Viaje a la libertad económica. Por qué el gasto esclaviza y la austeridad libera, es el segundo libro publicado por el economista, gestor de fondos y colaborador de
El Confidencial Daniel Lacalle, tras el éxito de
Nosotros, los mercados. Lacalle propone en este ensayo un viaje alrededor de las principales ideologías que en materia económica y social pergeñan el mundo en el que vivimos. A continuación les adelantamos seis extractos destacados del libro, en el que se explica por qué desde la crisis las ideologías se han convertido en argumentos arrojadizos de los economistas.
Sobre el gasto público y privado
En nuestra vida cotidiana solemos criticar a las empresas privadas o a los individuos por sus gastos excesivos. Si vemos que nuestro vecino se endeuda para comprar cosas que no le sirven o que no puede permitirse, intentamos aconsejarle y alertarle de que va camino a la ruina. Sin embargo, no exigimos esa responsabilidad si los gastos inútiles o imposibles de financiar son del Estado. Siempre se le perdonan porque pensamos que es "por el bienestar social". Y porque suponemos que el dinero es gratis, no valoramos que esos gastos, ese déficit, lo pagamos nosotros. Siempre. Empobreciéndonos, devaluando e imprimiendo, creando inflación y subiendo impuestos. Es nuestro dinero y tenemos una mano depredadora en el bolsillo.
No sólo es nuestro dinero de hoy, sino de varias décadas. ¿Por qué lo aceptamos? Por el chantaje emocional inculcado durante décadas. ¿El Estado de bienestar? No.
El bienestar del Estado.
Los gobiernos ineficientes conocen perfectamente ese resorte emocional, que no se les exige eficacia ni responsabilidad, y lo aprovechan. Muchas gracias por su dinero.
Sobre los impuestos: bajarlos ya
Solemos leer que España pierde 72.000 millones de recaudación al año por la economía sumergida, dando por sentado, erróneamente, que dicha actividad económica fuera del alcance de Hacienda seguiría funcionando normalmente si se regularizase. No es así. Primero, porque la cifra es cuando menos optimista; segundo, y sobre todo, porque no entiende la naturaleza de la economía sumergida. En un país como España, la recaudación tributaria no se ha desplomado por el fraude y la economía sumergida, se ha desplomado por la enorme dependencia del ladrillo, de la burbuja inmobiliaria y de obra civil que suponía casi el 16% del PIB, y que incluía ramificaciones de gasto en telefonía, servicios y energía, con enormes redes y capacidad de generación instalada para una demanda que nunca llegó.
La economía suele estar sumergida cuando la presión impositiva imposibilita la supervivencia de las empresas y negocios en el marco legalA finales de los años noventa tuve un bar. Nuestro negocio siempre declaraba absolutamente todo, teníamos a todos los empleados afiliados a la Seguridad Social, etc. Pero vi lo duro que es para muchos operadores en hostelería poder sobrevivir. Recuerdo algunos proveedores que apenas podían ahorrar tras pagar cuotas de autónomos, y lidiar con retrasos en pagos de los clientes, aumentos de impuestos indirectos y trabas burocráticas. Muchas veces, la economía sumergida es por necesidad, no por gusto.
Siempre digo que la economía no se sumerge, emerge. Es decir, que la decisión de mover una actividad económica fuera del control tributario no es una decisión tomada por gusto, ya que supone tremendas dificultades, riesgos y consecuencias negativas a medio plazo, no sólo por menores ventas -ya que desde la ilegalidad no se puede crecer adecuadamente-, sino también por otros factores, desde el acceso a crédito hasta la calificación de los negocios y empresas por parte de consumidores y agencias independientes. Y cuando se dan las condiciones medianamente adecuadas, los negocios optan por "emerger" tributariamente, no al revés.
La economía suele estar sumergida cuando la presión impositiva imposibilita la supervivencia de las empresas y negocios en el marco legal. Los márgenes son tan bajos y los costes de mantenerse en la legalidad tan onerosos que simplemente no pueden "emerger". Sin embargo, los negocios de bajos márgenes, muy estacionales o volátiles, siempre salen a la luz de la legalidad cuando la carga impositiva es baja y reconoce el carácter cíclico de sus actividades.
Muchas veces hablamos de la economía sumergida como un fraude, no como una necesidad. Y en una gran parte, lo es. Todos conocemos un caso u otro de trabajadores o negocios que simplemente no podrían existir dentro de un marco impositivo confiscatorio. No es casualidad que en un país donde las pymes generan el 70% del valor añadido, pero se mueven en sectores muy cíclicos y estacionales (turismo, servicios, construcción), siempre aflora la mayor parte de la base imponible -ingresos sujetos a tributación- cuando se
bajan los impuestos a niveles no confiscatorios.
De igual manera, una menor tributación puede aumentar la recaudación porque incentiva la actividad, incluso de empresas extranjeras que podrían plantearse instalarse en el país. Sin esa ventaja, esta recaudación fiscal no se produciría. Además, atrae el consumo y, finalmente, reduce la economía sumergida y el fraude.
Sobre el aumento de la actividad económica con menores tasas
Siempre nos dicen que es imposible bajar impuestos, porque si no ¿quién construye los puentes y asfalta las carreteras? No deja de ser una excusa para contar con un presupuesto superior. Ninguno de los gastos esenciales del Estado está en peligro si el gobierno trabaja con un presupuesto base cero y con prioridades. Además, el crecimiento de la actividad económica aumenta los ingresos.
¿Por qué en la mayoría de los casos no se hace? Cuando se tiene una mentalidad funcionarial, lo que importa es el presupuesto. No cómo se financia ni el efecto en la economía, sino mantener o aumentar la cantidad de dinero que se gestiona. El poder lo da la firma de cheques. Y perder ese poder es diluir influencia. Por ello, los gobiernos locales, regionales, estatales, nunca piensan en el efecto sobre la economía. Simplemente porque sus incentivos no están en generar crecimiento, sino en aumentar sus "activos bajo gestión", el presupuesto que manejan y su círculo de influencia. Además,
políticamente siempre se justifica el gasto, aunque se compruebe que la obra pública en España, por ejemplo, suele superar en un 29% la cantidad presupuestada, según el Tribunal de Cuentas, y en la Unión Europea sea entre un 5% y un 10%.
Desafortunadamente, esta mentalidad no es exclusiva del sector público, y se puede encontrar en muchas empresas semiprivadas. Les recomiendo la lectura del libro Bonjour, Paresse (Buenos días, pereza, Ediciones Península, 2004), de Corinne Maier, un análisis corrosivo, cínico y muy divertido de la cultura empresarial francesa, de la ineficiencia y burocracia, del gasto y el consumo de presupuesto como cáncer que se extiende cuando sabemos que el dinero no es nuestro, y la responsabilidad se pierde para entregarse al clientelismo.
Siempre han sido gobernantes con un sentido de Estado y responsabilidad extremos los que han llevado a cabo ajustes de verdadero calado y reducciones de impuestos. Además, con un coste político, porque suele ir acompañado de motines entre las filas de los consumidores de presupuestos.
Sobre la eliminación de las subvenciones
Casi todas las actividades económicas sufren la lacra de las subvenciones-primas-ayudas.
Nombres tenemos de sobra, que atacan al consumidor de forma doble: vía precio y vía impuestos. Mientras España siga siendo percibida como una economía intervenida por dichas subvenciones, los inversores seguirán buscando opciones en otros países, porque las economías en las que las ayudas gubernamentales sostienen a demasiados sectores están también sujetas a vaivenes regulatorios.
Es esencial cambiar pagos a costa del Estado por incentivos fiscales. Además de adecuar la demanda de inversión a la rentabilidad real, evitaría burbujas y "efectos llamada falsos".
El "efecto llamada" de las subvenciones es muy dañino: crea una burbuja y una percepción de demanda irreal; posteriormente, deja la sobrecapacidad y el coste de las operaciones de esos activos; y, finalmente, provoca la quiebra o la desaparición de las industrias que dependen de dichas ayudas y han crecido, en muchas ocasiones con una deuda desproporcionada, ante la idea de que el Boletín Oficial del Estado les garantiza el negocio. La misma mano que alimenta,
el Estado, retira la comida y el efecto es similar al de las burbujas inmobiliarias. Saturación y pinchazo. Ni uno ni otro son positivos para la economía.
España gasta un poco más del equivalente del 5% del PIB anual en ayudas y subsidios corporativos, que durante la crisis han sido reducidos muy poco. La cultura de los subsidios presente en España desde hace décadas ha convertido a muchas empresas en estructuras pesadas, ya que al contar con ayudas constantes, también se endeudan demasiado, y les ha impedido convertirse en compañías ágiles e innovadoras. Las subvenciones suelen disfrazarse de innovación, y siempre se justifican, cuando suelen esconder modelos "constructor y promotor" que simplemente desaparecen cuando se acaba el cheque del Estado.
Además, las ayudas y subvenciones se convierten en parte del análisis de viabilidad del negocio, como un elemento más, y no debe ser así. En una gran empresa norteamericana una vez me comentaban que les sorprendía que en las valoraciones de ciertos proyectos que analizaban en nuestro país, se considerasen las subvenciones como inamovibles durante 20 o 25 años. "¡Pero si los gobiernos cambian las regulaciones siempre!", me decían.
Tal vez a lo que más pánico le tienen los inversores internacionales es a las economías que se rigen por regulaciones a favor de los subsidios. Los inversores entienden que un entorno muy afectado por ayudas gubernamentales se traduce de inmediato en
baja competitividad, en dependencia política y en productividad reducida. Obviamente, cualquiera que busque invertir su dinero en España va a querer hacer rendir sus inversiones al máximo, y mientras la economía española siga siendo percibida como una economía intervenida, los inversores internacionales dudarán ante opciones en otros países.
Es esencial cambiar la política de subvenciones -gasto directo y deuda- por incentivos fiscales para evitar burbujas y «efectos llamada», que luego cuestan al Estado muchos miles de millones por acumulación de gasto. Un sistema de créditos impositivos (tax credits) no sólo no cuesta al Estado, sino que adecúa la demanda de inversión de las empresas con el apetito de poner capital a trabajar.