FRIEDERICH HAYEK (Austria 1899-1992) Premio nobel de Economía en 1974
La tesis central del libro es que los avances de la planificación económica van necesariamente unidos a la pérdida de libertades y al progreso del totalitarismo.
Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquel, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el estado está sometido en todas sus acciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno preveer con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento.
Podemos así distinguir dos formas de actuar muy diferenciadas entre un Estado de Derecho y un gobierno arbitrario de tipo colectivista. Bajo el primero, el Estado se limita a fijar normas determinantes de las condiciones bajo las cuales pueden utilizarse los recursos disponibles, dejando a los individuos la decisión sobre los fines para los que serán usados. Bajo el segundo, el Estado dirige hacia fines determinados el empleo de los medios de producción. La diferencia entre los dos tipos de normas es la misma que existe entre promulgar un código de circulación u obligar a la gente a circular por un sitio determinado; o mejor todavía, entre suministrar señales indicadoras o determinar la carretera que ha de tomar la gente.
Las normas formales son así simples instrumentos, en el sentido de proyectarse para que sean útiles a personas anónimas, a los fines para los que estas personas decidan usarlos y en circunstancias que no pueden preverse con detalle. El Estado tiene que limitarse a establecer reglas aplicables a tipos generales de situaciones y tiene que conceder libertad a los individuos en todo lo que dependa de las circunstancias de tiempo y lugar, porque solo los individuos afectados en cada caso pueden conocer plenamente estas circunstancias y adaptar sus acciones a ellas. Si, de otra parte, el Estado pretendiese dirigir las acciones individuales para lograr fines particulares, su actuación tendría que decidirse sobre la base de todas las circunstancias del momento, y sería imprevisible. De aquí el hecho familiar de que, cuanto más “planifica” el Estado más difícil se le hace al individuo su planificación.
Hay otro argumento, moral o político, aún más importante para la cuestión que se discute. Si el Estado ha de prever la incidencia de sus actos esto significa que no puede dejar elección a los afectados. Tiene necesariamente que tomar partido, imponer a la gente sus valores y, en lugar de ayudar a ésta al logro de sus propios fines, elegir por ella los fines. El Estado deja de ser una pieza del mecanismo utilitario proyectado para ayudar a los individuos al pleno desarrollo de su personalidad individual y se convierte en una institución “moral”; donde “moral” no se usa en contraposición a inmoral, sino para caracterizar a una institución que impone a sus miembros sus propias opiniones sobre todas las cuestiones morales, sean morales o grandemente inmorales esta opiniones. En este sentido, el nazi u otro Estado colectivista cualquiera es “moral”, mientras que el Estado liberal no lo es.
No puede dudarse que la planificación envuelve necesariamente una discriminación deliberada entre las necesidades particulares de las diversas personas y permite a un hombre hacer lo que a otro se le prohíbe. Tiene que determinarse por una norma legal que bienestar puede alcanzar cada uno y que le será permitido a cada uno hacer y poseer. Toda política directamente dirigida a un ideal sustantivo de justicia distributiva tiene que conducir a la destrucción del Estado de Derecho. Provocar el mismo resultado para personas diferentes significa, por fuerza, tratarlas diferentemente. No puede negarse que el estado de derecho produce desigualdades económicas; todo lo que puede alegarse en su favor es que esta desigualdad no pretende afectar de una manera determinada a individuos en particular. Es muy significativo que los socialistas (y los nazis) han protestado siempre contra la justicia “meramente” formal, que se han opuesto siempre a una ley que no encierra criterio respecto al grado de bienestar que debe alcanzar cada persona en particular y que han demandado siempre una “socialización de la ley”, atacando la independencia de los jueces. Así podemos distinguir entre el Estado de derecho, la supremacía de la Ley y el ideal nacionalsocialista del gerechte staat (el Estado justo); solo que la clase de justicia opuesta a la formal implica necesariamente la discriminación entre personas.
Mucho más coherente es la actitud, que ya desde el comienzo del movimiento socialista, mostraron sus partidarios atacando la idea “metafísica” de los derechos individuales e insistieron en que, en un mundo ordenado racionalmente, no habría derechos individuales, sino tan solo deberes individuales. Ésta, en realidad, es la actitud hoy más corriente entre nuestros titulados progresistas, y pocas cosas exponen más a uno al reproche de ser un reaccionario que la protesta contra una medida por considerarla como una violación de los derechos del individuo.
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