Juan J. Molina

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viernes, 30 de marzo de 2012

Juan Martín 'El Empecinado': el guerrillero convertido en adjetivo, por Federico Jiménez Losantos

Muere en la horca «por atentar contra los derechos del Trono». ¡El trono que defendió con su sangre cuando Fernando VII lo ofrecía de rodillas a Napoleón!

 

En Castrillo de Duero, provincia de Valladolid, hay un río tan conscientemente humilde que se llama el Botija. Sus humedales, en las afueras del pueblo, han creado unas balsas de cieno negro que reciben el nombre de pecinas. Y a los que venían al mundo en las orillas de ese barro les llamaban en los pueblos cercanos «empecinados», hijos, pues, del arroyo humilde y de la tierra oscura. Pero por una de esas curiosidades de la historia, uno de los hijos de Castrillo, Juan Martín, nacido el 5 de septiembre de 1775, convirtió ese apodo en timbre de gloria, al punto que hoy es adjetivo enaltecedor de la constancia hasta más allá de lo razonable. Un mérito discutible en los civiles pero no en los que abrazan la carrera militar precisamente por imperativo civil, como hizo el más popular de los guerrilleros en la Guerra de la Independencia. Nació Juan Martín en una familia de labradores, sin mucha hacienda pero sin hambre, y fue hombre más bien bajo de estatura, fuerte y rebolludo, carirredondo, con nariz de alcotán y mirada congruentemente rapaz, despierta y fiera. Tenía el mentón partido, la boca prieta y la piel atezada, como salida del sol de las eras castellanas y de las pecinas de su origen. Poco sabemos de sus primeros años, salvo que, como los chicos de su edad y condición, dejó pronto de estudiar y empezó pronto a trabajar. A los 16 años quiso sentar plaza como militar, pero su padre pudo impedírselo. Al poco estalló la Guerra del Roselllón, con la que España se unió a los vecinos de la Francia revolucionaria para liquidar su régimen, y el Rey pidió voluntarios. Uno de ellos fue Juan Martín, que en tierras francesas aprendió los rudimentos de la guerra y la guerrilla, así como ciertas normas de hidalguía y humanidad para con los prisioneros.
A la vuelta de la guerra, en 1796, casó con Catalina de la Fuente y se instaló en el pueblo de ésta, Fuentecén, entre Castrillo y Aranda de Duero. Allí vivió como un labriego más hasta que en 1808 los franceses ocuparon España entre la inopia del pueblo y la imbecilidad de sus mandamases. Había concebido Juan Martín en la Guerra del Rosellón tanta animosidad contra los franceses que, según la leyenda, antes del 2 de mayo ya se había echado al monte con dos vecinos para hostigar a los invasores. Al empezar las hostilidades fue ampliando su partida y comenzó a atacar la vía entre Madrid y Burgos que atraviesa su comarca natal y por la que discurría abundante circulación de hombres y pertrechos.
Como tantos otros guerrilleros cuando se encuadraron en el ejército regular, los de El Empecinado fueron derrotados junto a los soldados de carrera, que nada podían contra los de Napoleón. Sin embargo, de esa catástrofe nació un movimiento guerrillero tan extenso como audaz, dirigido por caudillos improvisados del estilo de Juan martín, llamado ya El Empecinado. Los aspectos de su vida personal no son desconocidos o resultan carne de leyenda. Su propia trayectoria militar no había sido estudiada en profundidad hasta que en 1995 apareció la admirable biografía de Andrés Cassinello, en la editorial San Martín. Destino pavoroso, éste del olvido, tan español. Otra constante muy nacional en la trayectoria de Juan Martín fue el enfrentamiento con los superiores del ejército regular, torpes pero déspotas, y con las improvisadas autoridades de las juntas. El general Cuesta ya lo metió en la cárcel a poco de empezar la guerra, en el verano de 1808, y sólo el aplastamiento de la herrumbrosa estructura militar por Napoleón permitió que los guerrilleros actuasen a su modo.
El resultado fue notable en lo militar y sobresaliente en lo político. Aquella guerra irregular, corso terrestre, fue la expresión popular de lo que suele llamarse Defensa Nacional, llenando el vacío que la incapacidad o la traición de las clases dirigentes habían dejado en España. La fama de Juan Martín salió de su comarca y fue reclamado por la Junta de Guadalajara, radicada en Sigüenza, para crear entre Castilla y Aragón, no lejos de Madrid, una situación militar más favorable. Había ya ascendido varias veces El Empecinado por méritos de guerra y era muy apreciado en la Junta Central, así que se le permitió y aún se le invitó a pasar a esa zona más difícil y para él desconocida. Sin embargo, ahí es donde mostró que su habilidad en la lucha no era fruto del conocimiento del terreno sino de un auténtico genio militar. Forcejeando siempre con los obtusos junteros alcarreños, sus éxitos militares fueron continuos por la Serranía de Cuenca, los Montes Universales, los altos llanos de Molina de Aragón y las parameras y quebradas de Sigüenza.
Aumentó tanto su partida que pronto padeció las rivalidades de sus segundos, que llegaron al motín y la dispersión de la tropa. Pero El Empecinado era especialista en comenzar desde cero y rehacerse. Sus merodeos por la Casa de Campo sembraron el pánico en la Corte del Rey intruso, que trató de comprarlo. La respuesta de Juan Martín fue contundente. Citando al Duque de Mahón, pasado a los franceses, dice a José Bonaparte: «llegará a ser tan fiel servidor vuestro como lo ha sido de su patria. Este cobarde, que poseído del terror cuando ataqué Cuenca, sólo cuidó de sepultar su persona en donde ni aún el estruendo del cañón se oyese, y que por falta de disposición perdió oficinas, secretarías y tesorería, todos los equipajes de la columna incluso los suyos propios y su misma espada que conservo, y que no tuvo el valor de empuñar para defenderse...».
Sería interminable el relato de sus andanzas y aventuras. Cargando a caballo y con arma blanca al frente de sus jinetes, son incontables los ataques de Juan Martín. Su movilidad, asombrosa. Su audacia, ilimitada. Con 150 hombres toma Salamanca. Es capaz de defender Béjar y llega a entrar hasta tres veces en Madrid. Tanta era su popularidad que los guerrilleros y los patriotas en general dieron en llamarse «empecinados», con la significación adjetiva que llega hasta hoy.
Convertido ya en jefe militar, persigue a los franceses hasta el fin de la guerra y, vuelto Fernando VII, es ascendido a mariscal de campo, aunque no le pagan. Su estrella palidece cuando se enciende de nuevo la tea absolutista. Pero Juan Martín no se resigna: conspira, se mueve, trabaja por la vuelta del orden constitucional. Es un patriota, un liberal, un negro, como corresponde al apodo que le han permitido conservar como título: Empecinado. En 1820, Riego obliga al Rey Felón a acatar de nuevo la Constitución de Cádiz y El Empecinado es uno de los pocos militares importantes que se mantiene a su lado, durante el Trienio Constitucional. Cuando, con el respaldo oculto del Rey, empiezan a alzarse jefes guerrilleros como Merino para reimplantar el absolutismo, es Juan Martín el que debe perseguir a sus antiguos compañeros.
Pero algo ha cambiado de 1808 a 1820: ya no es la defensa nacional lo que anima a los alzados, sino la política, en unos para mantener la libertad y en otros para volver a las caenas. Esa Guerra de la Lealtad, como bien se la llamó, no tiene, sin embargo el respaldo popular, ni el del Rey, ni el de muchos militares, guerrilleros o no. Por eso, finalmente, los patriotas la perderán.
Juan Martín, como Riego y Torrijos, pertenecía al círculo de los comuneros, escisión masónica que agrupaba a los llamados exaltados, defensores de la constitución. Y quizás su compañero mejor en la época última de su vida fue Aviraneta, el pariente y personaje de las novelas de Baroja, modelo de conspiradores. Conforme iba perdiendo la guerra, cada vez más reducido a las montañas de su comarca natal, donde le acechaba la envidia de los vecinos y la inquina de sus antiguos compañeros de guerrilla, tuvo ocasión El Empecinado de pasarse a las filas de Fernando VII por expresa invitación de éste a lo que contestó: Diga usted al Rey que si no quiere la Constitución que no la hubiera jurado; que el Empecinado la juró y jamás cometerá la infamia de faltar a sus juramentos.
El Felón no lo olvidó. Cuando, tras la rendición de los generales liberales a los franceses de Angulema, Juan Marín se queda solo, se entrega pacíficamente en Olmos para salvar a sus hombres. Pero lo encadenan y lo llevan a rastras, entre los vejámenes del populacho, a Roa. Su propia mujer lo traiciona. Desde finales de 1823 a 1825 ninguna humillación le es ahorrada. Viendo que su vida peligra, se movilizan sus compañeros y hasta el rey de Inglaterra pide clemencia, pero el de España, sin dar la cara, confirma la sentencia. En la plaza de Roa, el 19 de agosto, tras romper las esposas al pie del cadalso y tratar de huir a una iglesia, Juan Martín muere en la horca –se le niega ser fusilado–- «por atentar contra los derechos del Trono». ¡El trono que defendió con su sangre cuando Fernando VII lo ofrecía de rodillas a Napoleón! Sin embargo, el ahorcado de Roa ha pasado a la historia como héroe entre los héroes y su regio asesino como el mayor villano de entre los nuestros. Justicia tardía.

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