En estos días, el G20 acaba de aprobar en Seúl la nueva configuración del Fondo Monetario Internacional, en una reunión preparatoria tras años de negociaciones entre los ministros de finanzas de los 20 países.
Es un signo de que el mundo está cambiando. Creado en 1944, en Bretton Woods, para definir un nuevo orden económico después de la tragedia de la segunda guerra mundial, el FMI ha funcionado durante 66 años como un banco que concedía préstamos a los estados con dificultades, con la condición de que adoptaran políticas económicas orientadas a sanear las cuentas públicas. También Italia se benefició de ellos en el pasado.
Economía de Comunión
Pero no era raro que estas políticas pusieran en primer lugar no los intereses del país sino los de los entes acreedores y los de las empresas extranjeras que allí operaban provenientes de los países principales accionistas del Fondo.
En la práctica, en estos casos se volvía a poner en vigor, con el arma de la concesión o no de los préstamos y por lo tanto en modo aparentemente menos cruento, la política de las cañoneras usada hasta 1.900 por EEUU y las potencias coloniales cuando los intereses de sus empresas se veían amenazados: se enviaban naves cañoneras ante los puertos, dispuestas, en caso necesario, a hacer caer gobiernos para poner en el poder a personas más obsecuentes.
En la nueva configuración del FMI, la Comunidad Europea cede a Brasil e India dos de sus puestos permanentes; China aumenta su participación en el Fondo hasta superar el 6 %, flanqueando así a Japón y poniéndose a las espaldas de los Estados Unidos que continúan teniendo el 17 %.
Esta nueva configuración deberá ser ratificada por el Congreso de los Estados Unidos, que deberá hacerlo para evitar que el dólar pierda el privilegio de ser la moneda de los intercambios internacionales, lo que causaría grave daño a la economía norteamericana. Los acuerdos que se están formulando entre los países emergentes así lo prevén, sobre todo el acuerdo "4R", que fijaría una relación de valor entre el Real brasileño, el Rublo ruso, la Rupia india y el Renmimbi chino, que posibilitaría intercambios comerciales sin tener que pasar por el dólar.
Esta evolución desde un mundo unipolar a otro mundo multipolar no se debe a la común voluntad de los gobernantes de perseguir el bien común. Una vez más, los verdaderos agentes del cambio son las relaciones económicas de fuerza.
Por otra parte, no cabe esperar otra cosa, en un mundo invadido por el consumismo,
esa religión – como afirma el economista Luigino Bruni  – que te cala más profundamente que el comunismo o el fascismo, porque entra dentro de ti, vaciándote y quitándote incluso la necesidad de tener vida interior, la pregunta sobre el sentido de la vida. Y te ofrece incluso una cierta promesa de eternidad: cuando un producto determinado se gasta, y eso ocurre pronto, siempre podré comprar otro igual; mi actual automóvil pronto se hará viejo pero podré comprarme otro idéntico; con la cirugía estética podré alargar la juventud muchos años, y así sucesivamente. En un mundo lleno de consumistas, llega a desaparecer incluso la necesidad de una economía distinta, la necesidad de la justicia y la fraternidad.
La economía de comunión, el proyecto ilustrado en el video, fue lanzada por Chiara Lubich en Brasil en 1991, pero su inspiración se puede datar un año antes, en 1990, cuando, en una visita a Nueva York, entonces templo de un capitalismo eufórico por la caída del muro de Berlín y por lo tanto en un momento en el que no se sentía necesidad alguna de una economía alternativa, Chiara ofrecía su vida, junto a la de sus compañeros, para que cayera otro muro, el del consumismo, por el bien de la humanidad.
En estos momentos, los países en los que vive la mayoría de personas del planeta tienen más peso político y esto hace que cambie la perspectiva del bien común  para los occidentales. Hasta hoy, para el occidente consumista, metro del progreso, esas naciones eran, a lo sumo, potenciales proveedores de trabajo a bajo costo, grandes mercados para nuestros productos, motivo de preocupación por los flujos migratorios, objetivos de turismo exótico y en el mejor de los casos lugar para obras filantrópicas. A sus habitantes casi nunca se les consideraba, salvo por los misioneros, como personas con derechos y expectativas iguales a las de los ciudadanos occidentales, esto es como hermanos nuestros.
Pero si ahora los gobiernos de aquellas naciones a través del FMI pueden condicionar nuestras finanzas y por lo tanto y también nuestros comportamientos económicos, resulta más claro que el bien común no se refiere al destino de 1.500 millones, sino de todos los 6.500 millones de personas que hoy habitan el planeta.
Si todos tenemos iguales expectativas de una vida buena, salta de inmediato ante los ojos el gran engaño del consumismo: sus promesas de una vida feliz no son realizables para todos.
En torno a nuestro planeta existe una atmósfera respirable de entre 10 y 15 kilómetros de grosor. Si la tierra tuviera un metro de diámetro, el espesor de esta capa sería de tan solo dos milímetros.
Si todos los habitantes del planeta utilizasen tanta energía no renovable como la media de los países industrializados, el efecto invernadero que se produciría, haría elevar la temperatura bastante más de los dos grados considerados como máximo aceptable. El hielo del ártico y del antártico se derretiría anegando muchas partes del planeta, comprendido el valle del Po. La corriente del golfo se bloquearía y la temperatura en el norte de Europa sería como la de Canadá, cubierta de nieve y hielo durante meses.
Dado que, en la práctica, en 2007 ya se alcanzó la cantidad máxima anual extraíble de petróleo, y dado que el gas natural no es ilimitado, se debería utilizar cada vez más carbón, con una emisión mayor de anhídrido carbónico por KW producido.
La universalización del consumismo pondría en crisis también otras materias primas como el cobre. Tampoco sería sostenible un consumo medio de agua dulce como el que hoy desperdician los habitantes de las naciones industrializadas.
Finalmente tampoco habría - no habrá - suficientes puestos de trabajo, a menos que se inventen otros nuevos, para la mitad de la población del planeta que hoy tiene menos de 28 años: no todos podrán mantener una familia.
El tiempo de que disponemos no es mucho. Los países emergentes crecen a un ritmo del 7%-9% anual y cada año aparecen millones de nuevos consumidores potenciales de energía, agua y materias primas, que trabajan duro para consumir.
Antes de que se produzcan reacciones sociales de alcance hoy inimaginable, tenemos que repensar el sistema económico sobre cuyos paradigmas se basan todavía hoy los razonamientos de los gobernantes, que parecen no darse cuenta de que después de la ultima crisis el sistema occidental se mantiene en pie gracias a artificios monetarios, que proyectan hacia el futuro los fracasos del pasado, con un endeudamiento cada vez mayor, tal vez esperando que la inflación lo haga desaparecer.
Los centenares de miles de millones de dólares que ha perdido la banca en los últimos años por títulos tóxicos inmobiliarios, por la insolvencia de los clientes y ahora también por posibles insolvencias de algunos estados, no han salido todavía totalmente a la luz; están escondidos en los balances de los bancos por un importe que no es seguro que pueda ser reembolsable. Por eso, la Reserva Federal norteamericana, preocupada por la estabilidad, ofrece dinero a los bancos a un precio irrisorio, esperando que estos, prestándolo a quien lo necesite e invirtiéndolo en títulos a un alto rendimiento de los países emergentes, logren obtener las ganancias necesarias para cubrir todas las pérdidas.
Lástima que los banqueros, creyendo que esas ganancias se deben a su habilidad, intenten quedarse con una buena parte como incentivos personales.
Para poder repensar el sistema necesitamos ojos nuevos, abandonar la lógica aberrante que dice que hay que consumir por el bien común. Tenemos que cambiar de perspectiva y de modo de vivir, descubrir caminos que nos permitan sentirnos realizados sin necesidad de comprar más bienes inútiles o sustitutivos de otros que todavía están en uso.
El trabajo, por su parte, debe ser considerado como un verdadero bien social. En las pocas industrias que existen en los países emergentes que tienen como recurso principal las materias primas, trabaja tres o cuatro veces el personal que empresas similares utilizan en Occidente. Un consultor occidental tendría la tentación de aconsejar una reducción de plantilla a la cuarta parte, para ahorrar. Pero una vez hecho esto, ¿qué harían todas aquellas personas y sus familias? Es necesario razonar sobre la eficiencia de un modo diferente.
La economía de comunión vuelve la perspectiva del revés: las empresas actúan para alcanzar utilidades de modo transparente y legal, pero estas se utilizan en tres direcciones: para robustecer la empresa a fin de que compita mejor en el mercado y ofrezca más puestos de trabajo; para ayudar a personas en dificultad más allá de su ámbito, con ayudas directas en situaciones de emergencia y sobre todo con pequeños financiamientos (microcréditos) que permitan a los que no tienen trabajo inventarse uno productivo; y finalmente para difundir una cultura de comunión, sin la cual el sistema no puede operar, y lo hace promoviendo, entre otras cosas, estancias de jóvenes de otros países, para que, además del oficio, aprendan a vivir en comunión, en lugar de en competición, que es lo que muchas veces se enseña en las empresas de hoy.
Uno de los debates del presente, que enfrenta a empresarios y directivos de una parte y a trabajadores de la otra, es el aumento de la productividad de la empresa. Los primeros ven sobre todo las ventajas económicas del aumento de eficiencia y los otros el mayor compromiso y responsabilidad que comporta.
Sin embargo aumentar la productividad es un modo de vivir la pobreza. Es correcto perseguirla pero no es justo que solo una parte se apropie de sus frutos.
En un mundo de recursos limitados, obtener los productos necesarios sin derrochar recursos es indudablemente bueno. La economía de comunión, desde este punto de vista, lleva a todos los actores de la economía a la misma parte, dado que hace de las mayores utilidades un bien social.
En mi empresa, que opera como consultora en el sector petrolífero, en el que hay muchos residuos que se transforman en contaminantes, proponemos a las empresas de todo el mundo, y ellas comprenden la lógica sea cual sea su cultura, que adopten normas internas tendentes a distribuir las mayores utilidades obtenidas por el aumento de eficiencia en tres direcciones, en vez de destinarlas únicamente a los socios y a grandes primas para los directivos: una parte para mejorar las instalaciones de la empresa y la formación del personal, otra parte para el territorio en el  que opera la empresa, reduciendo el impacto ambiental y financiando obras deportivas, sanitarias o formativas, y la tercera parte para incentivos monetarios al personal.
Cierto es que los grandes incentivos de los directivos permiten ostentar una opulencia que atrae las miradas de los demás: a todos los seres humanos les gusta atraer la mirada de los demás y este es uno de los principales motivos por los cuales uno se compra un Rolex que no sirve para mirar la hora o un Ferrari que no sirve para desplazarse, puesto que luego difícilmente se puede dejar estacionado en la calle.
El hecho de que los habitantes de una zona sepan que el nuevo hospital o el campo deportivo son el resultado de tu ingenio y esfuerzo, puede atraer más miradas que un Rolex (el cual las miradas que atrae son de envidia).
Para que esta propuesta de una economía más humana y sostenible pueda ser tomada seriamente en consideración, hay que demostrar que funciona también desde el punto de vista económico. Por eso nos empeñamos en crear, junto a las ciudadelas del Movimiento, nuevas empresas agrupadas en parques empresariales.
Ya existen dos de ellos en Brasil, uno en Argentina, uno en Bélgica, uno en Italia cerca de Florencia y el último en Portugal, inaugurado hace ocho días con la presencia de jóvenes, empresarios y representantes de las instituciones locales y del parlamento, en el que operan cuatro empresas.
Las empresas que actualmente forman parte del proyecto son 797, repartidas por América del Norte, América del Sur y Europa, muchas de las cuales están conectadas por medio de una red informática, para intercambiar experiencias, productos, servicios y ayuda. Con las utilidades compartidas con los indigentes, este año 1.300 familias han recibido ayuda, se ha facilitado el estudio de 4.000 jóvenes y se han financiado pequeños proyectos en América Latina, África y Europa Oriental. Con las utilidades dedicadas a la formación se han creado becas de estudio para estudiantes extranjeros en la Universidad Sophia de Loppiano, que ofrece un master post universitario en economía y teología sobre la Cultura de la Unidad.
La economía de comunión hace que se sientan felices y realizados también los  empresarios no vinculados al Movimiento de los Focolares, así como las personas que en momentos muy duros de su vida han encontrado consuelo y alegría precisamente al compartir en su lugar de trabajo, o personas que han dejado un recuerdo duradero por su forma de trabajar.
En el medioevo se utilizaban buena parte de las ganancias para construir catedrales en las que, a pesar de su mala vida, las personas se sentían sublimadas y  dejaban un signo para la posteridad como testimonio de su fe y de su cultura que anteponía lo espiritual a lo material.
La economía de comunión también quiere construir una catedral, pero no hecha de piedras sino de personas que creen en una economía humana que no es una lucha por la supervivencia sino un esfuerzo para crecer juntos, de manera sostenible para las generaciones de hoy y de mañana.

Discurso realizado por Alberto Ferrucci en el ámbito de una serie de eventos titulados: "Ciudad: mosaico de relaciones - Arts and Culture reshaping urban life".
Fuente: EDC Online
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