Juan J. Molina

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lunes, 15 de abril de 2013

«Todos sabemos qué hacer, lo que no sabemos es cómo ser reelegidos si lo hacemos». Por Juan Manuel López Zafra


«Todos sabemos qué hacer, lo que no sabemos es cómo ser reelegidos si lo hacemos».



Acabar con el desastre

Una de las características más interesantes de la actual crisis de deuda es la reapertura de un debate que los economistas de las dos escuelas de pensamiento mayoritarias -keynesianos y monetaristas- se habían preocupado de ocultar. Efectivamente, los primeros acabaron aceptando como mal menor que la política monetaria -aumentar la oferta de dinero artificialmente y controlar los tipos de interés- tenía su sentido, y los seguidores de Chicago, a su vez, admitieron las tesis keynesianas de que un cierto nivel de gasto público sostenido puede ser un activador de la demanda. Un buen día, la política de manipulación de los tipos de interés de los bancos centrales y el aumento desmesurado de la deuda pública convergieron en el desastre que algunos economistas llevaban tiempo augurando.

Desde hace más de 70 años la escuela keynesiana ha promocionado el gasto público como vía de solución a las crisis. «Es precisamente gracias a los hombres desempleados y al equipo sin utilizar, y nada más, que podremos hacer estas cosas», escribió Keynes. Ante la falta de acción del sector privado, sólo las obras públicas pueden recuperar la economía. No cabe duda que el planteamiento, rompedor en su época, tiene su atractivo. Todo el mundo entiende que los precios fluctúan, en un mercado libre, de acuerdo con la oferta y la demanda. Sin embargo, al tener el control de la emisión de moneda y actuar como «prestamistas de última instancia», en expresión del periodista inglés Walter Bagehot que ha hecho fortuna, los bancos centrales tienen la potestad de fijar, discrecionalmente, los tipos de interés e intervenir de esa manera en las decisiones de gasto e inversión de empresas y particulares, aumentándolos para enfriar la economía y reduciéndolos para estimular el consumo.

Esos son los dos mecanismos básicos por los que se han regido las economías avanzadas durante los últimos 60 años, buscando soluciones claramente cortoplacistas para situaciones excepcionales. Pero los estados no tienen ya fondos para invertir en obra pública (ésta era la condición de Keynes) y han decidido comerse el ahorro de las generaciones futuras mediante la emisión de deuda pública. Al tiempo, los bancos centrales no tienen margen para bajar más los tipos de interés y en casi todos los casos han optado por la emisión de moneda. Y ha sido la aplicación excesiva de políticas de estímulo la que ha llevado a la situación en la que nos encontramos, como bien recordaba David Stockman, ex director de Presupuestos con Ronald Reagan, hace dos semanas en The New York Times.

El panorama parece sombrío. Sin ahorro real para financiar inversión del Estado, sin margen para reducir los tipos ¿queda alguna posibilidad? La respuesta es sí. Claro que hay alternativas. Además de la necesaria austeridad presupuestaria (que consiste no en subidas de impuestos, sino en el imprescindible adelgazamiento del Estado), sólo hay una forma de hacerlo: fijar el valor de la moneda a un patrón de referencia. En ese sentido, el euro ha jugado en parte ese papel, al obligar al político a renunciar a su siempre excesiva propensión al gasto; sin embargo, las continuas renegociaciones de los niveles fijados de déficit (que en la práctica se traducen en fracturas de la credibilidad de aquellos países que lo incumplen) hacen que, a pesar de sus innegables ventajas, el patrón euro sea laxo en exceso. 

John Cochrane, de la Booth School of Business, considera que es necesaria la existencia de algún tipo de patrón de referencia para evitar la peligrosa monetización (compra de deuda pública por los bancos centrales) en la que nos encontramos. Sin embargo, se muestra reacio a un retorno al patrón oro clásico por su desconexión actual con los precios de los bienes que se desean proteger, y el hecho de ser físicamente limitado. Así, considera más apropiada la emisión de bonos indexados a la inflación, protegiendo de este modo el valor del dinero y «proporcionando automáticamente más dinero cuando exista demanda real del mismo, como en la crisis financiera». Caben dos críticas a esta postura: los políticos siempre podrán modificar la referencia, el índice de precios empleado, y no impide la compra masiva de deuda por los bancos centrales.

Por ello, sólo la combinación del patrón oro con un retorno al coeficiente de caja del 100% por parte de los bancos podrá evitar la sucesión de burbujas que venimos padeciendo. Es cierto que el oro, que siempre ha sido el patrón de referencia de la moneda en circulación, adolece de algunos problemas. Una vuelta al patrón metálico no solucionaría de raíz los problemas de inflación/deflación de la moneda, pues los bancos centrales podrían seguir comprando deuda pública contra su oro acumulado, facilitando de este modo la progresión de la emisión de deuda. Y también es cierto que los gobernantes (hoy representados, en este terreno, por los bancos centrales) siempre han sucumbido a la tentación de la modificación de la referencia: «La onza de oro pasará de valer hoy 1.000 euros 1.100» ha sido un mensaje recurrente a lo largo de los tiempos. Y si en la antigüedad se financiaron guerras por esa vía, hoy se financiarían esas obras públicas «imprescindibles para estimular la economía».

No, no es ésta quizá la mejor solución; puede que estén equivocados economistas como Huerta de Soto, Fekete, Zoellick (quien ya en 2010 abogó por una lanzar un Bretton Woods II, con el oro como patrón de base), o Mundell, premio Nobel de Economía que defiende la necesidad de llegar al INTOR, moneda única a nivel internacional respaldada por el oro. Pero es sin duda una solución infinitamente mejor que la actual, en forma directa o mediante una cesta de metales preciosos. Son muchas las razones de su superioridad, pero hay una evidente: mientras que Bernanke, King, Kuroda y Draghi monetizan deuda cuando no imprimen directamente, una devaluación del patrón metálico siempre ha sido mal vista por la población, al ser considerada como una vía directa de pauperización.

Así pues, claro que hay solución. Una solución, que pasa por volver a asumir la responsabilidad como eje de las relaciones internacionales y como valor fundamental en el comercio. Responsabilidad con nosotros mismos, con nuestros hijos y con quienes más lo necesitan. Porque no olvidemos que la solución de nuestros problemas mediante cualquiera de las formas de emisión no hace sino incrementar precios, quizá ahora mismo no en nuestros bienes de consumo; pero sí en bienes básicos para el tercer mundo, como los alimentos.

Con niveles de endeudamiento del Estado superiores al 90% del PIB (un esfuerzo escaso, según los economistas keynesianos), hemos alcanzado lo que denominamos nivel de saturación. La distorsión añadida en el corto plazo que tales niveles de deuda provocan (expulsión del sector privado generador de empleo, necesarias subidas de impuestos a empresas y particulares para financiar el gasto, caídas del consumo, etcétera) son incompatibles con la actividad económica normal.

El cinismo imperante queda reflejado en la cita de Juncker: «Todos sabemos qué hacer, lo que no sabemos es cómo ser reelegidos si lo hacemos». No se trata, como constantemente proclaman algunos, de liquidar y castigar. Se trata de algo mucho más serio: de desenganchar el ciclo económico del ciclo político-electoral. De acabar con el desastre, definitivamente.

Juan Manuel López Zafra es profesor titular de la Universidad CUNEF.

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