Creamos el Estado, el Estalo liberal, para proteger la propiedad privada y mantener el orden público y otorgamos la soberanía al pueblo, considerándolo capaz de ordenar su futuro y darse sus propios gobiernos, sin necesidad de imposiciones regias, nobiliarias, militares o eclesiásticas. Así es, la libertad de pensamiento creó el Estado, no el Estado a nosotros.
En la Inglaterra del Siglo XVIII, oprimidos por el yugo del conservadurismo extremo, los liberales del momento hasta entonces agrupados en gremios artesanales, decidieron alzarse contra la injusticia de la inmovilidad del capital y, mediante la Revolución Industrial, hacer que Europa entrara en el carro de la modernidad. Poco tiempo más tarde, en Francia, siguiendo la estela británica y con el pensamiento ilustrado como fin último, otra Revolución, esta vez, a todos los niveles, dio el vuelco definitivo a la Historia del viejo continente. Desde entonces, pasamos de ser súbditos a ser ciudadanos y, con ello, a ser libres y dueños de nuestro destino, a tomar decisiones en base al razonamiento y no un dogma impuesto.
Creamos el Estado, el Estalo liberal, para proteger la propiedad privada y mantener el orden público y otorgamos la soberanía al pueblo, considerándolo capaz de ordenar su futuro y darse sus propios gobiernos, sin necesidad de imposiciones regias, nobiliarias, militares o eclesiásticas. Así es, la libertad de pensamiento creó el Estado, no el Estado a nosotros.
Sin embargo, cual hienas a la espera de que el león deje algo de la presa que se ha molestado en cazar, los paternalistas del momento, que han ido cambiando de nombre hasta acuñar el actual de socialdemócratas, se apropiaron del invento liberal a finales del Siglo XIX, para transformarlo y desvirtuarlo, para convertirlo en el padre severo e instructor de sus vidas que la cobardía y la ignorancia les permitía ejercer con libertad. Despreciaron la luz de la razón como el que muerde la mano que te da de comer y convirtieron el instrumento al servicio del pueblo soberano en un castillo de Drácula al que todos, como en la fila del matadero, somos llevados irremediablemente para ser sangrados en forma de impuestos. Han convertido al protector de la propiedad privada en el inquisidor general de la expropiación al servicio de sus propios fines y, al ciudadano, en simple masa al servicio de su causa. Es, por ello, el mal llamado progresismo político, ese paternalismo vampírico disfrazado de cordero, el cáncer de la libertad y la razón de todos los individuos.
Y es que, este Estado gigantomórfico cuyos tentáculos se meten hasta las alcobas, ora progresista, ora conservador, nos es más que un ladrón que vacía nuestros bolsillos como el vampiro las venas yugulares, que sacia su apetito a base de nuestro trabajo y nuestras ideas, fruto de nuestra razón, para seguir manteniendo el inmenso chiringuito político que entre meapilas y progres trasnochados se han montado, usando la radiotelevisión pública como el ojo que todo lo ve dentro de cada casa.
Pongo como ejemplo la aceptación de una herencia; algo que, por lo que todo el mundo pasa antes o después. Es legítimo, al menos así lo consideramos los que creemos en la propiedad privada, que cuando tus antecesores fallecen te leguen lo que su trabajo y esfuerzo les ha proporcionado. Aunque sea el hecho de haber conservado lo que a ellos también les legaron. Y, esto, ha sido así desde tiempos de Roma, hace más de dos mil años. Mucho antes de que algunos consideraran que imponer un castigo financiero al consumo es una solución.
Pues bien, que no piense nadie que ese legítimo patrimonio le pertenece en su totalidad porque, no se nos olvide, que de por medio entra el vampiro público. Así, debemos satisfacer el importe del impuesto sobre sucesiones; también, las tasas del notario, que tiene que dar fe por si alguien no se ha enterado aún; y, como se entiende que somos imbéciles, las del Registro, para dar fe pública de nuevo, por tercera vez. Eso sí, pagas las tres veces. Todo, más lo que te quite Hacienda en la próxima declaración. Concluyendo, perdemos casi la mitad de lo que nuestros padres nos dejan sin hacer nada, simplemente porque el Estado, ese joven cachorro que los liberales educaban para ser su protector, ha sido transformado por todos los que aún vitorean a Lenin y Stalin en un ser cruel y carroñero que nos postra a sus pies y nos humilla haciéndonos creer libres mientras cada día somos más presos.
Román Terol
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