Los agobios de Grecia, Portugal, Italia y España no son nuevos. Papas y reyes han recurrido durante siglos a la deuda, que nació en la Italia medieval. Felipe II pagaba a sus banqueros intereses del 50%
E l acrónimo PIGS -siglas inglesas de Portugal, Italia, Grecia y España, aunque desde 2008 también se incluye Irlanda- fue acuñado por la prensa anglosajona para designar las economías de la zona euro estranguladas por la falta súbita de crédito barato. PIGS es una expresión despectiva (cerdos) muy grata a los amantes del tópico, pero en la que se condensan los prejuicios seculares -unos fundados y otros no tanto- que los países protestantes del norte y el centro de Europa albergan sobre el sur católico y ortodoxo. Cuando la canciller Angela Merkel hace populismo en Alemania, sus alusiones a la indolencia presupuestaria y la baja productividad mediterráneas recuerdan las diatribas de Lutero contra la venta de indulgencias papales para financiar la basílica de San Pedro, un proyecto que a los reformadores protestantes les parecía un ejemplo de dispendio y corrupción. El cisma luterano tuvo consecuencias duraderas al sur de los Alpes: restó al óbolo de San Pedro una parte no desdeñable de la contribución centroeuropea y obligó al Vaticano a emitir deuda pública por primera vez en su historia.
Ocurrió en 1526. El papa Clemente VII, de los Medici de Florencia, lanzó una emisión de 200.000 ducados de oro a una tasa del 10%. Según el historiador Carlo M. Cipolla, la idea de lograr recursos a cuenta de las rentas y tributos futuros de la Iglesia no era nueva en la Europa del XVI. La habían utilizado las ciudades del norte de Italia durante los cuatro siglos anteriores, siendo Venecia la primera de todas ellas en el XII, al obligar a sus habitantes ricos a suscribir su propia deuda. La fórmula se extendió a otras ciudades italianas a medida que se repitieron las campañas militares y aumentaron los ejércitos de mercenarios, pero el Vaticano la ignoró a causa de su doctrina contra la usura. No obstante, cuando la expansión del protestantismo mermó su recaudación, la necesidad de vivir de prestado se convirtió en virtud y arraigó de tal modo en la Santa Sede que, en 1592, los intereses de su deuda representaban la tercera parte de sus gastos.
Han pasado cinco siglos desde lo que podría calificarse como primera 'subasta vaticana de letras del tesoro', y la irrupción de los PIGS ha hecho reverdecer las 95 tesis clavadas por Lutero en la iglesia del palacio de Wittenberg. El apelativo de 'cerdos' rebota en la Puerta del Sol y la plaza Syntagma de Atenas como lo hicieron las aceradas críticas de Lutero en Roma. Mientras tanto, los bancos alemanes y franceses hacen recuento de sus préstamos irresponsables (contra el vicio de pedir está la virtud de no dar), tratando de camuflar la amenaza de suspensión de pagos que se cierne sobre Grecia, Irlanda, Portugal y España, en una primera etapa, y luego sobre Italia, Bélgica...
La historia europea está plagada de PIGS. Uno de los más grandes fue Felipe II, especialista en malgastar tesoros, precisamente, en aventuras militares para contener el protestantismo, bajo el que se guarecían los intereses de los príncipes alemanes frente al Papado. Durante su reinado (1556-1598) llegaron a España 7.000 toneladas de plata y 70 de oro procedentes de América, una fortuna inimaginable en aquel tiempo, de la que el monarca se quedaba con el 20% y que, a la hora de la verdad, benefició a los manufactureros centroeuropeos. La economía de la Península, por el contrario, se deprimió: los precios de los artículos de lujo se dispararon y se dejó de producir. Además, Felipe II nunca tenía suficiente, así que para cuadrar las cuentas del Imperio gravaba fiscalmente a sus súbditos y se endeudaba con los banqueros; especialmente, con los Fugger alemanes, grandes beneficiarios de las riquezas de América. Pero también recurría a los genoveses, que le proporcionaban el dinero necesario y en la moneda que quisiera, pues debía pagar a soldados desperdigados por Europa.
«Esto de los cambios e intereses nunca me ha podido entrar en la cabeza», se quejó el monarca en 1580, agobiado porque sus acreedores le endosaban todo tipo de comisiones, hasta el punto de que los tipos reales que pagaba eran del 40% y hasta el 50%. Los genoveses eran diestros en el arte de especular con las subidas y bajadas de cualquier cosa y cobraban por aquí y por allá: detrás de un interés nominal aparentemente razonable se escondían tasas por el cambio de moneda, por el transporte... Perdido en aquel laberinto, con unos gastos que no tenían fin, Felipe II acabó detestando a sus prestamistas, a cuyas trapacerías se enfrentó de diversas maneras. Una de ellas consistía en declararse en bancarrota de vez en cuando, como un paquidermo sentado sobre sus cuartos traseros. «En realidad no era la bancarrota, sino una renegociación de la deuda en condiciones más favorables», aclara Cipolla.
Egipto y Túnez
Angela Merkel y el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, han buscado estos días una fórmula para que no se note que el Gobierno griego intenta emular a Felipe II. A fin de perder lo menos posible, no solo de los créditos antiguos, sino también de los que puedan venir, los acreedores internacionales están imponiendo a los PIGS unas reformas económicas y sociales que reducen sus niveles de consumo y disparan el desempleo, provocando una caída de la recaudación fiscal y aumentando la demanda de subsidios. Condenados a renegociar sus deudas en condiciones cada vez más duras, a los gobiernos morosos no les queda más remedio que subir impuestos y poner sus países en almoneda.
Egipto y Túnez se encontraron en esa misma situación a finales del XIX. Gobernados por un bey y un jedive, respectivamente, entonces eran dos estados independientes -su vinculación con el sultán turco solo era nominal-, pero las deudas los convirtieron virtualmente en colonias. En ambos países, el problema lo generó una espiral de obligaciones contraídas con prestamistas franceses e ingleses para construir carreteras y ferrocarriles, idea que se malogró por culpa de las comisiones, los sobornos y el mal gobierno. Los impuestos cada vez más altos que los gobernantes impusieron a los campesinos no bastaron para cubrir los costes de los 'préstamos turbante', como los describe el historiador Henri L. Wesseling. Las sumas a devolver alcanzaron tales proporciones que no quedaba nada para sostener la estructura funcionarial. «La década de 1870, esa época dorada de la insolvencia islámica», resumieron los historiadores Ronald Robinson y John Gallagher.
El colonialismo norteafricano surgió, en parte, de una prolongada agonía financiera. Túnez suspendió pagos en 1867 y, a partir de entonces, fue gobernado por una comisión que lideraba el 'inspecteur de finances' Victor Villet, un administrador francés al que pusieron de apodo 'Bey Villet'. Catorce años más tarde, una expedición de 5.000 soldados transformó el pequeño país magrebí en una posesión de París con un bey local como figura decorativa. Las finanzas de Egipto se derrumbaron en 1876, después de que el jedive Ismail hubiera vendido sus acciones del canal de Suez al Reino Unido. Las cancillerías europeas ensayaron sin éxito varias fórmulas para recuperar las inversiones enterradas a orillas del Nilo, hasta que franceses y británicos nombraron en 1879 sus respectivos interventores de la economía egipcia. La administración local recibió una cantidad fija para subsistir, mientras el resto de los ingresos se destinó a cubrir la deuda.
Ante tales condiciones, la revolución solo tardó dos años en estallar en Egipto, aunque los británicos derrotaron a los rebeldes en 1882 e hicieron prisionero a su líder, Arabi Pachá, al que desterraron a Ceilán. Sin haberlo planeado, a causa de la deuda pública, el Reino Unido tuvo que ocupar por la fuerza el antiguo país de los faraones, decisión de la que surgieron las dos fuerzas de oposición a Occidente que han dividido al mundo musulmán durante el pasado siglo: los movimientos laicos que aspiraban sacudirse el yugo colonial imitando el progreso europeo y los grupos religiosos partidarios del repliegue sobre la tradición. En esas andaban hace unos meses los manifestantes tunecinos que derrocaron a Zine El Abidine Ben Alí y los egipcios que torcieron el brazo de Hosni Mubarak.
JAVIER MUÑOZ