Curso de Verano organizado por la Fundación Independiente y la Fundación General de la Universidad Complutense de Madrid
El Escorial (Madrid), 11/15 agosto de 1997
Separata del número extraordinario de "Cuadernos de Sociedad". 8ª Conferencia
Para lo que tiene que ser mi intervención en este curso sobre «la  necesaria vertebración de la sociedad», los organizadores han elegido un  título en cuyos extremos figuran dos palabras -Estado y Sociedad- con  una intencionalidad adversativa que se observa a primera vista. Sin  embargo, en ambos extremos del título se repite la palabra bienestar  dando fe de que el objetivo a lograr es precisamente el bienestar,  aunque, en cuanto a la manera o los medios de lograrlo, las opiniones  pueden ser no sólo distintas sino incluso contrapuestas. Hay más, la  cadencia del enunciado completo -«Del Estado del Bienestar a la Sociedad  del Bienestar»- acredita que los organizadores -y yo con ellos- piensan  que desde la situación presente -el Estado del Bienestar- hay que  evolucionar hacia una meta mejor que quedaría definida por el sintagma  «la Sociedad del Bienestar». No podía ser de otra manera en un curso  dirigido por la Fundación Independiente, cuya aspiración principal es la  revitalización de las estructuras sociales espontáneas como la mejor  manera de alcanzar los objetivos a los que el hombre como hombre, antes  que como ciudadano, aspira ineludiblemente, y entre los cuales ocupa un  lugar fundamental el anhelo innato al bienestar.
Empezaré, pues, por hacer algunas reflexiones sobre el bienestar; pasaré  después a exponer, cómo, en mi opinión, el intento de proporcionar este  bienestar a todos mediante la actuación premeditada y directa del  Estado ha fracasado moral y económicamente; y finalmente intentaré decir  cómo puede efectivamente alcanzarse el deseable bienestar mediante la  espontánea actuación de la persona humana, individualmente o en  asociación con quien libremente desee, siempre que el Estado no  interfiera en este propósito y se limite, que no es poco, a crear el  marco legal para que la acción humana espontánea se produzca, acudiendo,  simplemente, en virtud de la función subsidiaria que le es propia, a  resolver aquellos pocos casos en los que los individuos no son capaces  de lograr, por sí solos, el nivel indispensable de bienestar.
El bienestar
Sabemos, por propia experiencia, por observación de lo que ocurre a  nuestro alrededor y por la enseñanza de la más sana filosofía, que el  hombre tiende naturalmente a la felicidad. No se necesitan muchas  demostraciones para probar que el hombre, en su polifacético obrar,  busca inexorablemente la felicidad, aunque en la apreciación de lo que  apetece como bueno pueda errar, y de hecho yerra frecuentemente. Lo cual  no obsta para decir que siendo el hombre libre, aunque con libertad  humana imperfecta -solamente Dios es verdaderamente libre- la voluntad  humana apetece libremente la felicidad, aunque la apetezca de modo  necesario. Es cierto que la felicidad es un concepto subjetivo y cada  uno, según sus disposiciones anímicas, la cifrará a su manera, de forma  que bien puede decirse que hay tantas formas de buscar la felicidad como  hombres y mujeres existen, aunque, tal vez, quepa añadir que algunos  puedan pensar que la mejor manera de ser feliz es no preocuparse  demasiado por llegar a serlo. Sin embargo, cabe ciertamente afirmar que  entre los objetivos o fines que el hombre se puede proponer en busca de  la felicidad, en términos generales, ocupa un lugar destacado el  encaminado a satisfacer no sólo las necesidades básicas o de  subsistencia -en las que el hombre no se diferencia de los animales  irracionales-, sino también y sobre todo las necesidades superiores, que  únicamente el hombre siente, y que comprenden con los bienes del  espíritu, la inclinación hacia lo que se llama el bienestar, como una  realidad condicionada por el uso de las cosas materiales no  absolutamente imprescindibles para poder mantenerse en la existencia.
Ahora bien, la aspiración a cubrir las necesidades básicas y, por encima  de ellas, las originadas por la inclinación al bienestar, requiere el  empleo de recursos que, por lo general, son escasos. Y aquí empieza la  historia del hombre que, desde que Dios lo puso en la tierra, para que  la trabajara, no ha cesado de luchar para extraer de su seno lo  necesario para el logro de este bienestar que innatamente desea. De tal  forma que Alfred Marshall pudo definir la economía como «el estudio de  aquella parte de la acción individual y social que está más íntimamente  relacionada con la consecución y uso de los requisitos materiales del  bienestar». Pero la simple observación de lo que, a lo largo de la  historia, ha sucedido, pone de manifiesto que no todos ni siempre logran  este bienestar que apetecen y al que, por su propia condición de  personas humanas, tienen derecho. Y aquí es donde se asientan los  argumentos para pretendidamente justificar la intervención del Estado  para adoptar el papel de benefactor de los necesitados, dando lugar a lo  que, con el paso del tiempo, ha venido a ser lo que hoy conocemos con  el nombre de Estado del Bienestar. 
El Estado del Bienestar
En este punto, con el que doy comienzo a la segunda parte de mi  exposición, no me parece ocioso llamar la atención sobre la componente  política -en la acepción menos noble de la palabra- de los orígenes de  tal actuación estatal. Fue en efecto el Canciller Bismarck quien, en los  años ochenta del siglo pasado, en su lucha contra el naciente  socialismo, adoptó determinadas disposiciones sociales de carácter  paternalista, pensando que, si los obreros percibían que el Kaiser se  ocupaba de ellos, dejarían de oír los cantos de sirena del partido  socialista. Sin embargo, pese al sesgo interesado y al carácter espúreo  de su origen, nada habría que objetar, hasta aquí, a una política  tendente a resolver las necesidades básicas de los estratos menos  favorecidos de la sociedad, ya que sin duda existe acuerdo en que  alguien debe tomar la decisión de subvenir a la indigencia.
Lo que sucede es que, a partir del final de la primera Guerra Mundial,  lo que debía haber quedado como un sistema de resolver las necesidades  actuales y futuras de aquellas pocas personas que, por distintas  razones, no son capaces de hacerlo por sí mismas o en voluntaria y libre  colaboración con otros ciudadanos, se fue convirtiendo en un  instrumento para universalizar la protección social, con carácter de  servicio público, burocratizado, para pobres, clases medias y ricos.  Este modelo impuesto por los políticos, con la complicidad de las élites  dirigentes que, al amparo del pensamiento keynesiano, habían perdido la  fe en el Estado liberal, con el paso del tiempo ha ido extendiendo su  ámbito de acción y engrosando la magnitud de sus prestaciones, sin que  se sepa bien hasta dónde hay que llegar. 
Puede decirse que este Estado del Bienestar es el que desean los  votantes, pero la verdad es que éstos no tienen mucho donde elegir  porque, a pesar de que los resultados insatisfactorios del modelo fueron  pronto patentes, los políticos -sean socialistas sean conservadores-  tienden todos a ofrecer programas de gasto en favor de sus clientelas, a  fin de ganar las elecciones que es lo que realmente importa a los  políticos. Si los ciudadanos han aceptado, implícitamente, el  planteamiento del Estado del Bienestar, ha sido bajo el engaño de  hacerles creer que la protección que les otorgaba era gratuita; siendo  así que la pagamos todos -unos más y otros menos- hasta que resulte  imposible pagarla, cosa que ya está sucediendo.
Desgraciadamente, a pesar de la amarga experiencia del desempleo que se  ha abatido sobre Europa -y en especial sobre nuestro país- a  consecuencia, sin duda, del modelo socio-económico que late tras el  Estado del Bienestar, la realidad es que los políticos, presos ellos  mismos del engaño en que han hecho incurrir a sus electores, no se  atreven a mentar nada que pueda suponer un intento de cambio del sistema  de protección social, a pesar de que estén convencidos de que hay  aspectos del mismo con imperiosa necesidad de ser modificados. Y es que  aun haciéndoles gracia de no caer, en interés partidista, en el fomento  del fraude y en la corrupción del sistema, la tentación de utilizar los  alegados beneficios de la Seguridad Social con fines electorales es muy  grande.
Pero los hechos son tenaces y, si no se toman las necesarias medidas  correctoras, como están ya haciendo algunos países europeos, la quiebra  económica del Estado del Bienestar, sobre todo en lo que se refiere a  las pensiones, la sanidad y la protección del desempleo, es inexorable,  en un plazo más bien corto, ya que es imposible y, dentro del proyecto  de la Unión Europea todavía más, intentar cubrir el déficit que estas  prestaciones provocan, con más y más deuda; deuda, que a su vez, a causa  del peso de los intereses, es generadora de mayor déficit.
El Estado del Bienestar, tal como se ha concebido y aplicado, ha sido y  sigue siendo perjudicial, pero no solamente por la quiebra económica a  que conduce. Con ser esto malo, a mi juicio no es lo peor. Lo peor del  Estado de Bienestar es el daño que ha hecho a la mentalidad de los  hombres de nuestro siglo. El Estado ciertamente debe proteger las  situaciones de indigencia y, en ejercicio de su función subsidiaria,  extenderla a los contados casos que la sociedad no puede atender. El  error del Estado del Bienestar es haber querido que esta protección se  universalizara, alcanzando al inmenso número de aquellos que, sin  necesidades perentorias, debían haber sido puestos a prueba para que  dieran los frutos de que la iniciativa individual es capaz; en lugar de  ello, generaciones enteras han sido adormecidas por el exceso de  seguridad, con cargo al Presupuesto y, lo que es peor, en detrimento de  las unidades productivas de riqueza que, de esta forma, se sienten  desincentivadas. En este sentido el nivel a que se ha llevado el Estado  del Bienestar ha traicionado incluso el pensamiento de Lord Beveridge,  tenido por el padre del Estado del Bienestar moderno, quien había  escrito: «el Estado, al establecer la protección social, no debe sofocar  los estímulos, ni la iniciativa, ni la responsabilidad. El nivel mínimo  garantizado debe dejar margen a la acción voluntaria de cada individuo  para que pueda conseguir más para sí mismo y su familia».
Lo que, contrariamente, ha sucedido, es que nuestros contemporáneos,  acostumbrados a tener cubiertas, sin esfuerzo, todas sus necesidades  básicas, desde la cuna hasta la tumba, han perdido el amor al riesgo y a  la aventura, creadora de riqueza. Preso de una paralizante excesiva  seguridad, el hombre de hoy se desinteresa progresivamente de su  contribución al desarrollo de la sociedad, lo que conduce a  instituciones cada vez más ineficaces y anquilosadas. En esta situación,  lo único que subsiste es la ambición por el enriquecimiento rápido y  sin esfuerzo, fomentando la corrupción y el empleo de toda clase de  artes torcidas para lograrlo.
El Estado del Bienestar, en manos de políticos que buscan sus propios  objetivos de perpetuación en el poder, produce efectos contrarios a los  que dice perseguir. El seguro de desempleo amplio y duradero, produce  más paro; la ayuda a los marginados produce más marginación; los  programas contra la pobreza producen más pobres; la protección a las  madres solteras y a las mujeres abandonadas, multiplica el número de  madres solteras y el número de hogares monoparentales... Los estatistas  dicen que, a pesar de todo, el Estado del Bienestar produce sociedades  socialmente más justas. Y pretenden probarlo, porque, haciendo un empleo  abusivo del concepto de «justicia», han convertido en «derechos» a  satisfacer en nombre de la «justicia social», lo que no eran más que  reivindicaciones propugnadas por determinados grupos políticos y  sindicales. Por eso, aunque, en España, desde 1970 el peso del gasto  social sobre el PIB se ha más que doblado, la gente no se siente  satisfecha y pide más y más amplias prestaciones, continuando la  escalada de presiones para convertir en derechos las pretensiones más  absurdas y abusivas, como es, por ejemplo, la demanda de hacerse  reembolsar los gastos de abortar, con lo cual, además de haber  legalizado el crimen, se pretende que el crimen en que el aborto  consiste sea pagado con el dinero de los contribuyentes, con total  vulneración de lo que debe entenderse por Estado de Derecho.
Los defensores del Estado del Bienestar dicen, también, corrompiendo de  nuevo los conceptos, que, gracias a él, nuestras sociedades son más  solidarias, cuando, en realidad, la solidaridad organizada con cargo al  Presupuesto lo que hace es expulsar la virtud personal de la  solidaridad, con sacrificio personal, de la que la sociedad dio  abundantes pruebas antes de que el intervencionismo estatal justificara  la inhibición del individuo. Este es el daño moral hecho por el Estado  del Bienestar: la vinculación del individuo al Estado. Sus efectos serán  muy difíciles de desarraigar en unas generaciones crecidas al amparo  del Presupuesto. No sin razón se ha podido decir que el ciudadano de  nuestros días contempla la seguridad que el Estado del Bienestar le  proporciona como algo consustancial a su propia forma de vida y a lo que  difícilmente va a renunciar. Esto es lo malo. 
La sociedad del Bienestar
La crítica económico-financiera y sobre todo moral que acabo de hacer al  Estado del Bienestar no significa, ni mucho menos, que tengamos que  renunciar a la búsqueda del bienestar social. Lo que significa, y con  ello entro en la tercera parte de mi intervención, es que hay que  buscarlo por otro camino y este camino no puede ser más que el de  devolver el protagonismo al individuo y a la sociedad, replegándose el  Estado al papel que le es propio. Yo no soy anarquista y, por lo tanto,  no pretendo elaborar un modelo de bienestar en el que el Estado esté  ausente. Creado por el hombre, para servirle a él y a la sociedad, que  es un producto espontáneo de la propia naturaleza humana, el Estado es  necesario. El Estado debe existir, acotado a los límites determinados  por los fines para los que primigeniamente fue concebido, es decir, para  servir, y no como ahora sucede, para ser idolatrado, sacrificando en su  honor a las personas y a sus bienes materiales y espirituales, entre  los cuales están la libertad y la dignidad humana, tantas veces  conculcadas por las concepciones estatistas. 
El Estado debe existir para servir a la sociedad, no al revés,  definiendo el marco legal dentro del cual los individuos, aisladamente o  en asociación con quien deseen, puedan perseguir libre y  responsablemente sus propios fines; y administrando justicia entre los  ciudadanos, todos iguales ante la ley, para dirimir los conflictos que  en la persecución de estos fines puedan presentarse. Descendiendo al  campo concreto del bienestar, que es el que esta mañana nos ocupa, el  Estado, si se me permite el juego de palabras, no debe, en principio,  dar al hombre lo que necesita para asegurarse el bienestar, sino darle  la seguridad de que por sí mismo puede ganarse el bienestar que  necesita, espoleando en él, con los adecuados incentivos, el ímpetu para  abrirse camino en la vida, es decir, fomentando la responsabilidad de  forjar la propia existencia, generando en el individuo la garra  suficiente para afrontar la lucha con vistas a la realidad presente y a  las eventualidades del futuro. O sea, propiciando todo lo que el Estado  del Bienestar ha destruido, pretendiendo dar a todos una excesiva y, por  ello, paralizante seguridad.
Todo individuo, en orden a la satisfacción de sus necesidades  económicas, intenta maximizar la utilidad de su consumo a lo largo del  tiempo, mediante una adecuada combinación de gasto y ahorro. El hombre  sabe que, contando con sus solos medios, si desea disponer de recursos  en el futuro para atender a toda clase de necesidades, previsibles o no,  ha de sacrificar el consumo presente en aras de un ahorro que le  asegure el futuro. Esta convicción hace al hombre emprendedor y  prudente, al mismo tiempo. Emprendedor, para asumir aquellos riesgos  razonables que prometen mayores ingresos, y prudente, para apartar del  consumo aquella razonable parte de los ingresos destinados a la  previsión del futuro. Por esto el ahorro es una virtud.
Esta situación, que es, a mi entender, la deseable, es la que se produce  cuando el Estado no lo impide. En ausencia del intervencionismo  estatal, la sociedad se vertebra y produce, por iniciativa individual,  todas aquellas instituciones de carácter privado necesarias para el  logro de los objetivos del bienestar. El primer resultado de este cambio  de enfoque es que los objetivos se lograrían mejor, es decir, más  eficientemente y a menor coste. Todo el mundo está convencido de que los  sistemas privados de prestaciones sociales son más eficaces y baratos  que los públicos. Incluso los que defienden la Seguridad Social pública,  lo hacen, no por razones económicas, sino por la necesidad -dicen,  erróneamente, desde luego- de primar la equidad sobre la eficiencia,  reconociendo, implícitamente, lo que hoy ya no se discute, es decir, que  la eficiencia está del lado privado. Es más, en el supuesto de que el  Estado quiera reservarse -en algunos casos razonablemente, como veremos-  el papel de financiador total o parcial de las prestaciones sociales,  su provisión puede y debe confiarse al sector privado porque lo hará  mejor y más barato.
Para anticiparme a las críticas -que, sin haberse expresado, estoy ya  oyendo- a las críticas, digo, basadas en el presunto menosprecio del  sistema expuesto hacia aquellas personas que ni son capaces por sí  mismas de hacer frente a sus necesidades de bienestar presente y futuro,  ni disponen tampoco de los medios para acceder a las instituciones que  la sociedad civil promueve, me gustaría explicar con cierto detalle, por  vía de ejemplo, cómo funcionaría, cómo debería funcionar, sin olvidar a  los menos capaces, un sistema de bienestar social, proporcionado por la  libre iniciativa de la sociedad, en tres campos tan sensibles y  significativos como son la enseñanza, la asistencia sanitaria y el  sistema de pensiones, a fin de probar que el sistema liberal que  propugno ni es insensible ni inhumano.
Empezando por la enseñanza, habría que privatizar todos los centros de  educación, primaria, secundaria, profesional y universitaria y, en los  casos en que no resulte, por el momento, posible, hay que desenchufar  los centros estatales de los presupuestos del Estado, dotándoles de  autonomía de gestión, así como suprimir todas las subvenciones a los  llamados centros concertados, de forma que unos y otros, con las tasas o  matrículas necesarias para cubrir sus respectivos costes, compitieran  en eficacia, calidad y precio, a fin de que los padres o los propios  alumnos pudieran elegir el Centro que más les convenza. De esta forma se  acabaría con la injusticia, la inmoralidad, de que el Estado imparta  educación gratuita o a un precio irrisorio, tanto al hijo del mayor  potentado como al hijo del obrero menos remunerado. Esta situación es  inmoral porque la diferencia entre, por ejemplo, las 70.000 pesetas de  la matrícula y las 500.000 pesetas, por lo menos, que es el coste real  de una plaza en una Facultad Universitaria, la pagan en sus impuestos  principalmente las clases medias, incluidas aquellas personas que no  utilizan los servicios educativos. 
Naturalmente que, para tranquilizar a los críticos, añadiré que, dejando  aparte que en el Estado liberal la gente dispondría de mayores rentas  netas a consecuencia de los menores impuestos que esta clase de Estado  reclama, el sistema que propugno no se opone a que el Estado, para que  no se pierda ninguna inteligencia por falta de medios económicos,  facilite bonos escolares a quienes lo necesiten, de acuerdo con su nivel  de renta, a fin de que cada uno aplique el bono, en pago total o  parcial, a la escuela, instituto o universidad libremente elegida y que,  al no ser subvencionada, ofrecería precios de matriculación de acuerdo  con sus propios costes reales y según la calidad de la enseñanza  impartida. Pienso que este esquema es más razonable que el actual y deja  a salvo la atención a los menos pudientes.
Aunque el sistema descrito es sustancialmente aplicable a todas las  otras áreas del bienestar, pasemos a la asistencia sanitaria, donde para  mejorar una eficiencia que hoy está por los suelos, es indispensable,  también, aumentar la competencia entre todos los prestadores de  servicios para la salud, sean centros hospitalarios, sean oficinas de  farmacia, sean, en su caso, compañías aseguradoras del coste de estos  servicios, llegado el momento de su utilización por parte de los  usuarios finales. Veamos, brevemente y a título de ejemplo, lo que cabe  hacer con los actuales hospitales públicos. Estas instituciones pueden  ser vendidas o, en su caso, cedidas por el Estado a grupos privados,  quienes previo pago de un canon al Estado por dicha cesión, facturarían a  las Compañías Aseguradoras, o Mutuas, los gastos incurridos por sus  afiliados. Estas Compañías captarían sus clientes entre los que  quisieran «desengancharse» de la Seguridad Social dejando de cotizar la  parte correspondiente a sanidad. Naturalmente que para admitir la  deducción de cuotas habría que demostrar la existencia de póliza de  cobertura privada, ya que el Estado no puede permitir que, por falta de  la misma, recayera sobre él la subsidiaria función asistencial.
En la línea de la protección a los que no dispongan de medios para  afiliarse a una Mutua, o hacerse su propio seguro de asistencia  sanitaria, el Estado, en su papel subsidiario,en el que según se ve no  ceso de insistir, proporcionaría, como en el caso de la enseñanza, bonos  sanitarios para ser gastados en el centro médico que cada uno eligiera.
Pero es en el campo de las pensiones de jubilación donde quizá mejor se  ve lo que estoy propugnando. El actual sistema español de pensiones,  público y de reparto, exige su reconversión para hacerlo privado y de  capitalización. Las razones de esta afirmación son obvias. El sistema  vigente es, en primer lugar, injusto porque la pensión del jubilado de  ayer la pagan los trabajadores de hoy, trasladándose así la carga hacia  las generaciones futuras que no saben si, cuando llegue la hora de su  jubilación, habrá alguien que pague sus pensiones. Porque el sistema,  además de injusto, es ineficiente; tiende a la quiebra. Cuando había  cuatro trabajadores por jubilado, el sistema sin dejar de ser injusto,  funcionaba; pero, a medida que la población envejece y el paro aumenta,  va disminuyendo la base en que se apoya el invento. Cuando se llegue, ya  estamos cerca, a que no haya ni un trabajador por jubilado, ¿cómo vamos  a pagar las pensiones? Por esto el sistema, más pronto o más tarde,  inexorablemente quebrará. Todos los estudios lo confirman y el propio  Pacto de Toledo, artimaña política para mantener el sistema público y de  reparto, lo reconoce cuando, para asegurar el pago de las pensiones en  el futuro, no encuentra otra solución, en forma más o menos disimulada,  que reducirlas.
Por esto, aun aquellos que, en nombre de una mal entendida solidaridad,  no quieren reconocer la inmoralidad del sistema de reparto y la  ineficiencia de la gestión pública del mismo, no tienen más remedio que  aceptar que, finalmente habrá que cambiarlo, para pasar -gradualmente,  desde luego- a un sistema en el que cada uno se construya la pensión que  desee para el futuro con su propio ahorro de hoy, de acuerdo con su  propia función de utilidad. Yo ahorro ahora para tener más el día de  mañana. Si gasto más hoy, tendré menos mañana. Optar por una u otra  alternativa debe ser una libre decisión de cada cual. Cada cual debe  fabricarse la pensión, o el seguro de enfermedad, de que quiera  disponer. ¿Significa esto que el Estado no tiene nada que decir en este  asunto? Desde luego que no. El Estado tiene dos funciones a realizar: la  función reguladora y la función subsidiaria. En méritos a la primera,  el Estado debe obligar a todo el mundo a asegurarse una pensión mínima  que, en la mayoría de los casos, debe ser equivalente o próxima al  salario que se percibe. ¿Qué se necesita para esto? ¿Detraer, por  ejemplo, un 10% del salario? Pues se detrae, con exención fiscal desde  luego. ¿Alguien quiere obtener una pensión más amplia y quiere ahorrar,  por ejemplo, un 20%? Ahorre un 20%, que también debería estar exento de  impuestos para estimular el ahorro, ya que el ahorro, que se convertirá  en inversión, es bueno para el país. Que cada uno ahorre para su pensión  lo que quiera, pero el Estado debe exigir el mínimo, porque si alguien  no se asegura, puede caer en la indigencia y el Estado, en méritos de la  otra función, que es la subsidiaria, tendría que acudir en socorro de  ese indigente, que ha llegado a serlo porque ha querido, no porque no  haya podido.
El caso del que no ha cumplido con la obligación de asegurarse la  pensión mínima porque no ha podido, porque no ha tenido ingresos de  donde detraer el ahorro, es completamente distinto. En este caso, la  aplicación del principio de subsidiariedad entra de lleno. En este caso,  el Estado debe pasarle una pensión, que llamamos «asistencial» y que se  financia con cargo a los Presupuestos Generales; es decir con cargo a  los impuestos que pagan todos los contribuyentes y que, como ya he  señalado, serán impuestos muy reducidos, porque, en el modelo de Estado  mínimo que estoy defendiendo, el Estado necesita poco dinero. Pero las  pensiones que llamamos «contributivas» deben hacerse capitalizando cada  uno su propio ahorro, con un mínimo obligatorio y voluntariamente por  encima de dicho mínimo.
Ahora bien; que el Estado obligue a todos los ciudadanos a constituirse  una pensión mínima no quiere decir que los fondos destinados a ello, así  como los destinados a capitalizar pensiones voluntarias de mayor  importe, tengan que ser administrados por el Estado. El Estado obliga  hasta un mínimo y estimula fiscalmente por encima del mínimo, pero este  ahorro forzoso o voluntario que cada uno realiza debe poder invertirlo  en la capitalizadora privada que prefiera de acuerdo con las condiciones  que le ofrezca, en régimen de competencia, que quiere decir de  eficiencia, con la ventaja añadida de que el ahorro administrado por las  capitalizadoras sirve para financiar, a través del mercado de  capitales, la economía privada creadora de riqueza y empleo.
De esta forma, gracias a la mayor eficiencia del régimen de mercado, con  el mismo ahorro se obtendrían pensiones mayores de las que ahora  promete la Seguridad Social y, andando el tiempo, no podrá pagar,  porque, como los cálculos imparciales demuestran, el sistema quebrará.  Los políticos, del partido que sea, no quieren hablar de ello, porque  piensan que les quita votos, pero de hecho es imposible mantener nuestro  sistema público de pensiones.
Conclusión
Preferir al Estado del Bienestar la Sociedad del Bienestar que, desde  luego requiere la presencia del Estado, pero de un Estado mínimo, que  cree el marco regulador y ejerza simplemente la función subsidiaria, no  impide reconocer que, en las actuales circunstancias, es difícil que la  sociedad civil asuma el papel que le corresponde. No porque  intrínsecamente carezca de capacidades para ello, sino porque, tras  décadas de intervencionismo estatal, estas capacidades han sido  adormecidas. Pero precisamente porque, adormecidas, siguen latentes, no  es imposible despertarlas, regenerarlas y vertebrarlas para que  produzcan con toda pujanza los frutos deseables.
Es cierto que, al día de hoy, la virtud moral de la solidaridad, que  supone sacrificio y esfuerzo personal, aparece dañada por los efectos  deletéreos de la solidaridad organizada por el Estado, con cargo al  presupuesto, porque las conciencias se sienten tranquilizadas, ya que  -piensan los ciudadanos- para ocuparse de los otros ya está el Estado,  que para esto nos quita el dinero con los impuestos. Pero, a pesar de  ello, todos podemos observar la presencia y hasta el auge de tantas  organizaciones no gubernamentales, que es un nombre moderno para  designar el antiguo y permanente fenómeno del voluntariado social. No es  que yo pretenda que el bienestar de los incapaces de procurárselo por  ellos mismos haya que esperarlo exclusivamente de la benevolencia o la  beneficencia de los que tienen más recursos; ya he dicho insistentemente  que esta función ha de ser asumida por el Estado, en el ejercicio de su  papel subsidiario. Si he querido referirme al fenómeno del altruismo  que, sin duda, existe en nuestra sociedad a pesar de que, en su  conjunto, aparezca como tan egoístamente hedonista, ha sido para hacer  caer en la cuenta del potencial de la sociedad para, acertadamente  estimulada, desarrollar todo el poder creador inserto en la propia  libertad del hombre. Y es este potencial el que debe crear las  instituciones civiles que, reemplazando al Estado en el papel que  errónea e ineficazmente tiene asumido, sirvan para lograr, en interés  propio que no es sinónimo de egoísmo, el deseable bienestar de los  promotores, sabiendo que, aun sin proponérselo, lograrán también el  bienestar de los demás.
Para este despertar de la sociedad frente al Estado, para este rearme de  las instituciones civiles es necesario insistir, en toda ocasión, como  incansablemente hace la Fundación Independiente, entre otras entidades,  en la inexcusable recuperación de los valores morales individuales y de  la convivencia, así como en la responsabilidad que alcanza a todos  aquellos que con sus palabras y su ejemplo pueden ayudar a la  revitalización de las estructuras espontáneas capaces de evolucionar,  prescindiendo de la no deseable actuación gubernamental, los grandes y  pequeños problemas del cotidiano vivir, a fin de alcanzar aquel nivel de  bienestar que, como decía al empezar, es necesario para que el hombre  pueda atender, sin agobios materiales, al cultivo de los valores  superiores del espíritu que, como ser racional y libre, de naturaleza  trascendente, le son exclusivamente propios.
http://www.liberalismo.org/articulo/9/13/estado/bienestar/sociedad/bienestar/