Supuesto  que el término «pensamiento» pueda entenderse ya sea en un plano  psicológico-subjetivo (aquel en el que tienen lugar las «cavilaciones»,  los «cálculos» o las «reflexiones» privadas de los individuos), ya sea  en un plano social-objetivo (el del pensamiento público, hablado o  escrito, mediante el cual unos grupos se dirigen a otros grupos  sociales, a través de los individuos); y supuesto que dejamos de lado  los «pensamientos subjetivos» de los españoles, para atenernos a los  pensamientos públicos y publicados (sobre todo por escrito), dado que  sólo de este «pensamiento público» tenemos constancia histórica, la  cuestión que nos plantea la expresión «pensamiento español» puede  comenzar a ser tratada discriminando las acepciones del predicado  «español» que, ya sean por sí mismas, ya sea conjuntamente con otras,  puedan considerarse como más pertinentes o significativas en la  determinación del «pensamiento público». 
Ahora bien: el adjetivo «español» tiene tres  acepciones principales bien diferenciadas, en principio al menos, dado  el carácter borroso de sus límites, y la naturaleza polémica de sus  determinaciones concretas. Denominaremos a estas acepciones: 
2. la acepción histórico-social, y
3. la acepción lingüístico-oficial.
La complejidad de las relaciones entre estas  acepciones y el carácter «escabroso», por decirlo así, y polémico, de su  análisis están a la vista de todos. El hecho de que las denominaciones  que proponemos utilicen construcciones binarias («geográfico-histórico»,  «histórico-social», «lingüístico-oficial») ha de verse como un  reconocimiento del carácter polémico, en sus planos respectivos, de los  conceptos correspondientes. 
Así, la construcción «geográfico-histórico» podría en  efecto considerarse como redundante, si se sostiene la tesis de que los  conceptos geográficos, en cuanto conceptos morfológicos que no  pertenecen al campo de la Geología, son siempre históricos,  antropológicos. Pero lo cierto es que los conceptos morfológicos  geográficos se utilizan muchas veces en contextos geológicos, como  cuando se habla de «península ibérica» en la teoría geológica de placas;  ello justifica la redundancia de referencia. 
Otro tanto hay que decir de la construcción  «histórico-social»: ¿cómo podría hablarse de Historia al margen de la  consideración de las sociedades humanas? Pero lo cierto es que Historia  también se utiliza en otros contextos en los cuales, al menos por  abstracción, las referencias sociológicas quedan en «perspectiva  oblicua», como cuando se habla de la «Historia interna de las  matemáticas», o incluso de la «Historia de la cultura», en cuanto  contradistinta de la «Historia social». 
En cuanto a la construcción «lingüístico-oficial» se  justifica porque las determinaciones lingüísticas del adjetivo «español»  se encuentran en el centro de las polémicas más vivas en la actualidad:  para una de las partes contendientes, el adjetivo «español», como  determinación lingüística, ha de ser predicado de todos los idiomas  peninsulares, y así el gallego es un idioma español, como lo es el  catalán, el valenciano, el vasco o el castellano; para gallegos,  catalanes, vascos, hablar de español en lugar de hablar de castellano es  un insulto, si es que se consideran tan españoles como los castellanos,  cuando hablan gallego o valenciano o vasco. Otro partido, en cambio, ya  no se considerará español cuando habla euskera, considerando  indiferente que se utilice el adjetivo español o castellano. Pero otros,  y son la mayoría, defenderán la tesis de que el adjetivo español habrá  de entenderse como una determinación lingüística que se refiere al  idioma oficial (por ejemplo, en virtud del artículo 3 de la Constitución  de 1978) de todos los españoles, si se quiere, de los ciudadanos del  Estado español. Por ello, y para distinguir, por un criterio tomado de  instancias externas a las partes en polémica, a esta acepción, nos  acogemos al criterio de la oficialidad jurídico política; oficialidad  reforzada también por el hecho fundamental de que esta acepción del  adjetivo «español» está recogida, aunque no exclusivamente, por la  Academia de la Lengua Española, y es la acepción más extendida entre los  países americanos y en la terminología del derecho internacional. 
«Español», según su acepción geográfica, tiene que  ver con todo aquello que se desarrolla en la Península Ibérica,  incluyendo a veces a Portugal e islas adyacentes, pero dentro de unos  intervalos históricos determinados, aunque borrosos. No basta que algo  haya tenido lugar en esta circunscripción geográfica para que pueda ser  denominado español, salvo por denominación extrínseca. Los hombres de  Atapuerca no son «españoles», en la acepción segunda y tercera, como  tampoco, menos aún, cabría decir son burgaleses. Tampoco son «españoles»  los pintores de Altamira, ni las gentes que construyeron las casas  circulares de Santa Tecla (fueran o no celtas). Por ello, es conveniente  utilizar aquí el término «Península Ibérica», como suele hacerse,  cuando se quiere subrayar el aspecto geográfico estricto y restringir el  adjetivo «español», incluso en su acepción geográfica, a los intervalos  históricos en los cuales la «geografía» haya servido de asiento a una  «sociedad española» ya constituida, es decir, a lo «español» en la  acepción segunda, la sociológica; dicho de otro modo, cuando la  «geología» haya experimentado las modificaciones pertinentes para  convertirse en «paisaje» característico de esa sociedad. Sólo entonces,  cuando pueda decirse que la sociedad peninsular moldeó un «paisaje» que,  a su vez, contribuyó a conformar la sociedad peninsular, tendrá pleno  sentido hablar de «geografía española». 
«Español», en su acepción histórico-sociológica es  predicado que debe ir referido a una sociedad o a diferentes sociedades  entrelazadas de algún modo en una «sociedad española». Ahora bien, la  variedad de opiniones acerca de los límites históricos en los cuales  puede ser circunscrita esta sociedad, susceptible de recibir  internamente el predicado «español», es tan grande que sólo me queda en  esta ocasión declarar la mía propia. El criterio principal en el que se  fundamenta la opinión que vamos a exponer es este: que el concepto de  una sociedad española, en su sentido más general (es decir,  prescindiendo de sus determinaciones políticas e incluso lingüísticas,  en alguna medida) es un «concepto de escala» paralelo a conceptos tales  como «sociedad francesa» o como «sociedad italiana». Admitir este  paralelismo implica reconocernos situados en unas coordenadas históricas  en función de las cuales pueda conservar algún sentido preciso la  delimitación de esa «sociedad española» respecto de sus congéneres de  escala. 
Ahora bien, tales coordenadas, que se dibujan ya muy  claras a partir de los siglos XIII en adelante (el adjetivo «español»,  como designativo de hombres pertenecientes a una sociedad diferenciada,  aparece hacia el siglo XII) y llegan a nuestros días, se desdibujan a  medida que regresamos en la línea del curso histórico. Se mantienen en  tanto podemos identificar formalmente a las sociedades precursoras  inmediatas, pero desaparecen cuando los criterios de identificación se  hacen excesivamente heterogéneos. Así, no cabe hablar de una sociedad  española en épocas prerromanas. Ni siquiera en la época romana, cuando Hispania  se dibujó como una circunscripción administrativa de la República o del  Imperio (una diócesis, en la época de Diocleciano), cabría hablar de  «sociedad española», porque los hispani se relacionaban entre sí,  ante todo, a través de Roma, como colonias o ulteriormente como  ciudades romanas. Según esto, desde el punto de vista sociológico, ni  Séneca ni Trajano podrían llamarse españoles, sino romanos. 
¿Cabría tomar como línea divisoria a la monarquía  visigoda? ¿Son ya españoles los hispanorromanos o los godos unificados  bajo la corona de Leovigildo? Son, indudablemente, protoespañoles, a la  manera como los hombres de Neanderthal son protohombres y los españoles  se han modelado en gran medida a partir de ellos. Pero todavía no son  españoles a la escala histórica presupuesta, porque aún no se han  dibujado las coordenadas en las cuales habrá de definirse la sociedad  española, a saber, las coordenadas cuyos ejes pasan principalmente por  las sociedades europeas y las sociedades islámicas. Desde este punto de  vista tampoco el pensamiento de San Isidoro, por ejemplo, podrá  considerarse como un momento del pensamiento español, y esto dicho sin  perjuicio del reconocimiento de la enorme influencia que a San Isidoro  le corresponde en la composición del pensamiento español propiamente  dicho. 
Una nueva situación histórica y social se configura  cuando, a raíz de la invasión musulmana, la monarquía visigoda queda  fracturada y cuando los reinos sucesores se organizan en un mapa  histórico diferente que los define tanto frente al imperio europeo (el  de Carlomagno, o el de Otón) como frente al imperio islámico, y ello sin  perjuicio de sus alianzas coyunturales. Hablaremos de una sociedad  española «embrionaria», sin duda, a partir del siglo VIII. Una sociedad  cuya evolución constante, no permite sin embargo subestimar la identidad  de su situación. 
«Español», en su acepción lingüística oficial, se  refiere al idioma común que, tras un largo proceso histórico, hablan los  miembros de esa sociedad que hemos llamado española. Pero puesto que en  esta sociedad también se hablan idiomas «regionales», como el gallego,  el vasco, el catalán o el valenciano, y teniendo en cuenta que Galicia,  País Vasco, Cataluña o Valencia son regiones o nacionalidades de la  misma escala que Castilla-León, ¿por qué no suprimir esta acepción del  adjetivo «español» y llamar castellano al español? La respuesta me  parece evidente: porque ello distorsionaría el sistema de relaciones  realmente existentes entre las diferentes sociedades que hablan hoy este  idioma, incluyendo las sociedades americanas o africanas. 
En efecto: «castellano», referido al idioma, y esto  se olvida con frecuencia, es ante todo un concepto histórico y no un  concepto geográfico o político-administrativo. «Castellano» no es el  idioma que «hoy» se habla en Castilla, como podría hablarse en la época  de Gonzalo de Berceo; precisamente porque ese castellano, fuera o no una  coiné, desbordó los límites de la Castilla histórica, y comenzó a  constituirse en idioma nativo, y aun con características locales propias  respecto de otras muchas circunscripciones de la sociedad española y,  más tarde, de otras sociedades americanas, africanas o asiáticas. Por  ello fue preciso desvincularlo de su origen, y al «español» no lo  debiéramos llamar «castellano» de la misma manera a como al idioma  italiano tampoco hoy se le denomina «toscano». Un idioma que, como el  castellano, ha desbordado los límites de su territorio originario (si es  que lo tuvo definidamente alguna vez), puede llegar a ser tan propio de  quienes lo han asimilado como pudiera haberlo sido de sus primeros  hablantes, y la circunstancia de haber nacido en Castilla o en La Rioja  no confiere ningún privilegio, ni «título de propiedad», en lo que al  idioma se refiere, a los castellanos o a los riojanos. El español que se  habla en Extremadura, o en Andalucía, o en Galicia, y luego en Cuba o  en Méjico, podrá ser tan genuino, dentro de sus modulaciones propias,  como el español que llegue a hablarse en Castilla, una vez que haya  experimentado las modulaciones correspondientes. En efecto, en Castilla  seguirá hablándose el «castellano», pero como en Andalucía se habla el  «andaluz» o en Cuba el «cubano». Todas estas modalidades son  modulaciones del «español», y si se mantuviese para todas ellas la  denominación de «castellano» quedaría sin nombre propio el español de la  Castilla actual, salvo que ésta pretendiese mantener una hegemonía  canónica, absurda en un idioma inter-nacional. Porque tan genuino es el  español de Castilla, como el de Andalucía o el de Cuba, tan genuino como  hombre es el hombre blanco, como el negro o el amarillo, aunque todos  procedan de una raza precursora que acaso se aproximase más a alguna de  las razas actuales que a otras. Quienes insisten en llamar castellano al  español parecen empeñados en no querer reconocer la evolución de lo que  fue un idioma local, una «especie generadora», en un idioma  inter-nacional, en un «género», olvidando, al encastillarse en el  pretérito, que en la evolución de los idiomas, como en la de las  especies biológicas, las nuevas especies pueden seguir siendo tan  genuinas como las especies generadoras, y que las nuevas modulaciones no  constituyen necesariamente una de-generación de la especie originaria,  sino acaso una regeneración del género que se está formando precisamente  en ese proceso de «especiación». 
Según esto, cuando aplicamos, y con toda propiedad,  el predicado español a los idiomas regionales tales como el gallego, el  catalán, el valenciano o el vasco, lo estaremos haciendo tomando  «español» en su acepción segunda, la que tiene como referencia a la  sociedad española. El idioma gallego es, desde luego, un idioma español,  ante todo en su acepción primera, en el mismo sentido en que son  también españolas las «rías gallegas». 
Se trata ahora de confrontar los sentidos y las  consecuencias que se derivan de la aplicación al «pensamiento» funcional  o público de las diversas acepciones del adjetivo «español», aunque  solamente la segunda y la tercera son pertinentes al caso. 
Pero la aplicación abstracta o rígida de las diversas  acepciones, utilizadas por separado, conduce a consecuencias  incompatibles entre sí, y no siempre ajustables al concepto estricto de  un pensamiento funcional, tal como lo venimos entendiendo. En efecto, si  mantenemos como criterio ineludible de un pensamiento público su  vinculación a la sociedad (a los marcos sociales) en los cuales funciona  el pensamiento, es evidente que, en todo caso, el pensamiento español  tendrá siempre que contar con la referencia a la sociedad española. Pero  esta no es inmutable históricamente. Y así, en nuestros días, la  expresión «pensamiento español» tendrá que dejar fuera de su extensión  al pensamiento de los países americanos, aunque se exprese en español  (en su sentido lingüístico) y tendrá que incluir desde luego al  pensamiento gallego, catalán, valenciano o vasco aunque vengan  expresados en idiomas distintos del español. Por consiguiente, también  será pensamiento español el que figura en las obras de los escolásticos  españoles de los siglos XVI y XVII aunque estén escritas en latín. 
En cambio, si se toma la acepción tercera del término  «español», la lingüística, habrá que excluir de la extensión del  pensamiento español no sólo al pensamiento gallego, catalán o  valenciano, expresado en sus idiomas respectivos, sino que también habrá  que excluir a los escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII,  entre otros, que escribieron en latín. 
Estas dos opciones son incompatibles, y no cabe  decidirse por ninguna de ellas por razones «de principio». Lo que, por  otra parte, hay que reconocer, tiene que ser así, cuando se advierte que  estamos ante situaciones históricas y no ante taxonomías abstractas y  ahistóricas. Las sociedades americanas podrán considerarse españolas, en  su sentido histórico social y lingüístico, durante los siglos XVI, XVII  y XVIII; todavía en la constitución de 1812, tanto quienes viven en la  península como en ultramar son considerados como ciudadanos de la nación  española. Sin embargo, a medida en que fue teniendo lugar la  emancipación de las provincias americanas, con la diferenciación  consiguiente de sus sociedades, la «sociedad española» fue  circunscribiéndose al territorio peninsular y al de las islas  adyacentes. Ya no será posible hablar de pensamiento español, aunque  esté escrito en español, refiriéndose al México de Juárez o a la  Venezuela de Simón Bolivar. 
¿Cabría concluir de ahí que, por tanto, es necesario  prescindir de la acepción tercera y utilizar únicamente la segunda en el  momento de determinar el «pensamiento» social como «pensamiento  español»? No, porque esta conclusión volvería a ser abstracta,  ahistórica, meramente convencional, y, por tanto, pasaría por alto la  vinculación interna que hemos establecido entre el pensamiento público y  el lenguaje en el que se despliega, en tanto este lenguaje está dado en  función del marco y del campo del pensamiento correspondiente. 
Es en función de estos principios constitutivos de la  idea de «pensamiento», en el sentido definido, como se hace preciso  reclasificar, del modo más enérgico, los lenguajes según criterios que  no se reduzcan a los que suelen ser usados en los atlas de geografía  lingüística. 
Dos criterios, relativamente independientes,  disociables, aunque inseparables, habrá que tener presentes en función  de las mismas sociedades concretas, localizadas por tanto en unas areas  geográficas o territorios determinados: 
Según un primer criterio, eminentemente sinalógico, los idiomas se clasificarán en: 
II. Particulares o propios de las partes integrantes de esa sociedad.
Según un segundo criterio, eminentemente isológico, los idiomas se clasificarán en: 
B. Específicos (respecto de una sociedad de referencia).
Ambos criterios pueden cruzarse, como se representa en la siguiente tabla: 
| Segundo criterio Primer criterio | A Genérico | B Específico | 
| I Común (Universal) | Español Latín | Æ | 
| II Particular | Æ | Gallego, Catalán, Vasco, Valenciano, &c. | 
En el caso del pensamiento español, entendido como un proceso histórico, podemos afirmar que la condición de común (I según el primer criterio) estuvo determinada por la condición de genérico (A según el segundo criterio) y, en parte también, recíprocamente. 
Y que, consecuentemente, la condición de particular  (II) está en estrecha conexión con la condición de específico (B) o, si  se prefiere, recíprocamente. 
Según esto, para el caso del pensamiento español,  habrá que considerar, desde el primer criterio, como idiomas comunes de  los españoles a lo largo de su historia, tanto al español como al latín.  En efecto, el español y el latín han sido en el curso de los tiempos,  los idiomas comunes (universales) a todos los españoles, es decir,  idiomas cuyo marco es la propia sociedad española: el primero  como idioma popular (román paladino) y efectivo, el segundo (el latín)  como idioma de élite, selectivo. Pero, aunque selectivo, común a todos  los españoles, a todas sus partes integrantes, en tanto que desde  cualquier parte de la sociedad española, gallegos o catalanes, plebeyos o  aristócratas, clérigos o civiles, podían hablar también o escribir en  latín. Y, desde luego, el campo de estos idiomas comunes era  genérico y no específico de la sociedad española. Nos parece evidente  que la condición de «genérico» contribuyó, si no determinó, la condición  «común» de estos idiomas. 
En cambio los idiomas particulares (el gallego, el  vasco, el catalán o el valenciano) han sido también idiomas específicos  de esas sociedades o «nacionalidades»; jamás fueron idiomas genéricos a  otras sociedades, jamás fueron, como el español o el latín, idiomas  internacionales. 
Dicho de otro modo, los cuadros IIA y IB son cuadros  prácticamente vacíos, al menos para el pensamiento español histórico. No  decimos que no puedan llenarse algún día. Decimos que hoy por hoy sólo  son futuribles, y es desde este punto de vista desde donde podemos  denominar al pensamiento español que transcurre a través del marco IA,  como el pensamiento español efectivo o real; mientras que el pensamiento  español que transcurre por el marco IIB será, hoy por hoy, sólo un  «pensamiento virtual». 
Si, por último, y desde la única perspectiva posible  que cabe aquí utilizar, que es la histórica, examinamos combinadamente,  desde los criterios lingüísticos y sociales, la realidad efectiva, es  decir, el pensamiento español realmente existente desde un punto de  vista histórico, obtenemos como resultado el siguiente: que el  pensamiento español, en su sentido sociológico y funcional, expresado en  idiomas particulares y específicos, ha sido mucho más débil, por no  decir inexistente, a lo largo del curso histórico que el pensamiento  español expresado en idiomas genéricos y comunes. No es, por tanto, que  no haya existido pensamiento gallego o pensamiento vasco o pensamiento  catalán; lo que ocurre es que este pensamiento ha utilizado como marco  el idioma español o el latín, es decir, por tanto, los idiomas comunes  de la sociedad española. 
Así, las figuras más representativas del pensamiento  gallego (a través de pensadores como Gómez Pereira, suponemos, Francisco  Sánchez, Benito Feijoo, Ramón de la Sagra o Amor Ruibal) han escrito en  latín o en español. La hermosa lengua gallega fue utilizada  históricamente para la música o para la poesía (incluso por castellanos)  pero no para el «pensamiento». E incluso lo mejor de esta poesía en  gallego que hoy conservamos, como son las Cantigas de Santa María,  no representarían tanto el espíritu gallego (si creemos a Xose María  Dombarro Paz) cuanto el espíritu de la aristocracia feudal dominante en  el Reino de Castilla. 
Y si nos atenemos a los pensadores más reconocidos  del país vasco, Unamuno o Zubiri, también hay que subrayar que ellos  escribieron en español y no en euskera. En cuanto a la corona de  Aragón-Cataluña, la situación es algo diferente. Raimundo Lulio o  Eiximenis escriben en mallorquín o en valenciano; sin embargo Raimundo  de Sabunde, o Luis Vives escriben en latín; y Jaime Balmes o Eugenio  d'Ors escriben en español. 
Gustavo Bueno, España frente a Europa,
Alba Editorial, Barcelona 1999, páginas 66-76.
  Alba Editorial, Barcelona 1999, páginas 66-76.
 

 
 



