“Todo poder corrompe, y el poder absoluto
Corrompe absolutamente.”
LORD ACTON
De la misma manera que el gobernante democrático que se dispone a planificar la vida económica tendrá pronto que enfrentarse con la alternativa de asumir poderes dictatoriales o abandonar sus planes, así el dictador totalitario pronto tendrá que elegir entre prescindir de la moral ordinaria o fracasar. Esta es la razón de que los falsos de escrúpulos y los aventureros tengan más probabilidades de éxito en una sociedad que tiende hacia el totalitarismo. Quien no vea esto no ha advertido aún toda la anchura de la sima que separa al totalitarismo de un régimen liberal, la tremenda diferencia entre la atmosfera moral que domina bajo el colectivismo y la naturaleza esencialmente individualista de la civilización occidental.
En los países de la Europa central, los partidos socialistas habían familiarizado a las masas con las organizaciones políticas de carácter paramilitar encaminadas a absorber lo más posible la vida privada de sus miembros.
Por lo demás, muchos reformadores sociales del pasado sabían por experiencia que el socialismo sólo puede llevarse a la práctica por métodos que desaprueban la mayor parte de los socialistas. Los viejos partidos socialistas se vieron detenidos por sus ideales democráticos; no poseían la falta de escrúpulos necesaria para llevar a cabo la tarea elegida. Es característico que, tanto en Alemania como en Italia, al éxito del fascismo precedió la negativa de los partidos socialistas a asumir las responsabilidades del gobierno. Pero otros habían aprendido ya la lección, y sabían que en una sociedad planificada la cuestión no podía seguir consistiendo en determinar qué aprobaría una mayoría, sino en hallar el mayor grupo cuyos miembros concordasen suficientemente para permitir una dirección unificada de todos los asuntos.
Hay tres razones principales para que semejante grupo, numeroso y fuerte, con opiniones bastante homogéneas, no lo formen, probablemente, los mejores, sino los peores elementos de cualquier sociedad.
En primer lugar, es probablemente cierto que, en general, cuanto más se eleva la educación y la inteligencia de los individuos, más se diferencian sus opiniones y sus gustos y menos probable es que lleguen a un acuerdo sobre una particular jerarquía de valores. Corolario de esto es que si deseamos un alto grado de uniformidad y semejanza de puntos de vista, tenemos que descender a las regiones de principios morales e intelectuales más bajos, donde prevalecen los más primitivos y comunes instintos y gustos. Esto no significa que la mayoría de la gente tenga un bajo nivel moral, significa simplemente que el grupo más amplio cuyos valores son muy semejantes es el que forman las gentes de nivel bajo. Es, como si dijéramos, el mínimo común denominador lo que reúne el mayor número de personas.
Esto nos lleva al segundo principio de selección negativo. Serán los de ideas vagas e imperfectamente formadas, los fácilmente moldeables, los de pasiones y emociones prontas a levantarse, quienes engrosaran las filas del partido totalitario.
Con el esfuerzo deliberado del demagogo hábil, entra el tercero y quizás más importante elemento negativo de selección para la forja de un cuerpo de seguidores estrechamente coherente y homogéneo. Parece casi una ley de naturaleza humana que es más fácil a la gente ponerse de acuerdo sobre un programa negativo, sobre el odio a un enemigo, sobre la envidia a los que viven mejor, que sobre una tarea positiva. El enemigo, sea interior, como el “judío” o el “kulak”, o exterior, parece ser una pieza indispensable en el arsenal de un dirigente totalitario.
El colectivismo no tiene sitio para el amplio humanitarismo liberal, sino tan solo para el estrecho particularismo de los totalitarios. Si la “comunidad” o el Estado son antes que el individuo; si tienen fines propios, independientes y superiores a los individuales, solo aquellos individuos que laboran para dichos fines pueden ser considerados como miembros de la comunidad. Consecuencia necesaria de este criterio es que a una persona sólo se la respeta en cuanto miembro del grupo; es decir, sólo si trabaja y en cuanto trabaja para los fines considerados comunes, y su plena dignidad le viene de su condición de miembro y no simplemente de ser hombre.
Existe como dice R. Niebuhr “ una creciente tendencia en el hombre moderno a imaginarse que su propia conducta se ajusta a una ética porque ha delegado sus vicios en grupos cada vez más amplios”.
El principio de que el fin justifica los medios se considera en la ética individualista como la negación de toda moral social. En la ética colectivista se convierte necesariamente en la norma suprema; no hay, literalmente, nada que el colectivista consecuentemente no tenga que estar dispuesto a hacer si sirve “al bien del conjunto”, porque “el bien del conjunto” es el único criterio, para él, de lo que debe hacerse. La intensidad de las emociones morales dentro de un movimiento como el nacionalsocialismo o el comunismo sólo pueden comparase, probablemente, con la de los grandes movimientos religiosos de la historia. Una vez se admita que el individuo es solo un medio para servir a los fines de una entidad más alta, llamada sociedad o nación, síguense por necesidad la mayoría de aquellos rasgos de los regímenes totalitarios que nos espantan.
Como es únicamente el líder supremo quien determina los fines, sus instrumentos no pueden tener convicciones morales propias. No deben tener ideales propios a cuya realización aspiren, ni ideas acerca del bien o del mal que puedan interferir con las intenciones del líder. Por consiguiente, así como hay poco que pudiera inducir a los hombres que son justos, según nuestros criterios, a pretender posiciones directivas en la máquina totalitaria, y mucho para apartarlos, habrá especiales oportunidades para los brutales y los faltos de escrúpulos.
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