Juan J. Molina

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jueves, 12 de abril de 2012

DIOS Y EL ESTADO, por Juan José Molina



Desde que Hegel y más tarde  Friedrich Nietzsche proclamaran que “Dios ha muerto” y posteriormente Marx declarara a la religión como el opio del pueblo, la idea de un Dios como garante de una moral con la que conducir la vida terrena ha sido sustituida por la figura del Estado como institución moral y garante a su vez de todas las prebendas antes atribuidas a Dios.
Desde los albores de la humanidad el hombre ha necesitado una guía moral que rigiera la conducta, un camino que seguir con una meta final que justificara todos los actos y sacrificios de una vida. La religión, en sus distintas variantes ha sido esa guía que ha marcado el comportamiento de las sociedades a lo largo de la historia, religión, vida y política iban de la mano desbrozando las dudas y marcando férreamente el camino de los hombres. Conforme la sociedad occidental se ha ido apartando de esos valores religiosos se ha acercado cada vez más a una sublimación del Estado como sustituto de Dios. Si la religión fue el opio del pueblo ahora lo es el Estado.
Ya no nos encomendamos a Dios en los momentos de necesidad o turbulencia si no que acudimos al socorro estatal del que esperamos toda clase de soluciones, el Estado nos lo da y el Estado nos lo quita, esta sería la versión actual de la vieja máxima referida a Dios.
Si la derecha conservadora en Europa o América se valía de la idea de Dios para encarrilar el gobierno de los hombres bajo una pátina de moral cristiana, es ahora, la izquierda laica y atea la que se vale de la idea del Estado y de una moral colectiva para imponer a la sociedad unos valores que no admiten discusión y aquellos que discrepan, son anatemizados como en los mejores tiempos de la inquisición de herejes o reaccionarios.
La  sociedad industrial, sacudida por la sin razón de la Gran Guerra y sin noticias de  Dios  caminaba sin rumbo y sin destino en un viaje errático y sin objetivos claros, pronto la avanzadilla filosófica no dudó en marcar un nuevo rumbo y fabricar un nuevo Dios: el Estado. A él se encomendaron las masas hambrientas, los desheredados de la tierra, los despojados de esperanza y todos los que caminaban sin un destino claro, todos se unieron a la nueva religión estatalista con la esperanza de alcanzar una parte del paraíso que se les prometía desde los pulpitos políticos e intelectuales.
A pocos les importó que el precio a pagar por el botín fuera la única riqueza que todos aun conservaban, su libertad. Por desgracia, pronto empezamos a comprobar que la nueva divinidad es solo un gigante torpe y en ocasiones despiadado, sobrealimentado y manejado al antojo de una mayoría democrática que imponía sus valores al resto sin escrúpulos y amparándose en una legitimación democrática mal entendida.
El Estado llevado a su máxima expresión de poder y capacidad de intervención en la vida de los ciudadanos se ha convertido, para algunos, en un instrumento a través del cual dar rienda suelta a sus delirios de crear una sociedad perfecta donde la utopía de un igualitarismo no ante la ley, si no mediante la ley campa a sus anchas manejada por la mayoría de turno que ignora escandalosamente los derechos individuales y de las minorías. Hemos pasado de una dictadura moral y política de carácter religioso a otra peor de carácter estatal y sin premio en otra vida.
A nosotros nos corresponde ser capaces de moldear al Estado y ponerlo en su justo sitio, marcando las líneas fronterizas de las que no puede pasar porque entraría en los territorios de la libertad individual. La libertad es el precio que nunca debimos pagar por favores o servicios, ya sean terrenales o divinos. Los que nos vendieron que para ser libres antes había que dejar de ser pobres, no nos dijeron que para dejar de ser pobres teníamos que entregar lo que nos quedara de libertad.

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