo hagan otras organizaciones semipolíticas como los monopolios, trust, sindicatos, etc. dejando en una ficción la libertad de mercado. Esta paradoja es crucial. El mercado siempre corre el riesgo de ser distorsionado por participantes excesivamente poderosos, cuya actuación acaba por obligar al gobierno a interferir, a fin de proteger su funcionamiento. (Pag. 191/2)
El problema aquí es que el mercado no puede satisfacer cada caso de lo que los economistas denominan "demanda opcional": la cantidad que cualquier individuo estará dispuesto a pagar para tener un servicio a su disposición en las infrecuentes ocasiones en que quiere utilizarlo. (Pag. 193)
El socialismo buscaba el cambio transformador: el desplazamiento del capitalismo por un régimen basado en un sistema de producción y propiedad completamente distinto. Por el contrario, la socialdemocracia representaba un compromiso: implicaba la aceptación del capitalismo - como marco en el que se atenderían los intereses de amplios sectores de la población que hasta entonces habían sido ignorados. (Pag. 213)





martes, 12 de noviembre de 2013

Mitos en torno a Suecia y el Estado de Bienestar. Por: Adrián Ravierr



En la literatura se considera a los países nórdicos como aquellos que han logrado disfrutar de los beneficios del “socialismo de mercado” y el “Estado de Bienestar”, caracterizado como un sistema intermedio entre la economía de mercado y la economía socialista, que toma lo mejor de cada uno y deja de lado sus fallas. Entre estos países nórdicos, se dice, Suecia ha encontrado el modo de alcanzar los más elevados niveles mundiales de igualdad social, sin coartar el espíritu empresarial. Suecia se presentaría como el modelo a seguir, por países avanzados y en desarrollo, por haber alcanzado un equilibrio entre la equidad y la eficiencia. El objetivo de este artículo es analizar el debate entre economía de mercado y Estado de Bienestar, sobre la base del caso sueco. En la literatura, y también en la opinión pública, predomina un mito sobre la economía sueca y su Estado de Bienestar que es necesario reconsiderar.
El modelo capitalista sueco
Hacia finales del siglo XIX, Suecia inició un período exitoso de desarrollo económico construido sobre la base de la economía de mercado. Johan Norberg, en un artículo acerca de los “modelos suecos” (2006), explica que “los comerciantes suecos podían exportar hierro, acero y madera, y los empresarios crearon innovadoras empresas industriales que se volvieron líderes mundiales. Entre 1860 y 1910 los salarios reales de los trabajadores industriales crecieron en un 25% por década, y el gasto público en Suecia no rebasó el 10% del PIB”. En 1932, el Partido Socialdemócrata llega al poder. Y no fue algo coyuntural. Entre 1930 y 1988 este partido contó con un apoyo electoral del 40%, según documenta Mauricio Rojas en el libro Suecia después del modelo sueco, publicado por la Fundación CADAL (2005). Se trataba de un partido de clase media, el cual se esforzó por crear sistemas de seguridad social que permitieran extender beneficios en jubilaciones, desempleo, maternidad y salud a toda la población. La política aplicada fue de socialización gradual por el lado del consumo, esto es, el cobro de impuestos a los trabajadores para ofrecer estos servicios a toda la población, pero sin controlar ni intervenir en los medios de producción. Norberg explica, sin embargo, que hasta 1950 “el peso total de los impuestos no era mayor al 21 % del PIB, más bajo que en los Estados Unidos yEuropea Occidental”. Hay que destacar que Suecia se mantuvo al margen de las dos guerras mundiales, lo que permitió a la economía alcanzar resultados asombrosos. Suecia era un país rico. En 1970 tenía el cuarto ingreso per cápita más alto del mundo, de acuerdo con estadísticas de la OCDE.
El modelo sueco del Estado de Bienestar
Pero entonces comenzó un cambio de paradigma y Suecia terminó por abandonar los principios que le habían permitido hasta entonces alcanzar niveles elevados de bienestar. Los socialdemócratas expandieron la asistencia social y el mercado laboral se volvió enormemente regulado. El gasto público entre 1960 y 1980 se elevó del 31 al 60 % del PIB, lo que requirió que entre 1960 y 1989 se duplicara la carga tributaria, del 28 al 56 % del PIB. Fue entonces que el modelo mostró dificultades. La economía de mercado fue transformada en una economía planificada, algo que se observó en el abandono de una economía industrial para ofrecer fundamentalmente servicios. A medida que más trabajadores abandonaban sus empleos y se sumaban a la asistencia social, los impuestos recaudados se reducían, y el gasto aumentaba, lo que llevó al país a evidenciar problemas fiscales serios. Lo dicho llevó a la economía a moderar su magnífico desarrollo previo. Norberg nos ilustra señalando que entre 1975 y 2000, mientras el ingreso per cápita creció un 72% en Estados Unidos y un 64% en Europa Occidental, el de Suecia sólo creció en un 43%. Para el año 2000, Suecia cayó al lugar 14 en el ranking de la OCDE sobre ingreso per cápita. En 1990, la grave crisis económica mostró una pérdida de 500.000 puestos de trabajo, superando la tasa de desempleo el 12%. El exitoso modelo sueco se convirtió en un fracaso. Y esto ocurrió porque el “modelo sueco de mercado” practicado hasta 1950, fue abandonado por el hoy conocido “modelo sueco” del Estado de Bienestar. El enorme costo de la burocracia se hizo presente.
Radiografía del problema sueco
Norberg explica que el problema central del nuevo modelo sueco es que “erosionó los principios básicos que volvieron viable el modelo en primer lugar.” “El servicio civil es un ejemplo portentoso de este fenómeno. La eficiencia del servicio civil significaba que el gobierno podría expandirse, pero esta expansión empezó a dañar su eficiencia. De acuerdo a un estudio de 23 países desarrollados del Banco Central Europeo, Suecia ahora obtiene el menor servicio por dólar gastado del gobierno”. En el campo de la salud por ejemplo, Norberg cita un estudio de la Asociación Sueca de Autoridades Locales y Regiones, quienes informan “que los doctores suecos atienden a cuatro pacientes al día en promedio, una reducción del promedio de nueve que tenían en 1975. Es menor que en cualquier otro país de la OCDE, y menos que la mitad del promedio. Una razón es que un doctor sueco consume entre el 50% y 80% de su tiempo en trámite administrativos”. Mauricio Rojas, por su parte, explica que la mayor asistencia social indujo a un aumento de la tasa de población pasiva sobre la tasa de población activa. Los incentivos al trabajo fueron modificados y con ello un país exitoso y rico, comenzó a mostrar resultados opuestos sobre el bienestar.
El retorno al capitalismo
La crisis económica de 1990 llevó al electorado a abandonar su apoyo por el partido socialdemócrata, y Carl Bildtinició un proceso de desmantelamiento del estado benefactor maximalista. Paliar el déficit fiscal implicó recortar gastos y beneficios provistos por el Estado. Poco a poco la población sueca perdió su confianza en el estado benefactor y se abrió paso a la privatización de los servicios públicos. Suecia es un ejemplo en la implementación del sistema de Vouchers para el sistema educativo, reforma desarrollada en 1992. La aparición de bolsones de exclusión llevó entonces al electorado a apoyar nuevamente al partido socialdemócrata, pero en lugar de revertir las medidas practicadas entre 1991-1994, las reformas fueron profundizadas. Esto permitió sanear las cuentas fiscales, bajar la deuda pública y reducir la carga tributaria. Siguiendo el modelo chileno, Suecia privatizó el sistema de pensiones, permitiendo que la población activa elija sus administradoras privadas. Las privatizaciones llegaron también a las telecomunicaciones, los transportes, la infraestructura, la energía y el correo. En el caso de la salud, si bien aparecieron proveedores privados, se mantuvo el servicio público dando lugar a vías paralelas de acceso. Esto originó cierta desigualdad entre quienes pueden pagar y quienes no pueden hacerlo, y más aún entre las diferentes regiones del país, pero el pueblo aceptó el costo de la pérdida de equidad, a cambio de un país en funcionamiento y desarrollo. El crecimiento económico desde entonces es aceptable, pero los desafíos para el futuro abren una incógnita sobre la economía sueca. ¿Podrá Suecia mantener el sistema capitalista que la llevó a ser el cuarto país con mayor PIB per cápita del mundo? ¿O retornará ese Estado de Bienestar que se transformó en parte de la cultura de quienes hoy componen la población activa? Lo cierto es que en estas últimas décadas, el proceso inmigratorio ha sido muy fuerte y la población activa ya no se presenta tan homogénea como lo era en los años 1950.
Reflexión final
A modo de cierre, basta decir que el modelo sueco del Estado de Bienestar no ha sido exitoso y no debiera ser simulado por los países latinoamericanos, ni por los europeos, ni tampoco por los Estados Unidos. Los costos de eficiencia y bienestar de practicar tal modelo están a la vista. Serán necesarios nuevos esfuerzos en los estudios históricos de tales experiencias para evitar que el mito de la economía sueca y el Estado de Bienestar hoy vigente, sea difundido entre los profesionales que hoy están formándose y que liderarán la política económica del mañana.

lunes, 11 de noviembre de 2013

"Mientras España siga intervenida por las subvenciones, los inversores irán a otro país", EXTRACTOS DEL ÚLTIMO LIBRO DE DANIEL LACALLE

Viaje a la libertad económica. Por qué el gasto esclaviza y la austeridad libera, es el segundo libro publicado por el economista, gestor de fondos y colaborador deEl Confidencial Daniel Lacalle, tras el éxito de Nosotros, los mercados. Lacalle propone en este ensayo un viaje alrededor de las principales ideologías que en materia económica y social pergeñan el mundo en el que vivimos. A continuación les adelantamos seis extractos destacados del libro, en el que se explica por qué desde la crisis las ideologías se han convertido en argumentos arrojadizos de los economistas. 
Sobre el gasto público y privado
En nuestra vida cotidiana solemos criticar a las empresas privadas o a los individuos por sus gastos excesivos. Si vemos que nuestro vecino se endeuda para comprar cosas que no le sirven o que no puede permitirse, intentamos aconsejarle y alertarle de que va camino a la ruina. Sin embargo, no exigimos esa responsabilidad si los gastos inútiles o imposibles de financiar son del Estado. Siempre se le perdonan porque pensamos que es "por el bienestar social". Y porque suponemos que el dinero es gratis, no valoramos que esos gastos, ese déficit, lo pagamos nosotros. Siempre. Empobreciéndonos, devaluando e imprimiendo, creando inflación y subiendo impuestos. Es nuestro dinero y tenemos una mano depredadora en el bolsillo.
José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy (EFE)No sólo es nuestro dinero de hoy, sino de varias décadas. ¿Por qué lo aceptamos? Por el chantaje emocional inculcado durante décadas. ¿El Estado de bienestar? No. El bienestar del Estado.
Los gobiernos ineficientes conocen perfectamente ese resorte emocional, que no se les exige eficacia ni responsabilidad, y lo aprovechan. Muchas gracias por su dinero.
Sobre los impuestos: bajarlos ya
Solemos leer que España pierde 72.000 millones de recaudación al año por la economía sumergida, dando por sentado, erróneamente, que dicha actividad económica fuera del alcance de Hacienda seguiría funcionando normalmente si se regularizase. No es así. Primero, porque la cifra es cuando menos optimista; segundo, y sobre todo, porque no entiende la naturaleza de la economía sumergida. En un país como España, la recaudación tributaria no se ha desplomado por el fraude y la economía sumergida, se ha desplomado por la enorme dependencia del ladrillo, de la burbuja inmobiliaria y de obra civil que suponía casi el 16% del PIB, y que incluía ramificaciones de gasto en telefonía, servicios y energía, con enormes redes y capacidad de generación instalada para una demanda que nunca llegó.
La economía suele estar sumergida cuando la presión impositiva imposibilita la supervivencia de las empresas y negocios en el marco legalA finales de los años noventa tuve un bar. Nuestro negocio siempre declaraba absolutamente todo, teníamos a todos los empleados afiliados a la Seguridad Social, etc. Pero vi lo duro que es para muchos operadores en hostelería poder sobrevivir. Recuerdo algunos proveedores que apenas podían ahorrar tras pagar cuotas de autónomos, y lidiar con retrasos en pagos de los clientes, aumentos de impuestos indirectos y trabas burocráticas. Muchas veces, la economía sumergida es por necesidad, no por gusto.
Siempre digo que la economía no se sumerge, emerge. Es decir, que la decisión de mover una actividad económica fuera del control tributario no es una decisión tomada por gusto, ya que supone tremendas dificultades, riesgos y consecuencias negativas a medio plazo, no sólo por menores ventas -ya que desde la ilegalidad no se puede crecer adecuadamente-, sino también por otros factores, desde el acceso a crédito hasta la calificación de los negocios y empresas por parte de consumidores y agencias independientes. Y cuando se dan las condiciones medianamente adecuadas, los negocios optan por "emerger" tributariamente, no al revés.
La economía suele estar sumergida cuando la presión impositiva imposibilita la supervivencia de las empresas y negocios en el marco legal. Los márgenes son tan bajos y los costes de mantenerse en la legalidad tan onerosos que simplemente no pueden "emerger". Sin embargo, los negocios de bajos márgenes, muy estacionales o volátiles, siempre salen a la luz de la legalidad cuando la carga impositiva es baja y reconoce el carácter cíclico de sus actividades.
Sesión de control al gobierno en el pleno del senadoMuchas veces hablamos de la economía sumergida como un fraude, no como una necesidad. Y en una gran parte, lo es. Todos conocemos un caso u otro de trabajadores o negocios que simplemente no podrían existir dentro de un marco impositivo confiscatorio. No es casualidad que en un país donde las pymes generan el 70% del valor añadido, pero se mueven en sectores muy cíclicos y estacionales (turismo, servicios, construcción), siempre aflora la mayor parte de la base imponible -ingresos sujetos a tributación- cuando sebajan los impuestos a niveles no confiscatorios.
De igual manera, una menor tributación puede aumentar la recaudación porque incentiva la actividad, incluso de empresas extranjeras que podrían plantearse instalarse en el país. Sin esa ventaja, esta recaudación fiscal no se produciría. Además, atrae el consumo y, finalmente, reduce la economía sumergida y el fraude.
Sobre el aumento de la actividad económica con menores tasas
Siempre nos dicen que es imposible bajar impuestos, porque si no ¿quién construye los puentes y asfalta las carreteras? No deja de ser una excusa para contar con un presupuesto superior. Ninguno de los gastos esenciales del Estado está en peligro si el gobierno trabaja con un presupuesto base cero y con prioridades. Además, el crecimiento de la actividad económica aumenta los ingresos.
La ministra de Fomento, Ana Pastor (EFE)¿Por qué en la mayoría de los casos no se hace? Cuando se tiene una mentalidad funcionarial, lo que importa es el presupuesto. No cómo se financia ni el efecto en la economía, sino mantener o aumentar la cantidad de dinero que se gestiona. El poder lo da la firma de cheques. Y perder ese poder es diluir influencia. Por ello, los gobiernos locales, regionales, estatales, nunca piensan en el efecto sobre la economía. Simplemente porque sus incentivos no están en generar crecimiento, sino en aumentar sus "activos bajo gestión", el presupuesto que manejan y su círculo de influencia. Además, políticamente siempre se justifica el gasto, aunque se compruebe que la obra pública en España, por ejemplo, suele superar en un 29% la cantidad presupuestada, según el Tribunal de Cuentas, y en la Unión Europea sea entre un 5% y un 10%.
Desafortunadamente, esta mentalidad no es exclusiva del sector público, y se puede encontrar en muchas empresas semiprivadas. Les recomiendo la lectura del libro Bonjour, Paresse (Buenos días, pereza, Ediciones Península, 2004), de Corinne Maier, un análisis corrosivo, cínico y muy divertido de la cultura empresarial francesa, de la ineficiencia y burocracia, del gasto y el consumo de presupuesto como cáncer que se extiende cuando sabemos que el dinero no es nuestro, y la responsabilidad se pierde para entregarse al clientelismo.
Siempre han sido gobernantes con un sentido de Estado y responsabilidad extremos los que han llevado a cabo ajustes de verdadero calado y reducciones de impuestos. Además, con un coste político, porque suele ir acompañado de motines entre las filas de los consumidores de presupuestos.
Sobre la eliminación de las subvenciones 
Casi todas las actividades económicas sufren la lacra de las subvenciones-primas-ayudas.
Nombres tenemos de sobra, que atacan al consumidor de forma doble: vía precio y vía impuestos. Mientras España siga siendo percibida como una economía intervenida por dichas subvenciones, los inversores seguirán buscando opciones en otros países, porque las economías en las que las ayudas gubernamentales sostienen a demasiados sectores están también sujetas a vaivenes regulatorios.
Es esencial cambiar pagos a costa del Estado por incentivos fiscales. Además de adecuar la demanda de inversión a la rentabilidad real, evitaría burbujas y "efectos llamada falsos".
El "efecto llamada" de las subvenciones es muy dañino: crea una burbuja y una percepción de demanda irreal; posteriormente, deja la sobrecapacidad y el coste de las operaciones de esos activos; y, finalmente, provoca la quiebra o la desaparición de las industrias que dependen de dichas ayudas y han crecido, en muchas ocasiones con una deuda desproporcionada, ante la idea de que el Boletín Oficial del Estado les garantiza el negocio. La misma mano que alimenta, el Estado, retira la comida y el efecto es similar al de las burbujas inmobiliarias. Saturación y pinchazo. Ni uno ni otro son positivos para la economía.
España gasta un poco más del equivalente del 5% del PIB anual en ayudas y subsidios corporativos, que durante la crisis han sido reducidos muy poco. La cultura de los subsidios presente en España desde hace décadas ha convertido a muchas empresas en estructuras pesadas, ya que al contar con ayudas constantes, también se endeudan demasiado, y les ha impedido convertirse en compañías ágiles e innovadoras. Las subvenciones suelen disfrazarse de innovación, y siempre se justifican, cuando suelen esconder modelos "constructor y promotor" que simplemente desaparecen cuando se acaba el cheque del Estado.
Además, las ayudas y subvenciones se convierten en parte del análisis de viabilidad del negocio, como un elemento más, y no debe ser así. En una gran empresa norteamericana una vez me comentaban que les sorprendía que en las valoraciones de ciertos proyectos que analizaban en nuestro país, se considerasen las subvenciones como inamovibles durante 20 o 25 años. "¡Pero si los gobiernos cambian las regulaciones siempre!", me decían.
Luis de Guindos y Mariano Rajoy (EFE)Tal vez a lo que más pánico le tienen los inversores internacionales es a las economías que se rigen por regulaciones a favor de los subsidios. Los inversores entienden que un entorno muy afectado por ayudas gubernamentales se traduce de inmediato en baja competitividad, en dependencia política y en productividad reducida. Obviamente, cualquiera que busque invertir su dinero en España va a querer hacer rendir sus inversiones al máximo, y mientras la economía española siga siendo percibida como una economía intervenida, los inversores internacionales dudarán ante opciones en otros países.
Es esencial cambiar la política de subvenciones -gasto directo y deuda- por incentivos fiscales para evitar burbujas y «efectos llamada», que luego cuestan al Estado muchos miles de millones por acumulación de gasto. Un sistema de créditos impositivos (tax credits) no sólo no cuesta al Estado, sino que adecúa la demanda de inversión de las empresas con el apetito de poner capital a trabajar.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Por qué habría que cerrar todas las televisiones públicas, por Juan Ramón Rallo

Rtvv1
Imagen: RTVVImagen del presentador de NOU anunciando la decisión de la Generalitat Valenciana.


El cierre de Canal 9 debería escandalizar al ciudadano: no porque las administraciones públicas se desprendan de un mecanismo para manipular a las masas, sino porque la clausura haya tardado casi 25 años en producirse. A estas alturas del s. XXI, con la diversidad de fuentes de información que disponemos –en su mayoría gratuitas para el usuario– resulta inaudito que se siguiera coaccionando a los valencianos a pagar por un medio de comunicación: en este caso, la “cuota” obligatoria media era de 25 euros anuales más una deuda acumulada de 235 euros por ciudadano (o una cuota media de 70 euros por ocupado más de una deuda de 675 euros).
Al final, eso sí, el cierre no ha venido motivado por convicción política de que el contribuyente no debe ser atracado por ningún motivo –convicción ausente en el PP–, sino por la imposibilidad material de que una administración al borde de la insolvencia siguiera financiando la muy deficitaria Radiotelevisión Valenciana. Mas, desde luego, no hay mal que por bien no venga.
Evidentemente, el comentario a propósito de Canal 9 resulta extensible a todos los medios de comunicación públicos: no hay ninguna razón que justifique coaccionar a los ciudadanos para sufragarlos. La lógica económica más elemental nos indica que un bien o servicio se ha de producir cuando el valor que le asignan sus consumidores supera el valor que asignan esos consumidores a los otros bienes o servicios (coste de oportunidad).
Expresado de otra forma: si hemos de elegir entre A y B y valoramos B más que A, sería absurdo producir A. Si los ciudadanos desean ver un canal de televisión con más ansias que recibir otra serie de servicios, el canal de televisión será rentable y algún empresario perspicaz lo promoverá en un mercado libre sin necesidad alguna de que los políticos fuercen a los ciudadanos a pagarlo. Si, en cambio, los ciudadanos prefieren recibir otros bienes y servicios con prioridad sobre la televisión pública, no existirá motivo alguno para que los gobiernos nos fuercen a pagar aquello que no queremos.
¿O sí? A lo largo de las últimas décadas, se ha ido desarrollando todo un argumentario dirigido a justificar la necesidad de que los Estados sí roben a sus ciudadanos para costear medios de comunicación estatales y, muy en concreto, televisiones públicas. Merece la pena, pues, repasar los razonamientos más extendidos para comprobar si poseen algún gramo de verosimilitud. Sin televisión pública no habría televisión
El primero sostiene que sin financiación estatal no podría haber televisiones. Aunque parezca una chorrada –pues la evidencia empírica en su contra es abundantísima–, fue un argumento muy manido durante el nacimiento de la industria. El razonamiento básico es que la televisión es un caso de lo que se conoce en la literatura económica como “bien público”, es decir, un bien donde no era posible excluir al usuario que no paga (no excluibilidad) y cuyo consumo por parte de un individuo no reduce el consumo que puede efectuar otro individuo de ese mismo bien (consumo no rival). 
En realidad, la televisión nunca fue un bien público, pues la televisión de pago o por suscripción hizo su aparición de manera muy temprana, permitiendo técnicamente la exclusión del gorrón. Pero, además, los empresarios del sector encontraron una forma mucho más sencilla de no excluir a ningún televidente y aun así financiar sus servicios: la publicidad. La lógica era y sigue siendo sencilla: si los medios de comunicación ofrecen aquello que la gente quiere ver, conseguirán altas audiencias y las empresas privadas les pagarán por insertar sus cuñas publicitarias. En la actualidad, ambos modelos de negocio (televisión comercial y televisión por suscripción) subsisten, lo que claramente demuestra que sin financiación estatal, sí es posible –y bien posible– que haya televisión.
Sin televisión pública no habría ninguna televisión de calidad
De ahí que los defensores de los medios públicos dieran un salto cualitativo: la televisión que no existiría sin la ayuda estatal es una televisión de calidad. El ejemplo preferido de quienes se adhieren a este razonamiento es la BBC: un caso claro que puede hacerse buena televisión aun desde el sector público. En verdad el caso de la BBC es algo más complejo de lo que suele relatarse: el 75% de los ingresos de la BBC proceden de un canon anual de unas 145 libras que se abona por visualizar o grabar desde cualquier dispositivo las emisiones televisivas en directo. Por tanto, ya de entrada quien no ve o no graba la televisión en directo, no paga la BBC. Además, existen casos de exenciones totales o parciales al canon: los ciegos solo pagan la mitad del canon (porque se entiende que sólo disfrutarán en parte la BBC), las personas mayores de 75 años no lo pagan (pues se entiende que su esperanza de vida no será, como media, mucho mayor y no podrán disfrutar de la BBC), los hoteles lo pagan en función del número de habitaciones, etc. Si nos fijamos, el canon intenta ser una (bastante mala) aproximación al principio de mercado: quien valora el servicio debe cubrir su coste directa (suscripción) o indirectamente (tiempo consumido en ver la publicidad). La cuestión es por qué nos hemos de conformar con una aproximación cutre y parcial al muy razonable principio de un mercado televisivo libre: canales privados y que pague quien quiera ver el canal.
Pero abstraigámonos del caso concreto de la BBC: ¿no es razonable que el Estado sufrague una televisión pública de calidad? Y aquí debemos repetir lo ya enunciado: si los espectadores desean ver programas de calidad, los empresarios de la telecomunicación que aspiren a tener audiencia y obtener ingresos publicitarios (o ingresos por suscripción) tendrán que ofrecer programación que los ciudadanos reputen de calidad. Evidentemente, uno podría argumentar que los gustos culturales de la población son tan diversos y están tan fragmentados que ninguna televisión cultural podría alcanzar el umbral de rentabilidad. Pero, de nuevo, esto es falso: la globalización ha permitido incrementar tanto las audiencias mundiales de una canal de televisión (su programación se puede emitir o comercializar por todo el mundo), que incluso los gustos más estrafalarios pueden encontrar su nicho de mercado. Hoy, en la TDT, podemos disfrutar de multitud de canales temáticos con los programas más extravagantemente específicos que uno puede llegar a concebir. 

Sin televisión pública no se reeducaría a la población

Frente a este último razonamiento se esbozan, empero, dos contrarréplicas que en realidad son la misma: por un lado, se sostiene que la televisión pública tiene el cometido de promover la lengua o la cultura de un pequeño territorio, por lo que, por definición, no puede comercializarse a escala internacional y alcanzar el umbral de rentabilidad; por otro, y quizá más importante, se insiste en que la televisión privada no ofrece programas de calidad, sino telebasura. Este último argumento es, en parte, tramposo, porque parece estar sugiriendo que, mientras la gente desea ver una programación de calidad, el sector privado insiste en ofrecerle estiércol televisivo: pero no, las televisiones emiten exactamente lo que la mayoría de la gente desea ver. Por suerte o por desgracia, si las televisiones ofrecen telebasura es porque la gente demanda telebasura: cuando uno muestra su insatisfacción con el nivel de calidad de las televisiones privadas sólo está mostrando su descontento con el nivel de calidad televisiva que demanda la ciudadanía. Así pues, ambos motivos convergen en uno solo: la televisión pública debe servir para reeducar a los ciudadanos (ofrecerles programación sobre temáticas por las que naturalmente no estarían dispuestos a pagar). 
El argumento puede tener su aparente lógica, pero sigue sin ser suficiente para justificar la financiación coactiva de una televisión. Primero, porque si un grupo de personas quiere reeducar a sus compatriotas, lo que debe hacer es recaudar por sí solo los fondos necesarios y montar su propio canal temático: si el sector estuviera liberalizado (como debería estarlo), montar una televisión sería muy asequible, como ilustra le legión de televisiones locales que había por toda España hasta que el apagón analógico las cerró. Una televisión que se limite a transmitir ciertos valores o cierta cultura no requiere de superproducciones carísimas y puede financiarse por aquellas fundaciones privadas verdaderamente interesadas en divulgar ese contenido cultural o ideológico: el caso de las televisiones de telepredicadores es bastante ilustrativo. Segundo porque, aun cuando un canal público ofrezca programación “de calidad”, la gente simplemente puede escoger no verla: si desde el comienzo los ciudadanos no deseaban visionarla (de ahí que ningún empresario se lanzara a la aventura), ¿por qué deben comenzar a hacerlo por el hecho de que el canal sea público? La gente puede simplemente seguir refugiándose en la telebasura, resistiéndose a ser “reeducada”: muy en línea con lo que sucede con la telebasura en España con respecto a los excelentes documentales de TVE2. Tercero, porque la ‘calidad’ hacia la que se deba reeducar a la gente es un concepto bastante subjetivo: ¿los Juegos Olímpicos (o el deporte) son televisión de calidad? ¿Los documentales de animales son televisión de calidad? ¿Una serie como Breaking Bad o Juegos de Tronos es televisión de calidad? ¿El cine español es televisión de calidad? ¿Un programa sobre nuevas tecnologías, widgets y gadgets es televisión de calidad? Cada cual tiene su propio concepto de calidad y lo que unos aclaman como un logro cultural otros lo detestan como un atentado contra la cultura. No tiene, pues, mucho sentido que me obliguen a pagar por unos programas que son otros quienes juzgan de calidad: quienes hoy reclaman una televisión pública de calidad para educar a las masas simplemente quieren que sean esas masas las que les subvencionen lo que ellos entienden por calidad; es decir, desean no soportar en solitario el coste de la televisión que solo a ellos les gusta.
Pero, además, existe un último e inquietante argumento en contra de financiar televisiones públicas que busquen reeducar a las masas: la línea entre reeducación y adoctrinamiento es extremadamente delgada, sobre todo cuando la televisión se halla en manos de los poderes públicos. ¿Debemos confiar a unos políticos, ansiosos por mantenerse en el poder manipulando a los votantes, el deber de reeducar a las masas a costa de esas masas? Contamos con suficiente experiencia al respecto en países totalitarios o autoritarios (incluso en países democráticos) como para desconfiar de la conveniencia de esa medida. Aunque, derivado de este último argumento, aparece otro: necesitamos una televisión pública que sea verdaderamente independiente, tanto del poder político como de los intereses económicos… y solo el Estado –con las suficientes garantías constitucionales– puede proporcionarla.
Sin televisión pública no habría ninguna televisión independiente
Y, otra vez, nos encontramos con un razonamiento problemático. Primero porque se confunde independencia con objetividad: que una televisión sea independiente (regentada por funcionarios inamovibles, por ejemplo) no implica que sea objetiva; si los trabajadores tienen un sesgo ideológico –y todos lo tienen… en un sentido o en otro–, la información que transmitirán estará filtrada por ese sesgo. En otras palabras, puede que sea posible crear una televisión independiente de los intereses de empresarios y políticos, pero no es posible crear una televisión independiente… de los intereses de sus trabajadores. ¿Por qué los contribuyentes hemos de concederles a ese grupo de trabajadores/funcionarios el privilegio de hacer la televisión que a ellos les guste al margen de lo que a los contribuyentes les agrade? Segundo, porque lo realmente importante no es que un medio sea objetivo, sino que los televidentes sean conscientes de que no es objetivo: es decir, que duden de todo lo que escuchen por saber que toda la información que les llega ha sido previamente maquetada a gusto del emisor. Crear la sensación de objetividad e independencia cuando no existe (ni puede existir) tal objetividad e independencia supone anestesiar el pensamiento crítico de los espectadores y empujarles a que se plieguen al mensaje “oficial” de la televisión pública. Y, tercero, hoy en día ya disponemos de más fuentes para contrastar, comparar y refutar la información que tiempo material para consultarlas todas (incluso para consultar sólo una de ellas, como Twitter): si a una persona no le gusta un medio, solo tiene que cambiar de canal y buscar otras fuentes que le merezcan más confianza. Pretender encapsular la revolución informativa de las últimas décadas en un boletín oficialista que resuma “la verdad objetiva” no sólo es anacrónico y peligroso, sino un fracaso garantizado.
Sin televisión pública habría más desempleo
Por último, y descartados los razonamientos anteriores a favor de una televisión pública, el último argumento que permanece es aquel que demuestra la falta total de argumentos: es necesario mantener las televisiones públicas para no destruir sus puestos de trabajo. Desde luego, no es un motivo cuantitativamente menudo –Canal 9, por ejemplo, tiene una plantilla de 1.800 trabajadores, por encima de las televisiones privadas nacionales como Telecinco o Antena 3–, pero sí es un mal motivo: los servicios se producen para el bienestar del consumidor, no para el bienestar del productor. Si el coste del servicio supera la utilidad que le atribuye el consumidor, los trabajadores que lo fabrican deben dedicarse a otras cosas: justamente, a esas otras cosas que, por obligar a los contribuyentes a sufragar la televisión pública, no pueden demandar y consumir.
En definitiva, no existe ni un solo motivo razonable para mantener abierta ninguna televisión pública. Si los ciudadanos las demandan, no será difícil que algún empresario (o los propios trabajadores del canal público organizándose en cooperativas y arriesgando su patrimonio) retome el proyecto con financiación privada y voluntaria (sin carga para los contribuyentes); y si los ciudadanos no las demandan, es obvio que no tienen que sufragarlas coactivamente. No sólo Canal 9 debe cerrar: sino todas y cada una de nuestras televisiones estatales.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Naturaleza y contenido del derecho de libre determinación

Naturaleza y contenido del derecho de libre determinación
Cada cual que saque sus propias conclusiones sobre el parecido de la cuestión catalana y las bases teóricas que sustentan la libre determinación.


El derecho de libre determinación de los pueblos o derecho de autodeterminación es el derecho de un pueblo a decidir sus propias formas de gobierno, perseguir su desarrollo económico, social y cultural, y estructurarse libremente, sin injerencias externas y de acuerdo con el principio de igualdad. El concepto de libre determinación tiene una gran fuerza y un carácter especialmente polémico. El Comité de Derechos Humanos ha puesto de manifiesto su naturaleza fundamental al señalar que es requisito necesario para la plena efectividad de los derechos humanos individuales. Pero su mención en el discurso político contemporáneo puede levantar temores de desestabilización, incluso violenta; también se ha asociado con posiciones políticas extremistas y chauvinismos étnicos.

Pueblo como grupo diferenciado dentro de un Estado
La acepción más compleja y polémica define como pueblos a aquellos grupos que poseen características que los identifican y los diferencian del resto de habitantes del Estado al que pertenecen. Los que afirman que estos colectivos son sujetos del derecho de libre determinación se basan en el artículo 1 común de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos y la resolución 2625 (XXV), de 24 de octubre de 1970. Para hacer oír sus reivindicaciones, muchos de estos grupos se han unido en asociaciones u organizaciones internacionales, como laOrganización de Naciones y Pueblos No Representados (UNPO, por sus siglas en inglés).
El reconocimiento del derecho de libre determinación a los diversos grupos que habitan los Estados es muy polémico. Más del noventa por ciento de los Estados actuales son sociológicamente plurinacionales, por lo que se denuncia que la aplicación del derecho sin límites ni condiciones produciría un contexto de inestabilidad y fragmentación excesivas. Según la llamada teoría de la infinita divisibilidad, el reconocimiento del derecho con carácter general puede llevar a una progresiva fragmentación del territorio mediante la aplicación de criterios nacionalistas cada vez más estrictos, produciéndose tras cada secesión una nueva secesión. Este efecto se vería propiciado por una atmósfera favorable a la ruptura de Estados existentes y el surgimiento de nuevos Estados: un fenómeno conocido como "tribalismo postmoderno", surgido en la última década del siglo XX.
La solución generalmente aceptada reconoce el derecho de autodeterminación interna en toda su extensión a estos pueblos. La vertiente interna, por su parte, define el derecho de los pueblos a decidir su organización política y perseguir su desarrollo cultural, social y económico. Se relaciona, entre otros, con el derecho de todo grupo a preservar su identidad; también con el derecho de todo ciudadano a participar, a todos los niveles, en la dirección de los asuntos públicos, y por tanto con la democracia. De aquí se deriva que un Gobierno debe representar al conjunto de la población, sin distinción por motivos de raza, credo, color o cualquier otro., limitando a casos muy estrictos el ejercicio de la autodeterminación externa; e incluso, en la práctica, esta vertiente ha quedado en ocasiones reducida a la nada en función de intereses y consideraciones de todo tipo. El Tribunal Supremo de Canadá, en su dictamen de 20 de agosto de 1998 sobre la posibilidad de secesión por parte de Quebec, afirmó que normalmente la libre determinación se ejerce a través de su vertiente interna. El Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial afirmó en 1996 que el Derecho internacional no reconoce un derecho a la secesión unilateral en favor de los pueblos con carácter general y que una excesiva fragmentación de los Estados podría ir en detrimento de la protección de los derechos humanos y la preservación de la paz y la seguridad.
La posibilidad, en todo caso de carácter excepcional, de que estos pueblos ejerzan la vertiente externa de la libre determinación, separándose del Estado al que pertenecen, se desprende de la resolución 2625 (XXV). Se puede llegar a producir la secesión cuando el ejercicio de la autodeterminación interna sea imposible porque el pueblo sufra una persecución o discriminación extrema y sistemática y no parezca existir una solución pacífica factible. Hay interpretaciones más estrictas o más amplias sobre cuándo se da esta situación, pero existe un consenso internacional que lo aprecia en los regímenes racistas, como el apartheid sudafricano.