Uno de los logros de los que se encuentran más orgullosos todos los keynesianos es de haber instaurado un sistema de “estabilizadores automáticos” que actúen como contrapeso contra los movimientos cíclicos de la economía. Dentro de esta categoría se incluyen los impuestos vinculados a la actividad económica, especialmente cuando son progresivos (IRPF y en menor medida Sociedades o IVA) y los subsidios de desempleo. Así las cosas, cuando la economía va bien, los ingresos fiscales aumentan y el gasto en prestaciones de paro se reducen, y cuando la economía va mal, los ingresos fiscales se hunden y el gasto asistencial aumenta. En definitiva, en tiempos de bonanza, el Estado amasa un superávit presupuestario y enfría al sector privado retirándole “poder adquisitivo”, mientras que en tiempos de depresión el Estado incurre en déficit para recalentar al sector privado cobrándole menos tributos y otorgándole más subsidios de desempleo. Desde el punto de vista del gasto el asunto es muy sencillo: sube el gasto privado, el Estado lo rebaja; cae el gasto privado, el Estado lo incrementa. Asunto terminado: como el Estado contribuye a estabilizar la demanda merced a estos instrumentos no discrecionales, también contribuye a estabilizar la economía. Son, pues, estabilizadores automáticos. Sencillo, ¿no? No tanto, pues el marco keynesiano es lo que tiene: que es falso.
Empecemos por los felices tiempos de bonanza. Si nos encontramos en la cresta de un ciclo económico causado por la excesiva expansión crediticia de los bancos, es verdad que la economía privada tiende a recalentarse y a inmovilizar los recursos en una dirección que más adelante se nos revelará como errónea, de modo que a priori podría parecer una buena idea que el Estado les arrebatara parte de esos recursos para prevenir su despilfarro. Sin embargo, es un poco ingenuo pensar que mientras el sector privado se encontrará sumergido en un clima burbujístico, nuestros gobernantes serán capaces de mantener la cabeza fría y, en lugar de utilizar esos ingresos tributarios extraordinarios para iniciar nuevos programas de gasto que dilapiden el capital tanto o más que en el sector privado, los destinarán íntegramente a incrementar su ahorro, minorando su endeudamiento anterior. Los políticos son personas que, como todas, pueden caer bajo el influjo de la orgía crediticia, consolidando una estructura de gastos que, para más inri, puede extenderse en el largo plazo y que luego puede resultar mucho más complicada de adelgazar y reajustar que en el caso del sector privado.
Por el contrario, en el foso de la depresión, la economía privada debe reajustarse creando nuevos modelos de negocio que permitan amortizar la acumulación de deuda privada pasada y satisfacer las necesidades más urgentes de los consumidores. Si en esos momentos el Estado comienza a endeudarse masivamente para impedir que decaigan las demandas de quienes han dejado de producir riqueza y deben proceder a reajustarse, no sólo se ralentiza el proceso de recomposición del sector privado, sino que se ceba el endeudamiento público, añadiendo todavía más pasivos a una sociedad que necesita minorar el monto de sus obligaciones totales. En otras palabras, el inconveniente de los estabilizadores automáticos durante la depresión es el mismo que el de todo programa estatal para incrementar el gasto en esa coyuntura, pero con un agravante: obran de oficio, sin necesidad de que nadie los ponga en marcha como si de un Plan E se tratara, lo cual los vuelve bastante más rígidos e inflexibles ante la nueva situación económica. Ni siquiera aquellos políticos que se dan cuenta de que la explosión del endeudamiento público no contribuye a superar la crisis sino sólo a enquistarla y agravarla, tienen margen para volverse austeros; lo deseen o no, las cuentas se les descuadran por defecto y en unos volúmenes elevadísimos.
El problema de fondo de los estabilizadores automáticos es el de pensar que un agente que copa el 40% o el 50% de toda la economía como el Estado podrá aislarse, primero, y no sufrir los achaques, después, de la gestación y ulterior pinchazo de una burbuja crediticia que impregna a la práctica totalidad de esa economía. La Administración será igualmente víctima de la euforia irracional, primero, y del deterioro de su crédito, después. No puede estabilizar la economía porque forma parte muy sustancial de esa economía (y menos de manera automática… como si el gasto por el gasto sirviera para descubrir cuáles son los nuevos modelos de negocio que necesitamos), de modo que si aquélla entra en crisis, él también lo hará por necesidad, y si aquélla se sobredimensiona, éste se verá impelido a hacer lo propio. Con una diferencia fundamental: el sector privado, gracias al mecanismo de los precios y al instituto de las quiebras empresariales, es mucho más ágil que el sector público tanto a la hora de detectar los errores cometidos como a la hora de corregirlos.
La solución última a dinámicas crediticias distorsionadoras no vendrá de la planificación ingenieril de expansiones o contracciones automáticas del gasto (público o privado), especialmente cuando esa planificación tiene su fundamento en una teoría económica deficiente como la keynesiana. Si queremos evitar de verdad los auges expansivos artificiales y salir lo antes posible de las depresiones, basta con que nos concentremos en que, en su origen, el crédito no se expanda desligándose del ahorro real y que, en su destino, las malas inversiones puedan reajustarse lo antes posible sin el sostenimiento artificial del crédito estatal. Los estabilizadores automáticos son más bien desestabilizadores automáticos.
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