En este artículo intentaré hacer un breve catálogo de algunas de las falacias del
nacionalismo, no tanto para apear a los nacionalistas de sus delirios, tarea que supera
con creces mis modestas dotes de convicción, como para aclarar las ideas de quienes
piensan que oponerse a los nacionalismos o al derecho a decidir es ser poco de
izquierdas, o poco amigo de la libertad, o poco algo. Convencer a quienes creen en el
derecho a decidir pero dicen que en un referéndum de secesión votarían negativamente.
La primera de estas falacias sería la de “¿quién tiene miedo a las urnas?”, o “la última palabra en democracia la tienen las urnas”. Evidentemente, la democracia es lo que da legitimidad a una ley, sea porque se ha aprobado en un referéndum, sea porque ha emanado de un parlamento que a su vez ha sido elegido democráticamente. Pero esto, con ser condición necesaria, no es suficiente. Y es esta la razón por la cual los países se dotan de constituciones: para dejar claro cuáles son las cosas que ni las urnas pueden justificar. Si en una cierta comunidad autónoma aumenta tanto la inseguridad que deciden reimplantar la pena capital, esa ley no sería democrática, aunque fuera sancionada mediante un referéndum por aplastante mayoría. ¿Por qué? Porque un referéndum de mayor rango aprobó en su momento una constitución que declaraba abolida la pena de muerte. Y quien sea partidario de ella, habrá de reunir los apoyos suficientes para cambiar la constitución. Y si no lo consigue ¡qué le vamos a hacer! tendrá que aguantarse. Del mismo modo, una victoria arrolladora de un partido confesional no autorizaría a imponer una religión oficial. Y si alguien “no se encuentra cómodo” en una constitución aconfesional porque se siente más cristiano que español, que se aguante también. Sentirse cristiano antes que catalán, catalán antes que español o español antes que cristiano es políticamente irrelevante, porque los sentimientos son privados, y la política trata de la cosa pública.
Una segunda falacia consiste en despreciar la Carta Magna porque “por mi edad, yo no pude votar la constitución”. Este argumento se ha oído incluso en el parlamento. Uno, en su ingenuidad y candor, presuponía un mínimo de cultura política en nuestros representantes. Es cierto, ningún español con menos de cincuenta y seis años ha votado la constitución, igual que ningún francés con menos de setenta y seis ha votado la suya, del mismo modo que ningún norteamericano vivo ha podido votar la suya. ¿Significa esto que más o menos cada cuarenta años un país ha de cuestionar de arriba a abajo su constitución para que puedan votar todos los que no lo hicieron en su momento? Un poco de cordura, por favor. Las constituciones están hechas para durar, y quien quiera reformarlas habrá de convencer a sus conciudadanos de que el cambio que propone es una mejora, pero decir “yo no pude votar cuando se aprobó” no argumenta ni en contra ni a favor de su propuesta.
Dejando claro que todo intento de alterar la constitución fuera de los mecanismos previstos para ello es inadmisible (así sea a través de las urnas), y que la constitución obliga a todos, incluso a quienes no nacieron a tiempo de votarla, vamos a ver qué cambio podría permitir el “derecho a decidir”. La soberanía nacional reside en todo el pueblo español, lo cual significa que todos los españoles somos dueños de toda España, lo que a su vez significa que nadie puede independizarse sin más por la misma razón que los vecinos de un barrio no pueden cerrar su calle a quienes no vivan en ella y tomar decisiones que competen al ayuntamiento. Éste es el artículo que habría que modificar. Pero entonces se abre un enorme abanico de posibilidades. ¿Dónde residiría la soberanía? ¿En las comunidades autónomas? ¿Y por qué no en las provincias? ¿Y por qué no en los municipios? ¿Podría Tarragona separase de Cataluña si así lo decidieran sus habitantes? Ante esto, los nacionalistas acuden a una tercera falacia, la que podríamos llamar la “falacia semántica”: es que Tarragona no es una nación. Esta falacia es uno de tantos parentescos entre el nacionalismo y la religión. Cuando se legalizó el matrimonio homosexual, el argumento de algunos obispos que se oponían a él era sostener que un matrimonio es por esencia la unión de un hombre y una mujer. Pero sucede que las instituciones profanas no tienen esencias eternas, y si es cuestión de significados, la palabra “matrimonio” ha ampliado su campo semántico, y esto es un fenómeno lingüístico muy corriente. Si la política trata de la convivencia en prosperidad y libertad de los ciudadanos, sería más operativa (una vez hurtada la soberanía a todos los españoles) la siguiente definición de nación: cualquier trozo de terreno cuyos habitantes opinen mayoritariamente que serían más libres y prósperos constituyéndose como estado. Si nos parece inadmisible que los homosexuales no puedan disfrutar de la condición del matrimonio porque el significado de la palabra matrimonio se ha decidido de una vez y para siempre, sería igualmente inadmisible que los tarraconenses no puedan gozar de la condición de ser un estado porque algunos nacionalistas han decidido de una vez y para siempre el significado de la palabra nación. Entonces, quienes enarbolan el derecho a decidir tendrán que consentirlo sin reservas, y habrán de admitir la disparatada definición de nación dada un poco más arriba. Y esto nos llevaría directamente a la horda y a la tribu, porque en ninguna ciudad, pueblo o pedanía habría de faltar algún demagogo dispuesto a conseguir la independencia. El “derecho a decidir” es algo que suena muy bonito y muy libertario, pero erigir fronteras siempre crea frustraciones entre quienes no han quedado del lado que hubieran querido, lo cual a su vez provoca odio entre vecinos que hasta entonces se entendían bien, desplazamientos de población, sangre, sudor y lágrimas.
Una cuarta falacia consiste en sostener que, explícita o solapadamente, todos somos nacionalistas. Cuando criticas el nacionalismo catalán, te acusan de ser nacionalista español, con lo cual, sin necesidad de argumentar, te atribuyen las mismas tonterías que dicen ellos pero cambiadas de signo. Y es cierto que también puede haber nacionalismo español, pero entre uno y otro nacionalismo hay un amplio espacio para la cordura y la sensatez. Aquí hay otra semejanza con las religiones, porque razones parecidas he escuchado: si no tienes fe, tienes una fe al revés. O estás conmigo o contra mí. No, ni estoy contigo ni contra ti: me eres indiferente. Pero la asimetría entre nacionalistas y no nacionalistas es clara: los primeros desean erigir fronteras, los segundos prefieren derribarlas. Los no nacionalistas se consideran ciudadanos y administradores de su comunidad, los nacionalistas se consideran propietarios de la suya. Los no nacionalistas aman su cultura y su lengua como un bien del que todos pueden disfrutar, los nacionalistas usan ambas cosas como ariete.
Una quinta falacia consiste en sostener que hay que dialogar, que hay que cambiar la constitución para conseguir que los catalanes se “sientan cómodos”, que se ha de reconocer su singularidad, el estatuto de nación, y otras cuestiones que no salen del ámbito de las palabras porque no se sabe exactamente cómo se plasmarían en los hechos. Y no resolverían nada. En primer lugar, porque si una de las funciones de una constitución consiste precisamente en garantizar la igualdad de todos, no debe reconocer la singularidad de nadie. Si alguien se siente muy singular, mejor para él, que no tendrá problemas de autoestima, pero no por ello habrá de tener más derechos que quienes nos consideramos vulgares, insignificantes y prescindibles. Y si se ha de cambiar la constitución ha de ser pensando en el bienestar de todos, no en la singularidad de algunos. En segundo lugar, porque por mucho que se reforme la constitución, el quejarse está en la esencia misma del nacionalismo, y es una ingenuidad pensar que dejarán de hacerlo por mucho que se les dé, lo mismo que un niño malcriado no dejará de dar la lata por mucho que se vaya cediendo a sus caprichos. Incluso si se independizara Cataluña, seguirían dando la monserga por sus hermanos de los Países Catalanes que gimen bajo la opresión española.
La única solución está en estudiar qué competencias han funcionado mejor al ser transferidas y cuáles no, volver a centralizar las segundas y no dar la más mínima cancha al nacionalismo. Nunca más volver a apoyarse en ellos para gobernar España, para lo cual los partidos constitucionalistas han de abandonar su cainismo para poder colaborar unos con otros sin hacer concesiones que no benefician a nadie y solo contribuyen a alimentar la voracidad de los nacionalistas.
Dos ejemplos pueden ilustrar esto. Uno, el problema de las relaciones con la Iglesia, y otro, el problema del ejército. El primero no se ha resuelto porque, a semejanza de los nacionalistas, los obispos se van a quejar por mucho que se les dé, y seguirán oponiéndose al divorcio, al matrimonio homosexual y a todo aquello que suponga un mayor gobierno de cada ciudadano sobre su vida privada. El segundo se resolvió porque, a diferencia de lo que se hace con el nacionalismo y la iglesia, no se hicieron concesiones. Es evidente que el ejército salido del franquismo no se sentía cómodo con la constitución, y muy probablemente la mayoría de sus miembros votaron en contra. Pero a los intentos de golpismo se respondió con toda la firmeza permitida por la ley, y ni al más lerdo se le ocurrió plantear un cambio de constitución que pudiera contentar a las fuerzas armadas, ni hacerlas sentir más cómodas. Y tampoco nadie se atrevió a decir que llevar a los golpistas ante los tribunales era “judicializar la política”. El resultado está a la vista: un ejército ejemplar y absolutamente respetuoso con la legalidad vigente. Si algún militar recuerda lo que hicieron algunos de sus predecesores, lo hará probablemente con bochorno, y los españoles ya no vivimos en permanente zozobra por culpa de unas fuerzas armadas con ganas y posibilidades de sublevarse. Si la firmeza funcionó para resolver uno de los tres problemas seculares que envenenaron la historia de España ¿no podría funcionar para resolver los otros dos?
La primera de estas falacias sería la de “¿quién tiene miedo a las urnas?”, o “la última palabra en democracia la tienen las urnas”. Evidentemente, la democracia es lo que da legitimidad a una ley, sea porque se ha aprobado en un referéndum, sea porque ha emanado de un parlamento que a su vez ha sido elegido democráticamente. Pero esto, con ser condición necesaria, no es suficiente. Y es esta la razón por la cual los países se dotan de constituciones: para dejar claro cuáles son las cosas que ni las urnas pueden justificar. Si en una cierta comunidad autónoma aumenta tanto la inseguridad que deciden reimplantar la pena capital, esa ley no sería democrática, aunque fuera sancionada mediante un referéndum por aplastante mayoría. ¿Por qué? Porque un referéndum de mayor rango aprobó en su momento una constitución que declaraba abolida la pena de muerte. Y quien sea partidario de ella, habrá de reunir los apoyos suficientes para cambiar la constitución. Y si no lo consigue ¡qué le vamos a hacer! tendrá que aguantarse. Del mismo modo, una victoria arrolladora de un partido confesional no autorizaría a imponer una religión oficial. Y si alguien “no se encuentra cómodo” en una constitución aconfesional porque se siente más cristiano que español, que se aguante también. Sentirse cristiano antes que catalán, catalán antes que español o español antes que cristiano es políticamente irrelevante, porque los sentimientos son privados, y la política trata de la cosa pública.
Una segunda falacia consiste en despreciar la Carta Magna porque “por mi edad, yo no pude votar la constitución”. Este argumento se ha oído incluso en el parlamento. Uno, en su ingenuidad y candor, presuponía un mínimo de cultura política en nuestros representantes. Es cierto, ningún español con menos de cincuenta y seis años ha votado la constitución, igual que ningún francés con menos de setenta y seis ha votado la suya, del mismo modo que ningún norteamericano vivo ha podido votar la suya. ¿Significa esto que más o menos cada cuarenta años un país ha de cuestionar de arriba a abajo su constitución para que puedan votar todos los que no lo hicieron en su momento? Un poco de cordura, por favor. Las constituciones están hechas para durar, y quien quiera reformarlas habrá de convencer a sus conciudadanos de que el cambio que propone es una mejora, pero decir “yo no pude votar cuando se aprobó” no argumenta ni en contra ni a favor de su propuesta.
Dejando claro que todo intento de alterar la constitución fuera de los mecanismos previstos para ello es inadmisible (así sea a través de las urnas), y que la constitución obliga a todos, incluso a quienes no nacieron a tiempo de votarla, vamos a ver qué cambio podría permitir el “derecho a decidir”. La soberanía nacional reside en todo el pueblo español, lo cual significa que todos los españoles somos dueños de toda España, lo que a su vez significa que nadie puede independizarse sin más por la misma razón que los vecinos de un barrio no pueden cerrar su calle a quienes no vivan en ella y tomar decisiones que competen al ayuntamiento. Éste es el artículo que habría que modificar. Pero entonces se abre un enorme abanico de posibilidades. ¿Dónde residiría la soberanía? ¿En las comunidades autónomas? ¿Y por qué no en las provincias? ¿Y por qué no en los municipios? ¿Podría Tarragona separase de Cataluña si así lo decidieran sus habitantes? Ante esto, los nacionalistas acuden a una tercera falacia, la que podríamos llamar la “falacia semántica”: es que Tarragona no es una nación. Esta falacia es uno de tantos parentescos entre el nacionalismo y la religión. Cuando se legalizó el matrimonio homosexual, el argumento de algunos obispos que se oponían a él era sostener que un matrimonio es por esencia la unión de un hombre y una mujer. Pero sucede que las instituciones profanas no tienen esencias eternas, y si es cuestión de significados, la palabra “matrimonio” ha ampliado su campo semántico, y esto es un fenómeno lingüístico muy corriente. Si la política trata de la convivencia en prosperidad y libertad de los ciudadanos, sería más operativa (una vez hurtada la soberanía a todos los españoles) la siguiente definición de nación: cualquier trozo de terreno cuyos habitantes opinen mayoritariamente que serían más libres y prósperos constituyéndose como estado. Si nos parece inadmisible que los homosexuales no puedan disfrutar de la condición del matrimonio porque el significado de la palabra matrimonio se ha decidido de una vez y para siempre, sería igualmente inadmisible que los tarraconenses no puedan gozar de la condición de ser un estado porque algunos nacionalistas han decidido de una vez y para siempre el significado de la palabra nación. Entonces, quienes enarbolan el derecho a decidir tendrán que consentirlo sin reservas, y habrán de admitir la disparatada definición de nación dada un poco más arriba. Y esto nos llevaría directamente a la horda y a la tribu, porque en ninguna ciudad, pueblo o pedanía habría de faltar algún demagogo dispuesto a conseguir la independencia. El “derecho a decidir” es algo que suena muy bonito y muy libertario, pero erigir fronteras siempre crea frustraciones entre quienes no han quedado del lado que hubieran querido, lo cual a su vez provoca odio entre vecinos que hasta entonces se entendían bien, desplazamientos de población, sangre, sudor y lágrimas.
Una cuarta falacia consiste en sostener que, explícita o solapadamente, todos somos nacionalistas. Cuando criticas el nacionalismo catalán, te acusan de ser nacionalista español, con lo cual, sin necesidad de argumentar, te atribuyen las mismas tonterías que dicen ellos pero cambiadas de signo. Y es cierto que también puede haber nacionalismo español, pero entre uno y otro nacionalismo hay un amplio espacio para la cordura y la sensatez. Aquí hay otra semejanza con las religiones, porque razones parecidas he escuchado: si no tienes fe, tienes una fe al revés. O estás conmigo o contra mí. No, ni estoy contigo ni contra ti: me eres indiferente. Pero la asimetría entre nacionalistas y no nacionalistas es clara: los primeros desean erigir fronteras, los segundos prefieren derribarlas. Los no nacionalistas se consideran ciudadanos y administradores de su comunidad, los nacionalistas se consideran propietarios de la suya. Los no nacionalistas aman su cultura y su lengua como un bien del que todos pueden disfrutar, los nacionalistas usan ambas cosas como ariete.
Una quinta falacia consiste en sostener que hay que dialogar, que hay que cambiar la constitución para conseguir que los catalanes se “sientan cómodos”, que se ha de reconocer su singularidad, el estatuto de nación, y otras cuestiones que no salen del ámbito de las palabras porque no se sabe exactamente cómo se plasmarían en los hechos. Y no resolverían nada. En primer lugar, porque si una de las funciones de una constitución consiste precisamente en garantizar la igualdad de todos, no debe reconocer la singularidad de nadie. Si alguien se siente muy singular, mejor para él, que no tendrá problemas de autoestima, pero no por ello habrá de tener más derechos que quienes nos consideramos vulgares, insignificantes y prescindibles. Y si se ha de cambiar la constitución ha de ser pensando en el bienestar de todos, no en la singularidad de algunos. En segundo lugar, porque por mucho que se reforme la constitución, el quejarse está en la esencia misma del nacionalismo, y es una ingenuidad pensar que dejarán de hacerlo por mucho que se les dé, lo mismo que un niño malcriado no dejará de dar la lata por mucho que se vaya cediendo a sus caprichos. Incluso si se independizara Cataluña, seguirían dando la monserga por sus hermanos de los Países Catalanes que gimen bajo la opresión española.
La única solución está en estudiar qué competencias han funcionado mejor al ser transferidas y cuáles no, volver a centralizar las segundas y no dar la más mínima cancha al nacionalismo. Nunca más volver a apoyarse en ellos para gobernar España, para lo cual los partidos constitucionalistas han de abandonar su cainismo para poder colaborar unos con otros sin hacer concesiones que no benefician a nadie y solo contribuyen a alimentar la voracidad de los nacionalistas.
Dos ejemplos pueden ilustrar esto. Uno, el problema de las relaciones con la Iglesia, y otro, el problema del ejército. El primero no se ha resuelto porque, a semejanza de los nacionalistas, los obispos se van a quejar por mucho que se les dé, y seguirán oponiéndose al divorcio, al matrimonio homosexual y a todo aquello que suponga un mayor gobierno de cada ciudadano sobre su vida privada. El segundo se resolvió porque, a diferencia de lo que se hace con el nacionalismo y la iglesia, no se hicieron concesiones. Es evidente que el ejército salido del franquismo no se sentía cómodo con la constitución, y muy probablemente la mayoría de sus miembros votaron en contra. Pero a los intentos de golpismo se respondió con toda la firmeza permitida por la ley, y ni al más lerdo se le ocurrió plantear un cambio de constitución que pudiera contentar a las fuerzas armadas, ni hacerlas sentir más cómodas. Y tampoco nadie se atrevió a decir que llevar a los golpistas ante los tribunales era “judicializar la política”. El resultado está a la vista: un ejército ejemplar y absolutamente respetuoso con la legalidad vigente. Si algún militar recuerda lo que hicieron algunos de sus predecesores, lo hará probablemente con bochorno, y los españoles ya no vivimos en permanente zozobra por culpa de unas fuerzas armadas con ganas y posibilidades de sublevarse. Si la firmeza funcionó para resolver uno de los tres problemas seculares que envenenaron la historia de España ¿no podría funcionar para resolver los otros dos?
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