Juan J. Molina

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martes, 11 de junio de 2013

Por un contrato libre, por Juan Ramón rayo



JUAN RAMÓN RALLO.-  Apenas cuatro cifras bastan para ilustrar la gran distorsión que para nuestra economía supone la dualidad del mercado de trabajo derivada de una legislación laboral muy intervencionista: en el primer trimestre de 2006, en plena burbuja inmobiliaria, el número de ocupados con contrato indefinido en España era de 10.593.000, mientras que en el tercer trimestre de 2013, en lo más profundo de nuestra crisis, era de 10.601.000. Por el contrario, el número de contratos temporales en los tres primeros meses de 2006 alcanzaba los 5.295.000, mientras que en 2013 han caído hasta los 3.010.000. Claramente, pues, existe un fortísimo sesgo a despedir al trabajador temporal antes que al que tiene un contrato indefinido.
El motivo es claro: los costes del despido son en un caso desproporcionadamente más elevados que en el otro, de manera que los platos rotos siempre los acaba pagando el mismo. Recordemos que antes de la reforma laboral, la indemnización por despido era de 45 días por año trabajado con un máximo de 42 mensualidades, mientras que la del temporal era de 12 días por año. Las diferencias son abismales. Supongamos que en una empresa hay dos trabajadores: uno lleva 30 años en la empresa con un sueldo de 2.000 euros y se ha vuelto muy poco productivo; el otro, que apenas lleva medio año, percibe 1.000 euros mensuales y está muy motivado para realizar sus tareas. Si vienen mal dadas y el empresario ha de prescindir de uno de los dos, lo lógico sería que optara por el primero: su salario es el doble y su productividad muy inferior. Sin embargo, las leyes laborales prácticamente determinaban que tendría que prescindir del segundo: la indemnización del trabajador indefinido era de 84.000 euros mientras que la del temporal apenas ascendía a 200 euros.
No es necesario insistir en los muy notables perjuicios que esta práctica supone para una economía –merma interna de la productividad y salarios artificialmente elevados que abocan a muchas empresas a la quiebra– ni en la relación que ello guarda con el elevadísimo desempleo juvenil –la mayoría de trabajadores con contrato temporal son jóvenes–. Sólo es necesario apuntar que la reforma laboral, pese a reducir los costes del despido, no ha puesto fin a tal distorsión: primero, porque la modificación en el caso de los despidos improcedentes no era retroactiva (de modo que las obligaciones de indemnización devengadas hasta 2012 siguen tal cual) y segundo porque la pretendida generalización del uso del despido por causas económicas (con 20 días por año trabajado con un máximo de doce mensualidades) está siendo abortada por muchos juzgados de lo social. El resultado es que desde marzo de 2012 a marzo de 2013, la ocupación indefinida ha caído en 385.000 personas (un 3,5% del total), mientras que la temporal lo ha hecho en 414.000 (un 12%); el sesgo sigue siendo evidente.
Posibles soluciones
Ante esta situación existen diversas soluciones. La primera esprohibir todos los contratos temporales, de manera que el conjunto de los ocupados deban someterse a idénticas indemnizaciones por despido. Esta medida, sin embargo, no soluciona el problema de fondo: los indefinidos con más tiempo dentro de la empresa serán mucho más caros de despedir que los recién llegados. Y, además, genera otros problemas, como volver el mercado laboral todavía más rígido de lo que ya es: si una empresa tiene una necesidad transitoria de un trabajador temporal, contratarlo y despedirlo le saldrá aproximadamente un 10% más caro (por cada mes trabajado, el empleado tiene derecho a cobrar casi tres días en concepto de indemnización).
La segunda posibilidad es la de generalizar un contrato único con indemnización creciente. Todos los contratos comienzan siendo indefinidos pero con indemnizaciones muy reducidas que van aumentando conforme pasan los años. Esta fórmula tiene la ventaja, frente a la anterior, de que las bajas indemnizaciones iniciales no perjudican la contratación que sólo tiene un carácter puramente temporal. Sin embargo, tampoco solventa el problema de la dualidad: aquellas personas que permanezcan mucho tiempo en la empresa siguen siendo mucho más costosos de despedir que los recién llegados. De hecho, dentro del marco del contrato único, la dualidad sólo puede solventarse con una de estas dos fórmulas: o rebajando de manera muy considerable el coste del despido (hasta volverlo asumible para el empresario) o con el famoso modelo austriaco (el empresario va provisionando mes a mes para el eventual despido de trabajadores, de manera que, llegado el caso, no le supone ningún gasto adicional).
Hay, sin embargo, una tercera posibilidad: el contrato libre. Los contratos son ley privada entre partes: su función es la de regular las circunstancias particulares buscando acuerdos que sean mutuamente beneficiosos. La unicidad va en contra del espíritu de los contratos, pues estos no aspiran a ser universales y homogéneos (para eso está la ley) sino específicos y muy variados. Cada elemento de un contrato es susceptible de ser negociado y adaptado a las necesidades de las partes. También su indemnización en caso de rescisión unilateral.
En este sentido, la ventaja de un contrato libre es que cada trabajador visualiza mucho más claramente el coste de las distintas prestaciones alternativas que está demandando –más indemnización por despido puede implicar un menor salario o una mayor jornada laboral– y elige en consecuencia entre ellas. A su vez, el empresario hace lo propio: puede incluir excepciones que protejan la situación de la empresa en casos de crisis profunda, negociar indemnizaciones distintas según el perfil del trabajador (aquellos que sepa que jamás querrá despedir podrá prometerles altas indemnizaciones; a aquellos otros sobre los que tenga serias dudas, no) y proponer la flexibilización de otras cláusulas contractuales (cambios de salario, horarios, vacaciones, etc.) ante ciertos casos críticos con tal de evitar el despido.
Ciertamente, el contrato libre, al igual que el único, no evitaría todos los casos de dualidad –pues aquellos que hubiesen negociado un contrato muy reforzado contra el despido seguirían estando protegidos–, pero sí se la reconfiguraría de un modo significativo: la protección contra el despido en tiempos de crisis tendría un precio que en tiempos de bonanza pagarían (mediante menores salarios) quienes se quisieran beneficiar de ella. La casuística sería mucho más amplia, variada y, sobre todo, adaptativa que el modelo actual de universalización por la fuerza de una solución única y no matizable para todos.
En suma, un contrato libre no acabaría con toda la dualidad pero sí la volvería en gran medida irrelevante: el despido sería sólo la última salida tras una serie de ajustes previos mucho más flexibles, y en todo caso, la extinción de la relación laboral se efectuaría según los heterogéneos términos que cada empleado y empresario pactaron como mutuamente provechosos. Lo cierto es que el único contrato que necesitamos no es el único, sino el libre.

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