“De todos los frenos a
la democracia, la federación ha sido el más eficaz y el más adecuado... El
sistema federal limita yrestringe el poder soberano, dividiéndolo y asignando
al Estado solamente ciertos derechos definidos. Es el único método para
doblegar, no sólo el poder de la mayoría, sino el del pueblo entero.”
Lord Acton
En ningún otro campo ha pagado el mundo tan caro el abandono
del liberalismo del siglo XIX como en aquel donde comenzó la retirada: en las
relaciones internacionales. No es ya menester subrayar cuán pocas esperanzas
quedan de armonía internacional o paz estable si cada país es libre para
emplear cualquier medida que considere adecuada a su interés inmediato, por
dañosa que pueda ser para los demás. En realidad, muchas formas de
planificación económica sólo son practicables si la autoridad planificadora
puede eficazmente cerrar la entrada a todas las influencias extrañas; así, el
resultado de esta planificación es inevitablemente la acumulación de restricciones
a los movimientos de personas y bienes.
Si los recursos de cada nación son considerados como
propiedad exclusiva del conjunto de ésta; si las relaciones económicas internacionales,
de ser relaciones entre individuos pasan cada vez más a ser relaciones entre
naciones enteras, organizadas como cuerpos comerciales, inevitablemente darán
lugar a fricciones y envidias entre los países. Una de las más fatales
ilusiones es la de creer que con sustituir la lucha por los mercados o la
adquisición de materias primas por negociaciones entre Estados o grupos organizados
se reduciría la fricción internacional. Pero esto no haría sino sustituir por
un conflicto de fuerza lo que sólo metafóricamente puede llamarse la «lucha» de
competencia, y transferiría a Estados poderosos y armados, no sujetos a una ley
superior, las rivalidades que entre individuos tienen que decidirse sin
recurrir a la fuerza. Las transacciones económicas entre organismos nacionales,
que son a la vez los jueces supremos de su propia conducta, que no se someten a
una ley superior y cuyos representantes no pueden verse atados por otras
consideraciones que el interés inmediato de sus respectivos países, han de
terminar en conflictos de fuerza.
Los problemas que plantea la dirección consciente a escala nacional
de los asuntos económicos adquieren inevitablemente aún mayores dimensiones
cuando aquélla se intenta internacionalmente. El conflicto entre la
planificación y la libertad no puede menos de hacerse más grave a medida que
disminuye la semejanza de normas y valores entre los sometidos al plan
unitario. Pocas dificultades debe haber para planificar la vida económica de
una familia, y relativamente pocas para una pequeña comunidad. Pero cuando la
escala crece, el nivel de acuerdo sobre la gradación de los fines disminuye y
la necesidad de recurrir a la fuerza y la coacción aumenta. En una pequeña
comunidad existirá unidad de criterio sobre la relativa importancia de las
principales tareas y coincidencia en las normas de valor, en la mayoría de las
cuestiones. Pero el número de éstas decrecerá más y más cuanto mayor sea la red
que arrojemos; y como hay menos comunidad de criterios, aumenta la necesidad de
recurrir a la fuerza y la coerción. Basta parar mientes en los problemas que
surgirían de la planificación económica aun en un área tan limitada como Europa
occidental, para ver que faltan por completo las bases morales de una empresa
semejante. ¿Quién se imagina que existan algunos ideales comunes de justicia
distributiva gracias a los cuales el pescador noruego consentiría en aplazar
sus proyectos de mejora económica para ayudar a sus compañeros portugueses, o
el trabajador holandés en comprar más cara su bicicleta para ayudar a la industria
mecánica de Coventry, o el campesino francés en pagar más impuestos para ayudar
a la industrialización de Italia?
Imaginarse que la vida económica de una vasta área que
abarque muchos pueblos diferentes puede dirigirse o planificarse por procedimientos
democráticos, revela una completa incomprensión de los problemas que surgirían.
La planificación a escala internacional, aún más de lo que es cierto en una
escala nacional, no puede ser otra cosa que el puro imperio de la fuerza; un pequeño
grupo imponiendo al resto los niveles de vida y ocupaciones que los
planificadores consideran deseables para los demás. Si hay algo cierto, es que
el Grossraumwirtschft de la especie que han pretendido los alemanes sólo puede
realizarlo con éxito una raza de amos, un Herrenvolk, imponiendo brutalmente a
los demás sus fines y sus ideas.
La planificación de esta clase tiene necesariamente que
comenzar por fijar un orden de preferencia para los diferentes objetivos.
Planificar para la deliberada igualación de los niveles de vida significa que
han de ordenarse las diferentes pretensiones con arreglo a sus méritos, que unos
tienen que dar preferencia a otros y que aquéllos deben aguardar su turno,
aunque quienes se ven así preteridos pueden estar convencidos, no sólo de su
mejor derecho, sino también de su capacidad para alcanzar antes su objetivo
sólo con que se les concediera libertad para actuar con arreglo a sus propios
proyectos. No existe base que nos consienta decidir si las pretensiones del
campesino rumano pobre son más o menos urgentes que las del todavía más pobre
albanés, o si las necesidades del pastor de las montañas eslovacas son mayores
que las de su compañero esloveno. Pero si la elevación de sus niveles de vida
ha de efectuarse de acuerdo con un plan unitario, alguien tiene que contrapesar
deliberadamente los merecimientos de todas estas pretensiones y decidir entre
ellas. Una vez en ejecución este plan, todos los recursos del área planificada
tienen que estar al servicio de aquél; y no puede haber excepción para quienes
sienten que podrían hacerlo mejor por sí mismos. Si sus pretensiones han
recibido un puesto inferior, tendrán que trabajar ellos para satisfacer con
anterioridad las necesidades de quienes lograron preferencia.
Aunque, sin duda, hay muchas personas que creen honradamente
que si se les permitiera encargarse de la tarea serían capaces de resolver todos
estos problemas de un modo justo e imparcial, y que se sorprenderían de verdad
al descubrir sospechas y odios volviéndose contra ellas, éstas serían,
probablemente, las primeras en aplicar la fuerza cuando aquellos a quienes se
proponían beneficiar mostrasen resistencia, y las que actuarían con la mayor
dureza para obligar a la gente a hacer lo que se presuponía era su propio
interés. Lo que estos peligrosos idealistas no ven es que cuando asumir una
responsabilidad moral supone recurrir a la fuerza para hacer que los propios
criterios morales prevalezcan sobre los dominantes en otros países, al aceptar
esta responsabilidad pueden colocarse en una situación que les impida una
actuación moral.
Asistamos por todos los medios posibles a los pueblos más
pobres, en sus propios esfuerzos para rehacer sus vidas y elevar su nivel. Un organismo
internacional puede ser muy recto y contribuir enormemente a la prosperidad
económica si se limita a mantener el orden y a crear las condiciones en que la
gente pueda desarrollar su propia vida; pero es imposible que sea recto o
consienta a la gente vivir su propia vida si este organismo distribuye las
materias primas y asigna mercados, si todo esfuerzo espontáneo ha de ser
«aprobado» y nada puede hacerse sin la sanción de la autoridad central.
Basta considerar seriamente todas las consecuencias de unos
proyectos al parecer tan inocentes como el control y distribución de la oferta
de las materias primas esenciales, muy aceptados como base fundamental del
futuro orden económico, para ver qué aterradoras dificultades políticas y
peligros morales crearían. El interventor de la oferta de una materia prima tal
como el petróleo o la madera, el caucho o el estaño, sería el dueño de la
suerte de industrias y países enteros. Al decidir el consentimiento de un
aumento de la oferta y una reducción del precio y de la renta de los
productores, decidiría si permitir el nacimiento de alguna nueva industria en
algún país o impedirlo. Dedicado a «proteger» los niveles de vida de aquellos a
quienes considera como especialmente encomendados a su cuidado, privaría de su mejor
y quizá única posibilidad de prosperar a muchos que están en una posición más
desfavorable. Si todas las materias primas esenciales fueran así controladas,
no habría, ciertamente, nueva industria ni nueva aventura en la que pudieran
embarcarse las gentes de un país sin el permiso de los controladores, ni plan de
desarrollo o mejora que no pudiera ser frustrado por su veto. Lo mismo es
cierto de todo acuerdo internacional para la «distribución» de los mercados y
aún más del control de las inversiones y de la explotación de los recursos
naturales.
Lo que hay, evidentemente, en el fondo del pensamiento de
los no del todo cándidos «realistas» que defienden estos proyectos es que las grandes
potencias no estarán dispuestas a someterse a una autoridad superior, pero
estarán en condiciones de emplear estas instituciones «internacionales» para
imponer su voluntad a las pequeñas naciones dentro del área en que ejerzan su
hegemonía. Hay tanto «realismo» en ello, que, efectivamente, enmascarando así
como «internacionales» a las instituciones planificadoras, pudiera ser más
fácil lograr la única condición que hace practicable la planificación
internacional, a saber: que la realice, en realidad, una sola potencia
predominante. Este disfraz no alteraría, sin embargo, el hecho de significar
para todos los Estados pequeños una sujeción mucho más completa a una potencia
exterior, contra la que no sería ya posible una resistencia real, sujeción que
traería consigo la renuncia a una parte claramente definible de la soberanía política.
Pero esto no significa que sea menester dar a un nuevo superestado poderes que
no hemos sabido usar inteligentemente ni siquiera en una escala nacional; no
significa que se dé poder a una institución internacional para dirigir a las
diversas naciones en el uso de sus recursos. Significa solamente que debe
existir un poder que pueda prohibir a las diferentes naciones una acción dañosa
para sus vecinas; significa la existencia de un conjunto de normas que definan
lo que un Estado puede hacer y una institución capaz de hacer cumplir estas normas.
Los poderes que tal institución necesita son, principalmente, de carácter
prohibitivo; tiene que estar, sobre todo, en condiciones de poder decir «no» a
toda clase de medidas restrictivas.
Lo que necesitamos y cabe alcanzar no es un mayor poder en
manos de irresponsables instituciones económicas internacionales, sino, por el
contrario, un poder político superior que pueda mantener a raya los intereses
económicos y que, ante un conflicto entre ellos, pueda, verdaderamente,
mantener un equilibrio, porque él mismo no está mezclado en el juego económico.
Lo que se necesita es un organismo político internacional que, careciendo de
poder para decidir lo que los diferentes pueblos tienen que hacer, sea capaz de
impedirles toda acción que pueda perjudicar a otros.
La forma de gobierno internacional que permite transferir a
un organismo internacional ciertos poderes estrictamente definidos,mientras en todo
lo demás cada país conserva la responsabilidad de sus asuntos interiores, es,
ciertamente, la federación. El federalismo no es, por lo demás, otra cosa que
la aplicación de la democracia a los asuntos internacionales, el único medio de
intercambio pacífico que el hombre ha inventado hasta ahora. Pero es una
democracia con poderes estrictamente limitados. Aparte del ideal, más
impracticable, de fundir diferentes países en un solo Estado centralizado, cuya
conveniencia está lejos de ser evidente, es el único camino por el que puede
convertirse en realidad el ideal del Derecho internacional.
Conviene recordar que la idea de un mundo que, al fin,
encuentra la paz mediante un proceso de absorción de los Estados separados,
para formar grandes grupos federados y, por último, quizá, una sola federación,
lejos de ser nueva, fue, sin duda, el ideal de casi todos los pensadores
liberales del siglo XIX. Desde Tennyson,
a cuya visión, tantas veces citada, de la «batalla del aire» sigue la de una
federación de los pueblos que vendría tras su última gran lucha, y hasta el
final del siglo, la esperanza del inmediato gran paso en el avance de la
civilización se cifró, una vez tras otra, en el logro último de una
organización federal. Los liberales del
siglo XIX pueden no haber tenido plena conciencia de cuán esencial complemento
de sus principios era una organización federal de los diversos Estados, pero
fueron pocos los que no expresaron su creencia en ella como un objetivo último.
Sólo al aproximarse nuestro siglo XX, ante la triunfante ascensión de la
Realpolitik, empezaron a considerarse impracticables y utópicas estas
esperanzas.
No podemos reconstruir la civilización a una escala
aumentada. No es un accidente que, en conjunto, se encuentre más belleza y
dignidad en la vida de las naciones pequeñas y que, entre las grandes, haya más
felicidad y contento en la medida en que evitaron la mortal plaga de la centralización.
Difícilmente preservaremos la democracia o fomentaremos su desarrollo si todo
el poder y la mayoría de las decisiones importantes corresponden a una
organización demasiado grande para que el hombre común la pueda comprender o
vigilar. En ninguna parte ha funcionado bien, hasta ahora, la democracia sin
una gran proporción de autonomía local, que sirve de escuela de entrenamiento
político, para el pueblo entero tanto como para sus futuros dirigentes. Sólo
donde la responsabilidad puede aprenderse y practicarse en asuntos que son familiares
a la mayoría de las personas, donde lo que guía la acción es el íntimo
conocimiento del vecino más que un saber teórico sobre las necesidades de otras
gentes, puede realmente el hombre común tomar parte en los negocios públicos,
porque éstos conciernen al mundo que él conoce. Cuando el objetivo de las
medidas políticas llega a ser tan amplio que el conocimiento necesario lo posee
casi exclusivamente la burocracia, decaen los impulsos creadores de las
personas particulares. Una institución internacional que limite eficazmente los
poderes del Estado sobre el individuo será una de las mayores garantías de la
paz. El Estado de Derecho internacional tiene que llegar a ser la salvaguarda
tanto contra la tiranía del Estado sobre el individuo como contra la tiranía del
nuevo superestado sobre las comunidades nacionales. Nuestro objetivo no puede
ser ni un superestado omnipotente, ni una floja asociación de «naciones
libres», sino una comunidad de naciones de hombres libres.
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