El hecho de que coyunturalmente algunos comunistas se hayan enfrentado a dictaduras no convierte a su doctrina en una luchadora por la libertad.
El bolchevismo, posteriormente conocido como comunismo, nació como una escisión del partido socialista ruso, a comienzos del siglo XX. Su líder intelectual sería conocido por la historia como Lenin.
Basándose en el materialismo histórico de Marx, quien a su vez bebía de las fuentes de Hegel –todo ello con la remota procedencia en Platón- los comunistas desarrollaron una “religión”. No se trataba de una opinión política, sino de una doctrina completa sobre la realidad, que implicaba el sometimiento total a ella, de la persona, de los grupos y del Estado.
Trataba de explicar la naturaleza de los hechos a través de una óptica cerrada y muy concreta, para a partir de ahí, decidir qué debía hacerse. El mundo es injusto, hay ricos y pobres, los oprimidos deben rebelarse y controlar la sociedad y su instrumento ha de ser el partido comunista.
Toda la cultura, valores, religiones, principios y elementos sociales pre-existentes son producto de esa desigualdad y por tanto han de ser destruidos para construir la sociedad comunista. Y esa destrucción ha de incluir a los enemigos humanos: miembros de las clases dominantes, sus colaboradores, intelectuales que compartan los valores anteriores, e incluso todos aquellos que, estando próximos al comunismo –socialistas o anarquistas- no compartan absolutamente la doctrina del partido.
Para conseguir semejante objetivo, aparentemente imposible para un grupo humano tan reducido, los partidos comunistas se organizaron desde el principio como organizaciones militares y religiosas. Tan bien coordinados como un comando, tan disciplinados, sumisos y fanáticamente obedientes como los jenízaros del Turco o los jesuitas del Papa.
Los demócratas habían derribado al Zar en febrero de 1917. La opinión pública de Rusia se organizaba en comités –“soviets”, en ruso- de obreros y soldados. Los comunistas fueron hábiles en hacerse con el control de ellos. Los disidentes comenzaban ya a desaparecer. Con el control de los soviets consiguieron influencia sobre el ejército y la armada, y de esta forma, derribaron al gobierno democrático y legítimo de Rusia –la propaganda posterior ha mitificado el “asalto al Palacio de Invierno” como si se hubiese derrocado al Zar, cuando lo que se hizo allí fue aniquilar a la recién nacida democracia rusa-.
Los comunistas, después, comenzaron desde el gobierno a eliminar físicamente a sus enemigos –igual que harían los nazis con los judíos veinte años después- utilizando la maquinaria del partido, que creó su propio ejército –el ejército rojo-, y una policía especial –llamada inicialmente VCheka, después NKVD, más tarde KGB- especialista en detener, torturar, asesinar y hacer desaparecer no sólo a “enemigos” del partido, sino incluso indiscriminadamente a cualquier ciudadano, de forma que se paralizaba a la aterrorizada población para evitar ningún conato de rebelión frente al horror comunista. Millones murieron en la guerra civil por acabar con el comunismo –que el ejército rojo venció- millones más murieron en las represiones subsiguientes y otros millones murieron simplemente de hambre por las incompetentes expropiaciones, exterminios y política económica en general del comunismo.
Pero uno de los puntos fuertes del comunismo fue desde el principio su fuerte capacidad de proselitismo, su habilidad para la propaganda, su éxito en contar una visión útil y atractiva para sus fines, aunque estuviese diametralmente alejada de la realidad.
Los comunistas llamaron a Moscú en su ayuda a los socialistas de todo el mundo. Los más radicales siguieron sus órdenes, aunque no todos los que atendieron esa llamada se dejaron engañar. Por ejemplo, el socialista español Fernando de los Ríos preguntó a Lenin dónde estaba la libertad en su comunismo y en la sociedad que pretendía instaurar. Lenin le contestó: “¿Libertad? ¿Para qué?”. Miles de socialistas españoles que se refugiaron en Rusia tras la guerra civil aprenderían letalmente qué opinaba el comunismo sobre la libertad… y sobre la vida.
Muerto Lenin se hizo con el control del comunismo el más psicópata de sus adláteres, Stalin. Trotski no era un angelito precisamente, sino el autor de toda la estructura militar y violenta del partido comunista. Disentía de Stalin acerca de teorías, pero no en la práctica de que el comunismo tenía que imponerse a través del terror y la aniquilación física de los “enemigos”.
En todo el mundo surgieron escisiones en el seno de los partidos socialistas, que terminaron más pronto que tarde por denominarse “comunistas” y obedecer a su Tercera Internacional, con sede en Moscú. Las doctrinas de Stalin, vencedoras en la pugna ideológica interna, consideraban que primero había que hacer que el comunismo triunfase en Rusia, y ésta superpotencia se encargaría más tarde de imponerlo en el mundo. Era su idea del socialismo en un solo país, que sus súbditos en el extranjero tradujeron como “Rusia, patria del socialismo”.
Los horrores comunistas en Rusia y la agresividad que mostraban sus seguidores en las revoluciones que estallaron en gran parte de Europa Occidental tras la Primera Guerra Mundial hicieron surgir los partidos fascistas, que iniciados en Italia en 1920, se extenderían por Europa, alcanzando su máximo éxito con la victoria electoral de los nazis en Alemania en 1933. Fascismo y nazismo no sólo son consecuencia del comunismo, por haber nacido para combatirlo. Aprendieron de él todo: totalitarismo, disciplina, violencia, terror, exterminio en masa, etc. Y en muchos casos, los militantes ayer comunistas pasaron en poco tiempo a ser fascistas. Ambos movimientos se nutrían del mismo lumpen social y exaltaban igualmente la utilidad práctica de la violencia indiscriminada.
Las débiles democracias se tambaleaban ante la presión de los extremos. En ese contexto, la consigna de Moscú a mediados de los años 30 fue la de colaborar con los “partidos burgueses” –es decir, todos los que no fuesen comunistas, pero excluyendo a los fascistas- frente al auge del fascismo. Nacieron en muchos países los Frentes Populares.
El estallido de la guerra civil en España en 1936 ofreció al fin a los totalitarismos mundiales un campo de batalla en el que asesinarse a placer. Y es aquí donde los comunistas muestran por primera vez su auténtico rostro en Occidente. Miles de agentes rusos desembarcan en España. Decenas de miles de voluntarios de todo el mundo, la mayoría comunistas, llegan a ponerse a las órdenes de la “República”. Pero dicha institución ha desaparecido. El 18 de Julio, para reprimir a los militares sublevados, las milicias de partidos de izquierda y sindicatos se han hecho con el control de las armas, los órganos de poder y aplican sistemáticamente el terror en el territorio que controlan. La propaganda posterior hablará de lucha entre fascismo y democracia entre 1936 y 1939. Nada más falso. Ni eran fascistas los sublevados –una exigua minoría aún entre ellos- ni era una democracia ya la República que detenía, torturaba, asesinaba y hacía desaparecer a decenas de miles de españoles, por ser católicos, ser ricos o no ser de izquierdas.
Los jefes del partido comunista de España sólo lo eran nominalmente. Seguían a rajatabla las instrucciones de sus jefes rusos. Fueron ellos quienes importaron los métodos soviéticos de tortura, como el despellejamiento en vida –aplicado al socialista Andrés Nin, líder de Partido Obrero de Unificación Marxista, POUM, que como rival cercano debía ser eliminado- la destrucción de la dentadura con martillo o el aplastamiento testicular. También trajeron a España las típicas celdas de las cárceles rusas, habilitadas expresamente para hacer imposible andar, sentarse, dormir o descansar de ninguna forma, día y noche, hasta enloquecer a los encerrados en ellas.
Santiago Carrillo era en 1936 el dirigente del brazo juvenil del partido comunista, que para atraer a más miembros de movimientos afines se denominaba Juventud Socialista Unificada, JSU. Fue esta organización la que planeó y ejecutó el asesinato en masa en Paracuellos de Jarama de casi tres mil presos políticos. Su participación en esta masacre está más que probada. Ricardo de la Cierva, que perdió en ella a su padre y a un hermano, e investigó hasta la extenuación intentando identificar a los culpables, se lamentaba: “Qué más quisiera yo que no saber que Carrillo fue quien ordenó la muerte de mi hermano y de mi padre”.
Dolores Ibárruri, que escapó como la mayoría de los líderes comunistas a Moscú, estuvo toda su vida al lado del camarada Stalin, en la dirección mundial del comunismo. Santiago Carrillo, disfrutó también durante décadas de la hospitalidad del psicópata rumano Ceaucescu. ¿Imaginamos que alguien se sentase durante veinte años junto a Hitler y que dijese que él no sabía nada de los crímenes nazis?
En España y en muchas otras partes del mundo, la religión maligna que representa el comunismo fue seguida por muchas personas de rectas intenciones que veían en el mensaje global y agresivo del marxismo-leninismo el remedio para las injusticias sociales. Frente a muchas dictaduras, la férrea disciplina y la eficiente organización de los comunistas les hacía los rivales más formidables. Y muchos genuinos combatientes por la libertad fueron camaradas de los comunistas o lucharon entre ellos contra tiranías de todo signo.
Pero al mismo tiempo, no sólo en Rusia, sino en Polonia –invadida simultáneamente con las tropas nazis en 1939- en las repúblicas bálticas, y tras la guerra, en toda la Europa del Este, el comunismo se implantaba como la más terrible de las dictaduras, la más genocida. Y no era una desviación de Stalin. Lo mismo ocurría en China, en Corea del Norte, en Vietnam, o en Cuba. Los análisis más optimistas no cifran en menos de 70 millones los asesinados por el comunismo. Posiblemente el siniestro record lo ostenten los camboyanos, que exterminaron a un tercio de la población de su país.
No admite justificación alguna que en 2012 el comunismo no sea considerado tan maligno, tan asesino y tan impresentable como el nazismo. Nada puede amparar ni explicar un asesinato masivo de tal envergadura como el perpetrado por el comunismo, no casualmente, sino en aplicación sistemática de su terrible doctrina.
El hecho de que coyunturalmente algunos comunistas se hayan enfrentado a dictaduras no convierte a su doctrina en una luchadora por la libertad. Ni a ellos les exonera en los casos en los que hayan perpetrado otros crímenes o, conociéndolos, mirasen para otro lado –como fue el caso de los jerarcas nazis no directamente implicados en el holocausto-.
Santiago Carrillo, por su aceptación en 1977 de una reconciliación nacional, de la bandera de España, de los valores de la Transición, merece ser elogiado. Las personas que, quizás ignorantes de otras realidades, bajo bandera comunista lucharon por un mundo mejor, merecen un compasivo respeto. Pero ninguna biografía que incluye el baldón del asesinato en masa y la complacencia con los genocidios de Stalin puede ser considerada ejemplar.
Y el comunismo, como doctrina, sólo merece el repudio de la historia y la superación, en nombre de la verdad y la libertad, del horror totalitario que aún ejerce en muchos lugares del mundo.
El comunismo no tiene héroes por la libertad. Pero ha sido el que más mártires le ha dado a esa causa, con su doctrina liberticida y sus asesinatos en masa por toda la faz de la tierra. Descanse pronto en paz. Y con justicia.
Piensa en Libertad.
Colaborador de Liberalismoonline.
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