Controversias y críticasInútil decir que la construcción rawlsiana ha dado lugar a un sinnúmero de críticas y especulaciones. Desde la publicación original de Teoría de la justicia, la literatura sobre el tema alcanzó la cifra asombrosa de más de 5.000 títulos y se convirtió en una impresionante industria académica que no evita siempre los peligros de una rutina escolástica a menudo fastidiosa.
En cuanto a su aspecto estríctamente económico, la teoría de Rawls ha suscitado las iras tanto de la derecha, que ve en ella la justificación posible de una política de redistribución fiscal a ultranza, cómo de la izquierda, que le reprocha su legitimación de las desigualdades "eficientes", una idea demasiado emparentada con la justificación común y corriente del sistema capitalista. En un nivel más filosófico, los téoricos comunitaristas critican la falsa neutralidad ética del Estado liberal de inspiración rawlsiana. Bajo el pretexto de respetar el pluralismo de los valores y de las concepciones del bien, explican, Rawls favorece el atomismo social y el individualismo posesivo y "propietarista" dominante en las sociedades mercantiles modernas. Según los comunitaristas, no existe el yo sin raíces y sin ataduras comunitarias descrito por la teoría liberal, y sólo una concepción compartida de la vida buena puede proporcionar las bases morales de un orden social legítimo. Las feministas subrayaron el punto ciego del enfoque rawlsiano acerca de la justicia: en la posición original, los contratantes son implícitamente jefes de familia de sexo masculino, y Rawls no cuestiona la validez de la distinción entre dominio público y dominio privado, ni tiene una teoría de las desigualdades de poder y de recursos dentro de la esfera familiar. Además, no concibe otro modelo de relación afectiva contractualizada entre individuos que la familia nuclear y heterosexual. ¿"Robinsonada" o ideal regulador? Muchas de estas críticas atañen al carácter formal y abstracto de la contrucción rawlsiana y recuerdan los sarcasmos de Marx frente a las "robinsonadas" de los economistas y filósofos liberales de los siglos XVIII y XIX. Por supuesto, el marco contractualista de la teoría de Rawls es un ideal regulador, y no pretende ser una descripción de cómo las cosas ocurren en la realidad. Sin embargo, muchos -y no sólo los marxistas- le reprochan su carácter etéreo: en el mundo social real, dicen, son las relaciones de fuerza y el uso estratégico de las ventajas acumuladas, no las reglas abstractas, las que definen los criterios de redistribución. Uno podría contestar que este tipo de crítica subestima el funcionamiento paradójico de las normas y de las formas sociales. Esta paradoja se refleja en el dicho de que "la hipocresía es un homenaje del vicio a la virtud": las exigencias del respeto ritual a las formas obliga hasta cierto punto los violentos y los poderosos a autolimitar sus abusos y sus engaños. Así mismo, la formalidad democrática es una ficción productiva y no excluye el cambio institucional y la lucha social. La construcción de espacios públicos de argumentación y negociación -por frágiles e imperfectos que sean, y con tal que sean siempre abiertos a nuevos actores y nuevos temas bajo la presión ciudadana- tiene la ventaja de limitar y deslegitimar la prevalencia de los intereses egoístas y de las imposiciones autoritarias en la elaboración deliberativa del interés general. La alternativa es la fuerza bruta de los dominantes o de los que saben mejor que el pueblo lo que el pueblo necesita, como siempre fue el caso de las vanguardias revolucionarias autoproclamadas. Esta modalidad de interacción entre conflicto social, deliberación pública y formalidad institucional no es un tema explorado frontalmente por Rawls. A pesar de su preocupación por la redistribución económica, cuando describe el supuesto riesgo de disenso interno a la sociedad que debe enfrentar la tolerancia liberal, habla esencialmente de conflictos sobre los valores últimos, tales como los ejemplifican las guerras de religiones. En eso Rawls era un buen patricio de la Costa Este de Estados Unidos, admirador de Immanuel Kant y Abraham Lincoln: en su universo mental, el comentario constitucional y los procedimientos jurídicos tienen mucho más peso que el fragor de la lucha de clase. Sin embargo, en los años 1980 y 1990, Rawls exhortaba sus oyentes de Harvard a seguir estudiando el marxismo, y los mismos marxistas empezaron a leerlo y a confrontarse con el desafío de explicitar con mucho más claridad sus presupuestos normativos, a menudo encubiertos en una densa neblina conceptual. De esta confrontación nació una corriente de investigadores y teóricos neomarxistas como G. A. Cohen, Jon Elster, Adam Przeworksi, John Roemer o Erik Wright, quienes decidieron empezar a desconstruir las equivocas suscitadas por las limitaciones o la falta de precisión de los conceptos de explotación, alienación, igualdad y justicia en el pensamiento socialista tradicional. Por una teoría de la injusticia Hay algo de verdad en lo que sugiera el historiador marxista Perry Anderson: a la teoría de la justicia rawlsiana le hace falta una teoría de la injusticia, de las estructuras concretas de dominación que impiden o distorsionan la búsqueda de la justicia social. Una interpenetración más íntima de las ciencias sociales descriptivas y de la filosofía normativa podría fomentar la articulación de estos dos niveles. Con estilos y enfoques diferentes, y con opciones políticas más o menos radicales, economistas críticos lectores de Rawls, como el Nobel Amartya Sen o el ya mencionado John Roemer, empezaron a trabajar en este sentido. Sería oportuno que otras disciplinas sociales adopten un programa de investigación similar o complementario; como lo recordaba Habermas citando a Horkheimer: "Para superar el carácter utópico de la representación kantiana de una constitución perfecta, es necesaria una teoría materialista de la sociedad." Todavía poco presente en un academia latinoamericana que padece del legado de un caricatura de marxismo, de la recepción acrítica de las modas teóricas de París o Berkeley, del analfabetismo filosófico de la ciencias sociales y del carácter disperso de la misma reflexión filosófica, el debate sobre la obra de Rawls podría ser un remedio saludable al déficit normativo del pensamiento de izquierda y a los vicios oligárquicos del liberalismo criollo. Podría incluso enriquecer las discusiones concretas sobre política fiscal o focalización de los subsidios sociales.En su país, las intervenciónes públicas de Rawls eran escasas, lo que lamentaban sus adeptos más militantes. Sin embargo, es una triste coincidencia que esta gran conciencia de la democracia desaparezca en el momento en que se desata la furia imperial y clasista del gobierno más plutocrático que haya conocido Estados Unidos desde al menos tres generaciones. |
Juan J. Molina
martes, 4 de septiembre de 2012
John Rawls o la libertad con justicia (II), Marc Saint-Upéry
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