Juan J. Molina
miércoles, 29 de diciembre de 2010
Freedom and Human Rights – a World struggle for peace, Gerardo E. Martínez-Solanas
Today (December 28, 2010) is the 55th birthday of Liu Xiaobo (刘晓波), 2010 Peace Prize Nobel Laureate kept in prison by the Chinese government because of his criticism of their repressive policies. Liu Xiaobo is a prominent independent Chinese intellectual and long-time advocate of political reform and human rights in China. He is the most prominent “Charter ‘08” signatory. He was awarded the Peace Prize for "his long and non-violent struggle for fundamental human rights in China," as stated by the Nobel Committee.
You may join the campaign to free Liu Xiaobo.
Cuba, China and North Korean are among the very few countries in the world where citizens who dare to challenge or even criticize government policies are practically kidnapped inside their countries. Their governments even use them for ransom that would benefit their political goals. Furthermore, prisoners of conscience in Cuba are often forced to exile in exchange for their freedom.
Only Hitler had previously prevented a Peace Prize winner and anyone else among his family and friends in Germany from attending this annual ceremony in Oslo. Andrei Sakharov and Lech Walesa were also prevented to receive the Peace Prize by the Soviet Union and Poland respectively, but at least close relatives were allowed to attend. In addition, China exerted huge pressure on many countries demanding them not to attend the ceremony; and some yielded. 44 countries resisted Chinese pressure and accepted the invitation. However, Russia, Iran, Argentina, Colombia & Cuba declined among 19 not attending.
Earlier this December, Cuban authorities refused to allow dissident Guillermo Fariñas to attend the Sakharov Prize presentation in Strasbourg in spite of repeated pleads from the European Parliament to the Cuban government. In fact, Cubans have been detained and imprisoned repeatedly in retaliation for having distributed copies of the UN Human Rights declaration. Lately, reprisals were taken against opposition groups trying to have peaceful demonstrations on Human Rights Day. Many Chinese, Cuban, North Korean and other democracy lovers in many more countries than we would wish to count are paying a price for their work in favor of Human Rights and freedom. Their efforts are inspirational for the rest of the World in reaping a harvest of renewed determination and courage to oppose tyranny and to build and strengthen democratic societies.
While the Communist Party in China, as well as in Cuba at a much lower level, is pursuing market reforms on the economic front, "when it comes to politics, it is tenaciously clinging to its dictatorial system", according to Mr. Liu's own words. He also cites the ways in which it has assisted "rogue regimes" in Sudan, Syria, Cuba, Venezuela and Zimbabwe, as well as in other Latin American countries that have turned to the extreme political left, and has used energy cooperation to "attract the extremely anti-American, anti-Western Muslim countries, such as Iran".
Knowledge is power, and the prospect of such power in the hands of the people makes authoritarian regimes tremble. Mr. Liu's main crime was his attempt to bring knowledge to the people of China and the world. That is the main crime of the Cuban repressed opposition. That is exactly what Presidents Chavez, Morales and Ortega are trying to suppress in Venezuela, Bolivia and Nicaragua in their forceful path to tyranny.
Libertad y Derechos Humanos en la lucha mundial por la paz, Gerardo E. Martínez-Solanas
El 28 de diciembre de 2010 cumplió 55 años de edad Liu Xiaobo (刘晓波), quien había sido galardonado poco antes con el Premio Nobel de la Paz mientras guardaba prisión en China por su crítica a las políticas represivas de su país. Liu Xiaobo es un prominente intelectual chino que ha intentado promover reformas políticas y defender los derechos humanos en China. Fue uno de los firmantes más prominentes de la Carta 08 que definió las bases para una democratización pacífica de su país. El Comité del Premio Nobel señaló que le había otorgado el galardón por “su larga y no violenta lucha por los derechos humanos fundamentales en China”.
Exhortamos a todos los amantes de la democracia a que se sumen a la campaña por la libertad de Liu Xiaobo.
China, Cuba y Corea del Norte son de los pocos lugares del mundo en los que sus gobiernos secuestran en el interior de sus países a los ciudadanos que se atreven a desafiar o tan siquiera a criticar las políticas gubernamentales. Las autoridades de esos países llegan al extremo de manipular a sus víctimas a cambio de un rescate que favorezca sus objetivos políticos. Además, los prisioneros de conciencia en Cuba suelen ser forzados a aceptar el destierro a cambio de su liberación.
El régimen de Hítler fue el único en la historia de los Premios Nobel que había impedido no sólo la salida del país al galardonado sino también a cualquier allegado que intentara asistir a la ceremonia anual en Oslo. La Unión Soviética y Polonia prohibieron a Andrei Sajárov y Lech Walesa recibir sus premios respectivos, pero al menos permitieron a algunos parientes acudir en su lugar. Por añadidura, China ejerció una enorme presión diplomática exigiendo a muchos países que no asistieran a la ceremonia. Algunos se doblegaron a esa demanda, pero otros 44 resistieron las amenazas chinas y aceptaron la invitación. Sin embargo, Rusia, Irán, Argentina, Colombia y Cuba, entre un total de 19 países, optaron por acceder a las exigencias chinas.
A principios de diciembre las autoridades cubanas habían impedido que el disidente Guillermo Fariñas acudiera a recibir el Premio Sajárov en Estrasburgo, pese a las exhortaciones repetidas del Parlamento Europeo al gobierno de Cuba. De hecho, los cubanos han sido detenidos y condenados a prisión repetidamente por el delito de distribuir copias de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ultimamente se tuvo noticias de la represión ejercida contra grupos de opositores que intentaban conmemorar pacíficamente el Día de los Derechos Humanos en distintas localidades cubanas.
Los amantes de la democracia en China, Cuba, Corea del Norte y muchos más países que desearíamos no tener que contar están pagando un alto precio por su labor en pro de los derechos humanos y la libertad. Sus esfuerzos son inspiradores para el resto del mundo en el propósito de cosechar el producto de la determinación y el coraje de quienes se oponen a las tiranías para edificar y consolidar sociedades democráticas.
Mientras que el Partido Comunista de China, así como el de Cuba a un nivel mucho más limitado, se dedican a aplicar reformas económicas, “cuando se trata de la política se aferran tenazmente a un sistema dictatorial”, según afirma Liu con sus propias palabras. Cita también las formas diversas de asistencia que brindan a “regímenes canallas” en Sudán, Siria, Cuba, Venezuela o Zimbabwe, y a otros países latinoamericanos que se sumergen paulatinamente en políticas extremistas, así como las políticas de cooperación energética que elaboran con el propósito de “atraer a países extremadamente antiamericanos o extremadamente antioccidentales en la región islámica, como el Irán”.
El conocimiento es poder y la perspectiva de que sus pueblos puedan aprovechar ese poder hace temblar a los regímenes autoritarios. El mayor "crimen" de Liu Xiaobo ha sido su esfuerzo por dar ese poder al pueblo chino y al resto del mundo. Ese ha sido también el gran "crimen" de los opositores del régimen cubano. Y ese poder de la libre expresión es exactamente lo que los Presidentes Chávez, Morales y Ortega están tratando de reprimir en Venezuela, Bolivia y Nicaragua en el violento camino que los conduce a la tiranía.
:::Gerardo E. Martínez-Solanas
lunes, 20 de diciembre de 2010
La democracia como esencia o procedimiento
La democracia como esencia o procedimiento
Hay una segunda área de la teoría política en la que los enfoques inspirados en la concepción de Wittgenstein sobre la práctica y los juegos del lenguaje podían ser muy provechosos. Se trata de lo concerniente al conjunto de asuntos relacionados con la naturaleza de los procedimientos y su papel en la concepción moderna de la democracia.
La idea crucial enunciada por Wittgenstein en este campo surge cuando él asevera que para tener un acuerdo de opinión, primero debe haber un acuerdo sobre el lenguaje usado. Y la importancia de alertarnos sobre el hecho de que esos acuerdos de opinión en realidad son acuerdos en modos de vivir. Como él dice: “Por lo tanto tu estas diciendo que los acuerdos humanos deciden lo que es verdad y lo que es falso. Es lo que los humanos creen que es verdad o falso. Ellos están de acuerdo en el lenguaje que usan. Pero eso no son acuerdos de opinión sino sobre modos de vida.
Con respecto a la cuestión de “procedimientos” que es algo que yo quiero resaltar aquí, este punto no es una condición indispensable dado que un considerable número de “acuerdos de opinión” ya existen en una sociedad antes de que un conjunto de procedimientos puedan funcionar. De hecho, llegar a un acuerdo en la definición de un término no es suficiente y necesitamos acuerdos en la manera de usarlo. Él lo expresa así: “si el lenguaje es una forma de comunicación debe haber acuerdos no solo en las definiciones sino también en las opiniones”.
Esto revela que los procedimientos solo existen como un complejo entramado de prácticas. Estas prácticas constituyen unas formas específicas de individualidad e identidad que hacen posible la lealtad a los procedimientos. Ello se debe a que ellos están inscritos en unas formas de vida compartidas y en acuerdos de opinión en los que esos procedimientos pueden ser aceptados y seguidos. Ellos no pueden ser vistos como reglas creadas sobre las bases de principios y luego aplicadas a casos específicos. Reglas, para Wittgenstein, son siempre abreviaturas de prácticas, son inseparables de formas específicas de vida. La distinción entre procedimiento y esencia no puede por lo tanto ser tan clara como la mayoría de las teorías liberales lo tendrían. En el caso de la justicia, por ejemplo, yo no creo que nadie pueda oponer, como muchos liberales hacen, procedimiento y esencia en la justicia sin reconocer que los procedimientos judiciales ya presuponen la aceptación de ciertos valores.
Esta es la concepción liberal que postula la prioridad de los derechos sobre el bien pero se trata de la expresión de un bien específico. La democracia no es solo un asunto de establecer procedimientos correctos independientemente de las prácticas que hacen posibles las formas individuales de democracia. La cuestión de la existencia de formas individualizadas de democracia y de las prácticas y juegos lingüísticos en las cuales se han constituido es algo primordial, incluso en una sociedad liberal y democrática donde los procedimientos juegan un papel central. Los procedimientos siempre desarrollan unas recomendaciones éticas. Por esa razón ellos no pueden funcionar adecuadamente si no están soportados por un ethos democrático.
Este último punto es muy importante desde que nos conduce al reconocimiento de algo que el modelo liberal dominante es incapaz de admitir, que la concepción liberal de la justicia y las instituciones liberales democráticas requieren un ethos democrático para funcionar adecuadamente y mantenerse así mismas. Esto es, por ejemplo, precisamente lo que el discurso de Habermas sobre la teoría de los procedimientos democráticos es incapaz de comprender a causa de la fuerte distinción que Habermas quiere dibujar entre el discurso de la moral práctica y el discurso de la ética práctica. No es suficiente declarar como Habermas hace, criticando a Apel, que un discurso sobre la teoría democrática no puede estar basado solo en las formalidades de unas condiciones pragmáticas de comunicación y que tiene que tener en consideración aspectos legales, morales y argumentaciones sobre ética y pragmática. Lo que está desaparecido en un enfoque así es de vital importancia en una democracia honesta.
jueves, 16 de diciembre de 2010
Wittgenstein and responsibility
Wittgenstein, Political Theory and Democracy
http://them.polylog.org/2/amc-en.htm#s4
I would like, however, by raising a word of caution concerning the need to bring to the fore the more radical aspect of Wittgenstein's reflection if our aim is to develop a new thinking about democracy. Indeed, within the broad framework of contextualism, many different perspectives can be adopted. There are, indeed, several roads that can be followed by those who share Wittgenstein's understanding of the centrality of practices and forms of life. Even among those who agree on the significance of Wittgenstein's later work, there are significant divergences and they have implications for the way in which one is going to develop a new way of political theorizing under Wittgensteinian lines.
I consider, for instance, that the criticisms levelled by Stanley Cavell against the assimilation between Wittgenstein and pragmatists like John Dewey have important implications for envisaging the democratic project. For Cavell, when Wittgenstein says »If I have exhausted the justifications I have reached bedrock, and my spade is turned. Then I am inclined to say: 'This is simply what I do.'«, he is not making a typically pragmatic move and defending a view of language according to which certainty between words and world would be based on action. In Cavell's view, »this is an expression less of action than of passion, or of impotency expressed as potency«.
Discussing Kripke's reading of Wittgenstein's as making a sceptical discovery to which he gives a sceptical solution, Cavell argues that this misses the fact that for Wittgenstein »Skepticism is neither true nor false but a standing human threat to the human; that this absence of the victor help articulate the fact that, in a democracy embodying good enough justice, the conversation over how good its justice is must take place and must also not have a victor, that this is not because agreement can or should always be reached but because disagreement, and separateness of position, is to be allowed its satisfactions, reached and expressed in particular ways«.
This has far-reaching implications for politics since it precludes the type of self-complacent understanding of liberal democracy for which, for instance, many have criticized pragmatists like Richard Rorty. A radical reading of Wittgenstein needs to emphasize – in the way Cavell does in his critique of Rawls – that bringing a conversation to a close is always a personal choice, a decision which cannot be simply presented as mere application of procedures and justified as the only move that we could make in those circumstances.
Using Wittgensteinian insights, Cavell points out that Rawls' account of justice omits a very important dimension of what takes place when we assess the claims made upon us in the name of justice in situations in which it is the degree of society's compliance with its ideal that is in question. He takes issue with Rawls' assertion that »Those who express resentment must be prepared to show why certain institutions are unjust or how others have injured them«. In Rawls' view, if they are unable to do so, we can consider that our conduct is above reproach and bring the conversation to a close. But asks Cavell, »what if there is a cry of justice that expresses a sense not of having lost out in an unequal yet fair struggle, but of having from the start being left out«. Giving as example the situation of Nora in Ibsen's play A Doll's House, he shows how deprivation of a voice in the conversation of justice can be the work of the moral consensus itself. He argues, faithful in that to his Wittgensteinain inspiration, that we should never refuse bearing responsibility for our decisions by invoking the commands of general rules or principles.
I consider that Cavell is right to stress that what Wittgenstein's philosophy exemplifies is not a quest for certainty but he quest for responsibility and that what he teaches us is that »entering a claim is making an assertion, something human do; and like everything else they do, something they are responsible, answerable for«.
When he is read in this way, many important points of convergence are brought to the fore between Wittgenstein and Derrida's account of undecidability and ethical responsibility. For Derrida undecidability is not a moment to be traversed or overcome and conflicts of duty are interminable. I can never be completely satisfied that I have made a good choice since a decision in favour of some alternative is always to the detriment of another one. In the perspective of deconstruction, »The undecidable remains caught, lodged, a least as a ghost – but an essential ghost – in every decision, in every event of decision. Its ghostliness deconstructs from within any assurance of presence, any certitude or any supposed criteriology that would assure us of the justice of a decision«.
For Derrida as for Wittgenstein, understanding responsibility requires that we give up the dream of total mastery and the fantasy that we could escape from our human forms of life. Both of them provide us with a new way of thinking about democracy that departs fundamentally from the dominant rationalist approach. A democratic thinking that would incorporate their insights would be more receptive to the multiplicity of voices that a pluralist society encompasses and to the need to allow them forms of expressions instead of striving towards harmony and consensus. Indeed it would realize that, in order to impede the closure of the democratic space, it is necessary to abandon any reference to the idea of a consensus that, because it would be grounded on justice and rationality, could not be destabilized.
That the main obstacle to such a democratic vision is constituted by the misguided quest for consensus and reconciliation is something that Wittgenstein's insistence on the need to respect differences makes us see very clearly. Let's listen to his advice when he says, scrutinizing our desire for a total grasp: »We have got on the slippery ice where there is no friction and so in a certain sense the conditions are ideal, but also, just because of that, we are unable to walk. We want to walk: so we need friction. Back to the rough ground!«
SOBRE LA DEMOCRACIA
SOBRE LA DEMOCRACIA
BOBBIO, Norberto PNUD- Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo
Lo que en el paso de la democracia directa a la representativa cambia o, mejor dicho, debe ser subsecuentemente especificado, es el concepto mismo de pueblo. "Pueblo" designa un ente colectivo, y la palabra corresponde al conjunto de personas que se reúnen en una plaza o en una asamblea. En la democracia representativa de los grandes Estados, los que gozan de los derechos políticos, esto es, del derecho a participar aunque indirectamente en la definición de las decisiones colectivas, jamás se congregan al mismo tiempo en una plaza o en una asamblea para deliberar. Valiéndose del hecho de reunión, se pueden juntar en una plaza o en una asamblea sólo parcialmente y, de cualquier manera, no para deliberar. En una democracia representativa el individuo generalmente no es el que decide; casi siempre es tan sólo un elector. En cuanto tal realiza su tarea normalmente solo, un singulus, en una casilla separado de los demás sujetos. El día de la elección, es decir, del evento constitutivo de la forma de gobierno representativo, no existe pueblo alguno como ente colectivo: sólo hay muchos individuos cuyas determinaciones son contadas, una por una, y sumadas. Una democracia de electores como lo es la representativa, no recibe su legitimidad del pueblo, que, como entidad colectiva, no existe fuera de una plaza o asamblea, sino de la suma de individuos a quienes les ha sido atribuida la capacidad electoral. De hecho, en los cimientos de la democracia representativa, a diferencia de lo que sucede con la directa, no está la soberanía del pueblo, sino la de los ciudadanos.
Ideales liberales y democráticos se han entrelazado a tal punto que si es verdad que el reconocimiento de los derechos de libertad fue en un principio el presupuesto necesario para un ejercicio correcto de la participación popular, también es cierto que la inversa, el ensanchamiento de la participación se ha vuelto el principal remedio contra la subversión de los principios del Estado liberal. Hoy sabemos que sólo los Estados que brotaron de la revolución liberal se transformaron en democráticos, y que sólo los Estados democráticos son capaces de proteger los derechos civiles. Prueba de ello es que todos los Estados autocráticos que existen —y forman la mayoría— son antiliberales y antidemocráticos. Comenzando por el surgimiento de los regímenes fascistas en la primera posguerra hasta llegar a las dictaduras militares, la historia nos ha enseñado que la libertad y la democracia caminan de la mano y, cuando caen, caen juntas.
Entre tanto, la controversia sobre el método, en torno a la cual discreparon los simpatizantes del tránsito pacífico de una condición social a otra, cuyas formas institucionales son las ofrecidas por la democracia, y los partidarios de la subversión violenta, terminó por acentuar el valor instrumental de la democracia sobre el finalista y lo hizo paulatinamente predominar. En el contraste entre la democracia y la autocracia deben tomarse en consideración elementos sustanciales como la idea de igualdad, asumida por unos y rechazada por otros; en cambio, en la contraposición entre las vías democrática y revolucionaria se plantean en primer lugar elementos de procedimiento. Es preciso remontarse a este contexto histórico, o sea, al surgimiento, dentro de los Estados democráticos, de movimientos revolucionarios y contrarrevolucionarios que se fijan propósitos de transformación radical —no alcanzables mediante los mecanismos con los que son tomadas las decisiones colectivas en una democracia—, para darse cuenta del rotundo cambio de significado de la democracia que tuvo efecto, no por casualidad, después de la primera Guerra Mundial y la aparición de esos movimientos que derivaron de ella. Esta mutación de significado ha dado origen a la llamada concepción procedimental de la democracia, que hoy es abrazada por la mayoría de los estudiosos de política y puede echar mano de la autoridad de Schumpeter, Kelsen, Popper y Hayek, aunque pertenezcan a diferentes tendencias políticas. Schumpeter definió la democracia como un modus procedendi a partir del cual individuos específicos obtienen el poder mediante una competencia que tiene por objeto el voto popular. De acuerdo con Kelsen, la democracia es esencialmente un método para seleccionar a los jefes, y su instituto fundamental es la elección. Es más que conocida la definición que Popper dio de la democracia como la forma de gobierno caracterizada por un conjunto de reglas que permiten el cambio de los gobernantes sin necesidad de usar la violencia. Finalmente, Hayek escribió que el mayor abuso que se puede hacer de la definición de democracia es el no referirla a un procedimiento para alcanzar el acuerdo sobre una acción común, y a cambio llenarla de ~ un contenido sustancial que prescriba cuáles deben ser los fines de esta acción.
En referencia a la primera distinción, son dos los principales criterios según si se tiene en cuenta el nivel institucional más alto o el más bajo. En el primero de ellos se ubica la diferencia entre las formas de gobierno presidencial y parlamentaria. La distancia entre las dos radica en la distinta relación entre el legislativo y el ejecutivo. Mientras en el régimen parlamentario el grado de democracia del ejecutivo depende de ser una emanación del legislativo, el que a su vez descansa en el voto popular, en el segundo el jefe del ejecutivo es electo directa y periódicamente por el pueblo, y por tanto responde de sus actos de gobierno no ante el parlamento, sino frente a los electores. En el nivel institucional más bajo se plantea la distinción entre la democracia mayoritaria y la consensual, que se apoya principalmente en la distinta formación de los grupos políticos luego de la adopción de dos diferentes sistemas electorales, el de colegio uninominal y el proporcional. En la democracia mayoritaria existe la posibilidad de alternancia en el gobierno entre los dos grupos políticos principales, y la mayoría está constituida por un solo partido o por la alianza del partido que obtuvo más votos con un partido minoritario; en la democracia consensual, donde la fragmentación de los grupos políticos generada por el sistema electoral de representación proporcional sólo permite gobiernos de coalición, la formación de un gobierno siempre es producto de compromisos entre distintos partidos, es menos fácil la alternancia total y los gobiernos tienden a ser menos estables aunque más justos en el reparto de las cuotas de poder.
miércoles, 15 de diciembre de 2010
ORÍGEN SOCIAL DE LA DICOTOMÍA ENTRE SOCIEDAD Y POLÍTICA
ORÍGEN SOCIAL DE LA DICOTOMÍA ENTRE SOCIEDAD Y POLÍTICA
En cuanto al origen social de esta dicotomía entre sociedad y política, es indudable que nace de las clases altas que ostentaban el poder político y económico, el viejo parlamentarismo ingles y la gloriosa revolución de 1688. En un principio, los reyes ingleses se apoyaban en un parlamento manejable formado por dos cámaras, una aristocrática o House of Lords y otra llamada House of Commons, que era un órgano representativo de las provincias y encargado de la recaudación de impuestos. Pero esta sala de los comunes con el tiempo se fue transformando en un órgano más poderoso y molesto para los reyes. En 1625 bajo el reinado de Carlos I, el parlamento se niega a votar los impuestos hasta conseguir lo que es el principio del poder parlamentario, “ No taxation without representation “ o lo que es lo mismo, ningún impuesto sin la aprobación del parlamento. Ante tal chulería Carlos I disolvió el Parlamento e instauró un régimen autocrático. Más adelante, el rey necesitó formar un ejercito para luchar contra sus enemigos presbiterianos escoceses, para ello necesitaba dinero y para conseguirlo recurrió al parlamento. Así que lo convocó, pero éste le salió respondón y procedió a su disolución. Tal decisión lo llevó a convocar otro, el llamado “Long Parliament”, el cuál terminó finalmente deshaciéndose del rey.
Este nuevo parlamento inicia una política reformista y entre otras cosas declara ilegal el Consejo Real, dando paso a la revolución y a una guerra civil, que acaba con la cabeza de Carlos I en un cesto, moda que fue seguida después en Francia y Rusia. Inglaterra se había convertido en una república que solo duró diez años, no obstante las consecuencias de esta revolución han marcado el rumbo de lo que son ahora los regímenes parlamentarios actuales, entre otras que se podía prescindir del rey y el mundo no se acababa.
b. El desarrollo del bipartidismo
Durante esos diez años de república el jefe del ejército, Oliver Cromwell gobernó prácticamente como un dictador militar. A su muerte se hizo venir a Carlos II, hijo del decapitado rey, bajo su reinado y el de su hermano Jacobo II se reinstauró la monarquía. Este último se empeño en repetir los errores de su padre intentando que Inglaterra volviese abrazar la fe católica, entonces los protestantes depositaron sus esperanzas en su hija Maria, casada con Guillermo III de Orange protestante radical dada su condición de calvinista. Cuando los protestantes lo invitaron a venir a Inglaterra para ocupar el trono, Jacobo huyó y Guillermo ocupó el trono. Esto produjo un debate sobre la ley entre dos partidos, unos decían que el trono estaba vacante y que el rey era Guillermo, eran los progresistas y recibieron el nombre de Whigs, de “whig a mare” término despectivo que significa cuatrero escocés. Los otros decían que Guillermo solo era un representante de Jacobo, único rey legítimo y que gobernaba en su lugar. Recibieron el nombre de Tories, término también despectivo que significa irlandés fuera de la ley.
Los Whigs acabaron por imponerse y los Tories pasaron a la oposición. Pero ambos partidos aprendieron la lección que les dio la restauración de la monarquía en 1660. Antes de que Guillermo subiera al trono, tuvo que aceptar de Bill of rights, que es el fundamento de la constitución británica. En él se garantiza la libre elección del parlamento, la libertad de expresión y de discusión de los parlamentarios y la inmunidad judicial. No puede introducirse impuesto alguno sin la aprobación parlamentaria, el rey no puede derogar ninguna de las leyes aprobadas por el parlamento, no puede ser católico, ni tener un ejército permanente sin contar con el consentimiento del parlamento.
La política estatal se separó de la religión, el Estado renunció a garantizar la unidad de la sociedad a través de la unidad religiosa. De este modo la sociedad se separaba también del Estado. Mientras se acataran las leyes, la sociedad podía ser plural e incluso contener importantes discrepancias internas, algo que constituía un avance fundamental desde el punto de vista de la civilización y de los derechos humanos.
Los mas interesante de toda esta historia, fue la formación del sistema bipartidista, que sufrimos prácticamente todas las democracias actuales. Los partidos políticos eran considerados como una de las siete plagas de Egipto, pues conducían siempre a la guerra civil. Pero, en virtud de una situación paradójica, los Whigs y los Tories aprendieron a transigir: los Whigs eran contrarios a una monarquía fuerte pero Guillermo era su rey y tuvieron que apoyarlo. Los Tories, por su parte, estaban a favor de una monarquía fuerte, pero Guillermo no era su rey y tuvieron que combatirlo. Además, estaban en la oposición y se servían de la propaganda, de la sátira y de la crítica. El partido antidemocrático tuvo que hacer uso de métodos democráticos, ambos partidos, pues, tuvieron que hacer lo contrario de lo que le dictaban sus principios.
La ampliación de la función pública hizo que cada vez hubiera mas parlamentarios que dependían de un cargo gubernamental; el resto era sobornado para que votara al gobierno, lo que constituía una forma primitiva de grupo parlamentario del partido en el poder. Por el contrario, quien no obtenía ni cargos ni dinero permanecía incorrupto, se indignaba y pasaba a la oposición. Así fue como los partidos adquirieron su forma parlamentaria. ¿Algo nuevo bajo el sol?.
En su Epístola de tolerancia, pero sobre todo en Dos tratados sobre el gobierno, el filósofo John Locke sienta las bases teóricas del parlamentarismo y su desarrollo. El segundo de estos tratados es fundamental, pues expone la doctrina de la correcta división entre los poderes legislativo, el parlamento, y ejecutivo, el Gobierno y el rey (posteriormente, Montesquieu completará esta teoría introduciendo el poder judicial ). Muy pocos escritos han influido tanto como “El segundo tratado”, texto que se convierte en una justificación de la Revolución americana y de la Revolución francesa. La Declaración de independencia americana recoge formulaciones de Locke; lo mismo cabe decir de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución francesa.
La teoría de Locke sobre el sistema representativo inspirará a quienes luchan por la liberación de los pueblos. Si en su Leviatán, el filósofo Thomas Hobbes había apelado al estado como la instancia capaz de evitar las continuas guerras civiles, ahora Locke basa la unidad de la sociedad en la continua guerra civil entre opiniones. Pero esta guerra está bajo control, pues las expectativas de hacerse con el poder logran pacificar al partido de la oposición. De esta manera Locke indica a la sociedad civil el camino hacia el éxito[1].
[1] Notas históricas resumidas y extractadas del libro La cultura de Dietrich Schwanitz, Edt. Santillana.
viernes, 3 de diciembre de 2010
Democratic consensus and agonistic pluralism
Chantal Mouffe
Wittgenstein, Political Theory and Democracy
http://them.polylog.org/2/amc-en.htm#s4
James Tully
The main point I have been trying to make in this paper is that, by providing a practice-based account of rationality, Wittgenstein in his later work opens a much more promising way for thinking about political questions and for envisaging the task of a democratic politics than the rationalist-universalist framework. In the present conjuncture, characterized by an increasing disaffection towards democracy – despite its apparent triumph – it is vital to understand how a strong adhesion to democratic values and institutions can be established and rationalism constitutes an obstacle to such an understanding. It is necessary to realize that it is not by offering sophisticated rational arguments and by making context-transcendent truth claims about the superiority of liberal democracy that democratic values can be fostered. The creation of democratic forms of individuality is a question of identification with democratic values and this is a complex process that takes places through a manifold of practices, discourses and languages games.
A Wittgensteinian approach in political theory could play an important role in the fostering of democratic values because it allow us to grasp the conditions of emergence of a democratic consensus. As Wittgenstein says: »Giving grounds, however, justifying the evidence, comes to an end; but the end is not certain propositions' striking us immediately as true, i.e. it is not a kind of seeing on our part; it is our acting, which lies at the bottom of the language-game.«. For him agreement is established not on significations (Meinungen) but on forms of life (Lebensformen). It is Einstimmung, fusion of voices made possible by a common form of life, not Einverstand, product of reason – like in Habermas. This, I believe, is of crucial importance and it not only indicate the nature of every consensus but also reveals its limits: »Where two principles really do meet which cannot be reconciled with one another, then each man declares the other a fool and an heretic. I said I would 'combat' the other man, – but wouldn't I give him reasons? Certainly; but how far do they go? At the end of reasons come persuasion.«
Such a perspective represents an alternative to the current model of "deliberative democracy" with its rationalistic conception of communication and its misguided search for a consensus that would be fully inclusive. Indeed, I see the "agonistic pluralism" that I have been advocating as inspired by a Wittgensteinian mode of theorizing and as attempting to develop what I take to be one of his fundamental insights: what it means to follow a rule.
It is useful on this point to bring in the reading of Wittgenstein proposed by James Tully because it chimes with my approach. Tully is interested in showing how Wittgenstein's philosophy represents an alternative worldview to the one that informs modern constitutionalism so his concerns are not exactly the same as mine. But there are several points of contact and many of his arguments are directly relevant for my purpose. Of particular importance is the way he presents how in the Philosophical Investigations, Wittgenstein envisages the correct way to understand general terms. In his view, there are two lines of arguments. The first consists in showing that »understanding a general term is not a theoretical activity of interpreting and applying a general theory or rule in particular cases«. Wittgenstein indicates, using examples of signposts and maps, how I can always be in doubt about the way I should interpret the rule and follow it. He says for instance: »A rule stands there like a sign-post. – Does it show which direction I am to take when I have passed it; whether along the road or the footpath or cross-country? But where is it said which way I am to follow it; whether in the direction of its finger or (e.g.) in the opposite one?«
As a consequence, notes Tully, a general rule cannot »account for precisely the phenomenon we associate with understanding the meaning of a general term: the ability to use a general term, as well as to question its accepted use, in various circumstances without recursive doubts«. This should lead us to abandoning the idea that the rule and its interpretation "determine meaning" and to recognize that understanding a general term does not consist in grasping a theory but coincides with the ability of using it in different circumstances. For Wittgenstein »obeying a rule« is a practice and our understanding of rules consists in the mastery of a technique. The use of general terms is therefore to be seen as intersubjective "practices" or "customs" not that different from games like chess or tennis. This is why Wittgenstein insists that it is a mistake to envisages every action according to a rule as an »interpretation« and that »there is a way of grasping a rule which is not an interpretation, but which is exhibited in what we call 'obeying the rule' and 'going against it' in actual cases«.
Tully considers that the wide-ranging consequences of Wittgenstein point are missed when one affirms, like Peter Winch, that people using general terms in daily activities are still following rules but that those rules are implicit or background understandings shared by all members of a culture. He argues that this is to retain the view of communities as homogeneous wholes and to neglect Wittgenstein's second argument which consists in showing that »the multiplicity of uses is too various, tangled, contested and creative to be governed by rules«. For Wittgenstein, instead of trying to reduce all games to what they must have in common, we should »look and see whether there is something that is common to all« and what we will see is »similarities, relationships, and a whole series of them« whose result constitutes »a complicated network of similarities overlapping and criss-crossing«, similarities that he characterizes as »family resemblances«.
I submit that this is a crucial insight which undermines the very objective that those who advocate the "deliberative" approach presents as the aim of democracy: the establishment of a rational consensus on universal principles. They believe that through rational deliberation an impartial standpoint could be reached where decisions would be taken that are equally in the interests of all. If we listen to Wittgenstein advice we should not only acknowledge but also valorize the diversity of ways in which the "democratic game" can be played instead of trying to reduce it through the imposition of an uniform understanding of citizenship. This means fostering the institutions that would allow for a plurality of ways in which the democratic rules can be followed. There cannot be one single best, more "rational" way to obey those rules and this is precisely such a recognition that is constitutive of a pluralist democracy.
»Following a rule«, says Wittgenstein, »is analogous to obeying an order. We are trained to do so; we react to an order in a particular way. But what if one person reacts in one way and another in another to the order and the training? Which one is right?« This is indeed a crucial question for democratic theory. It cannot be resolved, pace the rationalists, by claiming that there is a correct understanding of the rule that every rational person should accept. To be sure, we need to be able to distinguish between »obeying the rule« and »going against it«. But space needs to be provided for the many different practices in which obedience to the democratic rules can be inscribed. And this should not be envisaged as a temporary accommodation, as a stage in the process leading to the realization of the rational consensus, but as a constitutive feature of a democratic society.
Democratic citizenship can take many diverse forms and such a diversity, far from being a danger for democracy, is in fact its very condition of existence. This will, of course, create conflict and it would be a mistake to expect all those different understanding to coexist without clashing. But this struggle will not be one between "enemies" but among "adversaries" since all participants will recognize the positions of the others in the contest as legitimate ones. This type of "agonistic pluralism" is unthinkable within a rationalistic problematic because it, by necessity, tend to erase diversity. Wittgenstein, on the contrary, can help us to formulate it and this is why his contribution to democratic thinking is invaluable.
To continue
Wittgenstein, Political Theory and Democracy
http://them.polylog.org/2/amc-en.htm#s4
James Tully
The main point I have been trying to make in this paper is that, by providing a practice-based account of rationality, Wittgenstein in his later work opens a much more promising way for thinking about political questions and for envisaging the task of a democratic politics than the rationalist-universalist framework. In the present conjuncture, characterized by an increasing disaffection towards democracy – despite its apparent triumph – it is vital to understand how a strong adhesion to democratic values and institutions can be established and rationalism constitutes an obstacle to such an understanding. It is necessary to realize that it is not by offering sophisticated rational arguments and by making context-transcendent truth claims about the superiority of liberal democracy that democratic values can be fostered. The creation of democratic forms of individuality is a question of identification with democratic values and this is a complex process that takes places through a manifold of practices, discourses and languages games.
A Wittgensteinian approach in political theory could play an important role in the fostering of democratic values because it allow us to grasp the conditions of emergence of a democratic consensus. As Wittgenstein says: »Giving grounds, however, justifying the evidence, comes to an end; but the end is not certain propositions' striking us immediately as true, i.e. it is not a kind of seeing on our part; it is our acting, which lies at the bottom of the language-game.«. For him agreement is established not on significations (Meinungen) but on forms of life (Lebensformen). It is Einstimmung, fusion of voices made possible by a common form of life, not Einverstand, product of reason – like in Habermas. This, I believe, is of crucial importance and it not only indicate the nature of every consensus but also reveals its limits: »Where two principles really do meet which cannot be reconciled with one another, then each man declares the other a fool and an heretic. I said I would 'combat' the other man, – but wouldn't I give him reasons? Certainly; but how far do they go? At the end of reasons come persuasion.«
Such a perspective represents an alternative to the current model of "deliberative democracy" with its rationalistic conception of communication and its misguided search for a consensus that would be fully inclusive. Indeed, I see the "agonistic pluralism" that I have been advocating as inspired by a Wittgensteinian mode of theorizing and as attempting to develop what I take to be one of his fundamental insights: what it means to follow a rule.
It is useful on this point to bring in the reading of Wittgenstein proposed by James Tully because it chimes with my approach. Tully is interested in showing how Wittgenstein's philosophy represents an alternative worldview to the one that informs modern constitutionalism so his concerns are not exactly the same as mine. But there are several points of contact and many of his arguments are directly relevant for my purpose. Of particular importance is the way he presents how in the Philosophical Investigations, Wittgenstein envisages the correct way to understand general terms. In his view, there are two lines of arguments. The first consists in showing that »understanding a general term is not a theoretical activity of interpreting and applying a general theory or rule in particular cases«. Wittgenstein indicates, using examples of signposts and maps, how I can always be in doubt about the way I should interpret the rule and follow it. He says for instance: »A rule stands there like a sign-post. – Does it show which direction I am to take when I have passed it; whether along the road or the footpath or cross-country? But where is it said which way I am to follow it; whether in the direction of its finger or (e.g.) in the opposite one?«
As a consequence, notes Tully, a general rule cannot »account for precisely the phenomenon we associate with understanding the meaning of a general term: the ability to use a general term, as well as to question its accepted use, in various circumstances without recursive doubts«. This should lead us to abandoning the idea that the rule and its interpretation "determine meaning" and to recognize that understanding a general term does not consist in grasping a theory but coincides with the ability of using it in different circumstances. For Wittgenstein »obeying a rule« is a practice and our understanding of rules consists in the mastery of a technique. The use of general terms is therefore to be seen as intersubjective "practices" or "customs" not that different from games like chess or tennis. This is why Wittgenstein insists that it is a mistake to envisages every action according to a rule as an »interpretation« and that »there is a way of grasping a rule which is not an interpretation, but which is exhibited in what we call 'obeying the rule' and 'going against it' in actual cases«.
Tully considers that the wide-ranging consequences of Wittgenstein point are missed when one affirms, like Peter Winch, that people using general terms in daily activities are still following rules but that those rules are implicit or background understandings shared by all members of a culture. He argues that this is to retain the view of communities as homogeneous wholes and to neglect Wittgenstein's second argument which consists in showing that »the multiplicity of uses is too various, tangled, contested and creative to be governed by rules«. For Wittgenstein, instead of trying to reduce all games to what they must have in common, we should »look and see whether there is something that is common to all« and what we will see is »similarities, relationships, and a whole series of them« whose result constitutes »a complicated network of similarities overlapping and criss-crossing«, similarities that he characterizes as »family resemblances«.
I submit that this is a crucial insight which undermines the very objective that those who advocate the "deliberative" approach presents as the aim of democracy: the establishment of a rational consensus on universal principles. They believe that through rational deliberation an impartial standpoint could be reached where decisions would be taken that are equally in the interests of all. If we listen to Wittgenstein advice we should not only acknowledge but also valorize the diversity of ways in which the "democratic game" can be played instead of trying to reduce it through the imposition of an uniform understanding of citizenship. This means fostering the institutions that would allow for a plurality of ways in which the democratic rules can be followed. There cannot be one single best, more "rational" way to obey those rules and this is precisely such a recognition that is constitutive of a pluralist democracy.
»Following a rule«, says Wittgenstein, »is analogous to obeying an order. We are trained to do so; we react to an order in a particular way. But what if one person reacts in one way and another in another to the order and the training? Which one is right?« This is indeed a crucial question for democratic theory. It cannot be resolved, pace the rationalists, by claiming that there is a correct understanding of the rule that every rational person should accept. To be sure, we need to be able to distinguish between »obeying the rule« and »going against it«. But space needs to be provided for the many different practices in which obedience to the democratic rules can be inscribed. And this should not be envisaged as a temporary accommodation, as a stage in the process leading to the realization of the rational consensus, but as a constitutive feature of a democratic society.
Democratic citizenship can take many diverse forms and such a diversity, far from being a danger for democracy, is in fact its very condition of existence. This will, of course, create conflict and it would be a mistake to expect all those different understanding to coexist without clashing. But this struggle will not be one between "enemies" but among "adversaries" since all participants will recognize the positions of the others in the contest as legitimate ones. This type of "agonistic pluralism" is unthinkable within a rationalistic problematic because it, by necessity, tend to erase diversity. Wittgenstein, on the contrary, can help us to formulate it and this is why his contribution to democratic thinking is invaluable.
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jueves, 2 de diciembre de 2010
El insólito modelo de convivencia lingüística en Finlandia (Dashiell)
http://www.elsentidodelavida.com/2010/12/el-insolito-modelo-de-convivencia.html
Sirva como ejemplo de las diferentes formas en que se han abordado los problemas lingüísticos en otros países, no creo que sea un sistema traspasable a España por sus costes y probablemente porque tampoco sea práctico, ya que mantener un funcionario o varios que dominen las diferentes lenguas co-oficiales en España, en un ayuntamiento de un pueblecito, para el hipotético caso de que aparezca un ciudadano empeñado en que le atiendan en su lengua materna es un brindis al sol muy caro, pero si nos sirve como base de estudio para buscar propuestas interesantes que aplicar a nuestro modelo.
El insólito modelo de convivencia lingüística en Finlandia
Finlandia sufrió en la primera mitad del s. XX fuertes tensiones entre las diferentes comunidades del país con idiomas nativos distintos: lapones en el norte cuya lengua está lejanamente emparentada con el suomi ,suecoparlantes en la costa oeste, una región que representa el 5% de los ciudadanos de Finlandia y multitud de dialectos del finés a lo largo de toda la geografía de la nación. Este es el insólito modelo de convivencia lingüística resultante:
PRIMERO: La Carta Magna establece que los idiomas oficiales del país son el sueco y el suomimientras que los derechos lingüísticos de los lapones se desarrollan en una ley diferente. El que el país se defina como bilingüe lleva aparejadas una serie de importantes consecuencias, como por ejemplo, que exista un canal de televisión en sueco a nivel nacional o que el himno pueda cantarse en todas las lenguas.
SEGUNDO: A excepción de en el archipiélago de Ahvenanmaa no existe una regulación idiomática distinta dependiendo de las diferentes regiones, los municipios se clasifican en bilingües o monolingües atendiendo acriterios poblacionales, en ese estado de cosas cualquier ciudad en la que al menos un 8% de sus habitantes tenga como idioma nativo el sueco o el finés se considera a todos los efectos como bilingüe y mantiene esa categoría hasta que ese porcentaje no se reduzca por debajo del 6% en los registros (actualizados cada 10 años).
TERCERO: En los municipios bilingües existe la obligación de que todas las comunicaciones oficiales se realicen en ambas lenguas así como criterios más exigentes a la hora de facilitar el contacto con el ciudadano
tanto en una como en otra. Las ciudades monolingües, en cambio, solo tienen la obligación de
garantizar el derecho individual a poder ser atendido en la lengua minoritaria al acudir a las
administraciones públicas locales.
Trasladado el ejemplo a España vendría a significar que un pueblo de la provincia de Guipúzcoa considerado bilingüe habría de publicar todos los documentos oficiales en ambas lenguas así como atender en euskera y castellano a los vecinos, mientras que en una ciudad de la provincia de Jaén solo existiría la obligación de que alguien en el ayuntamiento dominase el vasco (o el catalán) como para poder resolver las dudas de cualquiera que se presente hablando ese idioma.
CUARTO: Legalmente se considera a un ciudadano como sueco, finés o lapón parlante por el mero hecho de haberse inscrito en el registro como tal. Los padres deciden, en definitiva, la lengua en la que estudiarán sus hijos y eso determina el que acudan a una escuela que imparta clases en un idioma u otro. Solo en los municipios bilingües existe la obligación de que haya colegios públicos en ambas lenguas.
Aun así todos los alumnos del país estudian como segundo idioma el sueco o el finlandés y tienen el deber de demostrar que han alcanzado cierto nivel en el otro.
Un modelo similar en España supondría que los alumnos de Extremadura, Cantabria o La Rioja deberían estudiar euskera como segunda lengua en sus colegios y demostrar al final del bachillerato que han alcanzado el nivel exigido en él. También a la inversa, cualquier familia de Burgos que se trasladase a Tarragona o Vizcaya tendría el derecho a escolarizar a sus hijos en castellano si en la ciudad en la que se instalan al menos un 8% de los vecinos tienen como lengua materna el español.
QUINTO: Teniendo en cuenta que los funcionarios públicos han de poder satisfacer las necesidades de la minoría suecoparlante ello determina que se ha de contar con suficientes trabajadores que dominen esa lengua lo que a su vez causa que las universidades hayan de disponer de cuotas mínimas de alumnos de idioma nativo sueco (especialmente en leyes y medicina).
SEXTO: Fuera de las regiones de Pohjanmaa/Varsinais-Suomi y Laponia (donde se concentran respectivamente los sueco y samiparlantes) el finlandés es la lengua materna de casi la totalidad de ciudadanos. A pesar de ello se trata de una lengua enormemente dialectializada lo que conduce a que exista una cierta distancia entre la versión formal que se utiliza en la literatura o en los noticiarios y la hablada en la calle. Esto se traduce en que la práctica totalidad de los finlandeses usen en el día a día su dialecto en vez de la manera culta de comunicarse.
Si en España la evolución del latín hubiese sido semejante el castellano solo existiría a la hora de redactar currículums, escribir novelas o como idioma empleado por los medios. Los habitantes del país hablarían mayoritariamente, fabla aragonesa, bable o leonés antiguo.
SÉPTIMO: La moralidad finlandesa penaliza con fuerza el tratar de aparentar algo que no se es lo que conduce a que los ciudadanos utilicen el dialecto que hablan no solo con sus vecinos sino, incluso, con personas de regiones diferentes que usan un registro distinto del idioma. Al contrario que en otros países donde los más humildes se ven forzados a esconder su condición modesta o ridiculizados por provenir de zonas rurales en Finlandia un hablante de "savo", por ejemplo, continuará usando ese dialecto cuando se traslade a la capital.
OCTAVO: El sistema de convivencia lingüística en Finlandia no está exento de detractores, particularmente debido a su gran coste económico y de esfuerzo social (el sueco y el suomi son dos idiomas tan alejados como pueden serlo el euskera y el español) pero a pesar de las diferentes críticas se reconocen los aspectos positivos del modelo, las tensiones nacionalistas que demandaban a principios del s. XX la independencia de los territorios suecoparlantes han desaparecido y en la actualidad existe un gran sentimiento de pertenencia a una nación común.
PRIMERO: La Carta Magna establece que los idiomas oficiales del país son el sueco y el suomimientras que los derechos lingüísticos de los lapones se desarrollan en una ley diferente. El que el país se defina como bilingüe lleva aparejadas una serie de importantes consecuencias, como por ejemplo, que exista un canal de televisión en sueco a nivel nacional o que el himno pueda cantarse en todas las lenguas.
SEGUNDO: A excepción de en el archipiélago de Ahvenanmaa no existe una regulación idiomática distinta dependiendo de las diferentes regiones, los municipios se clasifican en bilingües o monolingües atendiendo acriterios poblacionales, en ese estado de cosas cualquier ciudad en la que al menos un 8% de sus habitantes tenga como idioma nativo el sueco o el finés se considera a todos los efectos como bilingüe y mantiene esa categoría hasta que ese porcentaje no se reduzca por debajo del 6% en los registros (actualizados cada 10 años).
TERCERO: En los municipios bilingües existe la obligación de que todas las comunicaciones oficiales se realicen en ambas lenguas así como criterios más exigentes a la hora de facilitar el contacto con el ciudadano
tanto en una como en otra. Las ciudades monolingües, en cambio, solo tienen la obligación de
garantizar el derecho individual a poder ser atendido en la lengua minoritaria al acudir a las
administraciones públicas locales.
Trasladado el ejemplo a España vendría a significar que un pueblo de la provincia de Guipúzcoa considerado bilingüe habría de publicar todos los documentos oficiales en ambas lenguas así como atender en euskera y castellano a los vecinos, mientras que en una ciudad de la provincia de Jaén solo existiría la obligación de que alguien en el ayuntamiento dominase el vasco (o el catalán) como para poder resolver las dudas de cualquiera que se presente hablando ese idioma.
CUARTO: Legalmente se considera a un ciudadano como sueco, finés o lapón parlante por el mero hecho de haberse inscrito en el registro como tal. Los padres deciden, en definitiva, la lengua en la que estudiarán sus hijos y eso determina el que acudan a una escuela que imparta clases en un idioma u otro. Solo en los municipios bilingües existe la obligación de que haya colegios públicos en ambas lenguas.
Aun así todos los alumnos del país estudian como segundo idioma el sueco o el finlandés y tienen el deber de demostrar que han alcanzado cierto nivel en el otro.
Un modelo similar en España supondría que los alumnos de Extremadura, Cantabria o La Rioja deberían estudiar euskera como segunda lengua en sus colegios y demostrar al final del bachillerato que han alcanzado el nivel exigido en él. También a la inversa, cualquier familia de Burgos que se trasladase a Tarragona o Vizcaya tendría el derecho a escolarizar a sus hijos en castellano si en la ciudad en la que se instalan al menos un 8% de los vecinos tienen como lengua materna el español.
QUINTO: Teniendo en cuenta que los funcionarios públicos han de poder satisfacer las necesidades de la minoría suecoparlante ello determina que se ha de contar con suficientes trabajadores que dominen esa lengua lo que a su vez causa que las universidades hayan de disponer de cuotas mínimas de alumnos de idioma nativo sueco (especialmente en leyes y medicina).
SEXTO: Fuera de las regiones de Pohjanmaa/Varsinais-Suomi y Laponia (donde se concentran respectivamente los sueco y samiparlantes) el finlandés es la lengua materna de casi la totalidad de ciudadanos. A pesar de ello se trata de una lengua enormemente dialectializada lo que conduce a que exista una cierta distancia entre la versión formal que se utiliza en la literatura o en los noticiarios y la hablada en la calle. Esto se traduce en que la práctica totalidad de los finlandeses usen en el día a día su dialecto en vez de la manera culta de comunicarse.
Si en España la evolución del latín hubiese sido semejante el castellano solo existiría a la hora de redactar currículums, escribir novelas o como idioma empleado por los medios. Los habitantes del país hablarían mayoritariamente, fabla aragonesa, bable o leonés antiguo.
SÉPTIMO: La moralidad finlandesa penaliza con fuerza el tratar de aparentar algo que no se es lo que conduce a que los ciudadanos utilicen el dialecto que hablan no solo con sus vecinos sino, incluso, con personas de regiones diferentes que usan un registro distinto del idioma. Al contrario que en otros países donde los más humildes se ven forzados a esconder su condición modesta o ridiculizados por provenir de zonas rurales en Finlandia un hablante de "savo", por ejemplo, continuará usando ese dialecto cuando se traslade a la capital.
OCTAVO: El sistema de convivencia lingüística en Finlandia no está exento de detractores, particularmente debido a su gran coste económico y de esfuerzo social (el sueco y el suomi son dos idiomas tan alejados como pueden serlo el euskera y el español) pero a pesar de las diferentes críticas se reconocen los aspectos positivos del modelo, las tensiones nacionalistas que demandaban a principios del s. XX la independencia de los territorios suecoparlantes han desaparecido y en la actualidad existe un gran sentimiento de pertenencia a una nación común.
lunes, 29 de noviembre de 2010
El haza de los lobos por FRANCISCO MASSO.- Psicólogo
Así de recio, suena por dentro el trajín de un partido político, donde el cruce de navajas con la sonrisa en los labios no es una eventualidad, sino el ritual cotidiano, la habilidad ordinaria para ganarse el pan de hoy y mañana.
Desde el siglo XVII, Tomás Hobbes asentó el egoísmo como principio ético fundamental: el hombre, encerrado en sí mismo, está en lucha permanente con todos sus semejantes, de ahí su afirmación rotunda homo homini lupus. Como si trabajar prioritariamente en provecho propio fuera una ley inexorable, inherente a la condición humana.
En el caso de los partidos políticos, la conclusión de Hobbes se queda pequeña. Entre correligionarios, la afirmación correcta sería homo homini lupissimus, si fuera admisible el disparate lingüístico.
La paradoja se presenta desde el momento que el político dice venir a servir al prójimo, que su afán persigue la Justicia y que toda su pretensión se cifra en proteger el bien común. Ante semejante declaración sólo cabe prosternarse, sentir admiración y considerar el quehacer político como una misión, un sacerdocio al que el político, puro altruismo, rinde sus intereses y entrega su vida. Ya tenemos al lobo, disfrazado con la piel de cordero, buscando rebaño al que cuidar, y abuelos y “caperucitos” a los que zamparse.
La historia de cada lobo, que se repite en todas las madrigueras, parte de un alevín, unas veces bisoño y otras veces iluminado, que viene a ordenar el mundo, arreglar cualquier problema y hacer la carrera que, tal vez no haya podido completar en las aulas universitarias, o ha hecho a trancas y barrancas y a duras y largas penas.
Generalmente, el lobezno entra en la manada de un gran lobo resabiado, maestro y capo, que sabe mucho por viejo, aún alberga poder o goza de halo de poderoso. El jefe de manada es un personaje bragado, que ha encallecido a base de dar y recibir dentelladas: las da con elegancia y el mejor eufemismo, pero con la contundencia del juez que se considera en posesión de la verdad; si ha de encajar alguna, lo hace impasible, con la altanería de quien se sabe superior y no puede permitir mostrarse afectado, aunque tome venganza en cuanto pueda.
El consorcio se hace para prosperar, digo, para ganar adeptos para la causa noble. No se trata de confabulaciones aviesas, mete-saca de rumores y sementera de bulos, sino lucha en buena lid para demostrar bravura, lealtad a la misión y hacerse acreedores a la confianza del electorado, al que se halaga con la suavidad y ternura que exige la piel del disfraz.
Cuando una manada vigila o espía a otra, lo hace para tener información fiable y segura. Hay una responsabilidad in vigilando que no ha de descuidarse nunca, porque el ataque desde la retaguardia, puede resultar mortal e imperdonable.
Si alguien filtra algún trapo sucio, escondiendo la mano después de tirar la piedra, lo hace para depurar la situación y que la noble causa no resulte dañada. Aunque, de paso, también hay que saber desechar al enemigo interior: juicio sumarísimo y fusilamiento al amanecer, sin que haya lugar a la duda, ni tiempo para la piedad. Esta carrera siempre es a muerte y sobreviven los peores, bueno, quiero decir, los mejor dotados para la brega.
El lobo-discípulo aprende a urdir trampas, mentir, crear mistificaciones que seduzcan o aseguren la fidelidad del electorado. Salpica su discurso con algunos tópicos, congruentes con la ideología que dice defender, aunque resulten increíbles e incoherentes con su propio estilo de vida. Aún recuerdo el acaloramiento con que, en un mitin electoral, una joven loba de izquierdas defendía las excelencias de la enseñanza pública, mientras sus hijos asistían a un colegio privado y terminaron sus estudios universitarios también en universidad de pago. Si éste fuera el único renuncio con que pillar a nuestra clase política, seríamos afortunados.
El eslogan de vida política del aprendiz es algo así como: trepa como sea. No importa el medio, ni las víctimas que haya que dejar en la cuneta, el objetivo es ir siempre hacia adelante, hasta conseguir el poder. Sólo éste, como si fuera un talismán mágico, permitirá la felicidad, resarcirse de tanto esfuerzo y colmar las ambiciones de toda índole. No, esto último no. El político no puede ser un comisionista, ni viene a lucrarse, ni a crearse una sinecura vitalicia, ni pretende practicar nepotismo, ni hacer clientelismo. Ni siquiera es venal, ni se va a dejar manejar por algún que otro regalito o fruslería insignificante.
Él y ella, los políticos, son honrados y siempre tratan (sólo tratan y tratan) de contribuir a la causa noble, mejorar la humanidad y resolver problemas para que todo fluya mejor que mejor.
Como quiera que el egoísmo, como motor, puede resultar universalmente dañino, sigue diciendo Hobbes, se hace necesario establecer un contrato y reconocer a un soberano. Aquí podemos sustituir el término soberano, por el de secretario general, presidente, coordinador, o así. Hobbes estaba al servicio de los Estuardos ingleses y en aquellos tiempos se estilaba el absolutismo. Ahora no es lo mismo, qué va, ni comparación.
Mediando el contrato, el soberano-presidente-secretario general-coordinador-o así, tiene potestad ilimitada, irrevocable y plena para ordenar, regular y conformar según su criterio y buen entender. Hoy te pongo, que me interesa congraciar, o entretenerte, o hacer una finta y mañana te quito, por haberme replicado, o no haberme incensado suficientemente, o porque me han dicho que no me fíe de ti, porque vas conspirando por ahí.
Un tejemaneje de tal naturaleza sólo puede atraer a personas mediocres, ambiciosos de buena planta y pocos escrúpulos, engreídos de ego inflado y mismidad hueca, virtuosos del regate en busca de atajo, capitostes de aquí y de allá encaramados al poder como sea.
Afortunadamente, la sociedad civil no tiene por referente a esta clase política. La sufre, como en la antigüedad convivió con el atropello de las castas -las gens romanas- y la esclavitud; luego, en el Medievo, soportó al feudal, civil y religioso; después, aguantó el absolutismo de reyes tan eximios como los que conocemos; más tarde, esta sociedad sufrida ha sido humillada por dictaduras fascistas y comunistas, que tanto da. Y, aún hay casos peores: en otras latitudes, han optado por regresar, o los han regresado, a la teocracia.
Toda crisis es una criba, un crisol, que permite depurar un criterio. ¡Bonita familia de palabras, todas hijas de la misma madre! Para establecer un criterio hay que cribar, retirar el granzón de las corruptelas, del similiquitruqui, de las fullerías y del dar gato por liebre.
Al final, podrá quedar la intrahistoria, la obra bien hecha, el trabajo sensato, la competencia personal labrada en el tajo de cada día, el orgullo de haber hecho, en lo inmediato, aquello que cada uno cree que debe hacer.
DEMOCRACY AS SUBSTANCE OR AS PROCEDURES
Chantal Mouffe
Wittgenstein, Political Theory and Democracy
Jügen Habermas
There is a second area in political theory in which an approach inspired by Wittgenstein's conception of practices and languages games could also be very fruitful. It concerns their set of issues related to the nature of procedures and their role in the modern conception of democracy.
The crucial idea provided by Wittgenstein in this domain is when he asserts that to have agreements in opinions, there must first be agreement on the language used. And the importance of alerting us to the fact that those agreements in opinions where agreements in forms of life. As he says: »So you are saying that human agreement decides what is true and what is false. It is what human beings say that is true and false; and they agree in the language they use. That is not agreement in opinions but in forms of life«.
With respect to the question of "procedures" which is the one that I want to highlight here, this points out to the factnecessity for a considerable number of "agreements in judgements" to already exist in a society before a given set of procedures can work. Indeed, according to Wittgenstein, to agree on the definition of a term is not enough and we need agreement in the way we use it. He puts it in the following way: »if language is to be a means of communication there must be agreement not only in definitions but also (queer as this may sound) in judgements«.
This reveals that procedures only exists as a complex ensembles of practices. Those practices constitute specific forms of individuality and identity that makes possible the allegiance to the procedures. It is because they are inscribed in shared forms of life and agreements in judgements that procedures can be accepted and followed. They cannot be seen as rules that are created on the basis of principles and then applied to specific cases. Rules, for Wittgenstein, are always abridgements of practices, they are inseparable of specific forms of life. The distinction between procedural and substantial cannot therefore be as clear as most liberal theorists would have it. In the case of justice, for instance, I do not think that one can oppose, as so many liberals do, procedural and substantial justice without recognizing that procedural justice already presupposes acceptance of certain values.
It is the liberal conception of justice which posits the priority of the right over the good but this is also the expression of a specific good. Democracy is not only a matter of establishing the right procedures independently of the practices that makes possible democratic forms of individuality. The question of the conditions of existence of democratic forms of individuality and of the practices and languages games in which they are constituted is a central one, even in a liberal democratic society where procedures play a central role. Procedures always involve substantial ethical commitments. For that reason they cannot work properly if they are not supported by a democratic ethos.
This last point is very important since it leads us to acknowledge something that the dominant liberal model is unable to recognize, i.e, that a liberal democratic conception of justice and liberal democratic institutions require a democratic ethos in order to function properly and maintain themselves. This is, for instance, precisely what Habermas' discourse theory of procedural democracy is unable to grasp because of the sharp distinction that Habermas wants to draw between moral-practical discourses and ethical-practical discourses. It is not enough to state as Habermas does, criticizing Apel, that a discourse theory of democracy cannot be based only on the formal pragmatic conditions of communication and that it must take account of legal, moral, ethical and pragmatic argumentation. What is missing in such an approach is the crucial importance of a democratic Sittlichkeit.
TO CONTINUE
Wittgenstein, Political Theory and Democracy
Jügen Habermas
There is a second area in political theory in which an approach inspired by Wittgenstein's conception of practices and languages games could also be very fruitful. It concerns their set of issues related to the nature of procedures and their role in the modern conception of democracy.
The crucial idea provided by Wittgenstein in this domain is when he asserts that to have agreements in opinions, there must first be agreement on the language used. And the importance of alerting us to the fact that those agreements in opinions where agreements in forms of life. As he says: »So you are saying that human agreement decides what is true and what is false. It is what human beings say that is true and false; and they agree in the language they use. That is not agreement in opinions but in forms of life«.
With respect to the question of "procedures" which is the one that I want to highlight here, this points out to the factnecessity for a considerable number of "agreements in judgements" to already exist in a society before a given set of procedures can work. Indeed, according to Wittgenstein, to agree on the definition of a term is not enough and we need agreement in the way we use it. He puts it in the following way: »if language is to be a means of communication there must be agreement not only in definitions but also (queer as this may sound) in judgements«.
This reveals that procedures only exists as a complex ensembles of practices. Those practices constitute specific forms of individuality and identity that makes possible the allegiance to the procedures. It is because they are inscribed in shared forms of life and agreements in judgements that procedures can be accepted and followed. They cannot be seen as rules that are created on the basis of principles and then applied to specific cases. Rules, for Wittgenstein, are always abridgements of practices, they are inseparable of specific forms of life. The distinction between procedural and substantial cannot therefore be as clear as most liberal theorists would have it. In the case of justice, for instance, I do not think that one can oppose, as so many liberals do, procedural and substantial justice without recognizing that procedural justice already presupposes acceptance of certain values.
It is the liberal conception of justice which posits the priority of the right over the good but this is also the expression of a specific good. Democracy is not only a matter of establishing the right procedures independently of the practices that makes possible democratic forms of individuality. The question of the conditions of existence of democratic forms of individuality and of the practices and languages games in which they are constituted is a central one, even in a liberal democratic society where procedures play a central role. Procedures always involve substantial ethical commitments. For that reason they cannot work properly if they are not supported by a democratic ethos.
This last point is very important since it leads us to acknowledge something that the dominant liberal model is unable to recognize, i.e, that a liberal democratic conception of justice and liberal democratic institutions require a democratic ethos in order to function properly and maintain themselves. This is, for instance, precisely what Habermas' discourse theory of procedural democracy is unable to grasp because of the sharp distinction that Habermas wants to draw between moral-practical discourses and ethical-practical discourses. It is not enough to state as Habermas does, criticizing Apel, that a discourse theory of democracy cannot be based only on the formal pragmatic conditions of communication and that it must take account of legal, moral, ethical and pragmatic argumentation. What is missing in such an approach is the crucial importance of a democratic Sittlichkeit.
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viernes, 26 de noviembre de 2010
UNIVERSALISMO VERSUS CONTEXTUALISMO
Richard Rorty
El primer tema que quiero examinar es el debate entre contextualistas y universalistas. Una de las cuestiones más controvertidas entre los teóricos de la política en los últimos años se centra en el debate sobre la verdadera naturaleza de la democracia liberal. ¿Debería ser vista como una solución racional a las cuestiones políticas o como una forma de organizar la coexistencia humana? ¿Encarna por lo tanto a la sociedad justa, la única que debería ser aceptada por todos los individuos racionales y sensatos? ¿ O la democracia liberal representa simplemente tan solo una de las formas de orden político entre otras posibles? Una orden político de coexistencia humana, que, seguro, puede ser considerado justo, pero que debe ser también visto como un producto particular de la historia, con unas condiciones particulares históricas, culturales y geográficas de existencia.
Esto es de hecho un asunto crucial, si este fuera el caso, nosotros tendremos que reconocer que podría haber otros sistemas políticos justos para la sociedad, producto de otros contextos, y que la democracia liberal debería renunciar a proclamar su universalidad. Merece la pena resaltar que, aquellos que argumentan en esta línea insisten en que, contrariamente a lo que los universalistas proclaman, tal posicionamiento no implicaría necesariamente aceptar un relativismo que justificaría cualquier sistema político. En realidad ello requiere prever una diversidad de respuestas justas a la pregunta de lo que es un orden político justo. Sin embargo el criterio político no sería un hecho irrelevante desde el momento en que fuera posible discriminar entre regímenes justos e injustos.
Está claro que lo que supone el punto de inflexión en este debate es la verdadera naturaleza de la teoría política. Dos posiciones diferentes se enfrentan entre sí. Por un lado encontramos a los “racionalistas-universalistas” a quienes gustan Ronald Dworkin, el primer Rawls y las afirmaciones de Habermas cuyos propósitos como teoría política son las de establecer verdades universales, válidas para todos independientemente del contexto histórico-cultural. Por supuesto, para ellos, solo puede ser una la respuesta a la pregunta sobre el buen régimen y la mayoría de sus esfuerzos consisten en probar que es la democracia constitucional la que cumple esos requerimientos.
Ello está en intima conexión con este debate, uno debería llevar al otro, en lo que respecta a la elaboración de una teoría de la justicia. Es en este amplio contexto cuando uno puede llegar a entender, por ejemplo, las implicaciones de vista realzadas por un universalista como Dworkin cuando declara que la teoría debe demandar principios generales y sus objetivos deben ser “ intentar encontrar alguna fórmula inclusiva que pueda ser usada para medir la justicia social en cualquier sociedad".
El enfoque universalista-racionalista es el que domina hoy en la teoría política pero está siendo desafiado por otro que puede ser llamado “contextualista” y que es de particular interés para nosotros porque está claramente influenciado por Wittgenstein.
Contextualistas como Michael Walter y Richard Rorty niegan la disponibilidad de un punto de vista que podía estar situado fuera de la práctica y de las instituciones de la cultura imperante, desde la cual se podían hacer de manera universal los juicios al “contexto _ independencia” . Esta es la razón de porque Walter argumenta contra la idea de que la teoría política debería intentar una posición separada de todas las formas particulares de alianza para juzgar imparcial y objetivamente. Según su punto de vista, la teoría debería permanecer en la cueva, y asumir completamente su estatus como miembro de una comunidad particular, y su papel consiste en interpretar para su comunidad de ciudadanos el mundo de significados que ellos tienen en común.
Varios puntos de vista Wittgenstenianos abordan el desmantelamiento de la clase de razonamiento liberal que prevé un marco general para argumentar en un modelo de dialogo “neutral” o “racional”. De hecho los puntos de vista de Wittgenstein van socavando las auténticas bases de esta forma de razonamiento ya que, como ha sido resaltado, él revela que “En cualquier lugar que se lleve a cabo una deliberación contractual con sus cláusulas, estas derivan de juicios particulares que nosotros nos inclinamos a hacer como practicantes de determinados modos de vida. Las formas de vida en las que nos encontramos nosotros mismos son ellas mismas producto de un sistema de acuerdos precontractuales, sin las cuales no habría posibilidad de entendimiento mutuo ni tan siquiera, de desacuerdo".
De acuerdo con los contextualistas, los principios de la democracia liberal no pueden ser vistos como la única y definitiva respuesta a la cuestión de qué es “ el buen régimen” sino tan solo como definición de un posible “juego de lenguaje” político entre otros. Desde el momento en que ellos no dan una solución racional al problema de la coexistencia humana, es estéril buscar argumentos a su favor que no fueran contexto-dependientes para asegurarlos contra otros lenguajes políticos. Abordando los temas desde una perspectiva Wittgensteniana vienen a primer plano lo inadecuados que son los intentos de fundamentar los principios liberal democráticos arguyendo que serían elegidos por individuos racionales en unas condiciones ideales como el “velo de la ignorancia” de Rawls, o la “situación de discurso ideal” Habermas. Como Peter Winch ha indicado con respecto a Rawls, el “velo de la ignorancia” que caracteriza su posición va en contra de los puntos de vista de Wittgensteins sobre que lo razonable no puede ser caracterizado independientemente del contenido de ciertos juicios esenciales.
Sobre este particular Richard Rorty _ quien propone una lectura neo-pragmática de Wittgenstein- ha afirmado, tomando la cuestión de Apel y Habermas que no es posible derivar una filosofía moral universal desde la filosofía del lenguaje. No hay nada, para él, en la naturaleza del lenguaje que pudiera servir para justificar a todo el mundo la superioridad de la democracia liberal. Él declara que deberíamos abandonar la inútil tarea encontrar premisas políticas neutrales, premisas que puedan ser justificadas por todos, desde las cuales inferir la obligación de perseguir políticas democráticas. Él piensa que considerar los avances democráticos como si ellos fueran vinculados al progreso racional no es útil y que nosotros deberíamos dejar de presentar las instituciones liberales de las sociedades occidentales como las soluciones que necesariamente otras personas adoptarán cuando ellos dejen de ser irracionales y se conviertan en modernos. Siguiendo a Wittgenstein, él ve la cuestión como un punto no para la racionalidad sino para compartir creencias. Llamar a alguien irracional en este contexto, asevera él, no es decir que no está haciendo un uso apropiado de sus facultades mentales. Tan solo significa que ella no parece tener bastantes creencias o deseos para mantener una conversación cuyos puntos controvertidos puedan llegar a algún lugar fructífero.
La acción democrática en esta Wittgensteniana perspectiva, no requiere una teoría de la verdad y nociones como incondicionalidad y validez universal sino una multiplicidad de prácticas y movimientos con el objetivo de de persuadir a la gente para ampliar el alcance de sus compromisos con otros, para construir una comunidad más inclusiva. Una perspectiva así nos ayuda a ver que, poner el énfasis exclusivamente en los argumentos necesarios para asegurar la legitimidad de las instituciones liberales ha sido una equivocación de las modernas teorías morales y políticas. El tema real no es encontrar argumentos para justificar la racionalidad o la universalidad de la democracia liberal que sería aceptable por todas las personas razonables o racionales. Los principios de la democracia liberal solo pueden ser defendidos como constitutivos de nuestra forma de vida y nosotros deberíamos no intentar basar nuestros compromisos a ellos en algo supuestamente más seguro. Como Richard Flathman – otro teórico político influenciado por Wittgenstein – indica, los acuerdos que existen en muchas de las características de la democracia liberal no necesitan ser apoyados por certezas de ninguna filosofía.
Según su punto de vista, “nuestros acuerdos en estos juicios constituyen el lenguaje de nuestra política. Un lenguaje alcanzado y modificado nada menos que a través de la historia de la disertación, una historia pensada por nosotros, como nosotros fuimos capaces de hacerlo, con nuestro lenguaje”.
El enfoque de Rorty apoyado en el punto de vista de Wittgenstein, es muy útil para criticar las pretensiones de Kantian inspiradas en filósofos como Habermas que quería encontrar un punto de vista apoyándose en políticos de los cuales uno podía garantizar la superioridad de la democracia liberal. Pero yo creo que rorty se aparta de Wittgenstein cuando prevé progresos políticos y morales con la condición de universalizar el modelo democrático liberal. Es bastante extraño, lo cerca que está en este punto de Habermas. Lo cierto, es que hay una importante diferencia entre ellos. Habermas cree que tal proceso de universalización tendrá lugar a través de una argumentación racional y que ello requiere de argumentos provenientes de las premisas interculturales aceptadas respecto a la superioridad del liberalismo occidental. Rorty, por su parte, lo ve como un asunto de persuasión y progreso económico y él imagina que ello depende de que la gente alcance unas condiciones de vida más seguras y compartan más creencias y relaciones con otros. De ahí su convicción de que a través del crecimiento económico y de una adecuada “educación emocional” se podría construir un consenso universal alrededor de las instituciones liberales.
Lo que él nunca cuestionó, sin embargo, es la convicción de la superioridad del modelo de vida liberal y el hecho de que él no es fiel a su inspiración Wittgensteniana. Uno podía de hecho hacerle el reproche que Wittgenstein hizo a James George Frazer en su “Remarks on Frazer’s Goleen Bough” cuando comentó que era imposible para él comprender una forma de vida diferente de la de su tiempo.
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