Juan J. Molina

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domingo, 22 de marzo de 2015

¿por qué los intelectuales odian al capitalismo? – Bertrand De Jouvenel




Bertrand de Jouvenel (1903-1987) es una figura intelectual compleja. Como muchos jóvenes intelectuales europeos durante la entreguerra, coqueteó con las dos corrientes enemigas del liberalismo: el socialismo y el fascismo. Pero la propia experiencia le sirvió para darse cuenta de su error inicial. Tuvo que exiliarse en Suiza luego de la ocupación alemana en Francia, y durante aquellos años pudo ver la derivas más dramáticas del absolutismo estatista.  Se convirtió luego, poco a poco, en uno de los escasísimos referentes de la tradición liberal francesa, que por entonces estaba en agonía. Tuvo siempre ideas muy particulares, algunas de las cuales fueron más afortunadas que otras en la crítica. Sus escritos, no obstante las diferencias que uno pueda tener con alguno de sus planteamientos, siempre resultan un despliegue de brillantez.
Una de las joyas del legado de Jouvenel es su conferencia, “Los intelectuales europeos y el capitalismo”, publicada en el libro El Capitalismo y los HistoriadoresEn ella medita sobre esa tendencia a odiar las instituciones de mercado que es tan común entre los “intelectuales occidentales”. Trascribimos los fragmentos que contienen la esencia de su planteamiento:
Los intelectuales occidentales, en grandísima mayoría, muestran y proclaman su hostilidad hacia las instituciones que denominan globalmente capitalismo. Cuando se les pregunta sobre los motivos, dan razones afectivas como el interés por el “trabajador”, la antipatía hacia el “capitalista”, y razones morales como la “crueldad y la injusticia del sistema”. Esta actitud revela una gran semejanza superficial con la actitud de la intelectualidad clerical de la Edad Media… El centro de atención de la actividad de la iglesia medieval lo constituían los desgraciados; ella era la protectora de los pobres y se ocupaba de todas las funciones que ahora han pasado al “Estado providencia”: alimentar a los indigentes, curar a los enfermos, educar al pueblo. Todos esos servicios eran gratuitos, sostenidos por la riqueza que la iglesia sacaba de las tasas eclesiásticas y de las cuantiosas donaciones, enérgicamente solicitadas. La iglesia no sólo ponía siempre la condición de los pobres ante los ojos de los ricos, sino que reprendía continuamente a éstos, actitud que no debe considerarse como un mero intento de ablandar el corazón de los ricos por su bien moral y en el beneficio material de los pobres. No sólo exhortaba a los ricos a que dieran, sino a que se abstuvieran de perseguir la riqueza…Es claro que una fe que ponía a los hombres en guardia contra los bienes terrenos (“No améis al mundo ni de lo que hay en el mundo”, 1ra. Carta de San Juan, 2, 15) no podía menos de considerar a los más entusiastas y afortunados buscadores de tales bienes como una vanguardia que arrastraba a sus propios seguidores a la destrucción espiritual. Los modernos, por otra parte, tienen una visión mucho más positiva de los bienes de este mundo: el aumento de la riqueza les parece una cosa excelente, y la misma lógica les debería llevar a considerar a aquellos mismos hombres como una vanguardia que conduce a quienes la siguen a aumentar las riquezas materiales…
Me complace observar que los intelectuales modernos consideran favorablemente la acumulación de riqueza por parte de organismos que llevan el sello del Estado (empresas nacionalizadas), que no dejan de tener cierta semejanza con las empresas monásticas. Sin embargo, no reconocen el mismo fenómeno cuando falta el sello estatal…
La hostilidad del intelectual hacia el hombre de negocios no ofrece ningún misterio, ya que ambos tienen, por su función, dos criterios distintos de valor, de suerte que la conducta normal del hombre de negocios aparece desdeñable si se juzga con el metro válido para la conducta del intelectual. Este juicio podría evitarse en una sociedad dividida, abiertamente fraccionada en clases con funciones diferentes y con distintos códigos de honor. Pero no ocurre así en nuestra sociedad, cuyas ideas corrientes y cuya ley postulan que se forme un campo unitario y homogéneo. En este campo el hombre de negocios y el intelectual se mueven uno junto al otro. El hombre de negocios ofrece al público “bienes”, definidos como “todo lo que el público desea comprar”; el intelectual trata de enseñar lo que está “bien”, y para él algunos de los bienes que se ofrecen son cosas de ningún valor y el público debería ser disuadidos de dejarlas. El mundo de los negocios es para el intelectual un mundo de valores falsos, de motivos bajos, de recompensas mal dirigidas. Una fácil vía de acceso a lo íntimo de la mentalidad del intelectual es su preferencia por los déficits. Se ha observado que tiene simpatía por las instituciones deficitarias, por las industrias nacionalizadas financiadas por la Hacienda pública, por los centros universitarios que dependen de subsidios y donaciones, por los periódicos incapaces de autofinanciarse. ¿Por qué? Porque sabe por personal experiencia que siempre obra como piensa que debe obrar, no hay coincidencia entre su esfuerzo y la forma cómo este es acogido: para expresarnos en lenguaje económico, el valor de mercado de la producción de los intelectuales es con mucho inferior al de los factores empleados. Ello se debe a que en el reino del intelecto una cosa verdaderamente buena es una cosa que solo unos pocos pueden reconocer como tal. Puesto que la misión del intelectual es hacer comprender a la gente que son verdaderas y buenas ciertas cosas que antes no reconocía como tales, encuentra una grandísima resistencia en la venta de su propio producto y trabaja con pérdidas. Cuando su éxito es fácil e inmediato, sabe que casi ciertamente no ha cumplido bien su función. Razonando sobre la base de su propia experiencia, el intelectual sospecha que todo lo que deja un margen de beneficio se ha hecho no por convicción y devoción hacia el objeto, sino porque se ha podido encontrar un número de personas deseosas del mismo, suficiente para hacer rentable la empresa. Podéis discutir y convencerle al intelectual de que la mayor parte de las cosas se hacen de este modo, pero él seguirá pensando que este modo de obrar es algo que no leva. Su filosofía de los beneficios y de las pérdidas puede resumirse de la siguiente manera: para él, una pérdida es el resultado natural de la devoción a algo que debe hacerse, mientras que el beneficio es el resultado natural del sometimiento a las opiniones de la gente.
La fundamental diferencia de actitud entre el hombre de negocios y el intelectual puede puntualizarse recurriendo a una fórmula trillada. El hombre de negocios debe decir: “El cliente siempre tiene la razón”. El intelectual no puede aceptar este modo de pensar. La misma máxima: “Dad al público lo que quiere”, que nos da un óptimo hombre de negocios, nos da un pésimo escritor. El hombre de negocios obra dentro de un sistema de gustos y de juicios de valor que el intelectual debe intentar siempre cambiar. La actividad suprema del intelectual es la del misiones que ofrece el Evangelio a naciones paganas; ofrecerles bebidas alcohólicas es una actividad menos peligrosa y más rentable. Existe cierto contraste entre ofrecer a los consumidores lo que deberían tener, pero no quieren, y ofrecerles lo que aceptan ávidamente, pero que no deberían tener. El comerciante que no se dirija hacia el producto más vendible es tachado de estúpido, pero el misionero que dirigiera hacia él sería tachado de bribón.
Puesto que nosotros, los intelectuales, tenemos como misión enseñar la verdad, tendemos a adoptar frente al hombre de negocios la misma actitud de superioridad moral que el Fariseo respecto al Publicano, condenada por Jesús. Debería servirnos de lección el hecho de que el pobre que yacía al borde del camino fue ayudado por un comerciante (el samaritano) y no por el intelectual (el levita). ¿Tenemos acaso el valor de afirmar que la inmensa mejora que ha tenido lugar en la condición de la masa de los trabajadores ha sido eminentemente obra de los hombres de negocios?
Puede alegrarnos el hecho de que nosotros servimos a las necesidades más elevadas de la humanidad, pero debemos sinceramente tener miedo de esta responsabilidad. De los “bienes” que se ofrecen por lucro, ¿cuántos podemos definir resueltamente como perjudiciales? ¿No son acaso mucho más numerosas las ideas perjudiciales que nosotros exponemos? ¿No existen acaso ideas perjudiciales para el funcionamiento de los mecanismos y de las instituciones que aseguran el progreso y la felicidad de la comunidad? Nuestra responsabilidad se ha acrecentado debido a que la difusión de ideas que pueden ser perjudiciales no puede ni debería impedirse mediante el empleo de la autoridad temporal, mientras que la venta de objetos perjudiciales sí puede ser impedida de esta manera.
Es casi un misterio—y un campo de investigación prometedor para historiadores y sicólogos—que la comunidad intelectual se hiciera más severa en sus juicios sobre el mundo de los negocios, precisamente cuando éste mejoraba de manera extraordinaria las condiciones de las masas, mejorando su propia ética de trabajo y aumentando su propias conciencia cívica. Juzgado por sus resultados sociales, por sus costumbres, por su espíritu, el capitalismo actual es inconmensurablemente más meritorio que el de épocas anteriores, cuando se le denunciaba en términos mucho menos duros. Si el cambio de actitud de los intelectuales no puede explicarse por el empeoramiento de la situación se debe valorar, ¿no podría entonces explicarse por un cambio de los propósitos intelectuales?
Este problema abre un vasto campo de investigación. Durante mucho tiempo se ha pensado que el gran problema del siglo XIX era el lugar que el trabajador industrial ocupaba en la sociedad, y se ha prestado poca atención a la aparición de una amplia clase intelectual cuyo puesto en la sociedad puede ser el problema más importante. Los intelectuales han sido los principales artífices de la destrucción de la antigua estructura de la sociedad occidental, que prevé tres distintos tipos de instituciones para los intelectuales, los guerreros y los productores. Ellos se han esforzado para hacer el campo social homogéneo y uniforme; sobre él soplan con mayor libertad los vientos de los deseos subjetivos; las apreciaciones subjetivas son el criterio de todos sus esfuerzos. Es natural que esta constitución de la sociedad conceda un premio a los “bienes” más deseados y ponga en primer plano a quienes constituyen la vanguardia en la producción de los mismos. Y así, los intelectuales han perdido, frente a esta clase “dirigente”, la primacía de la que gozaba cuando constituían el “primer estado”. Su actitud actual puede explicarse en cierta medida por un complejo de inferioridad que han adquirido. La condición de los intelectuales en su conjunto no sólo ha descendido a un status menos considerado, sino que, además, el reconocimiento individual tiende a estar determinado por criterios de apreciación subjetiva del público, que los intelectuales rechazan por principio: de aquí la tendencia contrapuesta a exaltar a aquellos intelectuales que son tales sólo para los intelectuales.
Fuente:  De Jouvenel: ¿por qué los intelectuales odian al capitalismo? | TⒶRTUFOCRACIA.

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