El pasado año publicamos en Sintetia una serie de entradas sobre los lobbies en USA que tuvieron muy buena acogida y generaron no poco debate e intercambio de ideas (primera parte, segunda parte yconclusión). Explicábamos entonces que el hacer lobby se basa en el derecho de todo individuo a ser escuchado, destacando que el lobbysmo está íntimamente ligado al desarrollo de las veteranas democracias anglosajonas y constituye un elemento fundamental de éstas.
Añadíamos también que para el ciudadano medio europeo el término “lobby” posee la mayoría de las veces una connotación negativa, ligada a poderosos grupos de presión que maquinan de forma semioculta tras las bambalinas políticas, sirviendo intereses espurios y hurtando al ciudadano su legítima participación en los asuntos públicos. Esta visión negativa resulta todavía más acusada en España, y gran parte de la culpa la tiene el lobbysmo castizo y casposo que tanto nos hemos acostumbrado a ver y sufrir por estas tierras.
Nos estamos refiriendo, por ejemplo, a ese cabildeo político-empresarial de palco futbolero; de cacerías, partidas de póquer y juergas en chalets; de puertas giratorias poco transparentes; de contubernios entre responsables políticos y financieros en cajas de ahorro difuntas o rescatadas; de amiguismo audiovisual o de vergonzantes tejemanejes de zascandil entre pasillos y despachos de villas y cortes.
Viejos conocidos
Lo más chocante de esta realidad es que comportamientos como los descritos nos parecen cercanos y nada ajenos, impresos como están en el ADN de la vida pública española desde hace siglos. Basta con recordar a nuestro magistral Lazarillo de Tormes.
A este respecto, Eduardo Torres Corominas, en un magnífico ensayo sobre el personaje («Un oficio real»: el Lazarillo de Tormes en la escena de la Corte) apunta muy bien los elementos que han ido conformando la idiosincrasia de nuestra peculiar manera de ejercer influencia y prosperar en los asuntos públicos. El profesor Torres reflexiona sobre la figura del Lazarillo, que ya en la Segunda Parte de su biografía aparece ya como hombre “de fortuna” plenamente integrado en la vida cortesana de su época. Un Lázaro de Tormes que al final de su carrera, desposado con la manceba del arcipreste de San Salvador y en posesión de un oficio real:
De aquellos barros, estos lodos
Visto lo visto, no es de extrañar que en el excelente estudio sobre la situación los lobbies en España, publicado el año pasado por Transparencia Internacional, la visión general del sector sea francamente negativa, tanto en funcionamiento como en regulación legal y transparencia. Nuestro país suspende clamorosamente en los tres aspectos clave necesarios para un lobbysmo bien configurado. En una escala que va de 0 a 100, obtenemos un 10% en transparencia, 35% de integridad y 17% en igualdad de acceso, con una puntuación global del 21%. A su vez, dichas valoraciones se desglosan de la siguiente manera:
El informe apunta de forma muy acertada:
En nuestro país parece existir un amplio consenso sobre la necesidad de transformar estas burocracias Weberianas que continúan siendo nuestras Administraciones Públicas, reduciendo su grado de despilfarro y promoviendo una profunda regeneración estructural y política, pero ¿se corresponde tal consenso con una verdadera convicción para asumir nuestra propia cuota de responsabilidad como individuos en la deriva que estamos padeciendo? ¿Existe una auténtica autocrítica sobre ese tercer pilar esencial para el funcionamiento de toda nación desarrollada? No referimos, claro está, a la “sociedad civil”, concepto que no deja de ser un llamativo eufemismo para referirse a los ciudadanos y que difumina en un todo colectivo e indeterminado las individualidades que lo conforman, así como sus responsabilidades.
A nuestro entender, tres máximas prevalecen en el comportamiento colectivo y conforman el ADN de la sociedad española:
1.- La concepción del estado paternalista y la inherente asunción de que somos como niños que necesitan ser tutelados. El aparato estatal se concibe como un gran solucionador de todos nuestros problemas, lo que deriva en una enorme tolerancia (o indiferencia o desidia) al exceso de regulación, a la imposición y la intervención. Un estado, además, vertebrador de casi todas nuestras actuaciones, donde resulta muy difícil el desarrollo de iniciativas ciudadanas al margen de la tutela pública directa o indirecta. Consideremos, por ejemplo, el modelo “charity” de numerosos países anglosajones, que autofinancia cuestiones que en España nos parecen tan “estatales” como el patrimonio histórico-artístico. O los exitosos modelos “universidad+empresa+I+D+i” implantados en las naciones más avanzadas. O el mismo lobbysmo de EEUU, protagonizado por unos ciudadanos muy sensibles al destino de los impuestos que pagan, pero a su vez altamente desprendidos con su propio dinero cuando se emplea en causas que les importan. A los españoles nos queda todavía un largo camino que recorrer en este sentido. Largo no, larguísimo.
2.- La cultura del “dinero público no es de nadie”, que aunque nos resistamos a admitir racionalmente, prevalece de forma irracional en nuestros comportamientos. Una cultura que nos empuja avivir de la subvención o a confiar en que siempre dispondremos de ella (convirtiéndola en derecho), y que también explica el alto grado de tolerancia social con el fraude fiscal, con las corruptelas cotidianas o la poca disciplina de gasto de tantos organismos públicos.
3.- La demanda del “gratis total”, por la que los ciudadanos no estamos dispuestos a pagar nada, asumiendo que es el Estado quien debe proveer una amplia cartera de bienes y servicios públicos sin coste, que además deben satisfacer sobradamente nuestras principales necesidades. Como tales servicios no se pagan directamente, mantenemos la ilusión de que son “gratis”. Por supuesto, los impuestos, el déficit y la deuda nos recuerdan cada día lo contrario, pero ojo: mejor que paguen otros, a ser posible “los ricos”.
Inmadurez cívica
Tales características denotan una base social todavía inmadura en cuestiones cívicas esenciales, en la que prevalece un sustrato de cómodo “buenismo”. En demasiadas ocasiones, a todos los niveles, no estamos dispuestos a enfrentar la dureza y las renuncias que impone la compleja y cambiante realidad actual, prefiriendo habitar en una ilusión de Arcadia Feliz. Si un problema no se debate ni se afronta, no existe: así no debemos enfrentarnos a nuestras propias inconsistencias éticas como sociedad y como individuos. Así podemos seguir presumiendo que el hombre es bueno por naturaleza y que por supuesto nosotros también lo somos, como el niño salvaje de Rousseau.
Y esto es precisamente lo que ocurre con el lobbysmo patrio. Queremos creer que nuestras instituciones son puras y bienintencionadas per se, y que velarán siempre por el mejor interés de todos. Por consiguiente, no asumimos la necesidad de establecer mecanismos transparentes, efectivos y directos de influencia continuada sobre ellas (algo que exige esfuerzo y dinero), complementarios a los canales políticos normales de representación. No “va con nosotros”, no reconocemos ni ejercemos nuestra cuota de responsabilidad personal más allá de la rutina del voto o de la protesta airada cuando las cosas no salen como nos gustan o como “nos prometieron”.
Al final, acabamos percibiendo los defectos y malos resultados sociales del sistema como algo ajeno y no como consecuencia de nuestras propias acciones u omisiones. Es este marco el que permite y que fomenta la existencia de los Lazarillos modernos y de quienes les sustentan, caldo de cultivo para la demagogia y los populismos de todo pelaje.
Mientras no cambiemos esta concepción añeja estaremos condenados a repetir una Tangentópolisperpetua (¡ah Italia, esa gran maestra!), en la que todo cambia para que todo pueda seguir igual. Porque la política y las instituciones, no nos cansaremos de repetirlo, son el producto, bueno o malo, de una buena o mala sociedad, compuesta por personas mejores y peores. Personas como ustedes y nosotros.
Por consiguiente, no cabe sino batirnos y lidiar con el resultado. Never surrender, queridos lectores.
Fuente: http://www.sintetia.com/
Añadíamos también que para el ciudadano medio europeo el término “lobby” posee la mayoría de las veces una connotación negativa, ligada a poderosos grupos de presión que maquinan de forma semioculta tras las bambalinas políticas, sirviendo intereses espurios y hurtando al ciudadano su legítima participación en los asuntos públicos. Esta visión negativa resulta todavía más acusada en España, y gran parte de la culpa la tiene el lobbysmo castizo y casposo que tanto nos hemos acostumbrado a ver y sufrir por estas tierras.
Nos estamos refiriendo, por ejemplo, a ese cabildeo político-empresarial de palco futbolero; de cacerías, partidas de póquer y juergas en chalets; de puertas giratorias poco transparentes; de contubernios entre responsables políticos y financieros en cajas de ahorro difuntas o rescatadas; de amiguismo audiovisual o de vergonzantes tejemanejes de zascandil entre pasillos y despachos de villas y cortes.
Viejos conocidos
Lo más chocante de esta realidad es que comportamientos como los descritos nos parecen cercanos y nada ajenos, impresos como están en el ADN de la vida pública española desde hace siglos. Basta con recordar a nuestro magistral Lazarillo de Tormes.
A este respecto, Eduardo Torres Corominas, en un magnífico ensayo sobre el personaje («Un oficio real»: el Lazarillo de Tormes en la escena de la Corte) apunta muy bien los elementos que han ido conformando la idiosincrasia de nuestra peculiar manera de ejercer influencia y prosperar en los asuntos públicos. El profesor Torres reflexiona sobre la figura del Lazarillo, que ya en la Segunda Parte de su biografía aparece ya como hombre “de fortuna” plenamente integrado en la vida cortesana de su época. Un Lázaro de Tormes que al final de su carrera, desposado con la manceba del arcipreste de San Salvador y en posesión de un oficio real:
“… no sólo ha completado su progresión personal y “profesional”, sino que ha logrado dar un salto cualitativo de primer orden al penetrar, gracias a la ayuda de «amigos y señores», en la sociedad política del momento, esto es, en la sociedad cortesana, cuyos valores y forma de vida asume —y esto es lo que, precisamente, le permite integrarse en su seno— al final de un arduo proceso de aprendizaje, de una cuidada institutio dirigida por ciegos crueles, clérigos mezquinos e hidalgos presuntuosos, cuyo resultado la configuración del discreto cortesano…”Prosigue brillantemente Corominas:
“Establecido, pues, en España, el sistema político de Corte, comúnmente llamado Estado moderno, aquellos virreyes, embajadores, capitanes, capellanes, corregidores (y también pregoneros) que representaban la autoridad real y conformaban, por tanto, el cuerpo político de la Monarquía, lograron, por esta vía, ocupar una distinguida posición social y acceder a las altas esferas del honor, mientras obtenían por sus servicios unos provechosos emolumentos. Aquella compleja organización se regía internamente por medio del sistema de la gracia, esto es, a través del patronazgo real y señorial, que se canalizaba, de arriba abajo, a través de poderosas redes clientelares dominadas por los grandes patronos de la Corte. En torno a ellas se cohesionaron, a partir de relaciones personales, aquellos oficiales y servidores que compartían un mismo origen, interés, ideología o sensibilidad religiosa, de manera que los más importantes debates y controversias del período pueden comprenderse bien a la luz del enfrentamiento protagonizado por las distintas facciones en litigio”.¿Acaso no les resulta familiar esta descripción?
De aquellos barros, estos lodos
Visto lo visto, no es de extrañar que en el excelente estudio sobre la situación los lobbies en España, publicado el año pasado por Transparencia Internacional, la visión general del sector sea francamente negativa, tanto en funcionamiento como en regulación legal y transparencia. Nuestro país suspende clamorosamente en los tres aspectos clave necesarios para un lobbysmo bien configurado. En una escala que va de 0 a 100, obtenemos un 10% en transparencia, 35% de integridad y 17% en igualdad de acceso, con una puntuación global del 21%. A su vez, dichas valoraciones se desglosan de la siguiente manera:
El informe apunta de forma muy acertada:
“La situación del lobby en España, así como los sucesivos escándalos de corrupción, producen una incómoda sensación de que el campo de juego no está equilibrado y que la toma de decisiones está sesgada en diversos ámbitos de políticas a favor de los más poderosos económicamente. La persistencia percibida y real de ejemplos de malas prácticas contribuye a la mala imagen del lobby. Aunque se trata de una actividad ineludible en una democracia y que puede aportar elementos muy positivos a la toma de decisiones, el lobby tiene hoy una connotación muy negativa en el imaginario público”.España y su ADN social
En nuestro país parece existir un amplio consenso sobre la necesidad de transformar estas burocracias Weberianas que continúan siendo nuestras Administraciones Públicas, reduciendo su grado de despilfarro y promoviendo una profunda regeneración estructural y política, pero ¿se corresponde tal consenso con una verdadera convicción para asumir nuestra propia cuota de responsabilidad como individuos en la deriva que estamos padeciendo? ¿Existe una auténtica autocrítica sobre ese tercer pilar esencial para el funcionamiento de toda nación desarrollada? No referimos, claro está, a la “sociedad civil”, concepto que no deja de ser un llamativo eufemismo para referirse a los ciudadanos y que difumina en un todo colectivo e indeterminado las individualidades que lo conforman, así como sus responsabilidades.
A nuestro entender, tres máximas prevalecen en el comportamiento colectivo y conforman el ADN de la sociedad española:
1.- La concepción del estado paternalista y la inherente asunción de que somos como niños que necesitan ser tutelados. El aparato estatal se concibe como un gran solucionador de todos nuestros problemas, lo que deriva en una enorme tolerancia (o indiferencia o desidia) al exceso de regulación, a la imposición y la intervención. Un estado, además, vertebrador de casi todas nuestras actuaciones, donde resulta muy difícil el desarrollo de iniciativas ciudadanas al margen de la tutela pública directa o indirecta. Consideremos, por ejemplo, el modelo “charity” de numerosos países anglosajones, que autofinancia cuestiones que en España nos parecen tan “estatales” como el patrimonio histórico-artístico. O los exitosos modelos “universidad+empresa+I+D+i” implantados en las naciones más avanzadas. O el mismo lobbysmo de EEUU, protagonizado por unos ciudadanos muy sensibles al destino de los impuestos que pagan, pero a su vez altamente desprendidos con su propio dinero cuando se emplea en causas que les importan. A los españoles nos queda todavía un largo camino que recorrer en este sentido. Largo no, larguísimo.
2.- La cultura del “dinero público no es de nadie”, que aunque nos resistamos a admitir racionalmente, prevalece de forma irracional en nuestros comportamientos. Una cultura que nos empuja avivir de la subvención o a confiar en que siempre dispondremos de ella (convirtiéndola en derecho), y que también explica el alto grado de tolerancia social con el fraude fiscal, con las corruptelas cotidianas o la poca disciplina de gasto de tantos organismos públicos.
3.- La demanda del “gratis total”, por la que los ciudadanos no estamos dispuestos a pagar nada, asumiendo que es el Estado quien debe proveer una amplia cartera de bienes y servicios públicos sin coste, que además deben satisfacer sobradamente nuestras principales necesidades. Como tales servicios no se pagan directamente, mantenemos la ilusión de que son “gratis”. Por supuesto, los impuestos, el déficit y la deuda nos recuerdan cada día lo contrario, pero ojo: mejor que paguen otros, a ser posible “los ricos”.
Inmadurez cívica
Tales características denotan una base social todavía inmadura en cuestiones cívicas esenciales, en la que prevalece un sustrato de cómodo “buenismo”. En demasiadas ocasiones, a todos los niveles, no estamos dispuestos a enfrentar la dureza y las renuncias que impone la compleja y cambiante realidad actual, prefiriendo habitar en una ilusión de Arcadia Feliz. Si un problema no se debate ni se afronta, no existe: así no debemos enfrentarnos a nuestras propias inconsistencias éticas como sociedad y como individuos. Así podemos seguir presumiendo que el hombre es bueno por naturaleza y que por supuesto nosotros también lo somos, como el niño salvaje de Rousseau.
Y esto es precisamente lo que ocurre con el lobbysmo patrio. Queremos creer que nuestras instituciones son puras y bienintencionadas per se, y que velarán siempre por el mejor interés de todos. Por consiguiente, no asumimos la necesidad de establecer mecanismos transparentes, efectivos y directos de influencia continuada sobre ellas (algo que exige esfuerzo y dinero), complementarios a los canales políticos normales de representación. No “va con nosotros”, no reconocemos ni ejercemos nuestra cuota de responsabilidad personal más allá de la rutina del voto o de la protesta airada cuando las cosas no salen como nos gustan o como “nos prometieron”.
Al final, acabamos percibiendo los defectos y malos resultados sociales del sistema como algo ajeno y no como consecuencia de nuestras propias acciones u omisiones. Es este marco el que permite y que fomenta la existencia de los Lazarillos modernos y de quienes les sustentan, caldo de cultivo para la demagogia y los populismos de todo pelaje.
Mientras no cambiemos esta concepción añeja estaremos condenados a repetir una Tangentópolisperpetua (¡ah Italia, esa gran maestra!), en la que todo cambia para que todo pueda seguir igual. Porque la política y las instituciones, no nos cansaremos de repetirlo, son el producto, bueno o malo, de una buena o mala sociedad, compuesta por personas mejores y peores. Personas como ustedes y nosotros.
Por consiguiente, no cabe sino batirnos y lidiar con el resultado. Never surrender, queridos lectores.
Fuente: http://www.sintetia.com/
A los Españoles en general, les cuesta involucrarse en todo lo referente a mejorar todo lo que sea de contribución personal en acciones cívicas, mojarse para que todo lo relacionado a la política sea transparente, etc, etc, de naturaleza somos muy pasotas, y nos importa un pimiento lo que hacen los políticos, aunque directamente suframos en nuestro propio cuerpo tales males. Ahora bien el quejarnos, gritar, manifestarse, eso sí que nos va, somos como perros ladradores pero poco moredores y así vamos. Me gusta tu escrito.
ResponderEliminarcorrijo la palabra moredores por la correcta mordedores.
ResponderEliminarA los Españoles en general, les cuesta involucrarse en todo lo referente a mejorar todo lo que sea de contribución personal en acciones cívicas, mojarse para que todo lo relacionado a la política sea transparente, etc, etc, de naturaleza somos muy pasotas, y nos importa un pimiento lo que hacen los políticos, aunque directamente suframos en nuestro propio cuerpo tales males. Ahora bien el quejarnos, gritar, manifestarse, eso sí que nos va, somos como perros ladradores pero poco mordedores y así vamos. Me gusta tu escrito.
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