'LAS DESVENTURAS DE LA BONDAD EXTREMA'
Carta a un joven chileno sobre Che Guevara
Por Mauricio Rojas
Querido Julio: Fue un placer encontrarte durante mi reciente visita a Chile y participar contigo en la presentación del libro de Joaquín GarcíaHuidobro, Simpatía por la política.
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Fue un momento muy agradable y hacía tiempo que no veía tanta gente en el lanzamiento de un libro, lo que me alegró mucho porque se trata de un buen libro, una especie de anti-Maquiavelo en el que el fin no justifica los medios sino que, por el contrario, son los medios los que no sólo justifican sino que son el fin. Esta es una forma importante de ver la política que muchos, sin duda, considerarán ingenua pero que encierra una gran verdad normativa para aquellos que quieren construir una sociedad abierta y tolerante.
Me pides que ponga en el papel las reflexiones que hice durante ese encuentro y, como verás, te he hecho caso.
(...)
Para las personas amantes de la libertad así como para todos aquellos que algo saben de las desventuras del totalitarismo no deja de ser chocante ver cómo se endiosa una figura como la de Guevara, (...) hay una gran fuerza de atracción en su imagen de mártir moderno y (...) hombre más admirable que se pueda imaginar, aquel dispuesto a entregar generosamente la propia vida por una causa idealista.
Frente a esta idealización que quiere elevar a Guevara a las alturas de un Mesías moderno vemos un esfuerzo por parte de sectores liberales por crear una especie de anti-imagen del guerrillero argentino. Se trata de crear la imagen de una especie de Anticristo, del mal absoluto encarnado en un hombre, para contraponerla a la de este nuevo Cristo popular.
El problema que yo veo en este intento es que termina combatiendo una caricatura con otra caricatura, quedándose en una lucha de imágenes que puede convencer a los ya convencidos pero cuyo efecto sobre quienes se sienten atraídos por una figura como la de Guevara es mínimo. Yo creo que se ganaría mucho más si hiciésemos un esfuerzo por ver el pensamiento revolucionario y las ideas marxistas como un fenómeno más complejo, una contradictoria mezcla del bien y del mal, donde idealismo redentor y fanatismo asesino se conjugan en una dialéctica embriagadora e implacable.
Muchos críticos del marxismo sugieren que su fuerza de atracción reside en su capacidad de concitar una serie de sentimientos o rasgos negativos: envidia, destructividad, resentimiento, deseo de dominar a otros o de venganza, sadismo, etc. Por ello serían personalidades caracterizadas por esos rasgos las que se sentirían atraídas por el marxismo, formando su núcleo activo. El marxismo sería así una ideología que concita los instintos más bajos o, simplemente, la maldad humana, para darle rienda suelta bajo la forma de un movimiento donde estas personalidades atávicas se refuerzan mutuamente.
No niego que haya una buena parte de todo esto en la fuerza de atracción tanto del marxismo como de otros movimientos políticos extremos y que muchos de los elementos que se congregan en torno a esa ideología adolezcan de rasgos atávicos de personalidad. Aun así pienso que se trata de una forma de aproximarse a este tipo de fenómenos que es fundamentalmente errada, ya que si bien capta una parte de los mismos deja de ver lo que para mí es la verdadera fuerza motora que da a las ideologías mesiánicas su tremenda capacidad de atraer a aquellos sin los cuales estos movimientos no llegarían muy lejos, a saber, a los altruistas e idealistas o, para decirlo cortamente, a los buenos, a aquellos que se van a entregar a la causa de la revolución con la devoción de un santo, poniendo de una manera ejemplar todas sus fuerzas e inteligencia al servicio de "la causa", una causa que para ellos representa la bondad personificada. En fin, se trata de seres que están muy lejos de ser basuras humanas y que se hacen marxistas para hacer el bien pero que terminan –si tienen la oportunidad– haciendo un mal espantoso. Esta es para mí la paradoja que hay que explicar y hacerlo es más difícil que trabajar con la hipótesis simplona de la maldad tanto de las ideas marxistas como de quienes las propagan.
El hecho de buscar entender el marxismo desde esta perspectiva tiene una explicación personal y otra intelectual. La personal es que he conocido demasiada gente buena, respetable, culta e inteligente que ha puesto su vida al servicio de las ideas marxistas como para ignorarlas o creer que son raras excepciones. La intelectual es que leyendo las obras claves del marxismo, particularmente de Marx, no veo en ellas un llamado a lo más bajo del ser humano sino, por el contrario, a lo más sublime.
Esta última constatación me llevó a una larga investigación, emprendida hace ya más de veinticinco años, sobre las fuentes del marxismo, entendiendo que su tremenda fuerza era inexplicable si su visión del mundo y sus propuestas no se hiciesen eco de vetas profundas de nuestra civilización cristiano-occidental. Esa investígación terminó siendo mi tesis doctoral, que bajo el título en latín deRenovatio Mundi defendí en 1986 en la llamada Casa del Rey de la hermosa ciudad universitaria de Lund.
Mis conclusiones fueron que el marxismo es una especie de secularización modernizada del pensamiento mesiánico que atraviesa, creando grandes tensiones y conflictos muchas veces sangrientos, toda la historia del cristianismo. Se trata de la idea del retorno inminente del Mesías y la pronta instauración de un paraíso en la tierra, un reino milenario de armonía y felicidad que definitivamente superaría la condición precaria de la vida tal como la hemos conocido hasta ahora recreando al mismo ser humano, que sería así convertido en un hombre nuevo para un mundo depurado del mal y renovado (de allí el título de mi tesis,Renovatio Mundi). Este reino celestial en la tierra duraría, según la profecía bíblica, mil años y de allí viene el nombre de milenarismo, con que a menudo se denomina a estas corrientes mesiánicas.
Propio del mesianismo milenarista es la creencia no sólo en la cercanía de un paraíso terrenal sino en la intervención de un grupo iluminado que juega un papel protagónico en la conflagración final que, según el arquetipo del Apocalipsis bíblico, precedería a la recreación del mundo y del hombre. Se trata de esa revolución, para decirlo en términos profanos, que conducida por la vanguardia revolucionaria abre paso al fin de la historia con el cual se instaura una sociedad sin clases ni envidias donde todos pueden realizar lo que son y nadie sufre carencias materiales. En suma, el comunismo de la utopía marxista que restaura así, después de un largo peregrinar por el valle de lágrimas de las sociedades de clase, aquella prístina armonía del paraíso original ocomunismo primitivo, según la terminología del marxismo.
Todo ello modernizado, usando un lenguaje científico, con el cual la Providencia y su plan histórico se convierten en la predeterminación de las leyes de la historia, finalmente descubiertas por lo que se llamaría materialismo histórico o socialismo científico. Así, la victoria del comunismo no es un acto antojadizo de voluntad –si bien requiere de ella en la forma de esa violencia revolucionaria que Marx y Engels llamaron "la partera de la historia"– sino una conclusión necesaria e inevitable de la historia de la humanidad.
Este fue el marxismo que me robó el alma cuando yo era muy joven. Me dio –al menos así lo creía entonces– una comprensión total de la historia y un rol sublime en una gesta épica de proporciones grandiosas. ¿Cómo negarse entonces a ser un actor de ese capítulo extraordinario de la historia de la humanidad? ¿Cómo perderse esa fiesta de liberación de nuestra especie de todos aquellos males que siempre la habían aquejado? ¿Cómo no ser santo, misionero y mártir de una causa tan bella por la cual, sin duda, valía la pena dar la vida propia y también la de muchos otros? O, para usar (...) las palabras de Che Guevara en su Mensaje a la Tricontinental, "qué importan los peligros o el sacrificio de un hombre o de un pueblo, cuando está en juego el destino de la humanidad".
Pero es justamente allí donde se enturbian definitivamente las aguas cristalinas de la utopía y Maquiavelo aparece, donde la bondad extrema del fin se puede convertir en la maldad extrema de los medios, donde la supuesta salvación de la humanidad puede hacerse al precio de sacrificar la vida de incontables seres humanos, donde se puede amar al género humano y despreciar a los hombres. Es justamente en ese intersticio siniestro donde puede surgir aquella "máquina de matar" en que Guevara nos insta a convertirnos para realizar el sueño del hombre nuevo. Es en ese mismo intersticio de amoralidad absoluta –también llamada "moral revolucionaria"– donde se ubica la alabanza a la violencia de la revolución comunista hecha ya por el joven Marx o el llamado de Lenin a "no escatimar métodos dictatoriales" e incluso no trepidar en usar "métodos bárbaros" para luchar contra el atraso de Rusia. Los campos de la muerte de Pol Pot o el intento demencial de la revolución cultural de Mao y sus guardias rojos de borrar la herencia cultural de la humanidad para crear, desde cero, un nuevo tipo de ser humano son hijos del mismo mesianismo donde un fin que cree ser el más sublime posible justifica los medios más atroces.
Esto fue lo que entendí un día, pero lo entendí no como un problema de otros o de una categoría especial de seres singularmente malos, sino como un problema mío y de los seres humanos en general. Vi todo ese potencial de hacer el mal que todos, de una u otra manera, llevamos dentro y vi cómo se desarrollaba, cómo me transformaba en un ser absolutamente inmoral y despiadado respecto del aquí y el ahora con el pretexto de un más allá y un mañana gloriosos. Y vi en mí al criminal político perfecto del que nos habló Albert Camus, aquel que mata sin el menor remordímiento y sin límites ya que cree hacerlo a nombre de la razón y del bien. Y vi que yo no era esencialmente distinto de los grandes verdugos del idealismo desbocado, de los Lenin, Stalin, Mao o Pol Pot, pero también (...) de los Hitler y los totalitarios de todos los tiempos. Y me asusté de mí mismo y me fui a refugiar en el pedestre liberalismo que nos invita a la libertad pero no a la liberación, que defiende los derechos del individuo contra la coacción de los colectivos, que no nos ofrece el paraíso en la tierra sino una tierra un poco mejor, que no nos libera de nuestra responsabilidad moral sino que nos la impone, cada día y en cada elección que hacemos.
El liberalismo, para ser fiel a sí mismo, debe ser integral. Abarcar tanto el aquí y el ahora como el mañana y jamás reducirse a una esfera de la vida social, como la economía. Debe por ello ser la doctrina de los medios más que de los fines o, para decirlo de otra manera, donde los medios son el fin, aquella doctrina que sabe que al andar se hace camino y que la vida no es más que un eterno hacer camino. Esto no hace al liberalismo, sin embargo, completamente inmune de la tentación de justificar los medios con los fines o de parcializarlo. Esta es una lección triste de la historia del liberalismo, que no podemos ignorar cuando miramos el lado oscuro del ser humano en el espejismo de bondad que irradia Che Guevara. Y digo esto porque hace tiempo dejé de creer en el maniqueísmo y aprendí a desconfiar de toda visión de la vida que reduce su paleta de colores al blanco y el negro.
Ser liberal no es pertenecer a los buenos o a los absolutamente inmunes a las tentaciones liberticidas, sino simplemente entender la dualidad del ser humano y la brutalidad que potencialmente se alberga incluso en las almas más admirables. El ser humano, como Kant dijese una vez, está hecho de un leño torcido del cual nada puede forjarse que sea del todo recto. El liberalismo no es una manera de enderezar aquella naturaleza precaria y torcida sino de contener sus instintos más dañinos, especialmente cuando se esconden tras el manto de la bondad absoluta o se ven propulsados por los destellos encandiladores de la utopía. El destino de un Che Guevara no nos es por ello, por paradojal que parezca, del todo ajeno.
Finalmente, querido Julio, dos palabras más sobre Maquiavelo. El gran fin que él tenía en mente y que justificaba o, según él, hacía necesarios sus célebres consejos era el surgimiento de un Príncipe liberador, una especie de Mesías italiano que, como dice en el último capítulo de El Príncipe, pueda "librar a Italia de los bárbaros". Lamentablemente, su propuesta de usar "medios bárbaros para combatir la barbarie", para decirlo con la conocida frase de Lenin, hizo escuela. Lo que Maquiavelo no pudo entender es que una Italia así liberada no sería una patria en la cual uno quisiese vivir, tal como las patrias comunistas fueron el horror para sus pueblos.
Eso es todo por el momento. Espero que estas reflexiones sean de alguna utilidad tanto para ti como para tus amigos. Lamento el haberme extendido tal vez en demasía pero espero que haya valido la pena.
Un fuerte abrazo,
Mauricio Rojas
Archipiélago de Estocolmo, 7 de noviembre de 2007.
NOTA: Este texto está tomado de LAS DESVENTURAS DE LA BONDAD EXTREMA, el más reciente libro de MAURICIO ROJAS. Pinche aquí para leerlo gratuitamente (formato PDF).
Me pides que ponga en el papel las reflexiones que hice durante ese encuentro y, como verás, te he hecho caso.
(...)
Para las personas amantes de la libertad así como para todos aquellos que algo saben de las desventuras del totalitarismo no deja de ser chocante ver cómo se endiosa una figura como la de Guevara, (...) hay una gran fuerza de atracción en su imagen de mártir moderno y (...) hombre más admirable que se pueda imaginar, aquel dispuesto a entregar generosamente la propia vida por una causa idealista.
Frente a esta idealización que quiere elevar a Guevara a las alturas de un Mesías moderno vemos un esfuerzo por parte de sectores liberales por crear una especie de anti-imagen del guerrillero argentino. Se trata de crear la imagen de una especie de Anticristo, del mal absoluto encarnado en un hombre, para contraponerla a la de este nuevo Cristo popular.
El problema que yo veo en este intento es que termina combatiendo una caricatura con otra caricatura, quedándose en una lucha de imágenes que puede convencer a los ya convencidos pero cuyo efecto sobre quienes se sienten atraídos por una figura como la de Guevara es mínimo. Yo creo que se ganaría mucho más si hiciésemos un esfuerzo por ver el pensamiento revolucionario y las ideas marxistas como un fenómeno más complejo, una contradictoria mezcla del bien y del mal, donde idealismo redentor y fanatismo asesino se conjugan en una dialéctica embriagadora e implacable.
Muchos críticos del marxismo sugieren que su fuerza de atracción reside en su capacidad de concitar una serie de sentimientos o rasgos negativos: envidia, destructividad, resentimiento, deseo de dominar a otros o de venganza, sadismo, etc. Por ello serían personalidades caracterizadas por esos rasgos las que se sentirían atraídas por el marxismo, formando su núcleo activo. El marxismo sería así una ideología que concita los instintos más bajos o, simplemente, la maldad humana, para darle rienda suelta bajo la forma de un movimiento donde estas personalidades atávicas se refuerzan mutuamente.
No niego que haya una buena parte de todo esto en la fuerza de atracción tanto del marxismo como de otros movimientos políticos extremos y que muchos de los elementos que se congregan en torno a esa ideología adolezcan de rasgos atávicos de personalidad. Aun así pienso que se trata de una forma de aproximarse a este tipo de fenómenos que es fundamentalmente errada, ya que si bien capta una parte de los mismos deja de ver lo que para mí es la verdadera fuerza motora que da a las ideologías mesiánicas su tremenda capacidad de atraer a aquellos sin los cuales estos movimientos no llegarían muy lejos, a saber, a los altruistas e idealistas o, para decirlo cortamente, a los buenos, a aquellos que se van a entregar a la causa de la revolución con la devoción de un santo, poniendo de una manera ejemplar todas sus fuerzas e inteligencia al servicio de "la causa", una causa que para ellos representa la bondad personificada. En fin, se trata de seres que están muy lejos de ser basuras humanas y que se hacen marxistas para hacer el bien pero que terminan –si tienen la oportunidad– haciendo un mal espantoso. Esta es para mí la paradoja que hay que explicar y hacerlo es más difícil que trabajar con la hipótesis simplona de la maldad tanto de las ideas marxistas como de quienes las propagan.
El hecho de buscar entender el marxismo desde esta perspectiva tiene una explicación personal y otra intelectual. La personal es que he conocido demasiada gente buena, respetable, culta e inteligente que ha puesto su vida al servicio de las ideas marxistas como para ignorarlas o creer que son raras excepciones. La intelectual es que leyendo las obras claves del marxismo, particularmente de Marx, no veo en ellas un llamado a lo más bajo del ser humano sino, por el contrario, a lo más sublime.
Esta última constatación me llevó a una larga investigación, emprendida hace ya más de veinticinco años, sobre las fuentes del marxismo, entendiendo que su tremenda fuerza era inexplicable si su visión del mundo y sus propuestas no se hiciesen eco de vetas profundas de nuestra civilización cristiano-occidental. Esa investígación terminó siendo mi tesis doctoral, que bajo el título en latín deRenovatio Mundi defendí en 1986 en la llamada Casa del Rey de la hermosa ciudad universitaria de Lund.
Mis conclusiones fueron que el marxismo es una especie de secularización modernizada del pensamiento mesiánico que atraviesa, creando grandes tensiones y conflictos muchas veces sangrientos, toda la historia del cristianismo. Se trata de la idea del retorno inminente del Mesías y la pronta instauración de un paraíso en la tierra, un reino milenario de armonía y felicidad que definitivamente superaría la condición precaria de la vida tal como la hemos conocido hasta ahora recreando al mismo ser humano, que sería así convertido en un hombre nuevo para un mundo depurado del mal y renovado (de allí el título de mi tesis,Renovatio Mundi). Este reino celestial en la tierra duraría, según la profecía bíblica, mil años y de allí viene el nombre de milenarismo, con que a menudo se denomina a estas corrientes mesiánicas.
Propio del mesianismo milenarista es la creencia no sólo en la cercanía de un paraíso terrenal sino en la intervención de un grupo iluminado que juega un papel protagónico en la conflagración final que, según el arquetipo del Apocalipsis bíblico, precedería a la recreación del mundo y del hombre. Se trata de esa revolución, para decirlo en términos profanos, que conducida por la vanguardia revolucionaria abre paso al fin de la historia con el cual se instaura una sociedad sin clases ni envidias donde todos pueden realizar lo que son y nadie sufre carencias materiales. En suma, el comunismo de la utopía marxista que restaura así, después de un largo peregrinar por el valle de lágrimas de las sociedades de clase, aquella prístina armonía del paraíso original ocomunismo primitivo, según la terminología del marxismo.
Todo ello modernizado, usando un lenguaje científico, con el cual la Providencia y su plan histórico se convierten en la predeterminación de las leyes de la historia, finalmente descubiertas por lo que se llamaría materialismo histórico o socialismo científico. Así, la victoria del comunismo no es un acto antojadizo de voluntad –si bien requiere de ella en la forma de esa violencia revolucionaria que Marx y Engels llamaron "la partera de la historia"– sino una conclusión necesaria e inevitable de la historia de la humanidad.
Este fue el marxismo que me robó el alma cuando yo era muy joven. Me dio –al menos así lo creía entonces– una comprensión total de la historia y un rol sublime en una gesta épica de proporciones grandiosas. ¿Cómo negarse entonces a ser un actor de ese capítulo extraordinario de la historia de la humanidad? ¿Cómo perderse esa fiesta de liberación de nuestra especie de todos aquellos males que siempre la habían aquejado? ¿Cómo no ser santo, misionero y mártir de una causa tan bella por la cual, sin duda, valía la pena dar la vida propia y también la de muchos otros? O, para usar (...) las palabras de Che Guevara en su Mensaje a la Tricontinental, "qué importan los peligros o el sacrificio de un hombre o de un pueblo, cuando está en juego el destino de la humanidad".
Pero es justamente allí donde se enturbian definitivamente las aguas cristalinas de la utopía y Maquiavelo aparece, donde la bondad extrema del fin se puede convertir en la maldad extrema de los medios, donde la supuesta salvación de la humanidad puede hacerse al precio de sacrificar la vida de incontables seres humanos, donde se puede amar al género humano y despreciar a los hombres. Es justamente en ese intersticio siniestro donde puede surgir aquella "máquina de matar" en que Guevara nos insta a convertirnos para realizar el sueño del hombre nuevo. Es en ese mismo intersticio de amoralidad absoluta –también llamada "moral revolucionaria"– donde se ubica la alabanza a la violencia de la revolución comunista hecha ya por el joven Marx o el llamado de Lenin a "no escatimar métodos dictatoriales" e incluso no trepidar en usar "métodos bárbaros" para luchar contra el atraso de Rusia. Los campos de la muerte de Pol Pot o el intento demencial de la revolución cultural de Mao y sus guardias rojos de borrar la herencia cultural de la humanidad para crear, desde cero, un nuevo tipo de ser humano son hijos del mismo mesianismo donde un fin que cree ser el más sublime posible justifica los medios más atroces.
Esto fue lo que entendí un día, pero lo entendí no como un problema de otros o de una categoría especial de seres singularmente malos, sino como un problema mío y de los seres humanos en general. Vi todo ese potencial de hacer el mal que todos, de una u otra manera, llevamos dentro y vi cómo se desarrollaba, cómo me transformaba en un ser absolutamente inmoral y despiadado respecto del aquí y el ahora con el pretexto de un más allá y un mañana gloriosos. Y vi en mí al criminal político perfecto del que nos habló Albert Camus, aquel que mata sin el menor remordímiento y sin límites ya que cree hacerlo a nombre de la razón y del bien. Y vi que yo no era esencialmente distinto de los grandes verdugos del idealismo desbocado, de los Lenin, Stalin, Mao o Pol Pot, pero también (...) de los Hitler y los totalitarios de todos los tiempos. Y me asusté de mí mismo y me fui a refugiar en el pedestre liberalismo que nos invita a la libertad pero no a la liberación, que defiende los derechos del individuo contra la coacción de los colectivos, que no nos ofrece el paraíso en la tierra sino una tierra un poco mejor, que no nos libera de nuestra responsabilidad moral sino que nos la impone, cada día y en cada elección que hacemos.
El liberalismo, para ser fiel a sí mismo, debe ser integral. Abarcar tanto el aquí y el ahora como el mañana y jamás reducirse a una esfera de la vida social, como la economía. Debe por ello ser la doctrina de los medios más que de los fines o, para decirlo de otra manera, donde los medios son el fin, aquella doctrina que sabe que al andar se hace camino y que la vida no es más que un eterno hacer camino. Esto no hace al liberalismo, sin embargo, completamente inmune de la tentación de justificar los medios con los fines o de parcializarlo. Esta es una lección triste de la historia del liberalismo, que no podemos ignorar cuando miramos el lado oscuro del ser humano en el espejismo de bondad que irradia Che Guevara. Y digo esto porque hace tiempo dejé de creer en el maniqueísmo y aprendí a desconfiar de toda visión de la vida que reduce su paleta de colores al blanco y el negro.
Ser liberal no es pertenecer a los buenos o a los absolutamente inmunes a las tentaciones liberticidas, sino simplemente entender la dualidad del ser humano y la brutalidad que potencialmente se alberga incluso en las almas más admirables. El ser humano, como Kant dijese una vez, está hecho de un leño torcido del cual nada puede forjarse que sea del todo recto. El liberalismo no es una manera de enderezar aquella naturaleza precaria y torcida sino de contener sus instintos más dañinos, especialmente cuando se esconden tras el manto de la bondad absoluta o se ven propulsados por los destellos encandiladores de la utopía. El destino de un Che Guevara no nos es por ello, por paradojal que parezca, del todo ajeno.
Finalmente, querido Julio, dos palabras más sobre Maquiavelo. El gran fin que él tenía en mente y que justificaba o, según él, hacía necesarios sus célebres consejos era el surgimiento de un Príncipe liberador, una especie de Mesías italiano que, como dice en el último capítulo de El Príncipe, pueda "librar a Italia de los bárbaros". Lamentablemente, su propuesta de usar "medios bárbaros para combatir la barbarie", para decirlo con la conocida frase de Lenin, hizo escuela. Lo que Maquiavelo no pudo entender es que una Italia así liberada no sería una patria en la cual uno quisiese vivir, tal como las patrias comunistas fueron el horror para sus pueblos.
Eso es todo por el momento. Espero que estas reflexiones sean de alguna utilidad tanto para ti como para tus amigos. Lamento el haberme extendido tal vez en demasía pero espero que haya valido la pena.
Un fuerte abrazo,
Mauricio Rojas
Archipiélago de Estocolmo, 7 de noviembre de 2007.
NOTA: Este texto está tomado de LAS DESVENTURAS DE LA BONDAD EXTREMA, el más reciente libro de MAURICIO ROJAS. Pinche aquí para leerlo gratuitamente (formato PDF).