"Muy pocos se atreven a decirlo, pero el derecho laboral es un bastardo  moribundo de la peor retórica marxista del s. XIX, cristalizada en  cruenta aberración legislativa en el XX. Las relaciones entre empresario  y trabajador no tienen nada de especial, o al menos nada más especial  que cualesquiera otras relaciones mercantiles o civiles."
Se trata de una legislación extraordinaria que sólo ha servido para  aislar el mercado de trabajo del resto de la economía y conceder  privilegios y poderes especiales sobre la vida interna de las empresas a  sindicalistas, jueces y políticos.
No se trata de un fuero destinado a proteger a los trabajadores; el  artículo 3.5 del Estatuto de los Trabajadores lo deja muy claro: "Los  trabajadores no podrán disponer válidamente, antes o después de su  adquisición, de los derechos que tengan reconocidos por disposiciones  legales de derecho necesario. Tampoco podrán disponer válidamente de los  derechos reconocidos como indisponibles por convenio colectivo".
El objeto mismo de la economía, la posibilidad de poder realizar  intercambios sobre bienes, servicios o derechos, queda castrado de  entrada. Para qué sirve un mercado en el que no puedo vender mis  vacaciones a cambio de cobrar un 10% más al mes, o renunciar a mi  indemnización por despido a cambio de una hora menos de trabajo al día, o  aceptar una rebaja salarial para contener la necesidad de un despido  colectivo que me afectará de lleno... es una incógnita que todavía no  nos han resuelto sus defensores.
Al privarle de cualquier margen negociador, el trabajador, aquel al que  se dice defender, se convierte en rehén de lo que pacten en su nombre  políticos y sindicatos; como si todos los obreros se encontraran  sometidos a las mismas contingencias y circunstancias particulares, y  como si Zapatero, el vicepresidente Méndez y el apuntador Toxo tuvieran  el más mínimo interés en su bienestar. Al cabo, lo que sucede es que hay  muchas bocas que alimentar a costa de trabajadores y empresarios pero  con la excusa de proteger los intereses de ambos, de modo que hay que  conservar toda la arquitectura jurídica que reprime su autonomía.
Porque sí, el artículo 1.255 del Código Civil consagra el muy liberal  principio de la autonomía de la voluntad –"los contratantes pueden  establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por  conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral ni  al orden público"–, pero parece que para nuestros leguleyos los  trabajadores, o no deben ser autónomos, o deben carecer de voluntad  propia. Sólo así se explica que el derecho laboral se pase por el forro  el derecho civil y, con él, la libertad para pactar entre dos personas,  sea reputada a efectos contractuales una trabajador y la otra  empresario, o no.
El argumento que habitualmente se aduce para justificar semejante  anomalía es que los obreros se hallan en situación de inferioridad  frente a los malvados capitalistas. Habrá que entender, entonces, que  cuando un trabajador amenaza al empresario con largarse a otra compañía  si no ve mejoradas sus condiciones laborales, deberá ser reprimido con  saña por aprovecharse de su posición de preeminencia sobre la de un  pobre patrón en situación de inferioridad; o, extrapolando el disparate a  otros mercados, habrá que prohibir las rebajas, donde los consumidores  están en situación de superioridad frente a los minoristas, o incluso  las ejecuciones hipotecarias, donde el deudor está en peores condiciones  para negociar que el acreedor. 
Si nos abstraemos un momento de los tremendismos dickensianos,  deberíamos darnos cuenta de que el laboral no es un intercambio distinto  a cualquier otro. El trabajador ofrece prestar el servicio concreto que  el empresario le pide y éste le adelanta un salario antes incluso de  recuperar por entero la inversión que ha realizado para que aquél pueda  prestar dicho servicio. El uno cobra de inmediato y sin incertidumbres,  calentándose poco la cabeza, y el otro gana dinero más tarde, luego de  afrontar graves riesgos y sólo si es capaz de satisfacer en cada momento  a sus clientes mejor que la competencia.
Que el primero necesita que le adelanten el salario es evidente; tanto  como que el segundo pierde dinero si, tras acometer parte de sus  inversiones, no consigue ponerlas en funcionamiento contratando mano de  obra suficientemente cualificada.
Luego está aquello de que el trabajador 
se muere de hambre si  no encuentra empleo, mientras el empresario puede esperar tranquilamente  sentado hasta que aquél acepte unas condiciones laborales 
de miseria.  No es ya que se trate de una preocupación hipócrita por parte de  quienes han privado a los proletarios, impuestos y Seguridad Social  mediante, de 
cualquier posibilidad de amasarse un patrimonio  con el que poder quedarse desempleado sin caer automáticamente en la  inanición, sino que además nada impide al obrero buscar un empleo con  buenas condiciones, no ya desde el paro y la miseria, sino desde otro  puesto de trabajo que le proporcione sustento. Teniendo una renta  salarial con la que satisfacer sus 
necesidades básicas, ¿qué  impide al trabajador negociar mejores condiciones con otro empresario?  En realidad nada, pero a nuestros agentes sociales todavía les sale a  cuenta azuzar el miedo a una inexistente 
ley de hierro de los  salarios. El precio de semejante chiringuito, desde luego, no es  desdeñable. En España, cinco millones de parados y creciendo.
Tal ha sido la ruina del derecho laboral, que los keynesianos tuvieron  que inventarse una explicación para justificar la miseria a que  condenaban las regulaciones a la clase obrera: en realidad, se nos dijo,  no eran las rigideces en el mercado de trabajo lo que explican el paro,  sino la insuficiente demanda agregada. Corbacho volvió a insistir en  este sofisma la semana pasada: la reforma laboral no crea empleo, pues  para ello tendremos que volver a crecer.
Pero nadie explica por qué no se ha producido nada parecido al desempleo  en el mercado de materias primas, conceptualmente igual al laboral.  ¿Saben la razón de por qué todo aquel productor de petróleo, gas, cobre,  hierro o estaño que quiere vender puede hacerlo, y en cambio no todo  trabajador que quiera trabajar puede encontrar un empleo? Porque los  mercados de materias primas son lo suficientemente flexibles como para  adaptarse de inmediato a cambios drásticos en su demanda. Ya ven, el  petróleo subió hasta los 150 dólares en julio de 2008, y apenas un año  después, con el estallido de la crisis, cayó por debajo de los 40, para  remontar en la actualidad hasta los 80.
¿Se imaginan una flexibilidad laboral tal? Ya les digo: no tendríamos  problemas de desempleo, ni de déficits, ni de desplomes agudos de la  producción. Puede que muchos no soportaran ver reducido su salario un  60% durante unos meses; es comprensible, y no les culpo. El problema es  que, como durante esos meses los empresarios que les abonan sus salarios  pueden haber visto caer sus beneficios no en un 60%, sino en un 100%,  su cerrazón a la hora de aceptar un cambio transitorio en sus  condiciones laborales les conducirá al desempleo, les guste o no.
Claro que, junto a quienes se comportarían en un marco laboral flexible  igual que como lo hacen en uno extremadamente rígido, habría otros que  muy probablemente tratarían de adaptarse lo antes posible a las nuevas  circunstancias. El problema no consiste, pues, en que quien quiera  cobrar más de lo que se le puede pagar termine desempleado en ambos  escenarios, sino en que no se permite al resto algo tan simple como  elegir si aceptan una rebaja salarial a cambio de seguir empleados. Tal  es el absurdo de nuestra legislación laboral, que prefiere el desempleo a  una minoración de lo que ella, de manera poco rigurosa, denomina 
derechos de los trabajadores.  ¿Pero cómo van a ser ciertas prebendas derechos de los trabajadores,  cuando impiden a los trabajadores aquello que les califica como  trabajadores, es decir, trabajar?
Más allá de los parches que se quieran añadir al lacerante derecho  laboral para frenar un poco la hemorragia –rebajar un poquito una  indemnización del despido que debería costar no 45, 33, 12 ó 0 días,  sino lo que pactaran ambas partes en el contrato, o posibilitar el  descuelgue de unos convenios colectivos impuestos a las partes–, la  reforma laboral que realmente necesita España pasa por cargarse 
in toto  el derecho laboral; o más sencillo: en lugar de elevarlo a la categoría  de derecho imperativo, hay que tratarlo como se trata a la mayoría de  preceptos del Código Civil: como derecho dispositivo, esto es, aplicable  salvo pacto en contrario por las partes.
Con un proyecto de ley de un solo artículo bastaría. Pero para qué  simplificar el derecho y la economía, cuando podemos embarullar ambas  hasta el punto de destruir el mercado laboral y las expectativas  sociales de millones de personas. Antes muertos que sencillos.