Juan J. Molina

Juan J. Molina
Juan J. Molina

miércoles, 26 de enero de 2011

La Internacional Liberal

La Internacional


La Internacional Liberal es la federación mundial de partidos liberales. Desde su fundación en el año 1947, se ha convertido en la red preeminente de los partidos liberales y para el fortalecimiento de la democracia liberal en todo el mundo. Hay un número de principios comunes que unen a todos los partidos liberales de África, las Américas, Asia y Europa; los derechos humanos, las elecciones libres y justas y la democracia multipartita, la justicia social, la tolerancia, la economía de mercado, el libre comercio, la sostenibilidad medioambiental y un fuerte sentido de la solidaridad internacional. Naturalmente, en la aplicación de dichos principios, debido a las diversas circunstancias nacionales, existe diversidad entre los partidos liberales.
El liberalismo
Los liberales están comprometidos con la construcción y la salvaguarda de las sociedades libres, justas y abiertas en las que buscan equilibrar los valores fundamentales de libertad, igualdad y comunidad, y en las que nadie sea esclavizado por la pobreza, la ignorancia o la conformidad. Los liberales defendemos la libertad, la dignidad y el bienestar de las personas. Reconocemos y respetamos el derecho a la libertad de consciencia y el derecho de todas las personas a desarrollar sus talentos plenamente. Aspiramos a dispersar el poder, a fomentar la diversidad y a nutrir la creatividad. La libertad de ser creativo e innovador sólo puede ser sostenida por una economía de mercado, pero ésta debe ser una economía de mercado que ofrezca a la gente opciones reales. Esto significa que nosotros no queremos ni un mercado en el que la libertad esté limitada por monopolios ni una economía desligada de los intereses de los pobres y de la comunidad como un todo. En el fondo, los liberales son optimistas, y confían en la gente a la vez que reconocen la necesidad de estar siempre sobre aviso frente a los que detentan el poder.
Los derechos humanos
Los derechos humanos son el componente esencial del liberalismo. Creemos que dichos derechos son una condición previa para el progreso y la estabilidad y sólo pueden ser garantizados por la verdadera democracia. Los liberales reconocen la necesidad esencial de promover los derechos políticos y civiles y, por consiguiente, se oponen a cualquier forma de dictadura. La educación, la satisfacción de los derechos de las mujeres y el respeto del medio ambiente son esenciales. Nosotros hacemos campaña a favor de los derechos de los grupos minoritarios, que es en todo nuestro interés, puesto que, de una u otra manera, todos somos minorías.
Libre mercado y desarrolloLos liberales creen que la libertad de movimientos y la libertad a la hora de comerciar pueden aliviar la pobreza que sufre gran parte del mundo y, a tales efectos, se comprometen a seguir abriendo los mercados occidentales a productos procedentes de los países en vías de desarrollo. Pero una economía social de mercado tiene que ir acompañada de instituciones democráticas. La financiación del desarrollo sólo podrá ayudar a reducir la pobreza si las instituciones gubernamentales que la reciben adoptan prácticas de buen gobierno que incluyan la plena transparencia y responsabilidad basadas en las reglas de la ley. Sin libertad, sin franqueza, sin elecciones políticas y sin instituciones autónomas que fortalezcan las disposiciones legales, no hay ninguna esperanza de que se pueda controlar la corrupción o crear desarrollo. Esta es la razón por la que los liberales enfatizan que la ayuda al desarrollo internacional también debería centrarse en desarrollar los cimientos políticos.   

martes, 25 de enero de 2011

CONSIDERACIONES SOBRE LAS IDEOLOGÍAS TOTALITARIAS DEL SIGLO XX, POR Noah Nissani



Un conocido catedrático y escritor político israelí clasificó, en su
introducción a un curso sobre Fascismo, las ideologías del siglo XX en
dos categorías, a las que se refirió como “constructivas” y “no
constructivas”, respectivamente. En la categoría de ideologías
“constructivas” incluyó aquellas que como el Marxismo, el Fascismo y el
Nazismo se caracterizan por su propósito de construir un nuevo modelo
de sociedad, mientras que en la segunda categoría, colocó únicamente al
Liberalismo, el que, en su opinión, carece de un modelo innovador de
sociedad.
Nada puede estar más lejos de la verdad. El Liberalismo moderno, surgió
en el siglo XVIII, en una sociedad dividida en clases: nobleza, burguesía,
campesinos, judíos, siervos y esclavos, regida por monarcas absolutos, y
caracterizada por la intolerancia religiosa. Su propósito fue crear una
sociedad totalmente diferente, basada en la libertad e igualdad de todos
los seres humanos. Sociedad compuesta de individuos responsables por
si mismos y sus familias, que además comparten la responsabilidad
colectiva por los asuntos públicos y las obligaciones emanentes de la
fraternidad humana. Una sociedad regida, no por los hombres sino por
las leyes, y caracterizada por la libertad de pensamiento y la tolerancia
religiosa.
El error del mencionado catedrático puede explicarse por el
hecho de que, en contraste con los frustrados intentos totalitarios de
cambiar la sociedad, el éxito de la revolución liberal se obtuvo más por la
abstención que por la intervención activa de las autoridades. Fue el
resultado de la fe liberal en la capacidad de la sociedad de auto
transformarse, junto con la resistencia a intentar transformar la sociedad
por medio de decretos.
Históricamente, la connotación política de los términos “derecha ” e
“izquierda” tuvo su origen en la Revolución Francesa, donde los
moderados y liberales Girondinos se sentaban en la Asamblea Nacional
del lado derecho, y los extremistas Jacobinos a la izquierda. Los
derechistas Girondinos fuero n quienes llevaron adelante la revolución
liberal, aboliendo los privilegios de la nobleza, y estableciendo la igualdad
ante la ley . Mientras que fue el ascenso al poder de los izquierdistas
Jacobinos lo que terminó con el “período liberal” de la Revolución
Francesa (1791-1793) dando comienzo al “Reino del Terror”.
Todas las modernas ideologías totalitarias comparten con los
izquierdistas Jacobinos sus características esenciales: El extremismo
, el Maniqueismo, y el totalitarismo, así como el hecho de que
todas ellas condujeron al terror y a la tiranía. Además, los líderes
principales, del Fascismo y Nazismo, Mussolini y Hitler, fueron ambos
originariamente Marxistas, que llegando a la conclusión de que algo
estaba equivocado en la ideología Marxista-Leninista, construyeron
sus respectivas nueva s ideologías introduciendo cambios a su común
base Marxista .
Por lo tanto, toda clasificación de las ideologías del siglo
XX, debe poner las totalitarias, como el Marxismo y sus derivadas,
Fascismo y Nazismo en la izquierda junto a sus precursores Jacobinos, y
al Liberalismo, legítimo heredero de los Girondinos, a la derecha.
Benito Mussolini (Amilcare Andrea) (1883-1945) fue antes de la Primera
Guerra Mundial un eminente ideólogo Marxista, cuya ascendencia le ganó
el sobrenombre de “Duce”, es decir, líder o Fuhrer. En 1915 fue expulsado
del Partido Socialista Italiano por apoyar la participación de Italia en la
guerra. Es entonces cuando Mussolini hace un vuelco ideológico,
pasando del axioma Marxista de “guerra de clases” a sostener la
“armonía social”, es decir, de la eliminación total de la burguesía a la
legitimación de todos los sectores sociales. De acuerdo con su nueva
ideología, estos debían organizarse en corporaciones o uniones, fasci en
italiano, representadas en el gobierno: Los zapateros representados por
zapateros y los ingenieros por ingenieros. En opinión de Mussolini, ello
sería una autentica democracia basada en “la autentica representación
del pueblo”, y por lo tanto mucho mejor que la falsa democracia
liberal. En esta última, según los sostenedores del Corporativismo, todos
los representantes del pueblo pertenecen a una elite de políticos de
origen burgués. La justicia social en el régimen corporativo sería lograda
mediante negociaciones entre representantes de los empleados y los
empleadores, bajo la supervisión del estado.
También el Nazismo surgió del Marxismo reemplazando la guerra
universal contra la burguesía con la guerra nacional contra los Judíos. De
acuerdo con la nueva concepción de Hitler, no todos los capitalistas eran
responsables por los sufrimientos del pueblo alemán, sólo los
extranjeros, y especialmente aquellos que eran extranjeros en todas
partes, los sin tierra, los Judíos. Es de acuerdo con este vuelco del
Maniqueísmo internacional al nacional, que el Partido de los Trabajadores
Alemanes (similar al Partido de Lenin de los Trabajadores Rusos y otros
partidos obreros en el mundo) cambió su nombre en 1920, por el de
Partido Nacional Socialista (Nazi). Hitler también transfirió la acusación
Marxista de ser los promotores de la Primera Guerra Mundial, de los
capitalistas a los Judíos y advirtió que serían eliminados en Alemania, si y
cuando provocaran una segunda guerra mundial.
Otra característica común al Marxismo y sus derivados, el Fascismo y el
Nazismo, fue su frecuente cambio de nombres e ideologías. El Partido
Social Demócrata de los Trabajadores Rusos cambió su nombre a Partido
Comunista en 1918, pasando de una ideología evolucionista a una
revolucionaria. Su equivalente israelí, el Partido de los Trabajadores de
Israel (Mapai), cambió su nombre a Partido Laborista (Avoda), cuando
remplazó su ideología Marxista por un “socialismo sindical”, muy cercano
al Corporativismo de Mussolini. Hoy día, el Partido Laborista Israelí, al
igual que otros ex–partidos Marxistas en el mundo, apoya a la economía
de libre mercado y ha borrado su histórica conexión con los sindicatos de
los trabajadores. En el presente esta buscando un nuevo nombre que
ayude a olvidar su pasado Marxista. La causa de esta inestabilidad parece
residir en el hecho de que todas estas ideologías totalitarias son el fruto
de la improvisación de un solo hombre, ya sea Marx, Mussolini o Hitler, y
por lo tanto carecen las raíces milenarias y la estabilidad del Liberalismo.
Otra característica común a todas las las ideologías totalitarias es ver en
el ciudadano un pupilo necesitado de protección y al gobierno como al
responsable de su bienestar. El liberalismo, por el contrario, ve en el
hombre un ser auto suficiente e independiente, como Robinson Crusoe o
los colonizadores del Lejano Oeste. Ciertamente, la libertad tiene su
precio: el riesgo, mientras que la búsqueda de la seguridad conduce a la
sumisión . Aristóteles clasificó a los hombres en aquellos que son
libres por naturaleza y aquellos que necesitan la seguridad del esclavo. Fue esta busqueda de seguridad lo que llevó a los Ancianos de Israel
a pedirle a Samuel un Rey, o a los campesinos de Europa a someterse
voluntariamente a los señores feudales. Fue también la intervención
protectora del gobierno Egipcio, cuando salvo a sus subditos del hambre
durante los siete años de carestía previstos por José, lo que los convirtió
en esclavos del Faraón (Génesis, 47:13). La experiencia universal enseña
que aquellos que prefieren la seguridad a la libertad, pierden ambas.

Bibliografía, 
Introducción al Liberalismo Clásico
Filosofía Política y Macro Economía. De la Biblia y Aristóteles a
Montesquieu y Adam Smith
Noah Nissani

jueves, 20 de enero de 2011

EL FORTALECIMIENTO DE LOS VALORES ÉTICOS (III)


EL FORTALECIMIENTO DE LOS VALORES ÉTICOS


Día a día, toda persona manifiesta comportamientos éticos, aunque a veces no lo perciba. La ética, por tanto, es el resultado de la evolución del pensamiento humano. Es, como señala J. Antonio Marina “la más inteligente creación de la inteligencia humana”.
“Cuantos más sanos principios asimila una persona más deberes va generando, los cuales no serán impuestos por nadie sino adoptados de manera consciente y voluntaria. Por ello, es posible decir que la ética es el tratado de los deberes convenientes al ser humano. Desde el punto de vista de la ética, uno no es libre de hacer lo que le viene en gana, sino de hacer lo que debe hacer” (Camps, 1996)

El proceso de interiorización de valores éticos en los individuos sigue este proceso:

-         Reflexión y deliberación.
-         Adquisición de conciencia.
-         Distinguir entre lo conveniente y lo nocivo.
-         Adoptar principios convenientes o positivos.
-         Asumir deberes de manera voluntaria.
-         Actuar de manera íntegra y responsable.

Cuantos más principios y valores positivos poseen las personas, más correctamente actúan, y viceversa, a menor fortaleza en valores éticos mayor es la inclinación hacia conductas indeseables.
Un “buen gobierno” para serlo, necesita contar entre sus filas con personal íntegro, personas responsables que actúen sin olvidar el deber hacia la comunidad a la que representan y sirven. Los valores éticos, insertados en los servidores públicos y cultivados de manera adecuada, pueden hacer más eficiente, transparente, equitativo y justo el arte de gobernar así como el ejercicio de la función pública.
El principal reto que afronta la ética pública no es la identificación de valores sino su interiorización en las personas. “ El interés del estado no puede depender de las pasiones del Príncipe gobernante, ni siquiera de su deseo de ser malo o bueno sino que exige un profundo autocontrol”.Cortina.
“Una confianza no se logra solo multiplicando los controles, sino reforzando los hábitos y las convicciones. Esta tarea es la que compete a una ética de la administración pública: la de generar convicciones, forjar hábitos, desde los valores y las metas que justifican su existencia”. Cortina.
Como dijo Aristóteles: “No se estudia ética para saber qué es la virtud sino para ser virtuosos”.
Bliografía: Ética para corruptos, Oscar Diego Bautista, Edt. Desclée De Brouwer

sábado, 15 de enero de 2011

ATLAS DEL LIBERALISMO



ATLAS DEL LIBERALISMO
De RAIMUNDO CUBEDDU
UNION EDITORIAL S.A.

Liberales clásicos, 'liberals' tipo americano, social-liberales, liberal-socialistas, anarcocapitalistas, libertarios, miniárquicos. La lista de quienes se dicen hijos del pensamiento liberal es larga. Este libro se propone explicar con precisión y claridad qué es el liberalismo, cuáles son sus corrientes principales, que es lo que diferencia a un liberal de quien no lo es, cuáles son los problemas y las perspectivas del liberalismo en nuestro tiempo. El autor formula además un juicio de valor: a pesar de todos sus defectos y sus imperfecciones, el liberalismo sigue siendo la mejor respuesta al problema de la convivencia y del mejor régimen político. De lectura imprescindible

viernes, 14 de enero de 2011

Algunas notas sobre los principios de un orden social liberal Friedrich A. Hayek



Algunas notas sobre los principios de un orden social liberal

                                                                 Friedrich A. Hayek


Liberalismo y democracia, aunque compatibles, no son lo mismo. Al primero le incumbe la extensión del poder gubernamental; al segundo, quién detenta este poder. La diferencia se advierte mejor si consideramos sus opuestos; el opuesto de liberalismo es totalitarismo, mientras que el opuesto de democracia es autoritarismo. En consecuencia, al menos en principio, es posible que un gobierno democrático pueda ser totalitario y que un gobierno autoritario pueda actuar sobre la base de principios liberales.
El liberalismo, deriva del descubrimiento de un orden espontáneo o que se genera a sí mismo en los asuntos sociales (el mismo descubrimiento que condujo al reconocimiento que existía un objeto para las ciencias sociales teóricas); un orden que hizo posible la utilización del conocimiento y aptitud de todos los miembros de la sociedad en un grado mucho mayor del que sería posible en cualquier orden creado por una dirección central, y del deseo consiguiente por hacer un uso tan pleno como fuera posible de esas poderosas fuerzas ordenadoras espontáneas.
El concepto central del liberalismo es que bajo la vigencia de reglas universales de conducta justa, que protejan un dominio privado de los individuos que pueda ser reconocido, se formará por sí mismo un orden espontáneo de las actividades humanas de mucho mayor complejidad del que jamás podría producirse mediante un ordenamiento deliberado. En consecuencia, las actividades coercitivas del gobierno deberían limitarse a mantener el cumplimiento de dichas reglas, cualesquiera sean los demás servicios que el gobierno pueda prestar al mismo tiempo al administrar aquellos recursos particulares que le han sido puestos a su disposición para esos propósitos.
La distinción entre un orden espontáneo, basado en reglas abstractas que dejan libres a los individuos para que hagan uso de sus conocimientos con vistas a sus propios propósitos, y una organización u ordenamiento basado en mandatos, es de una importancia central para la comprensión de los principios de una sociedad libre, especialmente por cuanto el orden espontáneo de una sociedad libre contendrá muchas organizaciones (incluyendo la organización más grande, el gobierno). Pero los dos principios de orden no pueden mezclarse entre sí como nos dé la gana.
En contraste con una organización, un orden espontáneo no tiene un propósito, ni requiere de acuerdo sobre los resultados concretos que van a producirse para que sea posible llegar a un acuerdo sobre lo deseable de un orden semejante. Porque al ser independiente de cualquier propósito particular, puede ser usado para una gran cantidad de propósitos individuales, y contribuirá a su consecución por diferentes, divergentes y conflictivos que ellos sean. De este modo, el orden del mercado, en particular, no descansa en propósitos comunes sino en la reciprocidad, esto es, en la reconciliación de propósitos diferentes para el beneficio mutuo de los participantes.
Por lo tanto, la concepción del bienestar común o del bien público de una sociedad libre nunca puede definirse como una suma de resultados particulares ya conocidos y que hay que lograr, sino tan sólo como un orden abstracto que no se encuentra orientado a ningún fin concreto particular, sino que meramente procura la mejor oportunidad para que cualquier miembro seleccionado al azar haga uso de su saber para el logro de sus propósitos. Adoptando un término del Profesor Michael Oakeshott (Londres), podemos denominar a una sociedad libre como un orden social nomocrático (gobernado por la ley), en cuanto distinto de un orden social telocrático (gobernado por el propósito).
La gran importancia del orden espontáneo o nomocracia, radica en que extiende la posibilidad de la coexistencia pacífica de los hombres para su mutuo beneficio más allá de un pequeño grupo y cuyos miembros tuvieran propósitos comunes concretos o estuvieran sujetos a un superior común, y hace así posible la aparición de la Gran Sociedad o Sociedad Abierta. Este orden, que se ha desarrollado progresivamente más allá de las organizaciones de la familia, la horda, el clan y la tribu, los principados y aun el imperio o el Estado nacional, y que ha producido al menos el comienzo de una sociedad mundial, se basa en la adopción de reglas—sin el deseo de la autoridad política y a menudo en contra de ella— que han llegado a prevalecer porque los grupos que las han observado han tenido más éxito; y ha existido y se ha desarrollado en extensión mucho antes de que los hombres tuvieran conciencia de su existencia o entendieran sus operaciones.
El orden espontáneo del mercado, basado en la reciprocidad o beneficios mutuos, se describe comúnmente como un orden económico; y en el sentido vulgar del término "económico", la Gran Sociedad se sostiene, de hecho, íntegra y continuamente en lo que con frecuencia se denominan fuerzas económicas. Pero es sumamente equívoco, y se ha convertido en una de las principales fuentes de confusión y equivocación, denominar este orden una economía como lo hacemos cuando hablamos de una economía nacional, social o mundial. Esta es, cuando menos, una de las principales fuentes de las que nace el empeño socialista por convertir al orden espontáneo del mercado en una organización con dirección deliberada que sirva a un sistema consentido de fines Comunes.
Una economía en el sentido estricto de la palabra, según la cual podemos denominar una casa, una granja, una empresa o incluso la administración financiera del gobierno, como una economía, es verdaderamente una organización o un ordenamiento deliberado de un conjunto dado de recursos al servicio de un orden único de propósitos. Se apoya en un sistema de decisiones coherentes, en el cual una sola visión de la importancia relativa de los diferentes propósitos competitivos determina el uso de los diferentes recursos. El orden espontáneo del mercado, resultante de la interacción de muchas de tales economías, es algo tan fundamentalmente diferente de una economía propiamente tal, que debe considerarse como un gran infortunio que haya sido denominado por el mismo nombre. Me he convencido de que esta práctica conduce a la gente de manera constante a equívocos, por lo que es necesario inventar un nuevo término técnico para esto. Propongo que denominemos a este orden espontáneo del mercado una catalaxia, guardando analogía con el término "cataláctica", que se ha propuesto a menudo como un sustituto del término "económico" (tanto "catalaxia" como "cataláctica" derivan del antiguo verbo griego katallattein que, significativamente, da el sentido no sólo de "traficar" y "cambiar" sino también de "admitir en la comunidad" y "convertir de enemigo en amigo").
El aspecto principal de la catalaxia es que, como orden espontáneo, su ordenación no se basa en una jerarquía única de fines y, por consiguiente, no asegura, en general, que lo más importante llegue antes que lo menos importante. Esta es la causa principal por la cual sus oponentes lo rechazan, y podría decirse que la mayor parte de las demandas socialistas conllevan la transformación de la catalaxia en una economía propiamente tal. Esto es, que el orden espontáneo sin propósitos se convierta en una organización orientada por un propósito, a fin de asegurar que lo más importante nunca sea sacrificado por lo menos importante. La defensa de la sociedad libre debe mostrar, entonces, que como no exigimos una escala unitaria de fines concretos, ni intentamos asegurar que algunos puntos de vista particulares en torno a lo que es más importante y lo que es menos importante gobierne el conjunto de la sociedad, los miembros de semejante sociedad libre tienen de seguro una buena oportunidad de hacer un uso exitoso de sus conocimientos individuales para el logro de los propósitos individuales que efectivamente tengan.
Así, la extensión de un orden de paz más allá de la reducida organización orientada por un propósito, se hizo posible al extenderse las reglas que rigen la conducta justa con independencia del propósito ("formales"), a las relaciones con otros hombres que no perseguían los mismos fines concretos, o que no sustentaban los mismos valores. Salvo aquellas reglas abstractas, reglas que no imponían obligaciones por acciones particulares (que siempre presuponen un fin concreto) sino que consistían solamente en la prohibición de infringir el dominio protegido de cada cual que estas reglas nos permiten determinar. El liberalismo es, entonces, inseparable de la institución de la propiedad privada, que es el nombre que usualmente damos a la parte material de este dominio individual protegido. Pero si el liberalismo presupone la ejecución de las reglas de conducta justa y espera que un orden espontáneo deseable se forme por sí mismo sólo si reglas apropiadas de conducta justa son efectivamente observadas, también necesita restringir los poderes coercitivos del gobierno para la ejecución de dichas reglas de conducta justa. Ello incluye al menos una que prescriba un deber positivo, a saber la regla que exija a los ciudadanos que contribuyan con arreglo a principios uniformes, no sólo al costo de la ejecución de aquellas reglas, sino también a los costos de las funciones de servilismo no coercitivo del gobierno, que luego consideraremos. El liberalismo es, entonces, lo mismo que la demanda de un Estado de Derecho en el sentido clásico del término, de acuerdo con el cual las funciones coercitivas del gobierno están estrictamente limitadas a la ejecución de reglas de derecho uniformes, queriendo significar reglas uniformes de conducta justa hacia cada uno de los individuos.
El liberalismo reconoce que hay, además, ciertos servicios que por diversas razones las fuerzas espontáneas del mercado pueden no producir o pueden producir en forma no adecuada, y que por esta razón es conveniente poner a disposición del gobierno una cantidad de recursos claramente circunscritos, con los cuales pueda prestar tales servicios a los ciudadanos en general. Esto exige de una distinción bien clara entre los poderes coercitivos del gobierno, por un lado, donde su acción está estrictamente limitada a la ejecución de las reglas de conducta justa y en cuyo ejercicio toda discrecionalidad se encuentra excluida; y, por otro, la provisión de los servicios por parte del gobierno, para lo cual puede solamente usar los recursos puestos a su disposición para este propósito, sin tener poder coercitivo, o monopolio, pero en cuyo uso disfruta de amplia discrecionalidad.
El liberalismo, por cierto, ha heredado de las teorías del derecho consuetudinario y de las teorías más antiguas (prerracionalistas) de derecho natural —que también presupone— una concepción de la justicia que nos permite distinguir, por una parte, entre las reglas de conducta justa individual que se encuentran implícitas en la concepción del 'Estado de Derecho' y que son requeridas para la formación de un orden espontáneo, y por otra, todo orden particular que proviene de la autoridad con el propósito propio de una organización. Esta distinción esencial se ha hecho explícita en las teorías del derecho de dos de los más grandes filósofos de los tiempos modernos, David Hume e Immanuel Kant, pero desde entonces no han sido reformuladas en forma adecuada y se han hecho completamente incompatibles con las teorías del derecho que reinan en nuestro tiempo.
Los aspectos esenciales de esta concepción de la justicia son: (a) que la justicia sólo puede ser atribuida significativamente a la acción humana y no a cualquier asunto como tal, sin referencia a la cuestión de si ha sido o pudo haber sido causado deliberadamente por alguna persona; (b) que las reglas de la justicia tienen esencialmente la naturaleza de prohibiciones o, en otras palabras, que la injusticia es realmente el concepto primario y que el fin de las reglas de la conducta justa es prevenir la acción injusta; (c) que para prevenir la injusticia se ha establecido el dominio protegido de cada cual, un dominio que hay que determinar por medio de estas reglas de justicia; y (d) que estas reglas de conducta justa, que en sí mismas son negativas, pueden ser desarrolladas si consistentemente se aplican a todo tipo de reglas que ha heredado una sociedad, la prueba igualmente negativa, de la aplicabilidad universal; una prueba que, en último término, no es nada más que la auto consistencia de las acciones que estas reglas permiten si se aplicaran a las circunstancias del mundo real. Estos cuatro aspectos cruciales deberán ser desarrollados más ampliamente en los párrafos siguientes.
 (a): Las reglas de conducta justa pueden requerir que el individuo tome en consideración en sus decisiones sólo aquellas consecuencias de sus acciones que él mismo pueda prever. Los resultados concretos de la catalaxia para los particulares son, empero, impredecibles, y puesto que no son el efecto del propósito o intención de nadie, carece de sentido tratar de describir como justa o injusta la manera en la cual el mercado ha distribuido los bienes de este mundo entre los particulares. Esto es, sin embargo, lo que persigue la justicia denominada "social" o "distributiva", y en cuyo nombre el orden de derecho liberal se va destruyendo progresivamente. Veremos más adelante que no se han encontrado ni se pueden encontrar pruebas o criterios mediante los cuales puedan fijarse dichas reglas de "justicia social" y que, en consecuencia, y en contraste con las reglas de la conducta justa, ellas tendrían que ser determinadas por el arbitrio de la voluntad de los detentadores del poder.
(b): Ninguna acción humana particular está plenamente determinada sin que haya un propósito concreto por lograr. Los hombres libres, a quienes se les permite que usen de sus propios medios y de su conocimiento para sus propios propósitos, no deben quedar sujetos, entonces, a reglas que les señalen lo que positivamente deben hacer, sino únicamente a reglas que les indiquen lo que no deben hacer; pues, salvo el caso de la liberación de obligaciones que un individuo ha contraído voluntariamente, las reglas de la conducta justa meramente delimitan el ámbito de las acciones permisibles, pero no determinan las acciones particulares que una persona debe asumir en un momento determinado (hay algunas raras excepciones a esto, como las acciones para salvar o proteger la vida, prevenir catástrofes y otras similares, casos en los cuales o bien las reglas de la justicia exigen efectivamente de alguna acción positiva, o bien al menos serían aceptadas de modo general como reglas justas si requiriesen de una acción semejante. Nos llevaría lejos discutir aquí la posición de estas reglas en el sistema). El carácter generalmente negativo de las reglas de la conducta justa y la correspondiente primacía de la injusticia que es prohibida, ha sido advertido a menudo, pero apenas si ha sido pensado hasta sus consecuencias lógicas.
(c): La injusticia que es prohibida por reglas de conducta justa es toda intromisión en el dominio protegido de otros individuos; en consecuencia, éstas deben capacitarnos para determinar cuál es la esfera protegida de los demás. Desde los tiempos de John Locke ha sido costumbre describir este dominio protegido como propiedad (que Locke mismo había definido como "la vida, la libertad y las posesiones de un hombre"). Este término sugiere, empero, una concepción demasiado estrecha y puramente material del dominio protegido, el que incluye no solamente bienes materiales sino también varias pretensiones a otros bienes y expectativas. Si, no obstante, el concepto de propiedad es interpretado (con Locke) en este amplio sentido, es verdad que son inseparables el derecho en el sentido de reglas de justicia, y la institución de la propiedad.
(d): Es imposible decidir acerca de la justicia de cualquiera regla particular de conducta justa, salvo dentro del marco de todo un sistema de tales reglas, la mayor parte de las cuales deben ser consideradas como incuestionadas para este propósito: los valores siempre pueden ser probados sólo en términos de otros valores. La prueba de la justicia de una regla, usualmente se describe (desde Kant) como aquélla de su "universabilidad", esto es, como la posibilidad de querer que las reglas deban aplicarse a todos los casos que correspondan a las condiciones establecidas en ellas (el "imperativo categórico"). Lo cual equivale a que al aplicarlas a cualquiera circunstancia concreta, no vayan a entrar en conflicto con ninguna otra regla aceptada. De esta manera, en último término la prueba consiste en la compatibilidad o no contradictoriedad de todo el sistema de reglas, no en el mero sentido lógico, sino en el que el sistema de acciones que las reglas permiten no vayan a conducir a conflicto. Podrá advertirse que solamente las reglas independientes del propósito ("formales") podrán pasar esta prueba. Pues como las reglas que se han desarrollado originariamente en grupos reducidos ("organizaciones") conectados por el propósito, se extienden progresivamente a grupos cada vez mayores y finalmente se universalizan, al aplicarse a las relaciones entre todos los miembros de una Sociedad Abierta que no tengan propósitos concretos en común, y que tan sólo se sometan a las mismas reglas abstractas, en este proceso tendrán que dejar de lado toda referencia a propósitos particulares.
Puede decirse, entonces, que el desarrollo desde una organización tribal, en la que todos sus miembros servían propósitos comunes, al orden espontáneo de la Sociedad Abierta, en la cual se permite que la gente per- siga en paz sus propios propósitos, comenzó cuando por primera vez un salvaje colocó algunos bienes en los límites de su tribu con la esperanza de que algún miembro de otra tribu los encontrara y dejara a su vez tras de sí algunos otros bienes para asegurar la repetición del ofrecimiento. A partir del establecimiento inicial de esta práctica que servía a propósitos recíprocos pero no comunes, se ha seguido por milenios un proceso que, al producir reglas de conducta independientes de los propósitos particulares de aquellos a quienes incumbe, hizo posible que se extendieran estas reglas a círculos cada vez más amplios de personas indeterminadas y que eventualmente puede hacer posible un orden universal pacífico del mundo.
Las características de esas reglas universales de conducta justa individual, que el liberalismo presupone y desea perfeccionar tanto como sea posible, han sido oscurecidas por la confusión con aquella otra parte de la ley que determina la organización del gobierno y le sirve de guía en la administración de los recursos que han sido puestos a su disposición. Es una característica de la sociedad liberal que los particulares puedan ser coactivamente obligados a obedecer sólo las reglas del derecho privado y penal; pero la progresiva penetración del derecho privado por el derecho público en el curso de los últimos ochenta o cien años, que ha significado una sustitución progresiva de reglas de conducta por reglas de organización, es una de las vías principales por las que se ha efectuado la destrucción del orden liberal. Por esta razón, un estudioso alemán (Franz Bohm) ha descrito recientemente el orden liberal con  toda exactitud como la Privatrechtsgesellschaft (sociedad de derecho privado).
La diferencia entre el orden al que aspiran las reglas de conducta del derecho privado y penal, y el orden que se proponen las reglas de organización del derecho público, resulta mucho más clara si consideramos que las reglas de conducta van a determinar un orden de acción sólo en combinación con el conocimiento particular y los fines de las acciones individuales, en tanto que las reglas de organización del derecho público determinan directamente esas acciones concretas a la luz de propósitos particulares, o más bien, confieren a alguna autoridad el poder para proceder así. Ha colaborado a la confusión entre reglas de conducta y reglas de organización, una identificación errónea de lo que a menudo se denomina el 'orden de derecho' con el orden de las acciones, el cual, en un sistema libre, no se encuentra plenamente determinado por el sistema de leyes, sino que sólo presupone este sistema de leyes como una de las condiciones requeridas para su formación. No todo sistema de reglas de conducta que asegure uniformidad de acción —que es como el "orden de derecho" se interpreta con frecuencia— podrá asegurar, empero, un orden de acción en el sentido de que las acciones permitidas por las reglas no vayan a entrar en conflicto las unas con las otras.
El desplazamiento progresivo de las reglas de conducta del derecho privado y penal, por una concepción derivada del derecho público, es el proceso por el cual las sociedades liberales existentes se han transformado paulatinamente en sociedades totalitarias. Esta tendencia se ha visto de manera explícita, y ha encontrado apoyo, en Carl Schmitt, el "jurista coronado" de Adolfo Hitler, quien alegó consistentemente por que se sustituyera el pensamiento 'normativo' del derecho liberal por una concepción del derecho que considerara como su propósito la "formación de un orden concreto" (konkretes Ordnungsdenken).
Históricamente, este desarrollo se ha hecho posible como resultado de que las mismas asambleas de representantes se han encargado de la doble tarea de promulgar y emitir órdenes concernientes a la organización y a la conducta del gobierno. La consecuencia de esto ha sido que el término "ley", que en la concepción más antigua del "Estado de Derecho" había significado sólo reglas de conducta igualmente aplicables a todos, vino a significar toda regla de organización o todo mandato particular aprobado por la asamblea legislativa establecida constitucionalmente. Por cierto que una concepción del Estado de Derecho como ésta, que tan sólo exige que un precepto haya sido legítimamente establecido y no que sea una regla de justicia igualmente aplicable a todos (lo que los alemanes denominan el mero formelle Rechtsstaat), ya no procura más protección a la libertad individual.
Si fue la naturaleza de los ordenamientos constitucionales prevalecientes en todas las democracias occidentales lo que hizo posible este desarrollo, la fuerza directriz que lo condujo en tal dirección fue el creciente reconocimiento de que la aplicación de reglas iguales o uniformes a la conducta de individuos que eran, en realidad, muy diferentes en muchos respectos, inevitablemente producía resultados muy diferentes para los distintos individuos; y que para que la acción del gobierno produjera una reducción en esas diferencias accidentales, pero inevitables respecto de la posición material de las diferentes personas, sería necesario tratarlas no de acuerdo con las mismas reglas sino conforme a reglas diferentes. Esto dio lugar a una nueva concepción de la justicia, completamente distinta, que usualmente se describe como justicia "social" o "distributiva". Esta concepción de la justicia no se limitó a reglas de conducta para los individuos, sino que se propuso, como fin, determinados resultados para las personas en particular, lo que, en consecuencia, sólo podía lograrse en una organización gobernada por el propósito, pero no en un orden espontáneo independiente del propósito. Los conceptos de "precio justo", una "remuneración justa" o "distribución justa de los ingresos" son en verdad muy antiguos. No obstante, merece señalarse que en el curso de dos mil años los esfuerzos realizados por los filósofos que han especulado en torno al significado de aquellos conceptos, no han logrado descubrir una sola regla que nos permita determinar qué es justo en este sentido en el orden de mercado. En verdad, el único grupo de estudiosos que siguieron el problema en forma más persistente, fue el de los escolásticos de fines de la edad media y comienzos de la época moderna, quienes finalmente llegaron a definir el justo precio o salario como aquel que se formaría en un mercado en ausencia de fraude, violencia o privilegios. Volvieron así a las reglas de conducta justa y aceptaron como resultado justo todo lo que haya sido realizado por la conducta justa de todos los individuos a quienes incumbe. Esta conclusión negativa de todas las especulaciones en torno a la justicia "social" o "distributiva" era inevitable, como veremos, porque una remuneración o distribución justa tiene significado sólo dentro de una organización cuyos miembros actúan con arreglo a preceptos al servicio de un sistema común de fines, pero no tiene sentido en una catalaxia u orden espontáneo que no carece de tal sistema común de fines.
Una situación semejante, como hemos visto, no puede ser justa o injusta como un mero hecho. Sólo en la medida en que se hayan realizado intencionalmente o que pudieron realizarse así, tiene sentido calificar de justas o injustas las acciones de aquellos que las han creado o han permitido que se produzcan. En la catalaxia —el orden espontáneo del mercado— nadie puede prever, sin embargo, lo que cada partícipe va a obtener; y los resultados para cada cual en particular no están determinados por las intenciones de nadie; nadie es responsable, tampoco, de que cada cual obtenga cosas determinadas. Podríamos plantear, entonces, la cuestión de si es o no una decisión justa una elección deliberada del orden de mercado como método para guiar las actividades económicas, dado el carácter impredecible y en buena medida azaroso de su beneficios. Pero una vez que hemos decidido recurrir a la catalaxia para ese propósito, ciertamente no podríamos plantear si son justos o injustos los resultados determinados que se produzcan para cada cual.
Que, a pesar de todo, el concepto de justicia se haya aplicado a la distribución de ingresos en forma tan fácil y habitual, es la entera consecuencia de la errada interpretación antropomórfica de la sociedad como una organización antes que como un orden espontáneo. En este sentido, el término "distribución" es tan equívoco como el término "economía", dado que también sugiere que algo que en realidad es el resultado de fuerzas ordenadoras espontáneas, sería el resultado de la acción deliberada. Nadie distribuye ingresos en un orden de mercado (como habría sido hecho en una organización), y hablar —con respecto al primero— de una distribución justa o injusta es, entonces, carente de sentido. En este aspecto sería menos equívoco hablar de una "dispersión" antes que de una "distribución" de ingresos.
Todos los empeños para asegurar una distribución "justa" deben dirigirse, entonces, hacia la transformación del orden espontáneo del mercado en una organización, o, en otras palabras, en un orden totalitario. Este esfuerzo por una nueva concepción de la justicia fue el que generó gradualmente las diversas etapas por las cuales las reglas de la organización ("derecho público"), que se habían concebido para hacer que la gente se propusiera ciertos resultados como fines, llegaron a reemplazar las reglas de conducta justa individual independientes de propósito, y que, por lo tanto, destruyeron poco a poco los fundamentos sobre los cuales debía apoyarse un orden espontáneo.
El ideal de usar los poderes coercitivos del gobierno para lograr justicia "positiva" (esto es, social o distributiva) conduce, empero, no sólo con necesidad a la destrucción de la libertad individual, que algunos podrían pensar que no sería un precio demasiado elevado, sino que también somete a prueba un espejismo o ilusión que no puede lograrse bajo ninguna circunstancia, porque presupone un consenso acerca de la importancia relativa de los diferentes fines concretos que no puede existir en una gran sociedad, cuyos miembros no se conocen unos a otros o desconocen los mismos hechos particulares. A veces se cree que la circunstancia de que la mayoría desea en la actualidad justicia social, demuestra que este ideal tiene un contenido determinable. Pero, desgraciadamente, ello es como perseguir un espejismo, y la consecuencia que se sigue será siempre que los resultados de los esfuerzos que alguien realice serán completamente diferentes de lo que se había propuesto.
No puede haber reglas que determinen cuándo "debe" tener cada cual, a menos que formulemos una concepción unitaria sobre los "méritos" o "necesidades" relativos de los diferentes individuos, para lo cual no existe una medida objetiva, base para una asignación central de todos los bienes y servicios; lo que haría necesario que cada individuo, en vez de usar sus conocimientos para sus propósitos, estuviera hecho para cumplir un deber que le hubiera sido impuesto por otro, y que fuera remunerado de acuerdo a cuán bien haya cumplido su deber en la opinión de los demás. Este es el método apropiado de remuneración en una organización cerrada, tal como el ejército, pero irreconciliable con las fuerzas que mantienen un orden espontáneo.
Debe admitirse sin reservas que el orden de mercado no da lugar a ninguna correspondencia estrecha entre los méritos subjetivos o necesidades individuales y las recompensas. Todo opera sobre la base del principio de un juego combinado de habilidad y oportunidades, en el cual los resultados para cada individuo pueden ser determinados tanto por las circunstancias que están completamente fuera de su control, como por su habilidad o esfuerzo. Cada cual es remunerado de acuerdo con el valor que sus servicios tengan para quienes les son prestados, y este valor de sus servicios no guarda ninguna relación necesaria con nada que pudiéramos denominar con propiedad, sus merecimientos y, mucho menos, sus necesidades.
Cabe hacer un énfasis especial en que, en estricto rigor, no tiene sentido hablar de un valor "para la sociedad" cuando lo que está en cuestión es el valor de algunos servicios para ciertas personas, servicios que pueden no ser de interés para nadie más. Un virtuoso del violín probablemente presta servicios a personas completamente diferentes de aquellas a quienes entretiene una estrella de fútbol, y un fabricante de pipas, por su parte, a personas del todo diferentes de aquellas a las que ofrece sus servicios el fabricante de perfumes. Toda concepción de un "valor para la sociedad" en un orden libre es tan ilegítima —cuando su descripción se hace en términos antropomórficos— como la de "una economía" en sentido estricto, cuando se la describe como una entidad que "trata" a las personas justa o injustamente o que "distribuye" entre ellas. Los resultados del proceso de mercado para cada persona no son producto de la voluntad de nadie en particular, por mucho que lo hubiera querido, como tampoco son predecibles por aquellos que hayan decidido apoyar o proseguir el mantenimiento de esta especie de orden.
Entre todos los motivos de queja por la supuesta injusticia de los resultados del orden de mercado, el único que parece haber tenido verdadera eficacia y que ha producido una destrucción progresiva de las reglas iguales de conducta justa, y su reemplazo por una ley que tiene como propósito una justicia social, no es, sin embargo, la magnitud de la desigualdad de las recompensas, ni su desproporción con méritos indudables, necesidades, esfuerzos o sufrimientos que se haya padecido, ni con cualquiera otra cosa a la que los filósofos sociales le hubieran dado especial importancia, sino las peticiones de protección contra un descenso no merecido desde una posición ya alcanzada. El orden de mercado, más que por otra cosa, ha sido distorsionado por los esfuerzos practicados para proteger a ciertos grupos de una declinación desde su posición anterior; y cuando se solicita la intervención del gobierno en nombre de la "justicia social", esto significa ahora, en la mayoría de los casos, la exigencia de protección en beneficio de la posición relativa existente de algún grupo. De esta manera, la "justicia social" se ha convertido en poco más que una demanda de protección de intereses creados y en la creación de nuevos privilegios, tal como cuando en nombre de la justicia social se le asegura al campesino "paridad" con el trabajador industrial.
Los hechos importantes que se deben destacar aquí son: que las posiciones así protegidas fueron el resultado de la misma clase de fuerzas que las que ahora reducen las posiciones relativas de las mismas personas; que la posición para la cual piden protección no fue más merecida ni más ganada que la posición disminuida que tienen ahora en perspectiva, y que la primera posición que tenían puede asegurarse en la posición modificada sólo cuando se les niega a otros las mismas oportunidades para ascender a las que ellos debieron su posición inicial.
En un orden de mercado, el que un grupo de personas haya logrado una cierta posición relativa no puede conferirles un derecho apoyado en razones de justicia para mantenerla, pues esto no puede ser defendido sobre la base de una regla que pudiera ser aplicada igualmente a todos. La finalidad de la economía política en una sociedad libre nunca puede consistir, entonces, en asegurar ciertos resultados a personas particulares, y su éxito no puede ser medido por ningún intento de sumar el valor de esos resultados. A este respecto, la finalidad de lo que se denomina "economía del bienestar" es fundamentalmente errada, no sólo porque no puede hacerse ninguna suma significativa de las satisfacciones que se procuran las diferentes personas, sino también porque su idea básica de un máximum de satisfacción de necesidades (o máximum de producto social) es apropiada sólo a una economía propiamente tal, que sirve a una jerarquía única de fines, pero no al orden espontáneo de una catalaxia que no tiene fines concretos comunes.
Aunque se encuentra muy difundida la creencia de que la concepción de una economía política de optimización (o todo juicio sobre si una política económica es mejor que otra) presupone una concepción de la maximización de la suma del ingreso social real (lo que es posible solamente en términos de valor y, por lo tanto, implica una comparación ilegítima de la utilidad de las diferentes personas), en verdad esto no es así. Una política de optimización en una catalaxia puede —y debe— proponerse como fin el incremento de las oportunidades de cualquier miembro de la sociedad tomado al azar para tener un ingreso elevado, o lo que vale decir lo mismo, la oportunidad para que, cualquiera sea su participación en el ingreso total, el equivalente real de esta participación sea tan grande que sepamos cómo dar lugar a ella.
Nos aproximaremos a esta condición tan estrechamente como sea posible, sin considerar la dispersión de ingresos, si todo lo que se produce se produce por personas u organizaciones que pueden producir más barat que (o al menos tan barato como) todo el que no lo produce, y se vende a un precio inferior del que posiblemente podría ofrecer quien actualmente no lo ofrece (Esto deja lugar a las personas u organizaciones para las cuales los costos de producción de bienes de consumo o servicios son inferiores de los que lo son para quienes en verdad los producen y quienes todavía producen algo distinto en vez de esto porque sus ventajas comparativas en esa otra producción son aun mayores; en tal caso, los costos totales de producción de los primeros bienes de consumo tendrían que incluir la pérdida de la producción de bienes que no se han producido).
Podrá advertirse que este óptimo no presupone lo que la teoría económica denomina "competencia perfecta", sino solamente que no haya obstáculos para el acceso a cada uno de los tratos comerciales, y que el mercado funcione adecuadamente cuando se difunde la información en torno a las oportunidades. Tendría que observarse también en forma especial que esta meta modesta y alcanzable no ha sido nunca plenamente lograda, porque los gobiernos en todas las épocas y en todos los lugares han restringido el acceso a ciertas ocupaciones y, al mismo tiempo, tolerado que personas y organizaciones impidan a otras aceptar trabajos y emplearse en casos donde esto habría sido de beneficio para estos últimos. La posición óptima significa que cuanto vaya a producirse de cualquiera combinación de productos y servicios es, en realidad, el producto de lo que puede producirse por cualquier método que conozcamos, pues mediante un uso como éste del mercado podemos poner en juego en mayor medida que ningún otro los conocimientos dispersos de los miembros de la sociedad. Perose logrará solamente si dejamos que la participación deltotal que cada miembro va a obtener sea determinada mediante los mecanismos del mercado y todos sus accidentes, porque sólo a través de la determinación de los ingresos hecha por el mercado cada cual es inducido a hacer lo que este resultado requiere.
En otras palabras, debemos nuestras oportunidades a la circunstancia de que nuestra impredecible participación en el producto total de la sociedad representa una suma de bienes y servicios tan grande como la que se produce por el hecho de que miles de otros se someten en forma constante a los ajustes que el mercado forzosamente les impone; y, en consecuencia, es también nuestro deber aceptar la misma especie de cambios en nuestro ingreso y posición, aun si esto significa una disminución en nuestra posición acostumbrada y se debe a circunstancias que no pudimos haber previsto y por las que no somos responsables. Es completamente errónea la concepción de que hayamos ganado (en el sentido de merecido moralmente) el ingreso que teníamos cuando nuestra fortuna era mejor y que, por lo tanto, teníamos un derecho a él en la medida en que nos esforzábamos con tanta honestidad como antes y no recibíamos ninguna advertencia para modificar nuestra actividad.
Todos, ricos o pobres, deben sus ingresos al resultado de un juego combinado de habilidad y oportunidad, cuyo resultado agregado y las participaciones en él son tan elevados como son, sólo porque hemos convenido jugar ese juego. Y una vez que hemos convenido jugar el juego y hemos obtenido beneficios de sus resultados, es una obligación moral que pesa sobre nosotros la de atenernos a los resultados, aun si ellos se vuelven en contra nuestra.
Pocas dudas pueden caber de que en una sociedad moderna todos, salvo los más infortunados y aquellos que podrían haber disfrutado de un privilegio legal en una especie diferente de sociedad, deben a la adopción de ese método un ingreso mucho mayor del que podrían disfrutar de otra forma. Por cierto, no hay razón alguna para que una sociedad que, gracias al mercado, es una sociedad tan rica como una sociedad moderna, no deba procurar fuera del mercado un mínimo de seguridad para todo aquel que dentro del mercado queda por debajo de un cierto nivel. A lo que queríamos apuntar era tan sólo a que las consideraciones de justicia no proporcionan ninguna justificación para corregir los resultados del mercado y que la justicia, en el sentido de tratamiento según las mismas reglas, requiere que cada cual tome lo que procura del mercado donde todo partícipe se comporta correctamente. Sólo hay una justicia de la conducta individual, pero no una "justicia social" separada. No podemos considerar aquí las tareas legítimas del gobierno en la administración de los recursos que han sido puestos a su disposición para prestar servicios a los ciudadanos. Con respecto a estas funciones, para cuyo cumplimiento se le ha proporcionado dinero al gobierno, solamente vamos a decir en esta parte, que en el ejercicio de esas funciones el gobierno debería sujetarse a las mismas reglas que cualquier ciudadano privado; que no debería poseer ningún monopolio para un servicio particular de esta especie; que debería cumplir esas funciones de una manera tal que no perturbe los esfuerzos mucho más amplios que realiza la sociedad por un orden espontáneo, y que los medios a que se recurra sean elegidos de acuerdo con una regla que se aplique uniformemente a todos (Esto impide, en mi opinión, una progresión ascendente de la carga tributaria sobre los individuos, ya que el uso de la tributación con propósitos de distribución sólo podría justificarse por razones que precisamente hemos excluido). En los párrafos restantes nos ocuparemos solamente de algunas de las funciones del gobierno para cuyo cumplimiento no sólo se le han dado recursos financieros sino también poder para poner en ejecución reglas de conducta privada.
La única parte de estas funciones coercitivas de gobierno que podemos considerar con mayor detalle en este bosquejo, es aquella que interesa a la preservación del funcionamiento de un orden de mercado. Ellas se refieren especialmente a las condiciones que debe ofrecer la ley para asegurar el grado de competencia requerida para conducir eficientemente el mercado. Brevemente consideraremos esta cuestión, primero con respecto a la empresa y, en seguida, con respecto al trabajo. Con respecto a la empresa, el primer aspecto que necesita subrayarse es que es más importante que el gobierno se abstenga de prestar ayuda a los monopolios que de combatir al monopolio. Si en la actualidad el orden de mercado se limita sólo a una parte de las actividades económicas de los hombres, esto es en gran medida la consecuencia de las restricciones a la competencia que el gobierno impone deliberadamente. Es dudoso, en verdad, si quedaría algún elemento de monopolio suficientemente significativo como para requerir de medidas especiales, en el caso de que el gobierno consistentemente se abstuviera de crear monopolios y de prestarles ayuda a través de tarifas protectoras y de la reglamentación de la ley de patentes de invención y de la ley sobre corporaciones. En relación con esto, hay que tener muy en cuenta, primeramente, que las posiciones monopólicas son siempre indeseables, pero a menudo inevitables por razones objetivas que no podemos o no deseamos alterar; y, en segundo lugar, que todo gobierno supervisor de monopolios tiende a convertirse en gobierno protector de monopolios, que van a persistir aun cuando su justificación haya desaparecido.
Las concepciones corrientes de política antimonopolio se encuentran considerablemente mal guiadas, debido a la aplicación de ciertas concepciones desarrolladas por la teoría de la competencia perfecta que son irrelevantes a las condiciones en donde están ausentes los presupuestos factuales de la teoría de la competencia perfecta. La teoría de la competencia perfecta muestra que si en un mercado el número de compradores y vendedores es suficientemente grande como para hacer imposible que cualquiera de ellos influya deliberadamente en los precios, se venderá tal cantidad a precios que igualarán a los costos marginales. Sin embargo, esto no significa que sea posible o incluso necesariamente deseable que en todas partes se dé lugar a una situación en la cual un gran número compre y venda en forma constante los mismos bienes de consumo. No tiene sentido la idea de que en situaciones donde no podemos o no deseamos dar lugar a un estado de cosas similar a ése, los productores tendrían que mantenerse en sus conductas como si existiera competencia perfecta, o tendrían que vender al precio que regiría si estuvieran sujetos a la competencia perfecta. Y esto porque no sabemos cuál sería la conducta particular requerida o cuál el precio que se formaría si la competencia perfecta existiera.
Me parece que nos aproximaríamos a esta condición tanto como sea posible si, en primer lugar, todos los acuerdos para restringir el comercio, sin excepción, fueran (no prohibidos, sino meramente) dejados sin valor y no ejecutables. Y, en segundo lugar, si todas las acciones discriminatorias o de otro tipo, dirigidas hacia un competidor actual o potencial, intentaran hacerle observar ciertas reglas de conducta en el mercado que le expusieran a múltiples perjuicios. Me parece que un fin tan sencillo como ése podría generar una ley mucho más efectiva que las actuales prohibiciones sujetas a penalidad. Pues no sería necesario formular excepciones a una declaración que invalide o deje sin carácter ejecutivo todos los contratos que restrinjan el comercio, ya que, tal como la experiencia lo ha mostrado, necesariamente los intentos más ambiciosos deben estar calificados por tantas excepciones, que los hacen, en verdad, mucho menos efectivos.
La aplicación de este mismo principio, es decir, que todos los acuerdos que restringen los tratos comerciales deberían invalidarse y no ser ejecutables, y que todo individuo debería estar protegido frente a todo intento de ejecutarlos mediante el empleo de la violencia o la discriminación, es todavía más importante con respecto al trabajo. Las prácticas monopólicas que amenazan
el funcionamiento del mercado son aún más graves por el lado del trabajo que por el lado de la empresa, y la preservación del orden del mercado dependerá, más que de ninguna otra cosa, de que tengamos éxito en reprimir esto último. La razón de ello es que los desarrollos en este campo necesariamente tienen que forzar al gobierno —y están de hecho forzando a muchos gobiernos— a dos tipos de medidas que son completamente destructivas del orden de mercado: intentos autoritarios por determinarlos ingresos apropiados de los diversos grupos (mediante lo que se denomina una "política de ingresos") y esfuerzos para vencer las "rigideces" del salario mediante una política monetaria inflacionaria. Pero dado que esta evasión de la cuestión real mediante medios monetarios que son efectivos sólo temporalmente, va a tener el efecto de que aquellas "rigideces" se incrementen constantemente, ese recurso será un mero paliativo que sólo podrá posponer, pero no resolver, el problema central.
En conclusión, los principios básicos de una sociedad liberal pueden resumirse diciendo que en una sociedad de esta índole todas las funciones coercitivas del gobierno deben inspirarse en la importancia superior de lo que llamo LAS TRES GRANDES NEGACIONES: PAZ, JUSTICIA Y LIBERTAD. Para lograrlas se requiere que el gobierno, en sus funciones coercitivas, se limite a la ejecución de prohibiciones (establecidas como reglas abstractas) tales que puedan aplicarse igualmente a todos y que se limite a exigir que, según las mismas reglas uniformes, todos participen de los costos de los demás y que pueda tomar la decisión de ofrecer servicios a los ciudadanos en forma no coercitiva, con los medios materiales y las personas que para ese objeto le hayan sido puestas a su disposición.

lunes, 10 de enero de 2011

Liberalismo y solidaridad Por Gabriela Calderón de Burgos

ACLARANDO EQUÍVOCOS

Liberalismo y solidaridad

Por Gabriela Calderón de Burgos

Muchas personas confunden el cumplimiento de la ley tributaria y del código laboral con la solidaridad; otras, el gastar el dinero de los demás con ser solidario. Creo oportuno explicar a la gente lo que los liberales solemos entender por solidaridad.
Un escocés dijo: "Por muy egoísta que se suponga que es el hombre, es evidente que hay en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la fortuna de los demás, y hacerle necesaria su felicidad, aunque nada derive de ella si no es el placer de verla". Ese escocés era Adam Smith, y usualmente es recordado solamente por aquello de "la mano invisible" y la búsqueda del interés propio.
Pero sucede que Smith entendía que la solidaridad es algo que se da solamente en libertad. El individuo, para ser solidario, tiene que tener la libertad para elegir cómo, cuánto y a quién da parte de sus recursos y de su tiempo.
Eso tiene mucho que ver con el individualismo, palabra que suele ser considerada sinónima de egoísmo. Dicha concepción no es sino una distorsión de lo que los liberales entendemos por individualismo. Friedrich Hayek, uno de los pensadores liberales más importantes del siglo XX, explicaba que el individualismo verdadero afirma el valor de la familia y de la colaboración en el seno de comunidades y grupos pequeños, cree en la autonomía local y en las asociaciones voluntarias y sostiene que, en muchos casos, aquello por lo que se pide que el Estado haga uso de su capacidad de coacción se obtiene con mejores resultados mediante la cooperación voluntaria.
En Navidad, mucha gente ayuda al prójimo de forma voluntaria. Unos llevan regalos a niños con cáncer, otros aportan dinero para que una familia sin recursos pueda tener un hogar, o qué comer, etcétera. Lo importante es que lo hacen sin que nadie les obligue; y podrían hacer más si tuvieran más ingresos y si el Estado les quitara menos dinero y no les pusiera tantas trabas cuando quieren generar riqueza.
Piense por un momento en los recursos que manejan las entidades estatales que realizan obra social... y en lo que podría hacer con esos mismos recursos un grupo de individuos a los que una la causa de dar una mejor educación, una mejor vivienda, una mejor atención médica a los más necesitados. Finalmente, considere quién cree que maneja de manera más eficiente los recursos destinados a los más pobres, ¿una organización pública, donde políticos y burócratas administran dinero ajeno, o una organización privada, donde la gestión recae en quien se está jugando su propio dinero?

ÉTICA DEL DISCURSO II, JULIO CESAR MURCIA PADILLA Y OTROS

ÉTICA DEL DISCURSO I, JULIO CESAR MURCIA PADILLA Y OTROS




jueves, 6 de enero de 2011

DERECHOS DE LOS PADRES EN LA EDUCACIÓN DE SUS HIJOS






Cuando un tonto coge una tiza, puede pasar cualquier cosa. Si en un principio se podría entender que en las escuelas se enseñaran ciertas cosas como el funcionamiento de las instituciones, la constitución vigente y la importancia que tiene en el sistema político en que vivimos e incluso ciertos valores universalmente aceptados por todos como la solidaridad o la tolerancia, conceptos que pueden entrar dentro de la materia conocida como Educación para la ciudadanía; al leer hoy algunas de las alegaciones que el abogado del estado ha hecho para defender dicha asignatura contra la objeción de conciencia de algunos padres a que sus hijos la estudien, no puedo por menos que replantearme la seria posibilidad de que efectivamente este gobierno sí que pretendía adoctrinar a los alumnos según los valores y morales que defiende el partido político que ostenta hoy la Jefatura del Estado.
Entre otras cosas la abogacía del Estado dice:
 “El derecho constitucional de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que estén de acuerdo con sus propias convicciones no supone que la implicación en las virtudes cívicas deba considerarse monopolio de los padres, aunque ciertamente éstos pueden y deben tener un importante papel en la formación de buenos ciudadanos. Pero también la escuela ha de contribuir a ello”.
"la formación democrática de los ciudadanos dentro del sistema educativo resulta constitucionalmente imperativa" puesto que la educación "no es sólo la transmisión de conocimientos, sino la formación de las emociones y los sentimientos. No es tanto la persuasión intelectual cuanto el compromiso emocional lo que crea el hábito de la virtud cívica".
“La libertad ideológica del menor no puede quedar abandonada a lo que puedan decidir quienes tienen atribuida su guarda y custodia o su patria potestad”.
“No sabemos a ciencia cierta hasta qué punto los padres actúan en defensa de unas convicciones que la menor comparte o rechaza.”
“Difícil parece otorgar a los padres el amparo que piden cuando se ha desconsiderado la libertad ideológica de la menor”.
“La concepción filosófica que presupone la democracia es el relativismo”.
“La democracia no tiene que pedir perdón por ser un régimen esencialmente relativista, sanamente relativista.”

Empieza por igualar a padres y Estado en la potestad de educar a los hijos de tu a tu, llegando a afirmar que el Estado no puede abandonar a los menores en una especie de indefensión ideológica frente a los abusos ideológicos de los padres, esto significa que prevalece la moral y los valores que defiende el Estado frente a las posibles arbitrariedades paternas, pero ¿Cuál es la moral y los valores de un Estado democrático? Indudablemente son los de la mayoría dominante, en nuestras sociedades occidentales pueden variar desde el conservadurismo de derechas, el socialismo intervencionista de izquierdas, el liberalismo o en casos extremos fundamentalismos de cualquier índole.
 Debemos suponer que las generaciones de niños de nuestro país serán legalmente adoctrinados según la moral mayoritaria de turno que puede cambiar cada cuatro años de un extremo a otro sin problemas. Teniendo en cuenta lo que opinan unos y otros sobre la moral del contrario y los valores que defienden, ¿cómo vamos a dejar en manos del voluble Estado dicha potestad?

Además habla de la libertad ideológica de los menores, si por algo no se permite votar a los menores de 18 años es porque la sociedad considera que no han madurado lo suficiente para tomar parte en las decisiones públicas, por lo tanto, presupone que una libertad ideológica inmadura puede entrar en conflicto con las imposiciones ideológicas de los responsables principales: los padres, pero lo soluciona otorgando al Estado la tutoría de esa ideología obviando que la propia ideología del Estado puede estar en conflicto con la supuesta libertad ideológica del menor. Esta teoría convierte al Estado democrático en infalible sin importar quienes manejen las riendas de ese Estado.

la abogacía del Estado da por hecho que la democracia es un imperativo social declarando la enseñanza de  este sistema de gobierno como “imperativo”, los demócratas estamos de acuerdo en que aun siendo un sistema defectuoso, comparado con los demás hasta el momento, es el mejor. Pero precisamente sus cualidades radican en que es un sistema relativo, como ellos mismo defienden, por lo tanto, ni es infalible ni tampoco imperativo, es tan solo una forma de gobernarnos en la que las libertades y los derechos de los ciudadanos y las minorías están protegidos por ley, incluso contra los desmanes de un gobierno que pueda pretender imponer su moral y sus valores por encima de la libertad individual, entre esas libertades están la del derecho a  la educación:

Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Art. 27.3 CE

Este derecho ha sido usurpado por el Estado según estas alegaciones ya que no se puede confiar en la moral y las convicciones de dichos padres.
La democracia como defienden los contextualistas nace y se desarrolla en un contexto determinado que permite su crecimiento, en unas condiciones sociales e históricas adecuadas, un contexto inadecuado, inapropiado histórica o socialmente impediría el nacimiento y desarrollo sano de una democracia, la democracia por desgracia no es universal, no se puede exportar ni tampoco imponer y los intentos de hacerlo suelen ser  siempre un fracaso. Nuestra sociedad es democrática por convicción y madurez y no por imperativo como pretenden hacer estos gobernantes.
El sistema debe velar por la defensa de las libertades, la ley y el orden, impidiendo que los malos gobernantes puedan hacer mucho daño cuando alcanzan el poder, entre otras cosas, impidiendo que impongan su moral y sus valores sobre los demás.

martes, 4 de enero de 2011

Curiosidades contra el intervencionismo, Domingo Soriano


En los últimos años se ha puesto de moda lo que podría denominarse economía de las pequeñas cosas. Quizás los exponentes más conocidos de esta tendencia sean Tim Harford y la pareja que forman Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner. Tanto el uno, con El economista camuflado, como los otros, con Freakonomics, han vendido millones de ejemplares desentrañando las claves económicas que se esconden detrás de las decisiones que un ciudadano medio toma cada día. Y lo han hecho con una prosa ágil y vivaz, más propia del periodismo que de un ensayo académico.
Seguramente el principal objetivo de estos autores, además del muy noble de vender libros y hacer caja, era acercar la temible economía a un gran público que suele esquivar las páginas salmón de los diarios, con su jerga incomprensible, sus descomunales gráficos, sus interminables tablas de cotizaciones y sus sesudos columnistas. Pues bien, lo consiguieron de sobra. De ahí que ya hayan publicado segundas partes de sus respectivas obras.
Superfreakonomics se presenta como una mera continuación de su hermano mayor, sin otra pretensión, y no es pequeña, que la de entretener mientras se da cuenta de pequeños secretos sobre el mercado y los agentes que se mueven en el mismo. Y para que cualquiera pueda hacerse una idea de por dónde van los tiros, el subtítulo provocador y comercial habla del "cambio climático, las prostitutas patrióticas y los terroristas suicidas". Porque de todo ello, de las decisiones que toma la gente y de la lógica económica que se esconde detrás de las noticias que pueden leerse cada día en la prensa, es de lo que tratan Levitt, profesor de la Universidad de Chicago, y Dubner, periodista de The New York Times.
Lo que ocurre es que, quizás sin pretenderlo, estos dos autores han asestado un duro golpe a dos de los más nefastos vicios del intervencionismo: la uniformidad y la cortedad de miras. Porque su libro puede leerse simplemente como un entretenidísimo reportaje periodístico en el que se explica por qué las prostitutas actuales cobran más por algunos servicios que sus colegas de principios de siglo, si es más peligroso coger el coche borracho o volver a casa andando o qué fecha del año es mejor para concebir un hijo si quieres que se dedique al béisbol; pero también puede descubrirse que esas, aparentemente, extrañas razones que lleven a cada ciudadano a comportarse de una determinada manera están guiadas por un cálculo personal, intransferible e incluso, en muchas ocasiones, casi inconsciente, que ninguna autoridad central podría igualar.
He aquí, precisamente, una de las principales diferencias entre los intervencionistas y los liberales: los primeros creen que un Gobierno bueno puede cuidar de la vida de los ciudadanos mejor que los ciudadanos mismos, mientras los segundos están convencidos de que la sociedad y el orden espontáneo son inabarcables para ninguna casta de burócratas, por mucha inteligencia, estadísticas o buena voluntad que puedan llegar a atesorar.
Levitt y Dubner no dejan de introducir su peculiar bisturí en temas políticamente incorrectísimos. Así, en el primer capítulo, dedican una pequeña parte a analizar las diferencias salariales entre hombres y mujeres, asunto fijo en el manual del intervencionista progre de ambos lados del Atlántico: no se quedan en el habitual (y sesgado) cálculo que mide los salarios de hombres y mujeres sin estudiar las posibles diferencias de formación y rendimiento. Al contrario, como buenos economistas, buscan datos de una muestra homogénea... y los encuentran en un estudio que analizaba estudiantes de MBA de la Universidad de Chicago. La conclusión a la que llegan seguro que es descorazonadora para cualquiera de los ingenieros sociales que nos rodean: "Aunque el sexo podría contribuir en una mínima parte a la diferencia salarial, es el deseo [entendido como las libres decisiones de cada individuo] lo que más influye en esa diferencia".
Levitt y Dubner simplemente señalan cómo los datos muestran que las mujeres, incluso aquéllas de buena posición social y con el máximo nivel de estudios, están más dispuestas a trabajar menos horas a la semana y a interrumpir su carrera con más frecuencia que sus colegas masculinos. ¿Por qué? "Porque parece ser que las mujeres, incluso aquéllas con MBA, aman a los niños". Y añaden: "Más que interpretar los menores salarios de las mujeres como un fracaso, quizás debería interpretarse que un alto salario no es un incentivo tan grande para una mujer como para un hombre". Una conclusión provocativamente interesante.
No se quedan ahí. A lo largo de cinco capítulos, un prólogo y un epílogo, les da tiempo a explicar que los terroristas suicidas suelen provenir de familias de clase media alta y no de entornos especialmente desfavorecidos, que las soluciones propuestas para resolver el cambio climático son caras e ineficientes, que es mejor no acudir al hospital si no se está enfermo de veras o que los asientos especiales para niños que nos obligan a instalar en nuestros automóviles no sirven para nada.
Algunas de sus conclusiones son curiosas; otras, perfectamente prescindibles; y unas pocas adolecen de falta rigor. Lo peor es cuando deslizan alguna petición en demanda de una nueva regulación: no parecen entonces darse cuenta nuestros autores de que ha sido precisamente la intervención pública lo que ha causado el problema que pretenden solucionar.
Desde luego, Superfreakonimics no es perfecto. Le falta unidad, una tesis que se defienda de principio a fin y algo de profundidad en varios de los análisis. No será, para los liberales del siglo XXI, una obra equivalente a La riqueza de las naciones o a Camino de servidumbre. Pero es entretenido, se lee con la facilidad con la que se bebe una cañita fresca en verano y deja la idea general en el lector de que ningún Gobierno podrá conocer jamás las motivaciones de la ciudadanía. Si éste es el tipo de economía que va a estar accesible al gran público y la fuente de la que muchos lectores extraerán sus primeras intuiciones sobre qué es y cómo funciona el mercado; si sustituye en las mesas de novedades de no ficción a los habituales progre-ensayos sobre la maldad de la civilización occidental, entonces Levitt y Dubner se habrán merecido con creces el montón de dinero que van a embolsarse con ésta su segunda obra conjunta.
Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner, Superfreakonomics, Debate, Barcelona, 2010, 320 páginas.