Juan J. Molina

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domingo, 29 de enero de 2012

El comunismo idolatra los cadáveres de sus tiranos, José Antonio Fuster



  • Decía Chesterton, y si no lo dijo él, está bien contado, que “cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa”. La palabra “cosa” es perfecta en este caso.



  • Ante la ausencia obligada (oficial) de Dios, los comunistas siempre han querido crear los suyos propios; y lo han logrado -más o menos- a partir de los despojos de sus líderes muertos. No hay país comunista que no haya momificado a sus tiranos, pero no por el afán egipcio de preservarlos, sino para su exhibición pública permanente y para que así la masa proletaria pueda renovar su lealtad al régimen idolatrando a un más o menos hermoso cadáver temible e intacto.
    Aunque eso de intacto es mucho decir. La momia más célebre, la de Lenin, no es que esté intacta, sino que tiene una labor asombrosa y carísima de maquillaje que pasa por un baño profiláctico en una solución conservante y un nuevo traje de seda cada dieciséis meses. Antes de su muerte, en enero de 1924, el padre de la revolución expresó sus simpatías hacia el enterramiento como destino final de sus apopléjicos restos. Sin embargo, en las horas posteriores a su óbito, decenas de miles de telegramas lacrimosos enviados desde todos los puntos de la Gran Madre Rusia pidieron que se embalsamara al Ulianov para que sirviera de ejemplo a las generaciones venideras. Así como lo oyen. Esa fue la excusa dada por Stalin para proceder a la momificación de Lenin: que lo pidieron decenas de miles de telegramas.
    El mausoleo de la Plaza Roja que se levantó para sus restos cadavéricos conservados gracias a una técnica secreta del reconocido Instituto de Investigación de Estructuras Biológicas se convirtió en la meca del bolchevismo y el pueblo fue llamado a hacer larguísimas colas soviéticas (los rusos son expertos en hacer cola para todo) para poder ver, en un fogonazo, el rostro sereno de Vladimir.
    La agonía de Stalin
    Pero las colas bajaron la intensidad en la primavera de 1953, cuando el cuerpo momificado del padrecito Stalin fue colocado junto al de Lenin. La terrible agonía que sufrió Stalin (tuvo un ataque -¿envenenado por Beria?- mientras dormía en su dacha, y como había dado orden de que no se le molestara, nadie se atrevió a entrar en su cuarto hasta la noche del día siguiente) fue maquillada con esmero por un equipo ruso que había perfeccionado la técnica de los embalsamadores judíos -Zbarski y Borobiev- que trataron los restos de Lenin.
    Sin embargo, es conocido que la desestanilización ordenada por Kruschev llevó en 1961 a la momia de Stalin a una tumba en las murallas del Kremlin. El asesino tirano de metro sesenta y dos fue enterrado en la tumba menos vistosa de los héroes de la revolución y ahí sigue, descomponiéndose en la historia.
    Cuatro años antes, la eficacia de los embalsamadores rusos fue puesta a prueba con la muerte en un sanatorio de Moscú del líder de la revolución búlgara, Dimitrov. En este caso no hubo sorpresa. Los médicos lo tenían todo preparado desde antes de que el búlgaro, que gozaba de una salud perfecta, muriera tras ser llamado a Moscú para conversar con Stalin sobre su amistad con Tito y los cambios aperturistas que quería implantar en Bulgaria. Si el lector quiere sacar la conclusión de que Stalin mató a Dimitrov, está en su derecho. Lo que sí es seguro es que Stalin ordenó que fuera embalsamado para su transporte y exhibición pública en Sofía. En un tiempo de récord mundial -en solo seis días se embalsamó su cadáver y se le llevó a Bulgaria, donde se había construido un mausoleo a toda prisa- Dimitrov estaba de vuelta con su pueblo, que rindió homenaje a la momia hasta la caída del muro de Berlín.
    Alcohólico y putrefacto
    A finales de los ochenta, Dimitrov fue enterrado en el cementerio central de Sofía. Sin embargo, el pueblo quería algo más, así que a finales de los noventa fue exhumado, reducido a cenizas y vuelto a enterrar. Por si acaso. Probablemente.
    La única momia que fue un fiasco fue la del pobre Klement Gottwald. Solo cinco días después de la muerte de su admirado Stalin, el presidente de Checoeslovaquia y fundador del Partido Comunista de la extinta república murió sifilítico y alcohólico. Los embalsamadores hicieron un pobre trabajo con sus despojos y apenas un año después de su muerte, sus extremidades estaban putrefactas, lo que obligó a cambiarlas por prótesis especiales. Ocho años después de su fallecimiento, su cuerpo estaba ennegrecido y tuvo que ser enterrado para desesperación comunista, que se quedó sin momia a la que adorar.
    También ha quedado adorable la momia de Mao Tse-Tung. A la muerte del líder de la Revolución Cultural (culturalmente fueron asesinadas durante su mandato alrededor de setenta millones de personas), Pekín era enemigo de Moscú y los embalsamadores soviéticos “no estaban disponibles”, así que los chinos se las tuvieron que ingeniar para momificar el cuerpo del líder. Un trabajo penoso (por el que jamás sabremos cuántos médicos murieron) dejó la cara bien preservada -salvo las orejas, que amenazaron con ponerse horizontales-, pero el resto del cuerpo fue un desastre. Sin embargo, ahí sigue, en un ataúd de cristal en un mausoleo formidable construido en menos de seis meses y que está construido a prueba de terremotos y de revoluciones capitalistas.
    Y ya que hablamos de capitalismos, seis años antes de la muerte de Mao, falleció de un ataque Ho Chi Minh, “Tío Ho”, el líder estalinista del Vietcong y presidente de la República Democrática de Vietnam. Ver su cadáver cuesta dos dólares, y dicen que merece la pena solo por ver el perfecto trabajo ruso. Quizá demasiado perfecto. Hay quien no se cree que ese cuerpo sea otra cosa que el mejor muñeco de cera jamás fabricado, pero el caso es que sigue atrayendo a decenas de miles de vietnamitas con dos dólares y con ganas de honrar al que ya en vida fue una momia.
    Dos minutos para llorar
    El recién fallecido Kim Jong Il y su padre, el presidente eterno, Kim Il Sung, han pasado por las manos -carísimas: un millón de euros y otro millón anual por su conservación- de los embalsamadores rusos. Hoy sabemos que Kim Jong Il murió 50 horas antes de hacerlo oficial, el tiempo preciso para que se pudiera proceder a la momificación de los despojos del tirano y se colocaran en una urna especial desde la que seguirá torturando a más de 20 millones de personas. Si creen que es una exageración, deberían saber entonces que todos los norcoreanos tenían hasta ahora la obligación de acudir al mausoleo de Kim Il Sung y rendirle homenaje. Además de pasar por un túnel de viento para eliminar toda impureza que pudieran traer de fuera, los norcoreanos deben detenerse en una antecámara en la que una guía-actriz les narra en tono lánguido y quejoso la muerte del líder. Tienen dos minutos para llorar o hacer que lloran. Pobre de aquel que no lo haga. Ahora serán cuatro minutos. Dos por cada momia adorable.



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