Dentro de todo lo malo que ha traído y traerá el oscurantismo político en que está sumida parte de Iberoamérica (incluyo a España), hay algo positivo. Es el lento y casi imperceptible resurgir del ideario liberal. Germina entre una generación que llega a la madurez, hambrientos de ideas, hartos de clichés estatistas, que quieren y necesitan reaccionar.Se comunican por las redes sociales y blogs, comparten ahí lecturas, vídeos, ideas; leen, escriben y, fundamentalmente, preguntan. De Madrid a Guayaquil, de Lima a Buenos Aires; en Caracas, San José o Barcelona.
No se identifican con esa derecha conservadora que aupó las peores represiones y latrocinios, esa que hablaba de libertad económica mientras imponía sus credosmorales y chovinistas. Están hartos también de aquellos nuevos tartufos colectivistas que hoy merman su libertad de crear y poseer, que carcomen su futuro en nombre de la justicia social. Saben que ambas vertientes son caras de una misma moneda autoritaria.
Son tan críticos del imperialismo estadounidense, como del totalitarismo ruso o el chino, así como del populismo mesiánico, sea chavista opalinista. Tan críticos de la censura a Wikileaks, como de la persecución sufrida por los disidentes cubanos. Admiran a Yoani Sánchez como a Julian Assange. Rechazan las ínfulas autoritarias de Correa o Morales, como las de Berlusconi o Bush, por pequeñas o grandes, regulares o esporádicas que sean.
Se dicen liberales, o libertarios. Pero cargan por ello con un gran desafío: reivindicar el brillo del ideario liberal, frente a un magma imparable de tópicos y leyendas negras (que generalmente incluyen el término “neoliberal”, one-size-fit-all en el que entra todo lo malo de este mundo). Tienen que lidiar con legiones enteras de “guardaespaldas intelectuales” de los Gobiernos de turno: propagandistas, académicos, periodistas, etc.; todos lucrando de un festín de honorarios, prebendas y susbsidios pagados con dinero público.
Y como ya lo advirtió Frédéric Bastiat hace más de un siglo, llegado el momento, de todos lados los atacarán: cuando se opongan al Estado de bienestar, se dirá que son enemigos de los débiles. Cuando digan que el Estado no debería subsidiar a la Iglesia, los acusarán de ateos. Cuando critiquen la educación pública, los maldecirán por condenar a la ignorancia a los jóvenes. Cuando sugieran que el Estado no debe proteger con aranceles ninguna rama productiva, los tildarán de hostiles con la industria nacional y con el bienestar de los trabajadores. Y si sostienen que el Estado no debería financiar a los artistas, serán bárbaros insensibles que no valoran el arte. Cuando se opongan al militarismo, les dirán traidores a la patria, o incluso cobardes.
Oirán una y mil veces eufemismos retóricos como “libertad real”, “igualdad material”, “buen vivir”, “seguridad nacional”, “soberanía alimentaria”, y toda clase de malabar semántico orientado a convencerlos de que el magnánimo Gobierno limita su libertad para salvarlos de algún enemigo tan abstracto como maligno: oligarquía, imperialismo cultural, relativismo moral, narcotráfico, terrorismo, importaciones chinas, desigualdad, etc.
No obstante, su mensaje es muy simple, suena más próximo al sentido común que a la ortodoxia teórica, aunque tiene un sustento ético y doctrinal sólido. Su mensaje dice más o menos así: si quieres, sé empresario, obrero o campesino, sé profesional o artista, sé hippie o yuppie, intelectual o playboy. O sé todo eso al mismo tiempo. Pero, por favor, déjame ser a mí lo que yo quiera y pueda, déjame disfrutar del fruto de mi trabajo, o del trabajo de mi familia, invertirlo como quiera, llevármelo a la China o guardarlo debajo de mi almohada; déjame elegir con quién comparto mi vida, o me acuesto; déjame circular y comerciar por el mundo sin trabas burocráticas; déjame elegir cómo me divierto, cómo ahogo mis penas o cómo escapo de la realidad; déjame desarrollar mi instinto creativo para satisfacer las demandas de los consumidores, o para alimentar mi orgullo, o para lo que sea; déjame ser banquero, periodista, surfista, o todo eso a la vez.Déjame creer en Dios, cultivar mi espíritu como católico o budista, ser conservador o libertino, o simplemente déjame no creer en nada.
Hagas lo que hagas—te dirán ellos—no le pidas al Estado que convierta tus convicciones personales en leyes, que me las imponga, por humanitarias que creas que sean. Más importante aún, nuestros jóvenes no son otro simple ladrillo de tu muro ideológico, no trates de imponerles tus doctrinas.
Y añadirían: cuando acudamos ante el Gobierno en busca de privilegios y prebendas, a pedir favores con dinero de otros, a pedir que se restrinja la libertad de los demás en nuestro beneficio, o en virtud de nuestros prejuicios, sea cual sea la anécdota dramática que usemos de pretexto, recuérdanos que cada cual es responsable de su destino, que somos dueños de nuestras decisiones, por acertadas o desacertadas que éstas resulten.
Nos recordarán además que somos los únicos que podemos cambiar nuestra suerte, por mala o buena que ésta sea, y que sólo así, poco a poco, se logra una cohesión social verdadera y sólida, que sólo así se avanza, que la libertad funciona, porque lo demuestra la experiencia; nos recordarán que los embrujos dogmáticos que minusvaloran el valor del individuo, que lo diluyen en metáforas colectivistas, son siempre trampas que a todos pueden engañar, menos a nuestro propio destino.
Por el momento son pocos, con el tiempo serán muchos; pero siempre serán individuos, nunca más rebaño.
Fuente: http://www.elmundo.es/america/blogs/nuestra-america-2/2010/12/15/iberoamerica-nunca-mas-rebano.html
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