Para Rand la diferencia entre el fascismo de Mussolini, o el socialismo burgués de Hitler, y los regímenes ulteriores, que vinieron a sustituir a esas dictaduras meridianas, no estriba en su naturaleza tiránica, sino en aquellas cualidades que distinguen dos tipos distintos de tiranía.
Ayn Rand, filósofa estadounidense poco conocida en otros países, cuando no menospreciada, siempre fue muy elocuente a la hora de expresar sus ideas. Además, mostraba una claridad inusual y una insistencia infatigable. Tal vez por eso nunca fue muy popular. El clímax de su carrera, el último devenir de su vida, transcurrió en una época difícil: las décadas de los años 60 y 70 del pasado siglo.
Este periodo está copado por los posestructuralistas, que en ese momento estaban de moda y era muy complicado cuestionarlos. La filosofía contemporánea siempre ha sido artificiosa, sus construcciones teóricas han estado cada vez más alejadas de la vida cotidiana, empeñadas en descifrar conceptos abstrusos, distraídas con problemas fútiles, armadas con un lenguaje enigmático, poco comprensible.
Pero los posestructuralistas llevaron todo esto hasta sus últimas consecuencias. Juan José Sebreli, en un libro que hace un recorrido crítico por la filosofía de este periodo, nos dice:
“el manierismo y el barroquismo estilístico de los posestructuralistas fueron llevados por Derriba hasta sus últimas consecuencias: el cultivo de la oscuridad, la artificiosidad y el malabarismo verbal servían para hacer inefable el contenido y para marcar sus pequeñas diferencias con otros autores”.
La escritura críptica siempre ha servido para camelar a los ignorantes, que son mayoría. Ofrece un aire solemne, y aparenta una seriedad y una profundidad que permiten ocultar cualquier vacío argumental. Cuanto menos se entienda una frase más piensan los ignaros que intenta transmitir algún concepto venerable, propio de eruditos, imposible de captar por las mentes más normales. Sin embargo, lo que ocurre es exactamente lo contrario.
Cuando la razón no puede usarse, porque los legos y los iletrados no la podrían asimilar y no se sumarian a la causa, los filósofos emplean otras facultades más afines a estos, la sinrazón, la oscuridad, el misticismo. Los eruditos se ponen a la altura de los iletrados. No son estos los que asumen resignados las destrezas inabarcables de aquellos. Más bien, son los sabios los que hacen suya la impericia de los indoctos. Esta posición define el movimiento posestructuralista, que a mediados y finales de los años sesenta constituyo la vanguardia del pensamiento europeo y mundial. Como ejemplo baste una única píldora, Bataille:
“He querido hablar un lenguaje igual a cero, un lenguaje que sea el equivalente de nada, un lenguaje que retorne al silencio… lo que enseño es una embriaguez, no una filosofía: no soy filósofo sino un santo, quizá un loco”
Frente a todo esto, los argumentos de Ayn Rand eran directos, francos, transparentes. Seguramente este fue uno de los motivos por los cuales nunca fueron suficientemente apreciados (hay otros motivos que tienen que ver con la ideología): fue una época dura para la lógica y la razón. Sin embargo, a mí me sirven para iniciar muchas explicaciones, como una cuña, y como una especie de espoleta introductoria, detonante de mis propias cavilaciones.
Quiero principiar el enunciado de este artículo con una reflexión suya. En ella, la escritora lleva a cabo una equiparación inconcebible (los legos no la entenderían: a la mayoría le parece absurda). Compara el fascismo que había devastado Europa durante la primera mitad del siglo XX con esos sistemas democráticos que se instauraron posteriormente, supuestamente para enmendar los errores anteriores. Estas democracias constituyentes suponen para Ayn Rand otro tipo de fascismo, un fascismo especioso al que, según nos dice la propia autora, estarían abocadas todas las sociedades hodiernas.
El nuestro, el que rige estas supuestas democracias (que Ayn Rand llama economías mixtas, a medio camino entre la tiranía y la autentica libertad) salidas de los rescoldos de esas guerras mundiales, no es, en palabras de Rand, un tipo militante de fascismo, ni un movimiento organizado de demagogos chillones, matones sangrientos, histéricos intelectuales de tercera y delincuentes juveniles; el nuestro es “un fascismo fatigado, cansado, cínico, fascismo por defecto… un desastre flameante… el colapso pasivo de un cuerpo letárgico lentamente carcomido por la corrupción interna.”
Para Rand la diferencia entre el fascismo de Mussolini, o el socialismo burgués de Hitler, y los regímenes ulteriores, que vinieron a sustituir a esas dictaduras meridianas, no estriba en su naturaleza tiránica, sino en aquellas cualidades que distinguen dos tipos distintos de tiranía.
Las democracias actuales se erigen sobre supuestos ideales muy parecidos a los que jalonaban aquellas otras dictaduras: el estado del bienestar, el gobierno asistencial, la economía subvencionada, y las ayudas universales. También Hitler propagaba la necesidad de un Estado de este tipo. Ayn Rand nos convida a que revisemos los libros de historia. El padre y creador del estado del bienestar, el hombre que puso en práctica la noción de comprar la lealtad de algunos grupos con dinero, extorsionando a otros, fue Bismark, el predecesor político de Hitler.
El programa político del partido nazi exigía al gobierno, por encima de todo, la obligación de proveer a los ciudadanos con una oportunidad adecuada de empleo y de ganarse la vida. Un extracto de ese programa dice lo siguiente:
“No debe permitirse que las actividades del individuo choquen con los intereses de la comunidad, deben acontecer dentro de sus límites y deben ser para el bien de todos. Por consiguiente exigimos… poner fin al poder de los intereses financieros, participar de los beneficios de las grandes empresas, coberturas amplias…”
Les suenan estos eslóganes. Son los mismos que cantan hoy en día todos los manifestantes que protestan en la calle. Son también los que afloran cada vez que preguntamos a los políticos cuáles son sus ideales. Sin embargo, para Ayn Rand elbien común es un concepto peligroso, que sirve para asentar todas esas actitudes que avalarían la preponderancia de un Estado fuerte, con visos totalitarios, y siempre será la constatación de una falacia absolutista:
“siempre que un concepto como el bien común, o el interés social, nacional o internacional, sea considerado como un principio básico para encauzar la legislación, las organizaciones de lobistas y los grupos de presión necesariamente seguirán existiendo. Dado que no hay tal entidad como el publico ya que el público es meramente un numero de individuos, la idea de que el bien común reemplaza los interés o los derechos privados de algunos individuos, no puede tener sino un único significado: que los interés y los derechos de algunos individuos tiene prioridad sobre los derechos y los intereses de otros. Si es así, entonces todos los hombres y todos los grupos privados tienen que luchar a muerte por el privilegio de ser considerados como el público. La política del gobierno tiene que oscilar como un péndulo errático de grupo a grupo, castigando a una cierta cantidad y favoreciendo a otros, al antojo de algún momento dado, y una profesión tan grotesca como ser lobista (vendiendo influencias) se convierte en un trabajo de tiempo completo. Si el parasitismo, el favoritismo, la corrupción y la codicia de los no merecedores no existieran, una economía mixta los haría aparecer… Toda legislación en pro del interés público (y cualquier distribución de dinero que quite por la fuerza a algunos hombres para el beneficio inmerecido de otros) desciende finalmente a la concesión de un poder indefinido, indefinible, no objetivo, arbitrario de algunos personeros del Estado”
Eladio García