Juan J. Molina

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martes, 14 de febrero de 2012

EL DILEMA DE LA IZQUIERDA, por Juan José Molina




Si alguien se pregunta el por qué suelo dirigir mis críticas hacia la izquierda con mucha más asiduidad que hacia la derecha, se lo digo sinceramente, la izquierda es mucho más compleja, laberíntica y trágica que la derecha o dicho en un término más exacto, que los conservadores. Y por consecuencia, es mucho más interesante. Eso no quita que en otra ocasión le eche un rato al dilema de la derecha.
Debe de ser descorazonador saber que tus ideales, por muy altruistas que sean, no son posibles de realizar en la práctica porque, sencillamente, son incoherentes. Los que se autocalifican de izquierda o progresistas como ahora gustan de llamarse viven en una masa amorfa de tópicos, deseos y fines absolutamente blandos intelectualmente. No se puede adorar al igualitarismo y a la libertad al mismo tiempo, no se puede hablar de dictaduras de mercado y pedir como solución dictaduras de estado, no se puede odiar al capitalismo y abrazar al colectivismo totalitario sin traicionar a la libertad. Cuando las primeras ideas revolucionarias de los teóricos del marxismo y el socialismo le dijeron al pueblo, “para ser libres antes hay que dejar de ser pobres”, se les olvidó apostillar, “que para dejar de ser pobres, antes tenían que dejar de ser libres”.  Y en esas estamos.
Allá donde los regímenes de izquierda han entrado por la puerta, la libertad ha saltado por la ventana, pero lo peor, es que con ella también se ha ido la riqueza.  El resultado es devastador, totalitarismo y pobreza campando a sus anchas. Por qué unas ideas tan moralmente aceptables como la erradicación de la pobreza o las desigualdades no son realizables y terminan fracasando con las recetas de la izquierda. A mi entender, el problema no son los objetivos tanto como los métodos. La izquierda no se ha parado a pensar en algo tan básico como la propia condición humana. Los seres racionales no razonamos colectivamente sino individualmente, cuando trabajamos en grupo no solemos hacerlo por el bien del grupo (dejando a parte unidades muy básica como las familiares), lo hacemos porque esa cooperación nos conviene individualmente, solo es necesario que intuyamos que no obtendremos ningún beneficio personal de nuestra cooperación para que abandonemos inmediatamente la tarea, cuando no, la boicoteemos. Esta condición no nos hace ni mejores, ni peores, nos hace sencillamente, humanos.
La izquierda no ha entendido esto, o si lo ha hecho, no le ha dado la importancia que realmente tiene. Mientras siga creyendo que el cuerpo social se va a mover como un solo individuo por el “bien común” se estrellará una y mil veces contra el muro del fracaso y llevará a las sociedades que se crean esos cantos de sirena al desastre, como ha venido ocurriendo a lo largo de la historia. Los grandes movimientos políticos que acabaron en conflictos mundiales y genocidios nacieron de las mismas fuentes, tanto fascistas como nacional socialistas y comunistas compartieron ideólogos y en parte también métodos. La única razón de que gente que supuestamente defendía ideas “progresistas” de igualdad y redistribución de la riqueza cometieran las atrocidades que todos conocemos, se debió precisamente a la certeza que tenían de que no se podía llevar a buen puerto el plan, si ello dependía de las cambiantes opiniones de los ciudadanos tomados de manera individual en unas elecciones democráticas.
Debe ser triste tener la certeza de que tu enemigo imaginario, el capitalismo, aunque sea a trancas y barrancas se acerca mucho más a los objetivos que monopolizas como tuyos. La igualdad de oportunidades no es de izquierdas, la solidaridad tampoco la inventó la izquierda y la libertad no puede nunca ser sacrificada en el altar de una utopía imperfecta a todas luces.

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