Juan J. Molina

Juan J. Molina
Juan J. Molina

domingo, 25 de septiembre de 2011

Discurso del Papa en el Bundestag o Parlamento alemán, por encima de creencias es una magnífica lección de filosofía que los políticos debieran aprender.



Ilustre Señor Presidente
Señor Presidente del Bundestag
Señora Canciller Federal
Señor Presidente del Bundestag
Señoras y Señores
Es para mi un honor y una alegría hablar ante está Cámara alta, ante el Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del pueblo, elegida democráticamente, para trabajar por el bien común de la República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente del Bundestag su invitación a tener este discurso, así como también sus gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo en esté momento a ustedes, estimados señores y señoras, ciertamente también como un connacional que está vinculado de por vida, por sus orígenes, y sigue con particular atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la invitación a tener este discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto Obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los Pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho.
Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón, con ocasión de su entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano en este importante momento? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los enemigos? Nada pide de todo esto. Suplica en cambio: "Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal" (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que debe ser importante en definitiva para un político. Su criterio último y la motivación para su trabajo como político no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, que de por sí le abre la posibilidad a la actividad política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. "Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?", dijo en cierta ocasión San Agustín1. Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra el derecho; cómo se ha pisoteado el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y empujarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos que sean hombres. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente? La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma.
Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos jurídicos en vigor: "Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…, con razón formaría por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley…"2
Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia han actuado contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.
¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados en modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha referido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado en el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano3. De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A partir de este vínculo precristiano entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico del Iluminismo, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 "los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo".
Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido de la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo la razón y la naturaleza en su mutua relación como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: "Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos… son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…" (Rm 2,14s). Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el "corazón dócil" de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época del Iluminismo, de la Declaración de los Derechos humanos, después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, en el último medio siglo se dio un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término. Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista, adoptada hoy casi generalmente, de naturaleza y razón. Si se considera la naturaleza – con palabras de Hans Kelsen - "un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos", entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación que sea de modo algúno de carácter ético.4 Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza en modo puramente funcional, como las ciencias naturales la explican, no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino suscitar nuevamente sólo respuestas funcionales. Sin embargo, lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión se deben reducir al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública – las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que interesa a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella.
El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la capacidad humana, a la cual de modo alguno debemos renunciar en ningún caso. Pero ella misma, en su conjunto, no es una cultura que corresponda y sea suficiente al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista se retiene como la única cultura suficiente, relegando todas las otras realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, mientras que todas las otras convicciones y los otros valores de nuestra cultura quedan reducidos al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa, ante otras culturas del mundo, en una condición de falta de cultura y se suscitan, al mismo tiempo, corrientes extremistas y radicales. La razón positivista, que se presenta de modo exclusivista y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, y sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo autoconstruido recurrimos en secreto igualmente a los "recursos" de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo.
Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada a la inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando no ser demasiado malentendido ni suscitar excesivas polémicas unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni relegar, porque se percibe en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que no hago propaganda por un determinado partido político, nada me es más lejano de eso. Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión sobre los fundamentos de nuestra propia cultura. Permitidme detenerme todavía un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar todavía seriamente un punto que, tanto hoy como ayer, se ha olvidado demasiado: existe también la ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo arbitrariamente. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando escucha la naturaleza, la respeta y cuando se acepta como lo que es, y que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.
Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales habíamos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, a la edad de 84 años – en 1965 – abandonó el dualismo de ser y de deber ser. Había dicho que las normas podían derivar solamente de la voluntad. En consecuencia, la naturaleza podría contener en sí normas sólo si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella. Esto, por otra parte, supondría un Dios creador, cuya voluntad ha entrado en la naturaleza. "Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vana", afirma a este respecto.5 ¿Lo es verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presuponga una razón creativa, un Creator Spiritus?
A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción sobre la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la consciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su totalidad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma – del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico.
Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? En último término, pienso que, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz. Gracias por su atención.

lunes, 19 de septiembre de 2011

O recortes o privatización, Juan Ramón Rallo



Los estatistas –es decir, indignados, quinceemes y alborotadores helenos varios– confunden deliberadamente la progresiva degradación de la calidad de los servicios públicos con su privatización. Y lo hacen para estigmatizar aquello que sería muy provechoso social y económicamente: que los llamados servicios sociales, precisamente por ser fundamentales para todos los individuos, tuvieran un carácter privado y compitieran entre sí para prestar las mejores prestaciones posibles a los consumidores. Ya se sabe: las bromas y los despilfarros socialistas nos los podemos permitir en aquello que es accesorio, no en aquello que resulta esencial para una comunidad. Amén de que la sacrosanta "protección de los más débiles" no justifica que toda la sanidad o toda la educación sean públicas, sino, en todo caso, que el Estado ayude subsidiariamente a los más pobres.
Los recortes que están experimentando la educación o la sanidad en toda España –y que van a seguir produciéndose, sobre todo en aquellas comunidades tan irresponsables e imprevisoras como para no acometer desde ya mismo esos recortes, hipotecando todavía más su futuro– no se deben en absoluto a que estos servicios se estén privatizando. Al contrario, se deben a que su proveedor –el sector público– se ha quedado sin un duro y no puede continuar sufragando unos gastos consolidados tan desproporcionados. Digámoslo con claridad: la degradación de los servicios públicos no se debe a los mercados, sino a los Estados; a su inherente incapacidad para usar eficientemente los recursos, para conseguir más con menos.
Cuando un gestor es ineficiente, pasan estas cosas: o los precios que cobra por sus servicios tienden a subir o que la calidad de esos servicios tiende a caer (o ambas cosas a la vez). Si los ciudadanos no fueran consumidores cautivos de ese gestor, los proveedores menos eficientes quebrarían y los más diligentes, aquellos que supieran generar modelos de negocio que ahorraran costes sin mermas en sus servicios, prosperarían. Pero ah, los ciudadanos sólo dejarían de ser consumidores cautivos si privatizáramos los servicios sociales, a saber, si cada cual pudiera escoger qué hacer o qué no hacer con su dinero.
Los estatistas, pues, incurren en una flagrante contradicción (otra de tantas) cuando braman que no quieren ni recortes ni privatizaciones: si no tenemos privatizaciones, tendremos recortes, por el simple motivo de que el productor cuasi monopolístico de servicios sociales, el Estado, se ha quedado sin blanca. Tan ideologizados se encuentran que no cavilan que si los servicios sociales fueran privados, no tendrían que salir a la calle para rebelarse contra los recortes que los políticos efectivamente les imponen: bastarían con que llevaran su dinero a otra parte. La ecuación "ni recortes ni privatizaciones" quiebra precisamente por el lado de la carestía de dinero con el que seguir sufragando la carísima bacanal de un Estado de Bienestar harto despilfarrador.
"Ni recortes ni privatizaciones: suspensión de pagos", parecen gritar nuestros indignados. Los helenos ya lo corean sin tapujos: "esa deuda no la vais a cobrar". Pobrecitos, y entonces, ¿¿quién sufragará esos servicios sociales que no quieren ni recortar ni privatizar? ¿O acaso han visto alguna vez a alguna empresa privada que haya quebrado y no haya desparecido o se haya reestructurado recortando todo lo recortable? Ah, que se trata de que los alemanes nos paguen la juerga sin contrapartida alguna. Sí, encima de amenazarles con que no van a cobrar, les queremos desplumar. Mas piensen sólo una cosa: los indignados alemanes se reúnen frente al Banco Central Europeo para exigir que su país salga del euro y deje de costear los agujeros negros de los periféricos. Tensad la cuerda por aquí que ellos la tensarán por allá, y nos quedaremos directamente sin dinero. El chiringuito estatista ya no aguanta más, así que elijan: o recortes o privatización. Yo lo tengo bastante claro.
Juan Ramón Rallo es doctor en Economía y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos y en el centro de estudios Isead.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

9. SEGURIDAD Y LIBERTAD. (Resumen X)

FRIEDERICH HAYEK (Austria 1899-1992) Premio nobel de Economía en 1974

La tesis central del libro es que los avances de la planificación económica van necesariamente unidos a la pérdida de libertades y al progreso del totalitarismo.
La sociedad entera se habrá convertido en
Una sola oficina y una sola fábrica, con
Igualdad en el trabajo y en la remuneración.
                                        
                                           V. I. Lenin, 1917

En un país donde el único patrono es el
Estado, la oposición significa la muerte
Por consumición lenta. El viejo principio
“El que no trabaje no comerá” ha sido
Reemplazado por uno nuevo: el que no
Obedezca no comerá.
                                           L. Trotsky, 1937


Será bueno contraponer desde un principio las dos clases de seguridad: la limitada, que pueden alcanzar todos y que, por consiguiente, no es un privilegio, sino un legítimo objeto de deseo, y la seguridad absoluta, que en una sociedad libre no pueden lograr todos, y que no debe concederse como un privilegio. Estas dos clases de seguridad son: la primera, la seguridad contra una privación material grave, la certidumbre de un determinado sustento mínimo para todos, y la segunda, la seguridad de un determinado nivel de vida o de la posición que una persona o grupo disfruta en comparación con otros. O, dicho brevemente, la seguridad de un ingreso mínimo y la seguridad de aquel ingreso concreto que se supone merecido por una persona.
No hay motivo para que una sociedad que ha alcanzado un nivel general de riqueza como el de la nuestra, no pueda garantizar a todos esa primera clase de seguridad sin poner en peligro la libertad general. No existe tampoco razón alguna para que el estado no asista a los individuos cuando tratan de precaverse de aquellos azares comunes de la vida contra los cuales, por su incertidumbre, pocas personas están en condiciones de hacerlo por si mismas.
La planificación con fines de seguridad que tan dañinos efectos produce sobre la libertad es la que se dirige a una seguridad de clase muy diferente. Es la planificación destinada a proteger a individuos o grupos contra una disminución de sus ingresos que, aunque de ninguna manera las merezcan, ocurren diariamente en una sociedad en régimen de competencia, contra unas pérdidas que imponen severos sufrimientos sin justificación moral pero que son inseparables del sistema de la competencia. Esta demanda de seguridad es, pues, otra forma de la demanda de una remuneración justa, de una remuneración adecuada a los méritos subjetivos y no a los resultados objetivos de los esfuerzos de un hombre. Esta clase de seguridad o justicia parece irreconciliable con la libertad de elegir el propio empleo. No puede, sin embargo, darse a todos la certidumbre de unos determinados ingresos si ha de concederse alguna libertad a cada cual para que elija su ocupación. Y si se procura a algunos esta certidumbre, se convierte en un privilegio a costa de los demás, cuya seguridad disminuye con eso necesariamente. Lo que constantemente se hace es conceder esta clase de seguridad de manera fragmentaria, a este grupo o al otro, con el resultado de aumentar constantemente la inseguridad de quienes quedaron abandonados a su suerte. No es maravilla que, en consecuencia, el valor atribuido al privilegio de la seguridad aumente constantemente y que su demanda sea cada vez más apremiante, hasta llegarse a que ningún precio, ni siquiera el de la libertad, parezca demasiado alto.
Cuando los ingresos de una persona están garantizados, no puede permitírsela, ni permanecer en su puesto solo porque le guste, ni elegir otro trabajo que le agradaría hacer. Como no es ella quien logra la ganancia o sufre la pérdida dependiente de que cambie o no cambie de puesto, la elección tiene que hacerla para ella quien gobierne la distribución de la renta disponible.
La política que ahora se sigue por doquier, con la que se proporciona el privilegio de la seguridad, ora a este grupo, ora a aquel otro, está creando unas condiciones en las que el afán de seguridad tiende a ser más fuerte que el amor a la libertad.
Jamás ha existido una peor y más cruel explotación de una clase por otra que la de los miembros más débiles o menos afortunados de un grupo de productores a manos de los bien situados; lo cual lo ha permitido la “regulación” de la competencia. Pocas consignas han causado tanto daño como la “estabilización” de precios (o salarios) en particular, que, asegurando los ingresos de algunas personas, hacen más y más precaria la posición de las restantes. Así, cuanto más intentamos proporcionar seguridad plena, mediante intromisiones en el sistema de mercado, mayor se hace la inseguridad; y, lo que es peor, mayor se hace el contraste entre la seguridad de quienes la han obtenido como un privilegio y la creciente inseguridad de los postergados.
Ya no es la independencia, sino la seguridad, lo que da categoría y posición social.
Se ha acelerado esta marcha por otro efecto de la enseñanza socialista: el deliberado menosprecio de todas las actividades que envuelvan riesgo económico y el oprobio moral arrojado sobre las ganancias que hacen atractivo el riesgo, pero que solo pocos pueden conseguir. La generación más joven de hoy ha crecido en un mundo donde, en la escuela y en la prensa, se ha presentado el espíritu de la empresa comercial como deshonroso y la consecución de un beneficio como inmoral, y donde dar ocupación a cien personas se considera una explotación, pero se tiene por honorable mandar a otras tantas.
Es esencial que aprendamos de nuevo a enfrentarnos francamente con el hecho de que la libertad sólo puede conseguirse por un precio y que, como individuos, tenemos que estar dispuestos a hacer importantes sacrificios materiales para salvaguardar nuestra libertad. Como dijo Benjamin Franklin: “Aquellos que cederían la libertad esencial para adquirir una pequeña seguridad temporal no merecen ni libertad ni seguridad”.
CONTINUACIÓN

lunes, 5 de septiembre de 2011

LIBERALISMO Y SOLIDARIDAD


Vamos a ser un poco serios. Si no garantizas la devolución de tus préstamos ¿quién te va a dejar dinero? Por desgracia, con este tipo de política basada en el endeudamiento si no fuera por los bancos, que lógicamente prestan el dinero para obtener un beneficio, los estados socialdemócratas (que son una escisión del socialismo) se hundirían. Es una infantilidad echarle la culpa de nuestros males a los que nos prestan la mosca, los culpables son los gobiernos que reparten alegremente riqueza prestada y que por supuesto, tenderemos que devolver con intereses.
La barra libre para todos es una barbaridad, es razonable que contribuyamos solidariamente con nuestros impuestos para permitir que aquellos ciudadanos que no puedan acceder a los servicios básicos, salud, educación, alojamiento y manutención principalmente, tengan acceso a ellos gracias al esfuerzo común. Pero es una irresponsabilidad que accedan “gratuitamente” a los mismos servicios aquellos ciudadanos que si pueden pagarlos.
El uso y disfrute de un servicio, aunque provenga del estado, debe ser sufragado por quien hace uso de ello. Si pagamos impuestos por  todos los servicios que nos prestan las administraciones, ¿qué sentido tiene que no paguemos un impuesto directo sobre aquellos servicios más importantes como la salud o la educación? Y tampoco debe ser el mismo impuesto para todos, cada uno debe pagar con arreglo a su nivel de ingresos y al uso que haga de ellos.
El que no quiera servicios públicos que se los pague privados, el que prefiera servicios públicos que los pague con arreglo a sus posibilidades y aquellos que no puedan pagar esos servicios, que los disfruten gratuitamente como acto solidario hasta que estén en disposición de pagarlos.
Nada es gratuito en este mundo y las barras libres suelen pagarse por adelantado y con creces. Es un sin sentido repartir una riqueza que no existe, una riqueza proveniente de préstamos que después hay que devolver con intereses. Los Estados deben garantizar unos servicios mínimos para aquellos ciudadanos que no puedan alcanzarlos por sus propios medios, servicios provenientes del esfuerzo común y acordes con la riqueza que cada sociedad sea capaz de crear, lo demás son quimeras y barbaridades que acaban en la quiebra.