Juan J. Molina

Juan J. Molina
Juan J. Molina

domingo, 8 de marzo de 2009

Democracia participativa.

“…La continuidad y la profundización democrática requiere de una cultura democrática arraigada en la vida cotidiana.” (en el mundo de la vida, al decir de Habermas).

La democracia se siembra en el comportamiento cotidiano de los ciudadanos. No surge del aire, es algo que se construye, o se destruye, en el día a día. ¿Cómo construir una cultura democrática? ¿Cómo afianzar la democracia a partir de la vida concreta de las personas? ¿Cómo hacer para que cada uno de nosotros se sienta parte y responsable de la democracia a la que aspiramos en nuestra vida cotidiana? ¿Cómo conectar las conductas cotidianas de las personas con los éxitos o fracasos democráticos? Éstas son preguntas que expresan la necesaria reflexión en la búsqueda de una democracia participativa, donde sea el ciudadano quien ejerza, en el proceso de la cotidianeidad, sus funciones de constituyente primario; es la búsqueda de la democracia en cada uno en el proceso de aprender cada día a convivir con otros.

"Entendemos por cultura democrática o democracia de la cotidianeidad, formas de
conducta que generadas en las dimensiones micromoleculares de la sociedad ( microorganizaciones, espacios locales, relaciones a escala humana), estimulan, a la vez que respetan, el surgimiento de los potenciales contenidos en la diversidad, haciendo posible así conciliar participación con heterogeneidad. Afirmándonos en un principio sistémico ecológico, suponemos que el fomento de la diversidad es positivo, por cuanto: la vulnerabilidad de un sistema vivo es inversamente proporcional a la diversidad que contiene." (Max-Neef y Elizalde, 1989: 3-4)

La cultura autoritaria está en la fábrica y en la oficina, en el taller o en la sala de clase, en la familia o en la iglesia, en el partido político, en la relación entre municipios y comunidades, en la forma como se distribuye el ingreso, en la administración de la justicia y en las cárceles, en el trato a los ancianos y a los niños, en la discriminación sexual y étnica. Alentadas desde un extremo a otro de la sociedad, y reproducidas en la relación entre Estado y Sociedad Civil, las costumbres coercitivas tienen su arraigo más básico en lo cotidiano: en la casa y en el trabajo, en las relaciones diarias y permanentes. De ahí entonces que si deseamos la consolidación de la democracia política, la base más sólida sobre la cual ésta puede sustentarse es la democracia de la cotidianidad. La relación entre el Estado y la Sociedad Civil es, simultáneamente, productora y producto de múltiples relaciones que se forjan al interior del tejido social. Revertir el carácter autoritario que ha ido asumiendo el Estado en nuestros países exige fortalecer la vida democrática, pero entendida ésta no solamente como la expresión de las prácticas políticas sino inscrita en el conjunto de nuestra existencia cotidiana.

No hay democracia compatible con la discriminación y con el trato vejatorio hacia otras
personas, con la violencia ejercida en cualquier grado o tipo sobre otros seres humanos, con la violación de cualquier derecho humano. No hay democracia posible sin un respeto profundo por toda forma de vida, sin una preocupación y compromiso cotidiano con las necesidades humanas fundamentales, sin el protagonismo permanente de las personas. Es nuestra existencia cotidiana la que va cristalizando en una cultura democrática, en la producción de la democracia como régimen o estrategia de vida. Ella es intrínsecamente antinómica con la existencia de dobles estándares, con la violación de los compromisos adquiridos, con el engaño y la mentira en la relación con otros, con todo tipo de imposición o de coacción física o moral, con aprovecharse de los más débiles, con la competencia desenfrenada, con la ausencia de crítica, con el estímulo de las pasiones e instintos individualistas, con las verdades absolutas, con todo tipo de milenarismo o solución final; es decir, en síntesis: con la ausencia de un profundo amor por la vida y por la diversidad.

“La democracia, así entendida, implica transitar desde las concepciones tradicionales de una democracia gobernada a una democracia gobernante, y avanzar desde la concepción liberal de una democracia que proporciona garantías a los ciudadanos hacia el concepto de democracia social, la cual se orienta hacia la satisfacción de las necesidades humanas fundamentales de las personas y asegura los derechos económicos y sociales de los integrantes de la sociedad…”
(Democracia Representativa y Democracia Participativa. Antonio Elizalde Hevia)

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