Juan J. Molina

Juan J. Molina
Juan J. Molina

jueves, 12 de diciembre de 2013

CATALUÑA, VIAJE A NINGUNA PARTE, por Juan J. Molina

¿Quiere usted que Cataluña sea un Estado?' Y si es así, ¿independiente?


Y, si no es independiente, ¿de quién va a depender?

Tendrán que preguntar al resto de españoles si queremos estar asociados al nuevo Estado catalán. No tiene sentido la forma en que han planteado las preguntas. Si contestas que sí a la primera pregunta, ya estás contestando con un sí a la segunda. Si Cataluña se convierte en Estado, a la fuerza se convierte inmediatamente en independiente, puesto que no pueden coexistir a la misma vez dos Estados dentro de una unidad: España,  sin un acuerdo previo. En el momento en  que Cataluña se convierte en Estado soberano, puede pedir la asociación con otro Estado, libremente, pero no puede pasar automáticamente de Comunidad Autónoma a Estado asociado porque requiere la aceptación de la otra parte, cosa que no se decide en este referéndum, puesto que la otra parte: el resto de españoles, no participa, ni es preguntado de nada.
Podrán decir que son solo preguntas, y que las preguntas no son hechos consumados, por lo cual, no suponen la conversión de Cataluña en nada, si no la constatación de la voluntad del pueblo catalán. Cierto, pero constatar la voluntad a favor o en contra, de un plan imposible, porque no cuenta con la consulta de la otra parte, es un disparate y un fraude.
Era mucho más simple y real, una pregunta más directa y clara: ¿quiere usted que Cataluña se independice de España? Aquí ya no existen equívocos,  ni  contradicciones imposibles. Este planteamiento no responde nada más que al mareo de la perdiz, probablemente, porque tienen claro que todo esto no va a ninguna parte:
Artículo 2
La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.

Mientras no cambie la Constitución, realizar un referéndum de independencia es, a todas luces, ilegal.

martes, 10 de diciembre de 2013

LO PEOR DE LO PEOR, por Gabriel Albiac

Un estólido masoquismo ciudadano va a hacer medrar a
UPyD e IU. Lo peor de todo.


Que haya quienes aún cifren la esperanza de regeneración en el ascenso de cosas como UPyD o Izquierda Unida es el síntoma más exacto de que estamos muertos. Moralmente muertos.
UPyD fue la ficción creada para que una de las más perseverantes apparatchiki del PSOE no se quedara sin sueldo al cabo de tantos años de vivir del erario público. Ni mejor ni peor que Zapatero o Rubalcaba. Idéntica. Dirigente en los tiempos más tenebrosos del socialismo, los del GAL y Felipe González, ministra del Gobierno PNV que quiso poner querella a un Antonio Mingote cuyo sentido del humor le pareciera «una agresión clarísima» contra el honor de la patria vasca. Intentó el asalto a la secretaría general. Fracasó. La depuraron. Lo normal en política. Justo antes de que la dejaran sin escaño europeo y sin sueldo, se montó un partido para seguir llegando holgadamente a fin de mes. Es respetable. Y exactamente lo que hacen todos los profesionales de la política. Aquel que quiera seguir manteniendo con sus impuestos a un miembro muy notorio de esa casta no tiene más que votar por Rosa Díez. Acertará, sin duda.
La historia de Izquierda Unida es otra. La de un anacronismo que perdura, cuando todas las determinaciones materiales y morales para su existencia han caducado. Decía el viejo Karl Marx que es propio de la triste condición humana «sufrir aún más a causa de los muertos que a causa de los vivos». Izquierda Unida es, desde hace ya tres decenios, un amasijo de cadavéricos lugares comunes sin pies ni cabeza. Al frente del cual se hallan algunos de los sujetos más incompetentes entre la incompetente muchedumbre de los políticos españoles. No se ha beneficiado demasiado, es cierto, de la suntuosa corrupción que volvió ricos a sus vecinos socialistas. Pero es que, a diferencia de ellos, IU jamás ha tenido acceso al poder. Jamás, hasta las últimas elecciones andaluzas, de las cuales es pronto aún para contabilizar qué es lo que habrá salido. Pero ha tenido muy cerca la lección de los camaradas sindicalistas, cuya capacidad para parasitar fondos de Estado es uno de los acontecimientos más desoladores de la España en la cual vivimos. Aquellos que sueñen con una dictadura tan épicamente asesina como la soviética, o tan homicidamente estúpida como la cubana, no se equivocarán apostando por los hombres de Cayo Lara.
¿Qué nos queda? Una constancia que no es lo que se dice muy alegre –pero a la realidad no la modifica un ápice que sea alegre o no–: los partidos políticos son, en la España de hoy, una peste para el ciudadano. Una peste ineluctable. No hay manera de evitar que nos obliguen a pagar sus finanzas, estemos con ellos de acuerdo o no. No hay manera de controlar la desastrosa gestión que ejercen del Estado. Y el único consuelo que nos queda es ignorarlos. A sabiendas de que eso, a ellos, les trae perfectamente al fresco.
Un estólido masoquismo ciudadano va a hacer medrar a UPyD e IU. Lo peor de todo. En un país en el cual todo, en política, ha sido siempre quintaesencia de lo malo.

lunes, 2 de diciembre de 2013

¿MATA LA LIBERTAD DE MERCADO?, por Pedro Moya

La llegada al Vaticano de Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, ha sido como un soplo de aire fresco para la Iglesia católica. Son dignos de alabanza sus gestos de humildad, su cercanía, su compromiso con los más desfavorecidos y sus pasos encaminados a renovar y modernizar las más altas jerarquías eclesiásticas. Pero en la parte económica de su Exhortación Apostólica 'Evangelii Gaudium', no solo va más allá del camino señalado tanto por la Encíclica de León XIII, 'Rerum Novarum', como la 'Mater et magistra' de Juan XXIII, algunas de cuyas tesis, empero, deberían haber quedado superadas hace décadas ante el peso de los acontecimientos históricos acaecidos desde entonces (entre ellos, el colapso del socialismo 'real' escenificado en la caída del Muro de Berlín); incluso deja absolutamente corta aquella afirmación del tradicionalista Sardá y Sardany en forma de panfleto decimonónico, 'El liberalismo es pecado', al aseverar que el sistema económico derivado de las ideas liberales, la libertad de mercado, ni más ni menos que 'mata'. En este aspecto, no se le puede reprochar al Papa el empleo excesivo del matiz.

Independientemente de que, al tratarse de una Exhortación y no de una Encíclica, en este caso no sería aplicable el dogma católico de la infabilidad del Papa, Francisco se equivoca de medio a medio al criticar al libre mercado y al liberalismo en general de manera tan furibunda e injusta, para más inri sin privarse de utilizar los gastados tópicos propios del populismo latinoamericano que arruina y asola tantos rincones del Viejo Continente. No deja de ser un inmenso error poner en solfa, no solo principios basados en la moral y dignidad humanas y los derechos fundamentales del hombre, como son, además de la vida, la libertad y la propiedad (reafirmada esta última como 'derecho natural' en la citada Encíclica 'Mater et Magistra', por ejemplo); sino además el sistema económico que es precisamente fiel reflejo de esos valores basados en la libertad del hombre, el del libre mercado. Que, pese a lo que pregona de manera tan insistente, y cabe reconocer que eficaz, la propaganda antiliberal, ahí donde rige siempre produce más riqueza, más prosperidad, más progreso y, por tanto, menos pobreza, entre otras razones porque es capaz de producir más medios para luchar contra ella. Y solo cabe remitirse a las pruebas.

El que suscribe, como católico que se sigue considerando, nunca se ha identificado con los discursos que, al modo por ejemplo de un Donoso Cortés, presentan al liberalismo como adversario o incluso enconado enemigo del catolicismo; cuando precisamente el liberalismo tanto le debe en sus orígenes al sustrato occidental y cristiano, que basa sus principios en el respeto a la dignidad humana, y cuando el catolicismo no debería entenderse sin la defensa de, junto a la vida, el derecho fundamental del que Dios ha dotado al hombre al concederle el libre albedrío: la libertad.  

Por supuesto que la libertad no es un valor absoluto, como en realidad ningún derecho lo es: la ausencia de coacción, en feliz definición de Hayek, termina, como resaltó Stuart Mill recogiendo un lema popular, donde empieza la libertad de otro. El libre mercado es simplemente la realización y plasmación en las relaciones económicas y sociales de ese valor no absoluto, lo que conlleva la libertad de cada uno para disponer de lo que es suyo o ha ganado gracias a su mérito y esfuerzo y, por tanto, comerciar o intercambiar sus posesiones como buenamente quiera; aunque, por supuesto, con unos límites marcados por unas reglas de juego claras (ausencia de trampas y delitos, cumplimiento de los contratos y compromisos pactados, etc.), terreno en el que debe entrar el Estado. Porque, en puridad, el libre mercado, al contrario de como lo pintan los antiliberales de todos los colores ('anarquía', 'capitalismo salvaje'...), es absolutamente inconcebible sin la presencia de un Estado de Derecho; lo contrario es la ley de la selva, como la de las mafias que siguen dominando en países del Este de Europa como Rusia, o las de tribus que se imponen por la violencia en África. Que, pese a que también se les ponga la etiqueta, no son ejemplos ni de capitalismo ni de liberalismo económico.

Sobre el grado de intervencionismo de ese Estado regulador ya hay para todos los gustos: hay quienes piensan que ha de inmiscuirse en prácticamente todos los órdenes de la vida económica para desempeñar una labor 'redistribuidora' (lo que acaba siendo contraproducente, puesto que desincentiva precisamente la creación de esa riqueza que se pretende repartir); otros creemos que su labor fundamental ha de ser cumplir y hacer cumplir las leyes, garantizar la seguridad jurídica y propiciar un marco favorable para la generación de prosperidad y la reducción de la pobreza. Lo que 'mata' es precisamente el intervencionismo y dirigismo atroz y asfixiante (y liberticida) y la ausencia de esa garantía del derecho a la propiedad, la transparencia y el cumplimiento de los acuerdos y contratos que caracteriza al sistema de libre mercado. Porque sus 'alternativas', esas sí verdaderamente 'salvajes' (y contra las que con tanto denuedo combatió uno de los antecesores de Francisco, Juan Pablo II), son sobradamente conocidas; y sus consecuencias trágicas e inhumanas también.

Pero no solo cabe aprender de la pasada y cruda experiencia de los regímenes comunistas de la Europa del Este: ahora basta asomarse por Cuba, que antes de convertirse en paraíso anticapitalista era uno de los países con mayor renta per cápita del mundo; Corea del Norte, cuya tremenda pobreza y retraso contrasta abrumadoramente con la riqueza y el crecimiento económico de sus 'capitalistas' vecinos del Sur; o ese faro antiliberal del 'socialismo del siglo XXI' llamado chavismo, cuyos últimos decretazos son la puntilla a la libertad de comercio y el paso necesario hacia la muy socialista escasez de bienes básicos que ya está sufriendo Venezuela. Incluso a un nivel más suave, pero no menos ruinoso, el Papa Francisco no tendría ni que salir de su país de origen, Argentina, para comprobar en qué han convertido décadas de populismo 'descamisao' peronista a una de las naciones más desarrolladas, ricas y prósperas y otrora tierra de promisión.

Porque, en efecto, hay demasiados pobres en el mundo (aunque cada vez menos pese a que se afirme lo contrario), lo que resulta indicativo de que algo se está haciendo mal: precisamente no extender el sistema económico que, amén de plasmar el bien más preciado del hombre como es la libertad, se ha mostrado más eficaz en la generación de riqueza y prosperidad, en la asignación de recursos y, por tanto, en la reducción de la pobreza (como queda demostrado allí donde tiene lugar); y que, cabe insistir, es inconcebible sin un Estado de Derecho que garantice dentro del mercado el cumplimiento de unas normas. La libertad de mercado, lejos de matar, favorece que el hombre disponga de más y mejores instrumentos para progresar, mejorar su calidad de vida y, en consecuencia, alejarse de una miseria que, antes del triunfo (más o menos relativo) del liberalismo económico, le acompañaba indefectiblemente a lo largo de su vida. Sin duda, un logro más de la civilización occidental que los católicos, y los cristianos en general, deberíamos resaltar y defender.
Fuente:http://www.apuntesenlibertad.com/2013/11/mata-la-libertad-de-mercado.html